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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Hacedor de estrellas (11 page)

BOOK: Hacedor de estrellas
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Al principio, Bvalltu y yo asumimos que estábamos embarcándonos en una aventura puramente privada; y más tarde, cuando se nos unieron otros, seguimos creyendo aún que éramos los iniciadores de la exploración cósmica. Pero al cabo de un tiempo establecimos contacto mental con otros grupos de exploradores cósmicos, nativos de mundos que nosotros ignorábamos.

Luego de algunos difíciles y a menudo inquietantes experimentos, unimos nuestras fuerzas, entrando primero en una comunidad íntima, y más tarde en aquella rara unión mental que Bvalltu y yo habíamos experimentado juntos de algún modo en nuestro primer viaje entre las estrellas.

Luego de haber encontrado otros muchos grupos semejantes comprendimos que aunque cada uno había iniciado su viaje independientemente, estábamos destinados a conocernos, tarde o temprano. Pues aunque en un comienzo nada hubiera habido en común entre nosotros, todos los grupos acrecentaban de tal modo el alcance de su imaginación, a medida que pasaba el tiempo, que el encuentro era inevitable.

Más tarde fue evidente que nosotros, habitantes individuales de una hueste de otros mundos, representábamos un pequeño papel en uno de esos movimientos en los que el cosmos trata de conocerse a sí mismo, y aun ver más allá de sí mismo.

Al decir esto, no pretendo afirmar que por haber participado en ese vasto proceso de autodescubrimiento del cosmos mi historia sea verdadera, en un sentido literal. No merece ser considerada, evidentemente, parte de la absoluta verdad objetiva del cosmos. Yo, el individuo humano, sólo pude participar de un modo muy superficial y engañoso de esa vasta experiencia del «yo» comunal que formaban los innumerables exploradores. Este libro debe ser necesariamente una caricatura ridícula y falsa de nuestra aventura real. Pero, además, aunque éramos y somos una multitud surgida de una multitud de esferas, representamos sólo una pequeña fracción de la diversidad de todo el cosmos. De este modo, hasta en el momento supremo de nuestra experiencia, cuando nos pareció que habíamos penetrado en el corazón mismo de la realidad, no conocimos de la verdad sino unos pocos fragmentos, y de una verdad no literal sino simbólica.

Mi relato de aquella parte de mi aventura en la que conocí tipos aproximadamente humanos puede ser bastante exacto; pero el que se refiere a esferas más extrañas tiene que estar bastante alejado de la verdad. Mi descripción de la Otra Tierra no es posiblemente más falsa que las páginas que han dedicado nuestros historiadores al pasado del
Homo Sapiens
. Pero de los mundos menos humanos, y de las muchas especies de seres fantásticos que encontré en la Galaxia y todo el cosmos, y aún más allá, diré cosas que consideradas literalmente quizá sean totalmente falsas. Sólo espero que aliente en ellas esa verdad que a veces descubrimos en los mitos.

Libres del espacio, recorrimos con igual facilidad las regiones más cercanas y lejanas de la Galaxia. Que no nos encontráramos hasta mucho más tarde con mentes de otras galaxias se debió sin duda no a los límites impuestos por el espacio sino a nuestro inveterado espíritu parroquial, a una rara limitación de nuestros propios intereses, que durante un tiempo nos impidieron recibir la influencia de mundos que estaban más allá de la Vía Láctea. Diré algo más de esta curiosa restricción cuando cuente como, al fin, logramos superarla.

Nos habíamos liberado del espacio, pero también del tiempo. Algunos de estos mundos que exploramos en esta primera fase de nuestra aventura dejaron de existir mucho antes que se formara mi propio planeta; otros eran sus contemporáneos; otros no nacieron sino en la vejez de nuestra Galaxia, cuando la Tierra había sido destruida y muchas de las estrellas ya se habían apagado.

Fuimos hacía arriba y hacia abajo por el espacio y el tiempo, descubriendo un número cada vez mayor de esos granos llamados planetas, observando cómo una raza tras otra luchaba hasta alcanzar cierto grado de conciencia lúcida, sólo para sucumbir a algún accidente externo, o más a menudo a alguna falla de su propia naturaleza, y sentimos inevitablemente una opresión cada vez mayor, como si nuestras exploraciones nos revelaran la inutilidad, la falta de significado del cosmos. Unos pocos mundos despertaban a un grado de lucidez que el hombre actual nunca hubiera creído posible. Pero entre éstos los más brillantes habían existido en la primera fase de la historia de la Galaxia; y nada que hubiéramos descubierto en las últimas fases del cosmos sugería que alguna galaxia, y menos aún el cosmos en su totalidad, hubiera llegado (o llegaría un día) a un más acentuado despertar del espíritu que en la época de aquellos primeros brillantes mundos. Sólo en una etapa muy posterior de nuestra investigación estaríamos preparados para descubrir el clima glorioso pero irónico y desgarrador del que esta vasta proliferación de mundos era sólo un prólogo.

En la primera fase de nuestra aventura, cuando, como se ha dicho, nuestros poderes de exploración telepática no se habían desarrollado aún totalmente, los mundos en que entrábamos estaban en el umbral de la misma crisis espiritual que habíamos conocido tan bien en nuestros propios planetas. Esta crisis, entendí, tenía dos aspectos. Era a la vez un momento de la lucha del espíritu, que intentaba llegar a una verdadera comunidad mundial, y una etapa en la larga tarea de alcanzar la actitud espiritual correcta, finalmente apropiada, hacia el Universo.

En cada uno de esos mundos-crisálidas miles de millones de personas entraban en la existencia, en rápida sucesión, y andaban a tientas unos pocos instantes de tiempo cósmico antes de extinguirse. Muchos eran capaces, por lo menos en un humilde grado, de esa íntima especie de comunidad que es el afecto personal; pero para casi todos un extraño era siempre algo temible y odioso. Y aun sus afectos íntimos eran inconstantes y faltos de penetración. Dedicaban casi todo su tiempo a la tarea de huir del aburrimiento o el cansancio, el miedo o el hambre. Como mi propia raza, nunca despertaban totalmente del sueño primigenio de lo subhumano. Sólo unos pocos aquí y allí, y de vez en cuando, eran consolados, estimulados, o torturados por instantes de verdadero despertar. Menos aún eran los que alcanzaban una visión constante y clara, o aun algún aspecto parcial de la verdad; y esas verdades a medias eran consideradas casi siempre absolutas. Al propagar sus pequeñas verdades parciales, ayudaban a veces a las otras criaturas morales, pero también las aturdían y confundían.

Todo espíritu individual, en casi todos aquellos mundos, llegaba en algún momento de la vida a algún humilde clima de conciencia e integridad espiritual, sólo para hundirse otra vez lenta o catastróficamente en la nada. O así parecía. En todos estos mundos, como en el mío, la vida era continua persecución de fines oscuros que siempre estaban a la vuelta de la esquina. Había vastos períodos de aburrimiento y frustración, con alguna rara alegría aquí y allí. Había éxtasis de triunfo personal, de mutua comunicación, de mutuo amor, de visión intelectual, de creación estética. Había también éxtasis religiosos, pero, como todo en esos mundos, estaban oscurecidos por las falsas interpretaciones. Había éxtasis de odio y crueldad, contra individuos y grupos. Algunas veces durante esta primera fase de nuestra aventura, el increíble volumen de sufrimiento y crueldad que encontrábamos en los distintos mundos nos perturbó tanto que perdimos todo coraje, se nos desordenaron los poderes telepáticos, y casi caímos en la locura.

Sin embargo, la mayoría de estos mundos no era realmente peor que los nuestros. Como nosotros, habían alcanzado la etapa en que el espíritu, despertado a medias de la brutalidad y muy lejos aún de la madurez, podía sufrir una desesperación extrema, y conducirse con una crueldad extrema. Y como en nosotros, en estos mundos trágicos pero vitales, que visitamos en nuestras primeras aventuras, las mentes eran incapaces de adaptarse a las circunstancias nuevas. Estaban siempre atrás, aplicando inapropiadamente viejos conceptos y viejos ideales a nuevas situaciones. Como nosotros, vivían continuamente torturados por la necesidad de continuidad, que sus pobres, cobardes y egoístas espíritus no podían realizar. Sólo en parejas o en pequeños círculos de amigos podían soportar una verdadera comunidad: la del reconocimiento, el respeto y el amor mutuos. Pero en sus tribus y naciones alcanzaban demasiado fácilmente la fingida comunidad de la manada, ladrando al unísono de miedo o de odio.

Pero estas razas eran parecidas a la nuestra sobre todo en un aspecto. En todas había una rara mezcla de violencia y delicadeza. Los apóstoles de la violencia y los apóstoles de la delicadeza llevaban a sus fieles de aquí para allá. Y en el tiempo de nuestra visita muchos de esos mundos pisaban el umbral de una crisis de este conflicto. En el pasado reciente se había alabado de labios afuera la delicadeza, la tolerancia, y la libertad; pero la política había fallado, pues no había allí un propósito sincero, ni convicción, ni respeto verdadero y vivido por la personalidad individual. Habían florecido así egoísmos y venganzas, secretamente al principio, luego abiertamente como un individualismo desvergonzado. Al fin, furiosos, los pueblos se habían vuelto contra el individualismo entregándose al culto del rebaño. Al mismo tiempo, disgustados con el fracaso de la delicadeza se pusieron a alabar directamente la violencia, y la brutalidad del héroe enviado por los dioses y la tribu armada. Aquellos que decían creer en la mansedumbre armaron a sus tribus contra las tribus extranjeras a las que acusaban de creer en la violencia. La desarrollada técnica de la violencia amenazaba destruir la civilización; año a año la bondad perdía terreno. Pocos podían creer que la salvación del mundo no dependía de la violencia a corto plazo sino de la delicadeza a largo plazo. Y menos aún podían creer que para ser efectiva la bondad tenía que ser una religión; y que la paz duradera no llegaría nunca hasta que muchos hubiesen despertado a una lucidez de conciencia que en todos aquellos mundos sólo unos pocos podían aún alcanzar.

Si yo intentara describir minuciosamente todos los mundos que exploramos, este libro se alargaría hasta ser un universo de bibliotecas. Sólo puedo dedicar unas pocas páginas a los muchos tipos de mundos que encontramos en estas primeras etapas de nuestra aventura, arriba y abajo, a lo ancho y a lo largo de toda la duración de nuestra Galaxia. De algunos de estos tipos sólo conocimos unos pocos ejemplos; otros se presentaban en veintenas de centenares.

La más numerosa de todas las clases de mundos inteligentes es la que incluye al planeta familiar a los lectores de este libro. El
Homo Sapiens
se envaneció y asustó recientemente con el pensamiento de que aunque quizá no sea la única inteligencia del cosmos, es por lo menos única en su género, y que los mundos aptos para la vida inteligente son extremadamente raros. Esta creencia es tan ridícula como falsa. En comparación con el inimaginable número de estrellas los mundos inteligentes son en verdad muy raros; pero nosotros descubrimos algunos miles de mundos muy similares a la Tierra, y habitados por criaturas esencialmente humanas, aunque en apariencia poco se pareciesen al tipo que llamamos humano. Los Otros Hombres estaban entre los más obviamente humanos. Pero en una etapa ulterior de nuestra aventura, cuando nuestra investigación no se redujo a visitar los mundos que habían llegado a la crisis espiritual familiar, tropezamos con unos pocos planetas habitados por razas casi idénticas al
Homo Sapiens
, o por lo menos a la criatura que era el
Homo Sapiens
en la primera fase de su existencia. No habíamos encontrado antes estos mundos humanos, pues por accidente o alguna otra causa habían sido destruidos antes de alcanzar el nivel de nuestra propia mentalidad.

Luego de haber logrado extender nuestra investigación de los mundos semejantes a los nuestros a otros mentalmente inferiores, fuimos incapaces durante mucho tiempo de establecer alguna especie de contacto con seres que habían superado totalmente el nivel humano. Consecuentemente, aunque rastreamos la historia de numerosos mundos a través de numerosas épocas, y asistimos al fin catastrófico de muchos, o los vimos hundirse en el estancamiento y la inevitable decadencia, había otros con los que perdíamos contacto en el momento mismo en que parecían preparados para dar un salto adelante hacia una mentalidad más desarrollada. Sólo en una época posterior de nuestra aventura, cuando el influjo de muchas criaturas superiores había enriquecido nuestro ser colectivo, pudimos retomar otra vez los hilos de esas biografías de mundos más eminentes.

2. Humanidades raras

A
unque todos los mundos que visitamos en la primera fase de nuestra aventura estaban en los umbrales de esa crisis que conocemos muy bien en nuestro propio mundo, sólo algunos estaban ocupados por razas biológicamente similares al hombre; en otros había criaturas de un tipo muy diferente. Las razas más obviamente humanas habitaban planetas de un tamaño y una naturaleza parecidos a los de la Tierra y la Otra Tierra. Todas, cualesquiera hubiesen sido los accidentes de su historia biológica, habían sido llevadas por las circunstancias a adoptar la forma erecta, evidentemente la más apropiada para mundos de esta clase. En casi todos los casos los miembros inferiores eran usados para la locomoción, y los superiores para la manipulación. Generalmente había una especie de cabeza, que contenía el cerebro y los órganos de la percepción a distancia, y a veces los orificios para comer y respirar. El tamaño de estos tipos casi humanos era pocas veces mayor que el de nuestros gorilas más grandes, y pocas veces menor que el de los monos; pero no podíamos estimar ese tamaño con exactitud, ya que carecíamos de un patrón familiar de medida.

Había gran variedad de estas clases aproximadamente humanas. Encontramos hombres emplumados, parecidos a pingüinos, que descendían de aves voladoras y en algunos planetas pequeños hombres-pájaros que conservaban el poder de volar y tenían, sin embargo, un cerebro humano adecuado. En algunos planetas mayores, de atmósfera excepcionalmente densa, los hombres volaban con alas que ellos mismos habían desarrollado. Encontramos también hombres que parecían descender de un antecesor similar a una babosa, a lo largo de una línea donde no había vertebrados, y menos aún mamíferos. Los miembros de estos hombres eran bastante rígidos y flexibles a la vez, gracias a una delicada «canasta» interna de huesos delgados.

En un planeta muy pequeño, pero de tipo terrestre, descubrimos una raza casi humana que era probablemente única. Aquí, aunque la vida había evolucionado de un modo similar al de la Tierra, todos los animales superiores eran notablemente distintos a nuestro tipo familiar en un aspecto. No había en ellos esa duplicación de órganos que caracteriza a todos nuestros vertebrados. Un hombre de este mundo se parecía, pues, a la mitad de un ser humano. Marchaba a saltos sobre una pierna vigorosa de píe ancho, manteniendo el equilibrio con una cola de canguro. Del pecho le salía un único brazo, aunque se abría en tres antebrazos y dedos prensiles. Sobre la boca tenía una nariz de un solo orificio; sobre éste una oreja, y en lo alto de la cabeza una trompa flexible con tres apéndices y tres ojos.

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