Ha estallado la paz (113 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Ha estallado la paz
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Encuentro afortunado… Recordaron el día en que se conocieron —¡habían pasado ya cuatro años!— en una pensión «barata pero limpia» en la calle de Tallers, de Barcelona.

—¿Te acuerdas de lo que me dijiste, Moncho?

—Pues no, la verdad.

—Me dijiste: «un poco de éter… y todos iguales». Y que Lutero no debió de ser tan mala persona como nos habían enseñado.

—¿Eso dije? ¡Caramba! —Moncho reflexionó—. Pues mira por dónde sigo pensando lo mismo.

La llegada de Moncho tuvo sobre Ignacio efectos parecidos a la que tuvo en tiempos pasados la de su primo José, de Madrid. Con la diferencia de que José era un terremoto —con preservativos en la maleta— y Moncho un campo fértil, que daría sus frutos.

Al día siguiente Ignacio enseñó Gerona a Moncho con el mismo entusiasmo con que se la había enseñado a Ana María. «Ese barrio antiguo no lo tenéis en Lérida… ¡Qué le vamos a hacer! Tampoco tenéis ese Montilivi, ni esas casas colgando sobre el río. ¡Bueno! La verdad es que en Lérida no tenéis nada… Que me perdone el señor obispo, pero aquello es ya un poco Aragón…».

—Eres un tramposo, Ignacio —replicó Moncho—. Me enseñas la cara buena de la medalla. ¿Por qué no nos damos una vuelta por la Gerona moderna? Nunca vi nada más horrible.

Ignacio se rió.

—No te lo niego.

Subieron hacia la ermita del Calvario, cuyo paisaje, por los olivos, los peñascales y el recuerdo de los Viacrucis allí celebrados —Carmen Elgazu cantando: «¡Perdónanos, Señor!»—, continuaba pareciéndose al de Palestina. Sentáronse en la cumbre, dando vista al valle. Y allí se pusieron a revisar sus propias vidas.

Ignacio le detalló a su amigo lo que ya le comunicara por carta: su ruptura con Marta y su noviazgo con Ana María. También le describió a Manolo, su jefe y amigo.

«Aprendo mucho a su lado. Creo que dentro de un par de años podré abrir bufete por mi cuenta. ¡Y agárrate!; en diciembre he de defender yo solito, en la Audiencia, mi primer pleito… Precisamente contra los dos estraperlistas más conspicuos de la ciudad…»

Moncho lo felicitó. Entendía que Ignacio tenía todas las cualidades necesarias para triunfar en la abogacía. «Tienes buena presencia, buena voz, facilidad de palabra… e integridad. ¡Ideas un tanto confusas! Contra eso habrás de luchar».

Ignacio y Moncho estaban tan solos allá arriba, cerca del montículo llamado de las dos Oes, que a no ser por la indumentaria les hubiera parecido que montaban guardia, como antaño, en el frente de Brazato y Bachimaña.

—¿Y tú, Moncho, qué haces? Anda, cuéntame… ¿Continúas reñido con tu padre… porque denunció a más de cien personas?

Moncho hizo una mueca de desagrado.

—Sí, continuamos reñidos… —Luego añadió—: No consigo olvidar aquello.

Ignacio se rascó con la uña una ceja.

—Te comprendo… —dijo—. De todos modos, fuimos unos ingenuos pensando que eso no iba a suceder, ¿no crees?

—¡Oh, por supuesto!

—Recuerdo que tú mismo, cuando te preguntaban por qué luchabas con los nacionales, contestabas: porque los militares garantizan el orden público…

Moncho movió la cabeza.

—Sí, es verdad. Entonces no me daba cuenta de que mantener el orden público costase tan caro…

Ignacio lo miró con fijeza.

—Hablas como si te arrepintieras de algo…

—¿Arrepentirme? No es la palabra exacta, pero en fin… —Moncho modificó su semblante. Miró a su alrededor. Todo aquello era hermoso—. ¿Qué te parecería si abandonáramos el tema?

—Me parecería muy bien —aceptó Ignacio.

Hablaron de la profesión de Moncho. Ahí éste se movió a sus anchas, mientras arrancaba una brizna de hierba y se la llevaba a los labios. Él era analista. Al terminar la carrera dudó entre la cirugía, la anestesia, que era lo suyo —«¿recuerdas el Hospital Pasteur, con tanto toxicómano?»—, y el análisis. Por fin descubrió que lo que de verdad lo apasionaba era esto último, el análisis. «Mi idea es ésa: estudiar bichitos en el microscopio. Ahí dentro se esconde la verdad. Hay personas que por la calle parecen atletas; analizas su orina y su sangre y dices: dentro de seis meses, la muerte. ¿Te das cuenta? Los analistas somos la policía secreta de los demás…»

A Ignacio no le sorprendió en absoluto la especialidad elegida por su amigo.

Moncho era un observador implacable. Lo felicitó a su vez porque entendió que había acertado con lo idóneo para él.

—Dime una cosa —prosiguió Ignacio—: ¿Bisturí… te ha ayudado mucho?

Moncho soltó una carcajada.

—¡Huy, Bisturí…! Se ha dedicado a comer bombones y ahora parece un tonel.

Ignacio se rió también.

—Entonces… ¿a quién le dedicas ahora poesías de Bécquer?

Moncho hizo un mohín expresivo. Titubeó un momento. Por fin contestó:

—A lo mejor te escandalizas; pero vivo con una chica alemana…, con la que me entiendo muy bien.

Ignacio se quedó atónito. Aparte las razones de orden moral, recordó que Moncho, durante la guerra, sentía verdadera alergia por todo lo alemán.

Moncho se anticipó a sus objeciones.

—No vayas a creer que es una chica nazi… ¡Oh, no! En realidad es todo lo contrario. Huyó de Alemania. La conocí en Barcelona, en el Hospital.

Ignacio se preguntó si, en Figueras, en el Servicio de Fronteras, no habría visto él la ficha de la muchacha. Y le pasó por las mientes si no sería judía.

Moncho pareció adivinar su pensamiento.

—No hagas demasiadas cábalas, ¿sabes? De hecho es todo muy sencillo: es una criatura que detesta las guerras, como yo.

Ignacio hubiera deseado conocer más detalles, pero no le pareció el momento oportuno.

—¡Bien! —exclamó—. Es lo último que hubiera podido imaginar…

Moncho sonrió.

—El día que la conozcas —concluyó—, comprenderás perfectamente por qué le recito poesías de Bécquer.

Continuaron charlando, haciendo caso omiso del frío del crepúsculo que empezaba a penetrarles en los huesos.

Ignacio le dijo a su amigo que estaba leyendo a Freud. Moncho hizo un signo aprobatorio.

—Ahí tienes —apuntó— a un analista de primer orden. Aunque a veces se pasa de la raya.

—¿Tú crees?

—Claro…

Ignacio ladeó la cabeza.

—Pues a mí casi todo lo que dice me parece verdadero. Somos impenetrables. Cuando pienso profundamente en mí me doy cuenta de que los demás no tienen idea de cómo soy por dentro…

Moncho ironizó:

—Tanto mejor para ti…

El frío era ya tan intenso que los echó de la cumbre. Bajaron por las murallas, por detrás de la Catedral, asomándose un momento al mirador desde el cual se dominaba el meandro del río Ter.

Moncho comentó:

—¿Ves? Me hubiera quedado a gusto allá arriba, con una tienda de campaña y un saco de dormir.

Ignacio caminaba por las callejuelas empedradas, con las manos en los bolsillos y fumando.

—Moncho, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Naturalmente…

—¿Qué les pedirías a los Reyes Magos, si estuviera en tu mano elegir?

Ignacio supuso que Moncho se tomaría algún tiempo para contestar. Y no fue así.

Con gran rapidez dijo:

—Conservar todas las facultades hasta los setenta años, y luego morir de repente.

Ignacio se paró un momento.

—No estoy seguro de haber oído bien.

Moncho se detuvo a su vez.

—¿Por qué? ¿Tan raro es lo que he dicho?

Ignacio tiró el pitillo y lo aplastó con el pie.

—No, claro…

Regresaron a casa. La cena en el piso de la Rambla fue tan cordial como la de la víspera. Al terminar, Matías escuchó la BBC, de Londres, y luego Carmen Elgazu, fiel a sí misma, propuso rezar el rosario.

Moncho se pasó la mano por la rubia cabellera.

—¡No faltaría más!

Matías, como de costumbre, se paseó todo el rato a lo largo del pasillo —ahora, por culpa del reuma, daba la vuelta con menos rapidez— y al contestar rutinariamente la letanía, se comía el
ora
, diciendo sólo
pro nobis
.

Ignacio había trazado un plan para el día siguiente. Quería que Moncho conociera a sus antiguos amigos el profesor Civil y mosén Alberto, de quienes tanto le había hablado, y por supuesto, a Manolo y Esther. También quería que conociera a Pilar y a don Emilio Santos.

Moncho, con toda franqueza, le indicó que lo único que le ilusionaba era conocer a Pilar.

—Por favor, no me hagas subir tantas escaleras… ¡Si quieres cogemos la mochila y nos vamos a Rocacorba! Pero eso de las visitas no se me da bien.

Ignacio se sorprendió. Se desayunaban y la luz entraba suave por los cristales del balcón que daba al río.

—Pero… ¿es que te has vuelto insociable?

Moncho protestó:

—¡Nada de eso!

La expresión de Ignacio lo obligó a explicarse un poco más. Había ido a Gerona a hablar con él, con Ignacio, y a conocer la ciudad. «Con eso y con saludar a tu familia me basta». No le gustaba vivir de prisa, atiborrándose de imágenes. «¿Es que ya no te acuerdas? Prefiero saborear las cosas».

Ignacio asintió. Pero le dolía no poder exhibir a su amigo, sobre todo en lo respectivo a Manolo y Esther. Insistió, pero fue en vano.

—Entonces, ¿qué es lo que te apetece?

—Nada. Dar otra vuelta por ahí. Por la Dehesa, por ejemplo.

—Está bien. Luego almorzaremos en casa de Pilar.

Salieron rumbo a la Dehesa. Moncho cogió su máquina fotográfica y aprovechando que la mañana era soleada disparó varias veces. Primero, los soportales de la Rambla; luego, el Oñar, desde el puente de San Agustín; ¡luego, el edificio de Telégrafos!

Ignacio le miró con simpatía… Y le resultaba gracioso que Moncho disparase con la mano izquierda.

La Dehesa, desnuda por obra y gracia del otoño, ofrecía un aspecto impresionante.

Moncho comentó:

—No es moco de pavo, la verdad…

Anduvieron sin descanso, charlando. ¡Ah, sí, Moncho había evolucionado en aquellos años! Había llegado a determinadas conclusiones. Las dudas permanentes de Ignacio le parecían inútiles y fatigosas. Era preciso creer en algo. Y para ello un sistema eficaz era proceder por eliminación. «¿Andar diciendo “tanto gusto” y “he pasado una velada deliciosa”? Ni hablar… ¿Escuchar palabras altisonantes como “heroísmo”, “misticismo”, “futuro mejor”? Manotazo limpio…» «Hay que elegir, Ignacio. Pero elegir cosas humildes, que estén a nuestro alcance: el trabajo, los amigos, la marca de tabaco… Con eso es suficiente».

Ignacio objetó:

—Entonces ¿hay que renunciar a la ambición?

—¿Ambición? Yo soy más ambicioso que tú: ambiciono vivir a la medida de mis fuerzas.

Lo bueno de Moncho era que predicaba con el ejemplo. Allí mismo lo demostró. El muchacho era capaz de pasarse cinco minutos contemplando el tronco de un árbol. Sí, Moncho era un enamorado de lo inmóvil, aunque también, e Ignacio lo sabía, le gustaba ver correr el agua clara de los arroyos. «Fíjate en un detalle: eso de no tocar, peligro de muerte, lo ponen en los postes eléctricos, nunca en los árboles. ¡También los insectos se tragan unos a otros! Pero luego no sueltan discursos. Hay cierta diferencia, ¿no te parece?».

Otra alusión a la guerra. Ignacio comprendió. A Moncho la contienda civil lo había marcado profundamente. Y ahora, con la chica alemana fugitiva de su país… El chico admitió que aquello era cierto. Las personas seguían siendo lo que fueron siempre: mitad ángeles, mitad diablos. Rubias como él, morenas como Ignacio. Pero el mundo, el mundo colectivo y amorfo, se había vuelto loco. No había más que leer el periódico cada mañana. ¡Bombardeos, tanques, bajas enemigas! ¿Enemigas de quién? Un perpetuo combate de leucocitos. Nada tendría arreglo si la sociedad volvía la espalda a la naturaleza. Lo peor de las guerras era eso, que impedían amar los pequeños detalles y la naturaleza. Realizaban un lavado de cerebro en esa dirección. Conducían hacia las máquinas y hacia el apelotonamiento en las grandes urbes. Las guerras eran la promiscuidad. Mataban lo íntimo y ello era muy grave.

Ignacio, que escuchaba atento, estaba impresionado. Sin embargo, veía en Moncho un peligro: que desembocara en la inhibición.

—De todos modos, debemos contribuir a mejorar las cosas, ¿no? Mandar el prójimo al cuerno —negarse a decir: «tanto gusto»—, resulta un poco egoísta. Proceder por eliminación puede conducir a esa serenidad de que tú gozas, pero al mismo tiempo a la vanidad personal. Tampoco me gustaría volverles la espalda a los demás…

—Yo no he dicho eso, Ignacio. He hablado precisamente de prestar atención. Más importante que hacer, es sentir. ¿Comprendes adonde voy?

—Creo que sí… Lo único, que en el fondo la actitud es pesimista. Eso de que el dolor purifica ¿te suena también altisonante?

—No, es otra gran verdad. Pero lo que no purifica en modo alguno es el odio.

—¿Y crees que todos los que hicimos la guerra odiamos por definición?

—Sí, sin darnos cuenta. Y también odiarán todos los que la hacen ahora.

—¡Pues mira por dónde —afirmó Ignacio— a mí me parece que soy mejor que antes!

Moncho, en aquel momento, enfocaba con su máquina un alto ciprés. No sabía si fotografiar su base o la punta afilada hacia el cielo, muy parecida al campanario de San Félix.

—No digas tonterías. Antes de la guerra eras ya un ser puro. Tú estás inmunizado. Te lo dice un médico… Y ahora, después de haber conocido a tus padres, comprendo el porqué.

Eso último emocionó a Ignacio. Por un instante se sintió efectivamente un santo.

Amaba a aquel ciprés, al mundo colectivo, amorfo y loco, a sus padres, a Moncho…

¡Lo amaba todo!

—Gracias por el piropo, Moncho.

—No hay de qué.

Por fin se sentaron. Y guardaron un largo silencio. La memoria los llevó de nuevo a recordar las horas que habían pasado juntos en la alta montaña, al lado de una hoguera y bajo el firmamento estrellado. Les llegaba tenue el rumor del Ter que bajaba acariciando, puliendo, afinando los guijarros.

Ignacio rompió la pausa.

—Pensando en todo lo que has dicho, me pregunto si querrás tener hijos…

También en esta ocasión Ignacio supuso que Moncho se tomaría un tiempo para contestar. Y tampoco acertó. Moncho dijo:

—Rotundamente, no.

Ignacio hizo una mueca.

—Ahí está. Me lo temía… Y va a ser una lástima.

—Gracias por el piropo, Ignacio.

Llegó la hora de ir a casa de Pilar. ¡Paradójica situación! Pilar, ajena a las opiniones de Moncho, estaba a punto de dar a luz. El doctor Morell calculaba que faltaba un par de semanas para el gran acontecimiento. La hermana de Ignacio preparó en honor del huésped un almuerzo de postín. Moncho procuró en el diálogo tratar temas frívolos, pero resultaba difícil.
Amanecer
, dando razón cumplida a sus argumentos, había publicado aquel día la noticia del primer divisionario muerto: el camarada Luis Alcocer Moreno, teniente de aviación, hijo del alcalde de Madrid. Pilar aludió al hecho, aunque consiguió hacerlo sin llorar. Moncho se abstuvo de aplicar sus teorías. Se dedicó a cantar las excelencias del crío que iba a nacer. «¡Estoy seguro —profetizó— de que se parecerá a César!».

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