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Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (11 page)

BOOK: Hacedor de mundos
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Sintió que algo se agitaba junto a sus pies. Se estremeció. Unos dientes pequeñitos y muy afilados se clavaron ferozmente en su talón. Isabelle lanzó un agudo chillido. ¡Ratas!

Echó a correr de nuevo escaleras arriba, tirando de la muchacha tras él. Era preferible lo que les estaba aguardando en la superficie que aquel horror de ahí abajo. Salieron de nuevo a la rojiza luz del exterior.

Allí estaba la máquina de guerra, como aguardándoles. Su torreta giró en una respuesta automática. Cabía suponer que su láser había sido inutilizado por el disparo del soldado, pero ignoraban si aquella era su única arma. Tampoco quería averiguarlo. Tenían que salir de allí. Como fuera, pero tenían que hacerlo.

Pensó en su poder. Ignoraba como debía emplearlo, pero no importaba tampoco. Aquello era una emergencia. En sus experimentos, antes de acudir al doctor Payot, había comprobado que le bastaba la fuerza de su voluntad para trasladarse de un lado a otro, en distancias pequeñas. ¿Funcionaría también a este nivel, teniendo en cuenta que no tenía la menor idea de donde se encontraba? Bien, con probar no se perdía nada.

Cerró los ojos. Deseó con todas sus fuerzas regresar al apartamento de Isabelle, a la cama de agua, a la confortable habitación de paredes empapeladas en dorado y negro, sí aún existía. Deseó ira cualquier lugar fuera de aquel infierno.

Sintió un vértigo repentino. Pareció como si un torbellino los arrastrara. Giraron y giraron. A su alrededor se produjo de nuevo la oscuridad. El fragor fue sustituido por un silencio aún más ominoso. Un silencio tan completo como solo puede conseguirse en una cámara sorda, capaz de absorber hasta los menores ruidos que uno mismo produzca. ¿O había un lejano zumbido en algún lugar? Quiso decir algo, pero su voz murió en su boca. Isabelle apretaba frenéticamente su mano, como un niño perdido, solo y aterrorizado.

Tenían que volver, se dijo. Al lugar de donde habían partido antes de iniciarse aquella pesadilla. O a cualquier otro no importaba como con tal de alejarse de aquella profunda y absoluta oscuridad. Por unos momentos deseó incluso regresar en medio de las ruinas. Se apresuró alejar aquel pensamiento de su cabeza.

Seguían girando. Sintió un vahído. Tenia que dominarse. No podía perder el control ahora. No con Isabelle a su lado, que le estaba clavando desesperadamente sus uñas en la palma de la mano.

Se concentró hasta el punto que la cabeza pareció querer estallarle. Los ojos le dolían en su intento de ver algo. ¿Era una luz aquello que parecía reflejarse allí al fondo? ¿Una luz azulada... la luz de la Tierra?

Algo los arrebató como un vendaval. Se sintió girar más y más a prisa, arrastrado por una fuerza incontenible. Gritó, un grito silencioso. Perdió el dominio de si mismo. Pero no soltó la mano de Isabelle.

———

El frescor bajo su espalda desnuda fue un lenitivo. La alta hierba cosquillaba sus costados. Se sintió agradecido por aquella sensación.

—David, ¿Qué ha ocurrido?

Se alzó sobre un codo. Isabelle, a su lado, miraba desconcertada a su alrededor.

—No lo sé ni me importa —murmuró—. Pero nos hemos salido.

Estaba demasiado desconcertado por todo lo ocurrido en los últimos momentos como para pensar. Necesitaba relajarse, aunque solo fuera unos instantes. Aquel parecía el lugar más apropiado.

Estaba hermosa Isabelle, pensó, allí desnuda a su lado. Incluso con el arañazo y la sangre seca en su pecho izquierdo. Notó el asomo de una erección. Tras la tensión del peligro, en la relajación subsiguiente, le dijo con socarronería un rincón oculto de su mente, el impulso sexual se antepone a menudo al impulso de supervivencia. Se apoyó sobre ambos codos, miró al cielo y se echó a reír.

Isabelle le miró sorprendida, luego notó también su erección y le acompañó en su risa. Lo cabalgó, apretándose fuertemente contra sus caderas, y se inclinó sobre él para besarle. David la abrazó, sintiendo el reconfortante calor del cuerpo de la muchacha contra el suyo, el roce de sus pezones contra su pecho. Notó el cosquilleo de la cadenita de oro que llevaba al cuello la muchacha, y de la que colgaba una pequeña llave, también de oro. Un curioso amuleto, pensó. Vio las frondas por entre su cabello y más allá retazos de cielo azul. Ella empezó a moverse rítmicamente sobre su cuerpo. La erección se hizo más intensa.

Sobre ellos, el cielo estaba cambiando de color.

Quiso ignorarlo. Se abrazó más fuertemente a Isabelle, que empezó a besarle en el cuello, junto a la oreja, más y más apasionadamente, como si estuviera descargando sobre él toda su tensión emocional.

El cielo había adquirido una tonalidad rojiza.

La fantasmagórica realidad que les rodeaba fue abriéndose paso lentamente en su conciencia. ¿Qué les estaba sucediendo? ¿Dónde se hallaban, que significaba todo aquello? Lentamente, su erección se hizo humo.

Isabelle alzó sorprendida la cabeza.

—¿Qué ocurre?

David no respondió. El color del cielo era ahora ominoso. Se dio cuenta de que las frondas habían desaparecido. Miró a su alrededor. Ya no se hallaban en un claro de un apacible bosque, sino en una pradera cubierta por una reseca y rala hierba. Se dio cuenta de que los afilados y recios tallos se clavaban dolorosamente en su espalda, pinchando su carne.

A lo lejos había el lindero de un denso bosque, y al fondo, más allá, unas altas montañas. Todo el paisaje tenía un lúgubre color rojo carmesí, reflejo del color dominante en el cielo. David pensó en un volcán en erupción, aunque no se veía ninguna columna de humo por ninguna parte.

Isabelle se apartó de él, dándose cuenta también del ominoso cambio en el paisaje. Miró a su alrededor.

—¿Qué nos está ocurriendo, David? Creo qué sí importa.

Importaba, por supuesto. Se puso en pie, y la muchacha le imitó. De pronto ambos fueron concientes de una leve vibración en el suelo.

—¿Qué es esto? —había un asomo de temor en la voz de Isabelle.

—No lo sé. —volvió a mirar a su alrededor. Al otro lado del lindero del bosque había una serie de colinas bajas, y una nube de polvo que se movía.

Miró más fijamente. Aquella nube de polvo..., despertaba un eco lejano en su mente. De repente, algo hizo clic.

—Dios mío —musitó—. ¡Es una estampida!

Isabelle le miró desconcertada, pero no había tiempo que perder. David tomó su mano y echó a correr, tirando de ella. Tuvo una breve visión de las ruinas de la ciudad, como si la imagen no quisiera abandonar su retina; algo parecía querer sorberles hacia allá. Pero fue algo pasajero: ahora corrían por una pradera herbosa, y aunque las hierbas se clavaban en sus pies desnudos el terreno les permitía una mayor velocidad. La vibración del suelo bajo ellos era más intensa ahora.

—¡Tenemos que llegar al bosque! —exclamó—, ¡los árboles los detendrán!

Detendrán, ¿a quienes?, restalló burlonamente una sinapsis en su cerebro. Ignoraba que tipo de animales eran los que avanzaban hacia ellos, ni siquiera si eran animales. Pero eso era secundario; lo importante era escapar. No tenía intención de ser pisoteado por una estampida de lo que fuera.

Pero el lindero parecía hallarse infernalmente lejos, miró hacia atrás, sin dejar de correr. ¿A qué velocidad avanzaba la nube de polvo? ¿Iban a tener tiempo de alcanzar el límite del bosque? No lo sabía. Aceleró inconscientemente la marcha, forzando la carrera de Isabelle, que jadeaba a sus talones, intentando mantener su ritmo. Él también jadeaba. Pero debían seguir: les iba en ello la vida.

Esta vez fue él quien tropezó y cayó. Pudo ser una piedra o una desigualdad del terreno, no importaba. Sintió un dolor lacerante en el pié derecho, vio el suelo ascender con violencia contra su rostro. Adelantó las manos para protegerse, soltando a Isabelle, al tiempo que se inclinaba de costado para amortiguar en lo posible el golpe de frente. Pero ya había arrastrado consigo a la muchacha. Rodaron juntos en confuso montón. Quiso ponerse de nuevo en pie, pero la pierna derecha no le sostuvo. Lanzó una exclamación de dolor. La muchacha se estaba levantando a su lado.

—¿Qué te ocurre?

Hizo un esfuerzo por dominar las intolerables pulsaciones que recorrían toda su pierna.

—Creo que me he roto el pie. O quizá no esté roto, no lo sé. Pero me duele.

Miró hacia la nube de polvo. Ahora estaba mucho más cerca. En ella se divisaban ya algunos puntos negros que oscilaban, arriba y abajo, arriba y abajo.

—Debemos seguir —dijo Isabelle, angustiada.

Negó con la cabeza.

—No puedo. —Había un asomo de desesperación en su voz.

—Entonces usa el poder.

Lo dijo casi sin pensar, como la única solución viable. Pero fue como un trallazo. David alzó la vista hacia ella. La angustia en su rostro era patética. Tragó saliva.

—No sé cómo.

—Ya lo has hecho otras veces. Y ha funcionado. Lo hiciste cuando tu nave estalló y te dejó perdido en el espacio, y estoy segura de que lo hiciste de nuevo cuando salimos de ese metro, entre las ruinas. Puedes volver a hacerlo.

—Lo único que hice en ambos casos fue desear salirme de allí. Además, en las ruinas no conseguí nada: fuimos atrapados por un torbellino. Y siempre fue en circunstancias límite.

—¿Y ésta no lo es?

David miró a la cada vez más próxima nube de polvo. Ahora ya se divisaban claramente las cabezas. Tragó saliva.

—Siempre lo hice de forma inconsciente. No sé cómo... cómo arrancar.

El rostro de Isabelle tenía todo el patetismo de la desesperación.

—Yo no puedo hacerlo. Así que tienes que ser tú. ¡Y pronto!

David miró la estampida. Se puso a temblar. ¿Cómo había sido cuando vio el aerocoche lanzarse directamente contra él? Intentó recordar y desmenuzar sus pensamientos. Era... era...

Se concentró. Tenía que hacerlo. Era su única posibilidad. No sabía cómo, pero tenía que hacerlo.

Deseó que aquella estampida no existiera. Lo deseó con todas sus fuerzas.

La nube de polvo desapareció.

El silencio que siguió casi le hizo daño en los oídos. Isabelle se dejó caer en el suelo, a su lado. Su suspiro fue como si hubiera permanecido toda una eternidad reteniendo la respiración.

—Sabía que lo conseguirías —dijo.

David contempló el limpio horizonte hasta las colinas.

—Yo no —confesó.

———

Su pie se estaba hinchando por momentos. La palpó, dio un respingo de dolor. Sus plantas estaban laceradas y sangrantes, como las de Isabelle. Y aquel bulto en el empeine era inconfundible. No se atrevió a tocarlo directamente. Sabía que el dolor sería insoportable, y él nunca había resistido el dolor.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Isabelle. Su voz era casi un lamento. ¿Qué podemos hacer?, pensó él. Estaba completamente abrumado por los últimos acontecimientos. Se daba cuenta de que todo aquello había sido obra de ellos. Los tenían localizados, después de todo. ¿Significaba aquello que los habían hecho desaparecer? ¿Los habían extirpado definitivamente de la realidad de la Tierra? ¿Era esto lo que ocurría cuando eliminaban a alguien del mundo de sus semejantes? ¿Los lanzaban a un extraño universo, lejos en el tiempo o en el espacio, y los abandonaban allí, como quien abandona algo inútil?

Pero no los habían abandonado. No al menos enteramente. Allá en las ruinas, cuando él había intentado salirse y volver a la Tierra, habían sido atrapados por un torbellino que los había arrastrado hasta este nuevo mundo. Y este propio lugar había ido transformándose desde que llegaron a él. La estampida había sido una creación posterior. Una creación. Sopesó la palabra. Ellos seguían manteniendo un cierto control, se dijo. Los observaban. ¿Se estarían divirtiendo con sus aflicciones?

Miró a su alrededor, con los dientes encajados, buscando algún indicio que le permitiera detectar que ellos estaban allí. Pero un ominoso silencio se había extendido sobre toda la llanura. No presagiaba nada bueno.

Lo importante, ahora, era irse de allí. ¿Cómo?

Con el poder, naturalmente. Tenía que haber alguna forma.

Miró su pie, más y más hinchado por momentos. No iba a poder dar ni un paso. Y estaba seguro de que no tardaría en presentárseles algún otro peligro. Ellos no eran de los que cejaran.

El poder... Dudó. Jamás había pensado en experimentar el poder sobre su propia persona más allá de las breves traslaciones experimentales a distancias cortas. Pero si funcionaba sobre el mundo exterior, ¿por qué no debía funcionar sobre sí mismo? Miró atentamente su pie y se concentró. El dolor disminuyó y la hinchazón fue cediendo. En menos de un minuto parecía como si no le hubiera ocurrido nada.

Se sintió exultante. Se levantó, apoyó todo el peso de su cuerpo sobre el pie. Perfecto.

—Tenemos que irnos ya de aquí —dijo Isabelle. Parecía cada vez más nerviosa, no dejaba de mirar a su alrededor—. Estamos demasiado al descubierto.

David también había pensado lo mismo entre las ruinas, y por eso había escogido aquella boca de metro. Se estremeció.

—Espera un segundo —dijo. Estaban sus pies lacerados. Se concentró de nuevo. Luego miró el pecho izquierdo de la muchacha, las gotitas de sangre ya seca, la carne magullada. Las vio hacerse lentamente como transparentes, desaparecer. La carne adquirió de nuevo su tono rosado. Adelantó una mano y, muy suavemente, acarició el pecho de la muchacha.

Isabelle sonrió.

—No es tiempo para romanticismos —dijo, aunque no había reproche en sus palabras—. Vamos.

—No, espera —dijo él. Aún no había terminado. Se sentía eufórico por sus progresos. Si ellos nos están mirando, pensó, no van a seguir viéndonos indefensos y desvalidos. No les daremos este placer.

Se vistió y vistió a Isabelle con un traje de resistente tela, pantalones, camisa y chaqueta, recias botas, cinto con machete, pistola y cuchillo, un sombrero de ala ancha y un fusil de repetición de largo alcance colgado del hombro. Con todo aquel arsenal se sintió más seguro.

—Ahora sí podemos irnos —dijo—. Aunque —sonrió— me gustabas más antes. —Las ropas de la muchacha le venían un tanto holgadas. Aún necesitaba afinar su talento.

Echaron a andar hacia el bosque. Era la dirección más lógica. Mientras caminaban, David no dejó de meditar en lo ocurrido. Cada vez tenía la convicción más intensa de que, si habían sido arrebatados de la Tierra, de algún modo tenían que ser capaces de volver. Lo único que necesitaba era descubrir cómo.

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