Read Hacedor de mundos Online

Authors: Domingo Santos

Hacedor de mundos (14 page)

BOOK: Hacedor de mundos
3.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No debemos alejarnos el uno del otro, ¿recuerdas? Puede ser peligroso.

—Lo cual me convierte en tu esclava —rió ella—. Está bien, mi amo. Tendremos que pensar otra cosa.

Dudo unos momentos, luego preguntó:

—¿Cómo se llamaba el hotel donde te alojabas?

—El Imperial Concorde —dijo David, que desde un principio lo había considerado un nombre ridículo para los tiempos en que estaban.

—¿Qué habitación?

David tuvo que pensarlo.

—La quinientos seis.

La muchacha tomó la guía telefónica y buscó en sus hojas. Marcó un número de teléfono.

—¿Hotel Imperial Concorde? —dijo tras una pausa—. Llamo de parte del señor David Cobos, que ocupaba la habitación quinientos seis—. Por cuestiones de negocios no va a poder seguir alojándose aquí. ¿Pueden enviarle su equipaje a su alojamiento actual?... Sí, la cuenta también, por su puesto... Exacto, pueden disponer de su habitación desde este mismo momento... Oh, comprendo: puede incluir también todos los gastos adicionales que consideren pertinentes por las molestias ocasionadas junto con la cuenta... Les pagará en efectivo, por supuesto. —Le lanzó una sonrisa a David—. Sí, claro: anote la dirección. —Se la dio. Luego, tras una ligera pausa, añadió—: Es urgente, necesita algunos de los documentos que tiene en su equipaje. Los recompensará ampliamente su amabilidad, pueden estar seguros. Sí... muchas gracias. —Colgó.

—La sabiduría popular es muy sabia cuando dice que no hay nada más práctico que una mujer —comentó David—. A mí nunca se me hubiera ocurrido esto.

—A mi tampoco —admitió la muchacha—. Pero la necesidad aguza el ingenio. Me han asegurado que en media hora estarán aquí. Esperemos que cumplan.

—Pero yo no tengo ningún tipo de documentos en mi equipaje —observó él—. Tu excusa va a sonarles a falso.

Isabelle se echó a reír.

—¿Y qué importa? No creo que se preocupen siquiera de verificarlo. Además, supongo que ya se habrán hecho su imagen de la situación: huésped encuentra chica, se traslada a vivir con ella, y está demasiado ocupado para acudir a retirar su equipaje. Es algo que suele pasarles muy a menudo: Los hoteles ya están acostumbrados. Cargan un plus extra por dejar la habitación antes de lo previsto y por las molestias, y siguen con sus cosas.

David se echó a reír.

—Me pregunto por qué las mujeres seréis tan endiabladamente prácticas —comentó.

—Bastante más que los hombres —admitió ella—. ¿No se te ha ocurrido en ningún momento pensar que puedes fabricarte toda la ropa que necesites en cualquier momento, como hiciste con aquellos ridículos trajes de explorador? Tienes que empezar a acostumbrarte a utilizar el poder para otras cosas además de las emergencias.

David enrojeció.

Se probó una de las batas de Isabelle mientras aguardaban, pero le venía estrecha por todas partes. Pensó en fabricarse una, pero un cierto prurito machista se lo impidió. Decidió practicar por el momento el nudismo integral. Isabelle opinó que era una buena idea y la secundó. Prepararon el desayuno y desayunaron. Isabelle miró el reloj y puso las noticias de la mañana de la televisión. No había nada que fuera de interés para ellos. El periódico aún no había llegado.

La media hora se convirtió en cincuenta minutos, pero un botones del hotel cargado con dos maletas bajó de un aerotaxi y llamó a la puerta. Isabelle se puso la bata y fue a abrir. Habló un momento con él, le hizo entrar las maletas, le pagó, contemplo como se marchaba en el mismo taxi, que había permanecido aguardando. Cerró la puerta.

—Bien, un asunto solucionado —dijo—. Ojalá pudiéramos arreglarlo todo con la misma facilidad.

David cogió sus maletas y las llevó arriba. El personal del hotel no se había esmerado mucho en sacar su ropa del armario y meterla de nuevo en la maleta, y era probable que faltara algo, pero no importaba. Tenía lo que necesitaba, y era suyo, pensó con ese exagerado sentido de la propiedad que muchas personas derraman sobre su ropa personal. Escogió ropa limpia y se la puso, y cuando volvió a bajar se sentía un hombre nuevo.

—Me gustabas más hace unos momentos —dijo Isabelle, riendo—. Así pierdes parte de tu personalidad. —Y subió a la habitación a vestirse ella también.

———

Su investigación fue infructuosa, como Isabelle había predicho. En ninguno de los bancos donde había tenido cuenta Marcel Dorléac tenían registrado su nombre, y por supuesto sus talonarios habían desaparecido de la memoria de sus ordenadores. Tampoco existía ya la caja de seguridad que mantenía en el Crédit Lyonnais de Roissy, donde guardaba sus escrituras y valores. Un viaje rápido a París les confirmó que los registros civiles de su existencia habían desaparecido también. Para el mundo, para el mundo de ahora, Marcel Dorléac no había existido nunca.

Cuando terminaron sus comprobaciones era ya pasado el mediodía. David había aprovechado el recorrido para cambiar algunos de sus cheques de viajero. Comieron en un self, sin demasiado apetito. Luego, sobre su taza de café y de té respectivamente, se miraron interrogativos.

—Bien —dijo Isabelle desanimada—, creo que lo único que nos queda ya por hacer es esperar a que ellos se manifiesten de nuevo.

David negó con la cabeza.

—No estoy dispuesto a rendirme tan fácilmente —murmuró—. Estoy seguro de que hemos pasado algo por alto.

—Me gustaría creerlo —admitió ella—. ¿Pero qué?

—No lo sé. Pero tu padre, según tu misma dices, era una persona demasiado metódica como para dejar las cosas de este modo. No puedo creer que, si investigó el asunto durante tantos años, no llegara a descubrir nada más de lo que me has contado. Admito tu hipótesis: puede que no te dijera más para no inquietarte o para no exponerte a un peligro innecesario, pero si sabía que ellos podían llegar a eliminarle en cualquier momento de una forma tan completa como lo han hecho, tuvo que idear alguna forma para hacerte saber todo lo que había llegado a averiguar en caso de que le ocurriera algo definitivo. Y tenia que ser una forma que tú pudieras descubrir sin demasiada dificultad. Así que piensa.

Isabelle frunció el ceño.

—No se me ocurre nada. De veras.

Él se mordió los labios.

—Tiene que existir algo. Tal vez sea solo una corazonada, pero estoy seguro de ello.

Sorbió lentamente su café, mirándola con el rabillo del ojo. Sus ojos se fijaron de pronto en la llavecita de oro que colgaba de la cadena, también de oro, en su cuello, y en la que había reparado ya la otra noche. Tuvo una extraña sensación.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando.

La muchacha se llevó una mano al cuello.

—La llave de la buena suerte. Me la regaló mi padre cuando alcancé la mayoría de edad, poco después de morir mi madre. Supongo que será una tontería, pero se ha convertido en una especie de amuleto para mí. Mi padre me contó una historia realmente divertida al respecto mientras aseguraba la cadena alrededor de mi cuello: observa que no tiene cierre, y que no puedo sacármela pasándola por mi cabeza. Me dijo que esta llave abría la caja de la buena suerte, y que nunca debía desprenderme ni separarme de ella si no quería que los hados nefastos se apoderaran de mí. Algún día, me dijo, me abriría la caja del conocimiento, cuando más lo necesitara. Lo tomé a broma, por supuesto, pero me gustó como amuleto y desde entonces no me la he quitado nunca, aparte que tendría que romper la cadena para hacerlo. Mi padre parecía estar tan satisfecho con ello... —De pronto frunció el ceño—. Espera. La caja del conocimiento...

David entrecerró los ojos para ver mejor.

—Tiene grabado un número —observó.

—Es el número de la buena suerte —dijo ella—. Mi padre me dijo... —Hizo una pausa—. David, ¿Crees qué...?

Él agitó la cabeza, dubitativo.

—No lo creo. Tu padre dijo que solamente se conservaría lo que estuviera dentro de un radio determinado de tu persona. Si esta llave abre alguna caja en algún sitio, lo que haya dentro de ella habrá desaparecido con todo lo demás...

Isabelle puso una repentina cara de sorpresa. Alzó una mano.

—No, espera... Hay algo más. Algunas de las pruebas que realizó mi padre respecto al poder necesitaban de mi colaboración. Recuerdo una... Yo debería tener quince años. Fue poco antes de morir mi madre, antes de que mi padre empezara a preocuparse realmente por la posibilidad de que ellos pudieran hacerle desaparecer en cualquier momento. Yo tenía la habitación llena de muñecos... Ya sabes lo que ocurre con las chicas adolescentes. Empezó a hacer pruebas con ellos, acabó con toda la colección. Fue haciéndolos desaparecer uno a uno, en las más diversas condiciones.

—¿Y? —David se sentía profundamente interesado.

—La última prueba que hizo le excitó enormemente. Yo no lo comprendí en aquel momento, pero ahora..., ahora lo veo claro.

—¿Qué fue?

—Yo tenía dos muñecos encima de la cama, Pierrot y Colombina. Mi padre tomó a Pierrot y le arrancó los botones del vestido. Luego metió a Pierrot dentro de una caja, la cerró con llave y la llevó a la planta baja de la casa. Volvió a subir a mi habitación, se concentró, e hizo desaparecer los botones. Yo no comprendía nada de todo aquello. Bajamos, abrió la caja, y el muñeco había desaparecido, como sucedía siempre que él hacía una prueba así.

»Luego repitió la misma operación con Colombina. Pero esta vez, tras cerrar la caja con llave, me dio la llave y me dijo que la mantuviera fuertemente apretada en mi mano. Hizo desaparecer los botones, y luego bajamos a buscar la caja. Creo estarlo viendo en estos momentos: sus manos temblaban cuando abrió la caja. Colombina estaba todavía dentro. ¡El muñeco no ha desaparecido, David!

Él se echó hacia atrás en su asiento. De pronto sintió como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.

—Entonces aquí está lo que andábamos buscando. Tu padre tenía que tener algún sistema para preservar algo de la desaparición. Y lo encontró en esa cualidad de protección de los que poseen el poder. Comprobó que funcionaba también a distancia. Ahora sabemos donde buscar.

Isabelle se llevó las manos a la cadena. Dudó unos momentos, luego dio un tirón. La cadena era más resistente de lo que parecía: no se rompió. Dio otro tirón más fuerte, sin resultado. Hizo una mueca de dolor.

—Tu padre sabía hacer bien las cosas —dijo David—: No confiaría algo así a una cadena demasiado frágil. No te preocupes: iremos a algún sitio a que la corten. Lo importante ahora es que sabemos que es mucho más que un amuleto de la buena suerte.

Isabelle bajó la vista y contempló la llavecita, posada sobre su esternón, un poco más abajo del hueco de su cuello, medio oculta tras el segundo botón, abrochado, de su blusa.

—¿De donde puede ser?

—De la caja de seguridad de un banco, evidentemente. Su diseño no es el habitual de una llave corriente, por lo que indudablemente se trata de una llave de seguridad. Tu padre debía tener el original, e hizo este duplicado en oro para ti.

Debió costarle mucho encontrar a alguien que pudiera hacerlo: este tipo de llaves no es fácil de duplicar. Ahora lo único que nos falta es encontrar el banco. —Se levantó—. ¿Nos vamos? Si queremos averiguarlo esta tarde vamos a tener que darnos prisa.

———

Era el Crédit Lyonnais.

El empleado de la oficina en Roissy donde Isabelle tenía su cuenta (y su padre la había tenido también antes de desaparecer) les dijo que efectivamente correspondía a las cajas de seguridad del banco, aunque, por supuesto, el banco no las hacía de oro. Parecía sorprendido.

—¿Es una caja de seguridad de esta oficina? —preguntó David.

—En esta oficina no tenemos caja de seguridad —dijo el empleado muy dignamente.

—Está bien. ¿Puede decirnos entonces de que oficina?

El empleado les lanzó una mirada suspicaz.

—¿No lo saben?

—Mire, si lo supiéramos no vendríamos aquí a preguntarle, ¿no cree? —dijo irritada Isabelle—. Usted me conoce: hace muchos años que tengo cuenta aquí. ¿No ha observado nunca que siempre he llevado esta llave al cuello? Me la regaló hace años mi... un familiar, con la indicación de que el contenido de la caja pasaría a ser mío cuando cumpliera los veintiún años. Bien, ya los he cumplido.

—¿Y no le dijo él donde está la caja?

—Murió repentinamente de un ataque al corazón, hace... un año.

El empleado dudó unos momentos.

—Esperen. Consultaré. ¿Me deja la llave?

—No —dijo David—. Si lo necesita, tome nota del número. Supongo que es lo único que le hace falta.

El hombre le lanzó una mirada venenosa. Anotó el número y se dirigió hacia una mesa del fondo de la oficina, bastante alejada de ellos. Llamó por teléfono. Estuvo hablando unos momentos, asintió, volvió a hablar, volvió a asentir. Colgó el aparato.

Regresó junto a ellos. Su actitud parecía haber cambiado un tanto. Pero el desconcierto seguía reflejándose en su rostro.

—La caja está en nuestra central en París, señorita Dorléac —dijo—. Puede ir allí en cualquier momento. Pero lleve algún documento oficial para identificarse.

—¿La caja está a su nombre? —preguntó David.

—Solo a su nombre —dijo el empleado—. ¿Y no recordaba usted donde se halla la caja? —su voz seguía siendo un tanto escéptica.

—Mi... familiar siempre fue algo excéntrico —dijo Isabelle, sonriendo convencionalmente—. Ya sabe, de esos que les gusta hacer las cosas de forma misteriosa...

—Pero el titular tiene que firmar los papeles de apertura, señorita Dorléac, y los de renovación cada año. Su familiar no podía...

—No importa —dijo David, tomando a la muchacha del brazo y tirando de ella hacia la puerta—. Muchas gracias por su colaboración. Adiós.

No dejó de tirar de Isabelle hasta que estuvieron en la calle.

———

La nueva central del Crédit Lyonnais se hallaba en los nuevos Campos Elíseos, que en la remodelación subsiguiente a la gran inundación de París se habían querido convertir en el Wall Street europeo, sin demasiado éxito. Era un edificio de veintiocho plantas hacia arriba más seis hacia abajo, donde, según las malas lenguas, se cocía el cincuenta y seis por ciento de las transacciones financieras del país. Quizá fuera una exageración, pero lo que sí era cierto era que el Crédit Lyonnais era el segundo banco del país, muy poco por debajo de la banca nacional.

En recepción, Isabelle mostró su llave, su documento de identidad, e indicó que deseaba retirar algunos documentos de su caja de seguridad. El empleado tomó el documento de identidad, le devolvió delicadamente la llave, y dijo que aguardara «un momentín».

BOOK: Hacedor de mundos
3.28Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dead Ends by Paul Willcocks
Following Flora by Natasha Farrant
Echoes of the Fourth Magic by R. A. Salvatore
The Death Chamber by Sarah Rayne
The Evil Lives! by R.L. Stine
Hell To Pay by Marc Cabot