—Mucho cuartel, ¿verdad? —le preguntó el Gobernador.
—Sí, un poco —contestó el muchacho.
En Madrid, el Gobernador aprovechó bien el tiempo. Su ilusión hubiera sido pedirle audiencia al Caudillo para recabar de él su apoyo personal a las peticiones que llevaba en la cartera; pero el Caudillo se había ido a descansar a Galicia, al Pazo de Meirás, y a la sazón andaba de visita por el Norte, otorgando premios a las familias numerosas —un matrimonio de Gijón tenía veinticinco hijos y recibió veinticinco mil pesetas— y a las mujeres que daban a luz trillizos.
Pero no importaba. En los Ministerios fue bien atendido, especialmente en el de Trabajo, donde el titular, el falangista Juan Antonio Girón, recientemente nombrado, parecía dispuesto a dar un gran impulso a las cuestiones laborales y a los Seguros para los «productores». También en la Delegación Nacional de Sindicatos obtuvo la promesa formal de que el camarada Arjona, delegado de Gerona, recibiría el cese y sería sustituido por otro camarada más eficiente y enterado. «Antes de dos meses —le prometieron al Gobernador— tienes allí un Delegado tan activo que te arrepentirás de haber presentado tu queja». El Gobernador sonrió y se tocó las gafas negras. Eso no lo asustaba. Lo que él quería era trabajar.
Terminadas las visitas oficiales, sostuvo una larga conversación con su hermano, el coronel de Caballería que fue a Gerona por Navidad. El coronel estaba de muy buen humor, y lo recibió con extrema cordialidad.
—Tienes que ir sin falta al Museo del Prado —le dijo, de buenas a primeras—. El mariscal Pétain nos ha devuelto La Inmaculada, de Murillo, y la escultura La Dama de Elche. Allí están expuestas ambas obras. Son una maravilla. Y desde luego —añadió—, no puedes largarte a Santander sin ver la revista
Déjate querer
. Precisamente mañana celebran las cien representaciones. Las damitas que salen en el escenario no son de Elche… pero te juro que no importa.
El coronel le contó luego que el día en que Alemania declaró la guerra a Rusia y Serrano Súñer hizo aquel discurso gritando: «¡Rusia es culpable!», algunos falangistas se exaltaron de tal modo que se fueron a la embajada inglesa y tiraron piedras a las ventanas, rompiendo los cristales.
—Y ahora verás cómo son esos ingleses —prosiguió—. Los falangistas pedían a voz en grito: «¡Gibraltar! ¡Gibraltar!». Entonces salió un secretario de la Embajada y, sin inmutarse, les dijo: «Por aquí no es…» Y, chico, la manifestación se disolvió.
Fue una conversación substanciosa. El Gobernador, gracias a su hermano, se enteró de muchas cosas. No en vano Madrid era el ombligo de la nación. Pasaron revista a las leyes fundamentales del Estado, promulgadas unos meses antes, y las elogiaron sin reservas. «Están redactadas con mucha astucia». Hablaron de la construcción del Valle de los Caídos, que costaría un dineral. «Parece que van a parar allí todas las multas que impone la
Fiscalía de Tasas
». Hablaron de la encarnizada campaña de los carlistas contra Falange y del poder que ostentaba el ministro Serrano Súñer, cuñado de Franco.
«¿Te has enterado de la canción que corre por ahí? Pues agárrate: Dice así:
Tres cosas hay en España que no aprueba mi conciencia: El subsidio, la Falange y el cuñado de su Excelencia
».
El coronel le confirmó luego al Gobernador que uno de los objetivos más concretos y esperanzadores del Caudillo era dotar al país de una red de pantanos. «Esto va ser una realidad. Se ha empezado ya la construcción de varias presas. Confiemos en que ningún Von Filken meta baza en el asunto». «¿Von Filken?», preguntó el Gobernador. «Sí, hombre. El alemán ese de la gasolina sintética».
La velada fue agradabilísima. Se prolongó hasta muy entrada la noche. Y al día siguiente, el Gobernador, que durmió hasta la hora de almorzar, soñando con que alguno de esos pantanos sería construido en la provincia de Gerona, emprendió el viaje a Santander, renunciando por partida doble al Museo del Prado y a la revista
Déjate querer
.
En Santander abrazó a María del Mar, a Pablito y a Cristina con toda la fuerza de que fue capaz. Los encontró cambiados y sumamente alegres.
—¡La separación os ha sentado estupendamente!
—No digas eso… Hemos veraneado, nada más.
El Gobernador movió la cabeza. Por lo menos en lo que se refería a su mujer, María del Mar, era evidente que en Santander se encontraba en su elemento, mejor que en Gerona. Con su familia, con las costumbres, con el paisaje. «Sí, no puedo negar que esto me tira».
También le ocurría eso al Gobernador, pero sabía disimularlo. En compañía de Pablito recorrió la zona siniestrada en febrero y comprobó que la reconstrucción se había iniciado con buen ritmo. Habían afluido donativos de toda España y el Gobierno había ayudado mucho. Luego se fue al campo a saludar a sus dos otros hermanos, los que cuidaban del patrimonio familiar, del patrimonio Dávila. Se dio cuenta de que el menor de ellos, Mario Dávila, eludía el tema político. No hacía más que hablar de vacas, de terneras, de pastos y de las tierras de labranza. «A Mario le ocurre algo —pensó el Gobernador—. Estará decepcionado». Pero no estimó oportuno empezar con discusiones.
Permaneció en Santander día y medio y emprendió con la familia el regreso a Gerona. Pablito estuvo muy hablador durante el viaje. En aquellas semanas, era cierto, se había divertido de lo lindo. Se había bañado y había visitado una y mil veces los barrios en que transcurrió su infancia. Y había hecho excursiones por la provincia con sus primos hermanos y con antiguos condiscípulos. No estaba seguro de que le tirase mucho Santander. Había en Cataluña algo que lo atraía irresistiblemente. Algo que no sabía lo que era y que Manolo había definido como «el espíritu emprendedor». «Pero ¿qué es lo que quiero yo emprender? —había objetado Pablito—. Lo que yo quiero es estudiar y llegar a ser Cervantes o Aristóteles». «Pues no sé, chico —le había dicho Manolo—. Será que te atrae el catalán, ahora que ya empiezas a entenderlo».
Contrariamente a lo mucho que charló Pablito en el camino, el conductor cedido por el general, muchacho que mientras estaba al volante iba masticando briznas de hierba, no pronunció por cuenta propia más que una frase en todo el trayecto, y fue con ocasión de ver en un árbol de la carretera un cartel de toros anunciando a los espadas Domingo Ortega, Pepe Bienvenida y José Luis Vázquez. «El único torero de verdad que tenemos en España, hoy por hoy, es Manolete», sentenció. «Claro —comentó Pablito—. Como que es cordobés, como usted…»
Llegados a Gerona, todo el mundo encontró rejuvenecida a María del Mar. «Pero ¡si te has quitado diez años de encima! ¡Estás preciosa!». Ella contestaba, halagada: «Los aires de mi tierra…»
Pablito se sintió un tanto desplazado, pues faltaban todavía tres semanas para reanudar las clases, clases en las que Agustín Lago quería introducir profundas modificaciones. Pablito llevaba consigo tanta energía acumulada que volvió a perseguir a Gracia Andújar; pero ésta había dado tal estirón, se había hecho tan mujer —por algo era ya «madrina de guerra»—, que el chico, sin necesidad de consejos ni de que lo llamaran otra vez «mocoso», se retiró por el foro y se dedicó a conocer Gerona tanto como conocía Santander. Y puesto que su amigo Félix Reyes, al que llamaba «pintor avanzado», se encontraba en el Campamento de Tossa de Mar, recibiendo de los hermanos Costa «paquetes de embutidos» y otras chucherías, se asesoró con mosén Alberto, docto en la materia. Mosén Alberto lo obsequió con varias monografías referidas a la ciudad y alrededores —aquellas que Ignacio consultó por Semana Santa, en espera de la visita de Ana María— y le contó anécdotas sobre los famosos Sitios de la ciudad, cuando la guerra de la Independencia. Pablito correspondió a mosén Alberto visitándolo varias veces en el Museo Diocesano, que continuaba enriqueciéndose, y tocando allí mismo la armónica, sobre todo melodías montañesas, que bajo aquellas bóvedas adquirían una resonancia especial. Manuel Alvear, el pequeño y celoso guardián de aquellos tesoros que el sacerdote iba recuperando, habitualmente rehuía, por timidez, la presencia del hijo del Gobernador; pero cuando le oía tocar la armónica, se ocultaba tras una pared, lo más cerca posible, y lo escuchaba con delectación.
En cuanto a Cristina, se fue al Campamento de Aiguafreda, Campamento División Azul, aprovechando que éste no se cerraría hasta el primero de octubre y que aquellos días de septiembre eran menos desapacibles de lo que Adela había profetizado al hablar con Marcos. El Mediterráneo, mucho más sosegado y azul que el Cantábrico, encandiló a la muchacha. «Aquí me atrevo a bañarme —dijo—. Allá, muchos días me daba miedo, no sé por qué». Marta proyectó su atención sobre Cristina y llegó a la conclusión de que la niña era menos superficial y engreída de lo que parecía a primera vista. «No es Pablito —afirmó—. Pero tiene su mundo». Por ejemplo, a Cristina la encantaban los peces y las mariposas. «En realidad —comentó la chica, con ocasión de una visita a las ruinas de Ampurias, donde se quedó pasmada ante la perfección de las figuras de los mosaicos romanos—, los peces cuando nadan parece que vuelan y las mariposas cuando vuelan parece que nadan». La frase gustó tanto a Marta —tal vez porque Ignacio hubiera podido decirla—, que la repitió a todas las niñas del Campamento, cuando éstas se reunieron para izar las banderas.
¿Y el Gobernador? El Gobernador se encontró con problemas más graves que los que acapararon el ánimo de sus hijos. Su ausencia había durado diez días. Miguel Rosselló exclamó: «¡Gracias a Dios que estás de vuelta!». El Gobernador había dejado la provincia prácticamente en manos de Miguel Rosselló y del notario Noguer. Pero éste quería estar tranquilo, como el mar Mediterráneo. De modo que rubricó por su cuenta:
«Si tarda usted una semana más, esto se va a freír espárragos. Y perdón por la frasecita».
¿Qué había ocurrido? Nada de particular. Lo de siempre: actividad de los desaprensivos. Por algo el Ministerio de Hacienda acababa de anunciar que en el segundo trimestre de 1941 la Guardia Civil había efectuado en España 9.289 servicios que afectaban a contrabando y defraudación.
El comisario Diéguez le puso al corriente al Gobernador de las últimas sutilezas de los desaprensivos gerundenses: pasaban a domicilio individuos que recababan donativos para la División Azul… Algunos médicos recetaban cantidades enormes de azúcar y de jabón para «los niños enfermos», abusando de una cláusula de la Delegación de Abastos en la que se concedía a éstos primacía. Y dos especialistas «otorrinos», recién llegados a la ciudad, habían encontrado el medio de vaciar los bolsillos de sus clientes: quitarles las amígdalas. Apenas una persona abría ante ellos la boca, tales especialistas ponían cara de susto y exclamaban: «¡Qué espanto! Hay que quitar estas amígdalas en seguida. Mañana mismo, a las nueve, le espero a usted». Y al día siguiente, ¡fuera!, extirpación.
Y factura al canto.
El Gobernador mascó un caramelo de eucalipto, como siempre que dialogaba con el comisario Diéguez.
—Mi querido comisario —dijo—, todo esto está muy feo. Y por supuesto, puedo cortar por lo sano lo de los donativos para la División Azul e incluso puedo hablarle al doctor Chaos de esas recetas de azúcar y de jabón para los niños. Ahora bien, ¿cómo voy a impedir que los otorrinos quiten las amígdalas? Precisamente me paso la vida hablando de extirpar, donde sea, los focos de infección… Aparte de que a mi mujer, en Santander, un médico amigo le ha aconsejado que se las quite…
El Gobernador recuperó su sillón de mando y tomó varias disposiciones. La primera, celebración de solemnes funerales por el alma de Bruno Mussolini, el hijo del Duce muerto en accidente cerca de Pisa. Gracia Andújar comentó: «¿Y Tagore? ¿Por qué no celebramos también funerales por el alma de Tagore?». La segunda disposición consistió en ordenar que fueran tiradas en cyclostyl, y repartidas entre la población, copias de dos patrióticas cartas que había recibido del frente ruso, firmadas por los capitanes Arias y Sandoval. La tercera, cursar una invitación oficial al campeón de ajedrez Manuel de Agustín, para que diera, en el Casino, una sesión de simultáneas a ciegas. «¡Simultáneas a ciegas! ¡Diez tableros! Hay que ver de lo que es capaz el cerebro de un hombre». A continuación, mandó referencia a
Amanecer
de las dos últimas pruebas de amistad que Hitler había dado a España: el envío de una carta autógrafa a un comerciante sevillano que se la había solicitado y la entrega de un retrato suyo al Ayuntamiento de Sabadell, que también lo había pedido.
Con todo, lo más importante que hizo el Gobernador a su regreso fue pedirle una audiencia privada al general. Tenía varios motivos para ello. Ponerle al corriente de las novedades que se traía de Madrid. Preguntarle su opinión sobre la marcha de la guerra.
Y, sobre todo, consultarle un delicado asunto que afectaba a su labor gubernativa en Gerona y sobre el que no se atrevía a tomar por cuenta propia ninguna determinación.
El general Sánchez Bravo recibió a su ilustre visitante con suma cordialidad.
—Siéntese, por favor… Ya sabe cuánto me gusta cambiar de vez en cuando impresiones con usted. ¿Quiere tomar algo?
—Pues… sí. Coñac, si lo tiene usted a mano.
—¡Claro que sí!
El general pulsó el timbre y apareció Nebulosa.
—Tráete una botella de González Byass. Si no has vaciado las reservas, claro está…
Nebulosa se ruborizó y abandonó la estancia, regresando en seguida con la botella y dos copas.
La entrevista fue larga. El general discrepaba de muchos de los
slogans
con que el Gobernador martilleaba a los ciudadanos, pero personalmente sentía por él una gran estima. Lo sabía íntegro, y ello le bastaba. Tal vez fuese excesivamente teórico, pero esto les ocurría a todos los paisanos… «Comprendo —solía decir el general— que no se puede obligar a todo el mundo a pasar por la Academia de Zaragoza. Pero un baño de disciplina castrense no les vendría mal a todos los españoles. ¡Sí, ya sé que existe el servicio militar! Pero suele durar poco y la mayoría de los muchachos se lo toman a guasa y no hacen sino esperar la licencia».
El coloquio se desarrolló según el orden previsto. Empezaron hablando de Madrid, de las impresiones recogidas por el Gobernador en su viaje. La anécdota del diplomático inglés sobre Gibraltar —«por aquí no es…»— no le hizo ninguna gracia al general; en cambio, el hombre se rió a mandíbula batiente con la cuarteta —que se atribuía a los carlistas— alusiva a Serrano Súñer. Y también le gustó que en los Ministerios lo atendieran solícitamente.