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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (13 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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En las dos clases de países las mujeres soñaban con «hombres brutos» como amantes y padres de sus hijos. Como en los países «democráticos» las mujeres habían alcanzado una gran independencia económica, sus deseos de ser fertilizadas por «hombres brutos» provocaron la comercialización de la técnica. Hombres del tipo más deseado se unieron en sindicatos y fueron clasificados en cinco clases, según su atracción. Por una suma moderada, de acuerdo con el grado del padre, cualquier mujer podía ser fertilizada por un «bruto». Tan barata era la quinta clase que sólo la pobreza más abyecta impedía recurrir a sus servicios. El precio de la copulación real aún con la clase más baja de los machos seleccionados era, por supuesto, mucho más alto, ya que en el suministro de materia prima había necesariamente ciertas limitaciones.

En los países no democráticos los acontecimientos siguieron otro curso. En cada una de estas regiones un tirano del tipo de moda era adorado por toda la población. Era el héroe enviado por los dioses, la criatura divina. Todas las mujeres lo deseaban apasionadamente, si no como amante, por lo menos como procreador. En algunos países la inseminación artificial del Señor se concedía sólo como una distinción suprema a mujeres de tipo perfecto. Las mujeres comunes de todas las clases, sin embargo, podían ser inseminadas por la autorizada aristocracia de los «brutos». En otros países el Señor mismo condescendía a ser el padre de toda la población futura.

El resultado de esta extraordinaria costumbre de la paternidad artificial por «hombres brutos», que se empleó sin remisión en todos los países durante una generación entera, y de un modo menos completo durante un período mucho más largo, fue el de alterar la composición de toda la raza casi humana. Con el fin de mantener una continua adaptabilidad a un ambiente que cambia considerablemente, una raza debe preservar de cualquier modo su sensibilidad y originalidad. En ese mundo este precioso factor se diluyó. Los problemas del mundo, desesperadamente complejos, se abandonaron a su propia suerte. La civilización decayó. La raza entró en un período que podría llamarse de barbarismo seudo civilizado, y que era en esencia subhumano e incapaz de cambios. Este estado de cosas continuó durante un millón de años, pero al fin la raza fue destruida por unos animalitos parecidos a ratas contra los que nadie supo encontrar una defensa adecuada.

No anotaré aquí todos los raros destinos de los mundos casi humanos. Sólo mencionaré que en algunos, aunque la civilización fue destruida en una sucesión de guerras salvajes, el germen de la recuperación sobrevivía siempre, aunque de un modo precario. En uno de ellos el agonizante equilibrio de lo viejo y lo nuevo parecía prolongarse indefinidamente. En otro donde la ciencia había avanzado demasiado para la seguridad de las especies que no habían llegado aún a la madurez, el hombre hizo volar accidentalmente su planeta y su raza. En muchos, el proceso dialéctico de la historia fue interrumpido bruscamente al ser invadidos y conquistados por los habitantes de otro planeta. Éstos y otros desastres, que se describirán a su debido tiempo, diezmaron la población galáctica.

Mencionaré como conclusión que en uno o dos de estos mundos casi humanos, y durante la típica crisis mundial, emergió una raza biológicamente superior, que llegó al poder por su inteligencia y simpatía, tomó a su cuidado el planeta, convenció a los aborígenes de que dejaran de reproducirse, pobló todo el planeta con sus propios miembros, y creó una raza humana que alcanzó una mentalidad comunal, y superó rápidamente los límites de nuestra fatigada comprensión. Antes que perdiéramos contacto con ellos, nos sorprendió notar que a medida que la nueva especie reemplazaba a la vieja y conducía la vasta actividad política y económica de todo aquel mundo, empezaba a entender entre bromas y risas la inutilidad de toda aquella vida febril y sin objeto. A nuestros ojos el viejo orden estaba cediendo su lugar a un orden nuevo y más simple, en el que el mundo estaba poblado por una «aristocracia» reducida, auxiliada por máquinas, libre tanto de los trabajos penosos como del lujo, y deseosa de iniciar la exploración del cosmos y la mente.

Este paso a una vida más simple ocurrió en varios otros mundos, no mediante la intervención de una nueva especie, sino simplemente por la victoria de la mentalidad nueva.

3. Nautiloides

A
medida que avanzaba nuestra exploración y se nos unían otros compañeros de los muchos mundos que visitábamos, aumentaba también nuestra comprensión imaginativa de las naturalezas extrañas. Aunque investigábamos únicamente aquellas razas que estaban al borde de la familiar crisis espiritual, adquiríamos gradualmente el poder de establecer contacto con mentes de estructura muy distinta a la de los humanos. He de intentar ahora dar alguna idea de los tipos principales de estos mundos inteligentes «no humanos». En algunos casos las diferencias que los separaban de los hombres, aunque asombrosas en el plano físico, y notables en el plano mental, no eran de alcances tan vastos como las de los ejemplos que se describirán en el capítulo siguiente.

En general las formas físicas y mentales de los seres conscientes son expresión de las características del planeta en que viven. En ciertos planetas acuosos y de gran tamaño, por ejemplo, descubrimos que los seres civilizados eran unos organismos marinos. En aquellos enormes globos no hubieran podido desarrollarse criaturas terrestres parecidas al hombre, pues la gravitación los hubiese clavado al suelo. Pero en el agua no había limitaciones de tamaño. A causa de la aplastante acción de la gravedad, en la superficie de estos grandes mundos había pocas veces notables depresiones y elevaciones. Estaban casi siempre cubiertos por una llanura oceánica de escasa profundidad, interrumpida aquí y allá por archipiélagos de islitas bajas.

Describiré un ejemplo de esta clase de mundos, el planeta mayor de un sol poderoso. Situada, si no recuerdo mal, cerca del congestionado centro de la Galaxia, esta estrella había aparecido en una época tardía de la historia galáctica, y sus planetas habían nacido cuando ya una capa de lava humeante cubría muchas de las más viejas estrellas. Debido a la violencia de la radiación solar los planetas más cercanos tenían (o tendrían) climas tormentosos. En uno de ellos una criatura parecida a un molusco, que vivía en las aguas bajas de las costas, adquirió la habilidad de navegar en su caparazón parecido a una nave por la superficie del mar, manteniéndose de ese modo en contacto con los alimentos vegetales flotantes. A medida que pasaban las edades, la concha se adaptó aún mejor a la navegación. Iban de un lado a otro ayudados por una suerte de vela rudimentaria, una membrana que crecía en la espalda de la criatura. Con el tiempo este tipo nautiloide proliferó en numerosas especies. Algunas siguieron siendo minúsculas, pero otras descubrieron las ventajas de un mayor tamaño, y se convirtieron en barcos vivientes. Una de éstas llegó a ser el amo inteligente de ese gran mundo.

El casco era un recipiente rígido, aerodinámico, muy parecido a los primeros
clípers
del siglo diecinueve, y mayor que nuestras más grandes ballenas. En la parte posterior un tentáculo o aleta se transformó en un timón, que servía a veces de medio propulsor, como una cola de pescado. Pero aunque todas estas especies podían navegar por sus propios medios, hasta cierto punto, el auxiliar normal para los viajes a largas distancias era el extenso velamen. La simple membrana del tipo ancestral se había transformado en un sistema de velas parecidas a pergaminos y mástiles y vergas de hueso, que los músculos podían gobernar a voluntad. Los ojos que miraban hacia delante, y situados a cada lado de la proa, aumentaban aún más la similitud con un barco. Había ojos también en el palo mayor, para vigilar el horizonte. Un órgano cerebral de sensibilidad magnética servía de adecuado medio de orientación. En el extremo anterior del navío había dos largos tentáculos manipulantes, que durante la navegación se plegaban ajustadamente a los costados. En uso eran un par de brazos muy útil.

Puede parecer raro que una especie semejante hubiera desarrollado una inteligencia humana. En más de un mundo de este tipo, sin embargo, numerosos accidentes se combinaron para producir este resultado. El paso de los hábitos vegetarianos a los carnívoros dio a estos seres una astucia animal que empleaban en perseguir a las criaturas submarinas, mucho más rápidas. El sentido del oído estaba en ellos maravillosamente desarrollado, pues unas orejas sumergidas podían detectar los movimientos de los peces a grandes distancias. Una fila de órganos del gusto a los lados del casco juzgaban la cambiante composición del agua, y permitían que el cazador rastreara la pieza. La delicadeza del oído y del gusto se combinó con hábitos omnívoros, una gran diversidad de reacciones y una fuerte sociabilidad para favorecer el desarrollo de la inteligencia.

El lenguaje, ese medio esencial de la mentalidad evolucionada, tenía dos modos distintos en este mundo. Para comunicaciones de corto alcance, una abertura situada en la parte posterior del organismo lanzaba bajo el agua unas rítmicas emisiones de gas que eran oídas y analizadas por las orejas submarinas. Las comunicaciones a larga distancia se establecían por medio de unas señales de semáforo: un tentáculo se movía rápidamente en la punta del palo mayor.

La organización de expediciones comunales de pesca, la invención de trampas, la fabricación de redes y líneas de pescar, la práctica de la agricultura tanto en el mar como a lo largo de las costas, la construcción de muelles de piedra y talleres, el uso del calor volcánico para fundir metales, y del viento para mover molinos, la apertura de canales en las islas bajas en busca de minerales y suelos fértiles, la exploración gradual del mundo y el trazado de mapas, la transformación de la radiación solar en energía mecánica, éstas y muchas otras obras fueron a la vez producto de la inteligencia y de una oportunidad para su desarrollo.

Era una experiencia rara en la mente de una nave inteligente, ver como la espuma aparecía en círculos bajo las propias narices de uno mientras el barco rompía las olas, saborear las amargas o deliciosas corrientes que nos golpeaban los flancos, sentir la presión del aire en las velas cuando uno navegaba contra viento, percibir bajo la línea de navegación el murmullo de distantes cardúmenes, y
oír
realmente la configuración del fondo del mar en los ecos que las orejas submarinas recogían. Era raro y terrible ser alcanzado por un huracán, sentir el crujido de los mástiles y las velas que amenazaban abrirse de arriba abajo, mientras el casco era golpeado por olas pequeñas pero furiosas del macizo planeta. Era raro, también, observar a otros barcos vivientes, que corrían por las aguas del mar, variaban el rumbo, ajustaban las velas amarillas o rosadas a las variaciones del viento; y costaba comprender que aquéllos no eran objetos fabricados por el hombre sino seres conscientes y libres.

A veces veíamos una pelea entre dos de los barcos vivos: se desgarraban mutuamente las velas con tentáculos parecidos a serpientes, se abrían las blandas «cubiertas» con cuchillos de metal, o se lanzaban cañonazos desde lejos. Era sorprendente y delicioso advertir en un delgado
clíper
hembra el anhelo del abrazo, salir con ella a alta mar entre virajes y guiñadas, correrías y persecuciones piráticas, y sentir las delicadas y aéreas caricias de los tentáculos, todos los juegos de amor de esta raza. Raro era acercarse a la otra nave, apretarla contra el flanco de uno, y abordarla con una sexual invasión. Era encantador, también, ver a una nave madre rodeada por sus hijos. Mencionaré que a la hora del nacimiento los pequeños eran lanzados al mar desde las cubiertas de la madre como botecitos, unos por babor y otros por estribor. Las nuevas criaturas se alimentaban succionando los flancos de la madre, y jugaban a su alrededor, o extendían sus velas jóvenes. En el tiempo tormentoso y en los largos viajes eran subidos a bordo.

En la época de nuestra visita unos motores y una hélice que se fijaba en la quilla empezaban a auxiliar a las velas naturales. A lo largo de las costas se habían extendido grandes ciudades de muelles de cemento, y los diques se internaban en las tierras. Los anchos canales que servían de calles en esas ciudades nos deleitaban. En ellas se apretujaba el tránsito, de vela y mecanizado, y los niños parecían lanchas y remolcadores entre los gigantescos adultos.

Fue en este mundo donde encontramos en su forma más sorprendente una enfermedad social que es quizá la más común de todas las enfermedades: la división de la población en dos castas que no se entienden entre sí, influidas por fuerzas económicas. Tan grande era la diferencia entre los adultos de las dos castas que al principio nos parecieron distintas especies, y supusimos que estábamos asistiendo a la victoria de una nueva y superior mutación biológica. Pero estábamos muy lejos de la verdad.

La apariencia de los amos era muy distinta de la de los trabajadores; se parecían tan poco como las hormigas reinas y los zánganos a las obreras de la especie. Los amos eran aquí más elegantes y aerodinámicos. Tenían velas más grandes, y eran más rápidos en el tiempo bueno. En las marejadas eran menos marineros, a causa de sus líneas más finas; pero, por otra parte, se distinguían como navegantes hábiles y audaces. Los tentáculos eran en ellos menos musculosos, pero capaces de movimientos más finos. Tenían órganos de percepción más delicados. Una pequeña minoría de los amos superaba quizá a los trabajadores en resistencia y coraje, pero la mayoría era menos fuerte, tanto en el orden físico como en el mental. Sufrían de enfermedades desintegradoras que no afectaban a los trabajadores, sobre todo enfermedades del sistema nervioso. Por otra parte, si uno de ellos contraía alguno de esos males infecciosos que eran endémicos entre los trabajadores, pero pocas veces fatales, moría casi indefectiblemente. Estaban también amenazados por desórdenes mentales, y particularmente por un neurótico sentimiento de superioridad. Ellos dominaban y gobernaban el mundo entero. Los trabajadores, por otra parte, aunque agobiados por las enfermedades y las neurosis propias del congestionado ambiente, eran en conjunto psicológicamente más robustos. Tenían, sin embargo, un paralizante sentimiento de inferioridad. Aunque en las artes manuales y los trabajos menores eran capaces de inteligencia y habilidad, cuando se encontraban con tareas de más amplio alcance caían en una rara parálisis mental.

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