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Authors: Anna Jansson

Tags: #Intriga, Policíaca

Hablaré cuando esté muerto (28 page)

BOOK: Hablaré cuando esté muerto
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Maria se mantenía un poco apartada. No soportaba escucharlos.

La bronca prosiguió durante otros tres cuartos de hora. Cuando los Fredlund por fin callaron, abajo, en la cocina, y se dirigieron al dormitorio, Maria estaba tumbada en la cama mirando el techo. Los ronquidos de Gunnar flotaban cual un manto sonoro del piso de abajo. La luz de la luna penetraba en la habitación como un foco; las sombras de los árboles danzaban en el techo cuando el viento mecía las hojas. Entonces la soledad la inundó. Todos esos días aguardando el regreso de Per, el objetivo que se había fijado, habían quedado reducidos a nada; tenía que haber sospechado que algo no iba bien al no dar él señales de vida. En su soledad, añoraba también desesperadamente a sus hijos. Emil y Linda estaban con su padre en la península, habían ido a visitar a la abuela Gudrun. Su suegro había reencontrado inesperadamente a un amor de su juventud y había abandonado a su esposa. Maria solo podía alegrarse por él. Cualquier cosa era mejor que vivir con Gudrun Wern. La relación de esa pareja guardaba bastantes similitudes con la de Gunnar y Mirja Fredlund. Constantes piques y anhelos siempre egoístas y maliciosos. Hasta los buenos propósitos se ahogaban en ese pozo negro. Maria no quería que Krister metiera a los niños en aquel lío. Imaginaba perfectamente lo que su suegra diría sobre su ex marido. No cejaría hasta ponerlos en contra de su abuelo. No era justo obligarlos a tomar partido ni a escuchar a una persona adulta que ha perdido completamente los estribos. Pero Krister se mostró implacable sobre ese punto. Cuando el huracán Gudrun ruge, no hay tormenta y él se limita a obedecer, como de costumbre. La abuela buscaba el consuelo de sus nietos sin reparar en que su egoísmo podía hacerles daño. En cualquier caso, los niños estaban con Krister, tenía derecho a decidir cómo emplearían el tiempo. Eso era lo acordado, así estaban las cosas.

La investigación policial parecía ir igual de mal que su vida privada; no avanzaba. Maria pensó en Camilla Ekstróm, la chica encerrada en la sauna. Sufrir un ataque de asma es como respirar por una pajita. Es terrible estar atrapado en un lugar abrasador y sin aire. Pero ¿por qué? Parecía evidente que un loco de atar no habría sido capaz de preparar eso. Se trataba de un acto planificado, alguien que sabía que era alérgica al polen de abedul y que iba a acudir a los baños. Gun, la charcutera, lo sabía. También Joakim y Stina. Tampoco, como dijo Gun, podía excluirse la posibilidad de que algunos clientes del supermercado se lo hubieran oído decir. Camilla quería haber ido más pronto a la casa de baños ese fatídico lunes, pero no pudo cambiar la hora. ¿Por qué la encerraron en la sauna? ¿Fue una broma que terminó en catástrofe o la intención era acabar con la vida de la muchacha? Si quien lo había hecho adujera que solo pretendía gastarle una broma de mal gusto, lo condenarían por homicidio, no por asesinato. Una cosa estaba clara: la persona que mató a Cecilia sabía que solía quedarse la última en la sauna.

Maria se revolvió en la cama hasta que las sábanas se enroscaron desordenadamente. Debía tratar de dormir, pero no paraba de darle vueltas a la cabeza. Ese lunes, Gun había estado en casa un par de horas durante el día. Podría haber ido a Móllebos para coger unas cizallas. Pero otra vez el motivo: ¿por qué iba a querer una dependienta de cincuenta y cinco años quitarle la vida a una jovencita recién enamorada? Evocó la imagen de Gun, su rostro malhumorado y pálido y sus peculiares ojos celestes de bordes colorados. Todo su lenguaje corporal emanaba hostilidad. Sus movimientos ligeramente espasmódicos y su mirada esquiva. No era de esas personas que caen bien a la primera. Contemplar el enamoramiento de otros puede resultar difícil si nunca has estado enamorado. ¿Podía ser una cuestión de celos? Maria trató de imaginarse a Gun como autora de los hechos y le resultó prácticamente imposible. Era una señora mayor, y las señoras mayores raras veces cometen delitos violentos. Sin embargo, cuando los casos finalmente se resuelven, con frecuencia hay en ellos cierto grado de sorpresa.

Gun había mencionado que Camilla se iba de la lengua fácilmente. Maria pensó que solo el respeto que infunde la muerte evitó que la tildara de charlatana y licenciosa. Hay que ser agradable y correcto con los clientes, pero sin pasarse, porque si no te perseguirán hombres como, por ejemplo, Lennart Björk, Hombres que creen que esa amabilidad y esas sonrisas significan que estás dispuesta a ofrecer algo más. Gun mencionó la reprimenda que le echó a Camilla por las bromas que se había permitido sobre las medias de seda y los pechos de silicona. Corres el riesgo de que te malinterpreten, y entonces la culpa será solo tuya. Esa fue la advertencia de Gun. Aparte de eso, Gun le había prohibido que se marchara antes de la hora, ni siquiera un minuto, porque el horario es el que es y quitarle tiempo a quien te ha contratado es lo mismo que robarle. Además, Gun había informado de que Camilla utilizaba el ordenador del jefe en horario de trabajo, lo cual también es robar. Tan pronto como podía escaparse de la caja, se sentaba al ordenador para hacer sus trámites bancarios o ver su correo, según contó Gun en su declaración. Allí nadie podía irse antes de la hora ni aprovecharse de otro modo. Eso valía para todos, por mucho que estuvieras enamorada hasta la médula o tuvieras prisa. Maria pensó que había algo mezquino y dañino en Gun. Lo que no le había dado la vida tampoco debía disfrutarlo ninguna otra persona. Cuando salió el tema del viaje de vacaciones de Ingrid, ese que nunca se realizó, Gun había afirmado, tras suspirar profundamente, que ella tampoco podía permitirse ir de vacaciones y que, aunque pudiera, no tenía a nadie que le acompañara. Faltó poco para que Simón se ofreciera, ese caballero andante de la gentileza. Si la vida es cicatera contigo, puede resultar difícil actuar generosamente con los demás, reflexionó Maria. En Camilla había florecido el amor y con Ingrid se había visto desbordado de felicidad. Y ahí estaba Simón. ¿Quién sabía realmente qué sentía Gun por Simón? Observar la felicidad de otros puede hacer sumamente difícil sobrellevar la falta de amor, pero de ahí a cometer un asesinato hay un trecho. ¿Primero Ingrid, en una acción improvisada, y luego el asesinato premeditado de Camilla Ekstróm? Ahora bien, nada de ello podría explicar por qué la casa de Frida Norrby había quedado reducida a cenizas, o si fue mera casualidad que ocurriera al mismo tiempo.

Llegado a este avanzado punto en sus disquisiciones se dio cuenta de que tenía muchísimas ganas de orinar. Habían caído unos cuantos vasos de vino y de agua, solo una vejiga titánica lo aguantaría. Ir al retrete exterior en medio de la oscuridad no le hacía ninguna gracia, pero despertar a Mirja para pedirle un orinal no era una opción. Trató de cerrar los ojos y relajarse. Le resultó completamente imposible. Tenía que salir.

La habitación de invitados que ocupaba se hallaba en el primer piso. La escalera crujía y no quería molestar a sus anfitriones ahora que por fin descansaban. Los ronquidos crecían en intensidad. La puerta del dormitorio de la pareja estaba entreabierta, así que evitó encender la luz y atravesó a tientas el vestíbulo. Maria ahogó un grito. Al lado justo de la puerta había un enorme perro negro con un hocico negro y largo. ¿Cómo había llegado hasta allí el bicho de Bibbi Johnsson? ¿Cuánto puede tardar semejante bestia en despedazarte? Maria no se atrevía a moverse y el perro también permanecía quieto. En cualquier momento empezaría a ladrar y despertaría a toda la casa, o aún peor, se lanzaría al ataque. No se le veían los ojos, así que no tenía contacto visual con él. ¿Era su actitud maliciosa o amable? Maria susurró algunas palabras tranquilizadoras y se acercó con cuidado, pero el perro no se movió, lo cual aún le produjo más miedo. Con cautela, Maria extendió la mano para acariciarlo y descubrió aliviada que se trataba de una bolsa de golf con un calcetín ensartado sobre uno de los palos, el cual, en la oscuridad, se había convertido en un hocico. Avergonzada, se rió para sus adentros y retiró el pestillo de la puerta de entrada.

Fuera, la noche era suave y húmeda. El retrete exterior que Mirja había señalado justo al llegar se encontraba en la parte de atrás de la casa, detrás del cenador de lilas. Parecía que todo inmueble que se preciara debía contar con un cenador de lilas. Con la oscuridad y la soledad apareció el miedo. Detrás de la esquina de la casa, de cada árbol o arbusto, podía ocultarse alguien. Tal vez debía haber despertado a Mirja para que la acompañara al retrete, como hacían de adolescentes, cuando iban al baño juntas para intercambiarse ropa y prestarse alhajas y zapatos. Eso le hizo pensar de nuevo en la investigación del asesinato: Camilla y Stina. Tener un amigo íntimo puede ser también un motivo de celos. Un amor profundo que puede transformarse en odio en lo que tarda en pronunciarse una palabra imprudente. Normalmente no ocurre, pero ¿y si sufres un trastorno de personalidad?

Maria sintió que su desazón aumentaba cuando al doblar la esquina vio lo lejos que quedaba el retrete. En realidad no tenía que llegar hasta allí. De hecho, podía agacharse y hacer pis sobre la hierba. Nadie la vería si se ponía en cuclillas. Echó un rápido vistazo alrededor. Tenía la sensación de que la observaban, como si en la oscuridad hubiera alguien preparado para atacarla en cuanto se encontrara indefensa con los pantalones bajados y no pudiera escapar. El corazón le retumbaba dentro del pecho. Era incapaz de controlar su desasosiego. Volvió a mirar alrededor. En ese momento descubrió una figura oscura en la ventana. Bajo el débil resplandor de un candelabro vislumbró a Mirja, con su larga cabellera morena desplegada sobre los hombros. No podía verle el rostro en la penumbra. Ese no era su dormitorio. ¿No dormía Mirja en la alcoba? Ni en la mayor de sus fantasías podía imaginárselos haciendo el amor. ¿Qué había visto Mirja en él? ¿Habían estado alguna vez enamorados? Entonces se movió y desapareció.

Dado que en la casa había alguien despierto que podría oír sus gritos de ayuda, Maria se armó de valor y se encaminó hacia el retrete exterior. No echó el pestillo, dejó la puerta un poco abierta. Si alguien se acercaba para encerrarla, lo vería a tiempo y saldría corriendo. Tenía el trasero congelado y el papel higiénico estaba húmedo y arrugado por el frío del invierno y el deshielo de la primavera. Desde su escondrijo en el retrete pudo ver cómo se apagaba la luz de la habitación donde había visto a Mirja. La luna se cubrió de nubes y la oscuridad se intensificó. Maria se levantó y volvió a salir a la noche. Mientras se limpiaba las manos en la hierba húmeda de rocío, oyó un agudo y terrorífico grito desde el otro lado de la casa. Parecía Mirja. Maria corrió hacia ese lugar, tropezando con los terrones de hierba por la falta de visibilidad, Una serie de pensamientos, a cual más terrible, se sucedió uno tras otro en su mente. Cuando dobló la esquina, vio a Mirja tumbada bajo la escalera exterior.

33

Más tarde reflexionaría sobre su reacción. Su primer impulso no fue lanzarse hacia Mirja, yaciente sobre la grava bajo la escalera de piedra. Sus años de experiencia le habían llevado a interiorizar una actitud de cautela y precaución en situaciones críticas. El día en que dispararon a Per había quedado grabado para siempre en su memoria. Un nimio movimiento podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Su primer impulso fue mirar a su alrededor en busca del agresor; el segundo, encontrar un objeto contundente. Debía hallarse muy próximo, oculto, preparado tal vez para abalanzarse también sobre ella. Maria permaneció quieta, atenta a cualquier ruido o movimiento que pudiera revelar la amenaza. Cogió lentamente un pedrusco afilado. Un silencio ondulante penetraba en su conciencia. Mirja seguía totalmente inmóvil, con las piernas colocadas en un extraño ángulo bajo su corto camisón blanco. Su pelo oscuro se había desparramado cual vino tinto de una jarra volcada. Su rostro presentaba un tono amarillento. De su mano se había desprendido un candelabro de latón con la vela ya apagada. La puerta de entrada estaba abierta, pero dentro de la casa no se oía nada. Un poco más allá, tirada sobre la grava, había una pala. Todo esto lo registró Maria en poco más de un segundo. Mientras rastreaba el entorno con la mirada y mantenía en alerta sus oídos, se acercó a Mirja y se agachó. Tenía arañazos y sangre en una de las mejillas. Maria palpó su cuello buscando signos de vida. Sintió el pulso en sus propios dedos antes de encontrar el punto correcto en el cuello de Mirja. Era rápido pero nítido. En ese mismo instante los párpados de Mirja se estremecieron. Luego lanzó un gemido y se llevó una mano a la cabeza.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Maria mientras le acariciaba suavemente el pelo. Sus dedos se llenaron de sangre. Echó un vistazo rápido alrededor. Quien hubiera atacado a Mirja no podía andar muy lejos. Se requería valor para quedarse allí cuando el instinto te decía que debías alejarte de inmediato del peligro.

—Oí un ruido. Había alguien aquí fuera, en el jardín. Me golpeó. Era un hombre. En la cabeza… ¡Ha intentado matarme! Se disponía a darme otra vez con la pala, pero debió de oír tus pasos sobre la grava. Entonces llegaste tú. Oyó tus pasos. Ayúdame a entrar. ¡Tenemos que encerrarnos! Está ahí fuera —dijo Mirja mientras se incorporaba a medias—. Me siento fatal. Creo que voy a devolver.

Se colocó a cuatro patas y trató de vomitar; tenía lágrimas en las mejillas. Luego empezó a arrastrarse hacia la escalera, en un estado lamentable. Los brazos apenas la sostenían. Con ayuda de Maria se puso en pie, tambaleante.

—¡Date prisa!

Maria prácticamente subió a Mirja en volandas por la escalera, mientras gemía y se quejaba de su dolorida cabeza. En el vestíbulo volvió a derrumbarse.

—¡Cierra, cierra rápido! —clamó Mirja; se agarraba a las piernas de Maria con tanta fuerza que le penetró la carne con las uñas. Una vez echada la llave, tras oír el chasquido del pestillo, relajó los brazos y permaneció tirada en el suelo como un trapo. Tenía muy abiertos sus grandes y oscuros ojos y temblaba bajo su fino camisón blanco.

—¿Has visto quién era? —inquirió Maria al tiempo que buscaba el móvil en el bolsillo de su chaqueta sin quitar ojo a la ventana.

El jardín se encontraba sumido en la débil luz de la luna. Había muchos lugares donde esconderse. Las sombras se desplazaban cuando el viento acariciaba las hojas de los árboles, mientras que la luna se ocultaba tras las nubes y reaparecía. Por un instante Maria creyó atisbar un movimiento, una sombra que se desprendía de un tronco y retrocedía despacio en la oscuridad. Pero, obviamente, pudo ser fruto de su imaginación.

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