Hacedor de mundos (16 page)

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Authors: Domingo Santos

BOOK: Hacedor de mundos
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Y entonces vino el primer golpe: ellos entraron en contacto con él.

———

El padre de Isabelle dedicaba todo el resto del cuaderno a detallar ese primer encuentro. Fue, por supuesto, una sorpresa anonadante. Se había casado hacia poco, y acababa de volver con su esposa de su luna de miel. Con parte del dinero conseguido con la lotería había adquirido una casa en Roissy, la misma donde estaban ellos ahora, pues no le gustaba vivir en París. Ya había planificado su futuro. Realizaría su «truco» (así lo llamaba) de tanto en tanto, solo lo suficiente para mantener boyantes sus finanzas; invertiría el dinero ganado en inversiones seguras, aunque fueran de escasa rentabilidad, para disponer de una fachada de honorabilidad financiera. Y se dedicaría de lleno a la investigación. Del poder, naturalmente.

Y entonces, de pronto, un día, recibió una visita inesperada.

Era un hombre alto, delgado, de unos cincuenta años, con toda la apariencia de un ejecutivo. Llevaba un gabán gris, un sombrero de fieltro, unos relucientes zapatos negros que parecían recién salidos de la tienda. Bajo el gabán, que se quitó apenas entrar en la casa, su traje de lana inglesa era de corte impecable, indudablemente hecho a la medida, y por un sastre que conocía su oficio en unos tiempos en que la confección había relegado a los sastres al ostracismo. Miró a Marcel Dorléac profundamente a los ojos.

—El señor Dorléac —dijo en la puerta, no como una pregunta sino como una afirmación—. Necesito hablar con usted sobre los premios que ha ganado a la lotería.

Por unos momentos el padre de Isabelle pensó que su maniobra había llamado la atención de la agencia nacional de loterías; pero inmediatamente se dijo que el hecho de ganar dos premios importantes seguidos no podía hacer entrar en sospechas a nadie: los golpes de suerte funcionaban así. El visitante, por su parte, se apresuró a sacarle de dudas. No tenía nada que ver con la lotería nacional, le dijo. Su misión era otra muy distinta.

Así supo Marcel Dorléac que existían ellos, y confirmó su teoría de que el no era la única persona en el mundo que poseía el poder. El hombre fue franco desde un principio. Lo habían detectado enseguida, por supuesto, porque siempre estaban atentos a la aparición de cualquier persona en el mundo que poseyera el poder. ¿Cómo? Era muy sencillo: su cambio del número ganador del sorteo había pasado desapercibido para todo el mundo, evidentemente, pero no para ellos. Aquellas personas que poseían el poder captaban todo cambio de la realidad que tuviera una cierta relevancia. Al igual que la desaparición de un objeto traía consigo la desaparición del recuerdo de la existencia de dicho objeto en todos los que lo habían visto con anterioridad, pero no en aquellos que poseían el poder, la manipulación del poder no cambiando la realidad de lo ya existente sino forzando la realización de un hecho creaba como una señal de alarma para aquellos que estaban atentos a tales acontecimientos. Marcel Dorléac podía hacer por ejemplo que una persona que pasaba por su lado y deseaba seguir en línea recta torciera a la derecha, y esa misma persona jamás sabría que había sido obligada a cambiar de dirección, y lo máximo que haría sería detenerse perpleja unas cuantas manzanas más adelante, preguntándose por qué había girado cuando deseaba seguir recto. Pero una persona con el poder que estuviera en las inmediaciones del hecho captaría inmediatamente que aquella persona había sido obligada a girar contra su voluntad, y descubriría al autor. Por supuesto, la magnitud de esta detección dependería de la magnitud del hecho en sí, por lo que el hacer girar a una persona por una calle lateral cuando quería seguir recto era una variación sin importancia que se difuminaba en un radio de pocos metros. Pero la lotería nacional francesa era un acontecimiento de alcance nacional, cuyas repercusiones alcanzaban todo el país, y sueco era mucho más intenso. Lo habían detectado enseguida. ¿Quiénes?, se había apresurado a preguntar el padre de Isabelle.

No había obtenido respuesta a su pregunta. El hombre no se había identificado en ningún momento. Formaban un grupo de poseedores del poder, fue lo único que dijo, que velaban porque el poder fuera usado convenientemente. ¿Qué entendía él por convenientemente?, había preguntado el padre de Isabelle. El hombre se había limitado a sonreír. No quería decir que lo que había hecho fuera estrictamente censurable, admitió, puesto que aquellos que hubieran debido ganar el premio y no lo habían ganado no se enterarían nunca de su suerte pérdida. Si había acudido a verle era simplemente para advertirle. No debía alarmarse por ello: no iban a interponerse en su vida. Pero querían que supiera que iba a estar vigilado. No estaban dispuestos a tolerar transgresiones de su código. Podía utilizar su poder para beneficiarse económicamente si así lo deseaba, para ayudar a alguien, para conseguir pequeños logros. Pero todo ello dentro de un alcance limitado. Acorde, remachó, al coeficiente de poder del que disponía. No debía intentar nunca ir más allá: no se lo permitirían.

Pero él no quería permanecer solo, había dicho el padre de Isabelle. Desde un principio había intentado hallar a otros como él. ¿Cómo podía reunirse con ellos, pasar a formar parte de su círculo?

El hombre había agitado pesaroso la cabeza. No, no podía. Su círculo era muy restringido. Tendría que seguir solo. Pero debía recordar también de que nunca estaría solo tampoco. Siempre habría alguien atento a sus acciones, dispuesto a intervenir si era necesario. Y por su propio bien, era mejor que no tuvieran que volver a contactar nunca con él. Era un consejo leal.

Y el hombre se había marchado. Cuando ya se iba, Marcel Dorléac intentó sondearle, influir en él con el poder. Fue como chocar contra una invisible pared de acero. El hombre se volvió y le sonrió.

—No lo intente nunca —dijo—. No con alguien que posea un poder mayor que usted. —Y se fue.

———

Aquel encuentro había cambiado todas las perspectivas de Marcel Dorléac. Ahora sabía no sólo que no era el único ser en el mundo dotado de un poder especial, sino que existía una autentica organización, cuyas finalidades se le escapaban, de poseedores de aquel mismo poder. También había averiguado que el poder no era uniforme, sino que en algunas personas era mayor y en otras (suponía) menor. ¿Dónde se hallaba situado él dentro de la escala? Lo ignoraba, pero suponía que en los primeros escalones inferiores. Pero no importaba. Tal vez pudiera mejorar...

El cuaderno terminaba con su decisión de seguir investigando. Estaba decidido a descubrir todo lo relacionado con su poder y con aquella mafia de hombres desconocidos, cuya importancia y alcance mundial desconocía, y a los que empezó a llamar ellos. Una palabra que Isabelle adoptaría pronto, y que David había hecho también suya, como definición de algo cuya naturaleza exacta ignoraba todavía.

———

Los cuadernos de Marcel Dorléac proseguían con sus investigaciones y los a menudo decepcionantes resultados de sus pesquisas. Había seguido actuando ocasionalmente sobre los juegos de azar para conseguir una posición económica sólida, alternándolos para no despertar sospechas de los que llamaba las personas normales. La ruleta, las carreras de caballos, los juegos de carta, le habían proporcionado lo necesario para vivir holgadamente. Nunca se había mostrado excesivamente ambicioso, ni se había prodigado en ninguno de ellos. Y siempre flotaba el temor de que acudiera de nuevo a visitarle el hombre del gabán y el sombrero de fieltro o algún otro compañero suyo, para decirle que se había excedido en sus atribuciones. Pero aquello constituía también una excitación.

Siempre iba un poco más allá de la vez anterior, con la esperanza de descubrir cuál era realmente su límite, si se hallaba dentro de sus capacidades.

El sexto cuaderno estaba dedicado casi enteramente a Isabelle. Su nacimiento y su primera infancia no habían tenido nada de particular. No fue hasta los seis años que empezó a demostrar que también poseía el poder. Primero fueron cosas sin importancia, los típicos trucos que emplean instintivamente los niños para conseguir lo que desean. Pero para los atentos ojos de su padre eran trucos reveladores. A partir de entonces se dedicó en cuerpo y alma a su hija. Pronto llegó a la conclusión de que el poder de Isabelle era mucho más embrionario aún que el suyo. Pero existía, y eso era lo más importante. Intentó educarlo, con la esperanza de poder ampliarlo lentamente a través del entrenamiento. Pronto llegó la decepción: el poder era algo que se llevaba dentro, a un cierto nivel, y permanecía inamovible a lo largo de los años. Podía educarse, pero no aumentarse: ya lo había comprobado consigo mismo, y su hija le proporcionó la confirmación definitiva. Como había supuesto tras la visita del desconocido, ambos se hallaban en la parte más baja de la hipotética escala.

Pero no podía dejar que aquello le desanimara. Si no podía conseguir nada para sí mismo, podía al menos proyectar para el futuro. Así se inició su ambicioso plan.

Sin presiones económicas que le atribularan (sus inversiones le proporcionaban lo suficiente para vivir con holgura, y de tanto en tanto realizaba una «acumulación de capital» —un eufemismo que parecía complacerle— para redondear sus ingresos), podía dedicar todo el tiempo, esfuerzos y capital necesarios a sus investigaciones. Se sumergió en la biología, luego en la genética. No obtuvo nada concreto, pero llegó a la conclusión de que el poder tenía que ser algo innato y era probable que fuera hereditario. Era una hipótesis, como tantas otras, basada más en sus propias esperanzas que en hechos concretos, pero se aferró a ella con gran fuerza, porque le proporcionaba una perspectiva de futuro. Se sentía movido, en el fondo, por la misma ansia de perpetuidad que hace que un hombre desee tener hijos para continuar la estirpe. Pero iba un paso más allá. Quería que su descendencia siguiera poseyendo el poder. Y lo aumentara.

Naturalmente, sabía que los caracteres hereditarios suelen resurgir en generaciones alternas. En consecuencia, cabía prever que los hijos de Isabelle poseyeran el poder al menos al mismo nivel que él. Pero podían mejorarse las perspectivas. Si conseguía que su hija se uniera a alguien también poseedor del poder, las posibilidades de intensificación serían superiores..., si no en la primera generación, sí al menos en la segunda.

Como en todo lo demás, Marcel Dorléac enfocó este asunto desde un punto de vista estrictamente científico. Leyendo el cuaderno, David se preguntó cómo podía un hombre pensar en su propia hija de aquella manera, como si se tratara de un simple conejillo de indias. Miró varias veces de reojo a Isabelle, pero ésta leía con una extraña intensidad, como cautivada por aquellas palabras de alguien a quien había estado muy unida y que sabía que ahora había desaparecido por completo y para siempre, como si nunca hubiera existido. David tuvo la convicción de que un lazo muy profundo debía haber unido a aquella mujer con su padre, un lazo que iba más allá de los lazos afectivos, de sangre y de carácter. Tal vez fuera otra de las características anejas al poder.

Los planes de Marcel Dorléac respecto a su hija iban muy lejos y, por lo relatado en aquel cuaderno, cuando lo escribió esperaba vivirlos, e incluso, en cierto modo, provocarlos. Nunca había perdido la esperanza de hallar, más allá del cerrado circulo de ellos, a alguien que poseyera el poder y a quien pudiera atraer hacia su esfera de influencia, unirlo a su hija, esperar los resultados y trabajar sobre ellos. A medida que iba avanzando en los cuadernos, David se daba cuenta, aunque Marcel Dorléac jamás lo expresara explícitamente, que el temor a una nueva intervención de ellos iba recediendo poco a poco en la mente del padre de Isabelle, hasta convertirse en un elemento remoto dentro del complejo de ansias, intereses y expectativas de su obsesión. A medida que transcurrían los años, Marcel Dorléac parecía afianzar su convencimiento de que la ignota organización se había despreocupado de él, considerándolo sin duda inofensivo a causa de lo escaso de su poder. Pero en toda sociedad existen los prácticos y los teóricos, los que actúan y también los que piensan. En su mente, y eso rezumaba en cada pagina aunque nunca estuviera expresado claramente, Marcel Dorléac albergaba la esperanza de poder vencerlos, a todos ellos, con su inteligencia antes que con el poder.

Dentro de aquel cuadro, Isabelle parecía haber aceptado su papel pasivo y en cierto modo de sujeto experimental sin ninguna protesta. De hecho, parecía compartir las ideas de su padre. Esto había quedado reflejado ya en algunas de sus conversaciones anteriores con David, y surgía de una forma clara de los cuadernos de Marcel Dorléac. Compartía tanto sus puntos de vista como sus anhelos. David no dejaba de maravillarse ante ello. Pero en cierto modo no se sorprendía. Al fin y al cabo, pensaba, quizá en su caso, y bajo sus circunstancias, él también hubiera hecho lo mismo.

———

A medida que avanzaban en la lectura de los cuadernos, David empezó a darse cuenta de que, a partir de un determinado momento, Marcel Dorléac parecía hallarse de pronto frente a un muro de hormigón que le bloqueaba el paso. A partir del séptimo y octavo cuadernos, el repertorio de los fracasos en sus investigaciones, los callejones sin salida y los desvíos que no conducían a ninguna parte se mezclaba cada vez más con la elaboración de nuevas teorías e hipótesis a cual más atrevida. Ante la ausencia de hechos concretos que pudieran sustentar sus creencias, el padre de Isabelle elucubraba, y cada vez se dejaba llevar más por una fantasía que pretendía ser científica pero estaba basada en la mera imaginación. David creyó ver en aquel decantarse el lento camino declinante de un hombre que, obsesionado por una idea a la que no podía hallar solución, intentaba por todos los medios justificar la prosecución de unas investigaciones que, cada vez más, se movían en círculo. Las alusiones a su hija y a sus esperanzas de que ella prolongara «la raza» eran constantes. Su incesante y casi desesperada búsqueda de alguien que poseyera también el poder y no formara parte de ellos. A veces unía ambos conceptos y deseaba ver a su hija dándole la descendencia que anhelaba de ese hombre. Otras veces se contentaba solamente con que Isabelle le diera descendencia. Uno de los fragmentos más patéticos de su narrativa describía cuando su hija había decidido dedicarse a la decoración y establecerse en París, independizándose así un poco del enclaustramiento al que había aceptado someterse durante tantos años en la casa de Roissy. Otro de los fragmentos más morbosamente amargos era el relativo a la muerte de su esposa, «esa mujer de la que tanto esperaba y que solo ha conseguido darme una hija», en un estúpido accidente de circulación, lejos de casa. Un párrafo rezumaba pura desesperación: «Si al menos hubiera caído enferma, yo hubiera podido hacer algo. Pero solamente puedo actuar sobre hechos por ocurrir o que están ocurriendo, nunca sobre hechos ya ocurridos. No puedo volver el tiempo atrás. En mis investigaciones he intentado la revivificación y la recreación de cuerpos, incluso en animales pequeños. Todavía está fuera de mi alcance.» Parecía como si todavía confiara en mejorar su poder, pese a sus constantes afirmaciones de haber comprobado de una forma definitiva que el poder actuaba en cada persona a un nivel invariable, que podía educarse pero no aumentarse.

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