Authors: Domingo Santos
De modo que se habían instalado en la casa, dispuestos a recuperarse de todo lo ocurrido, descansar y, a ser posible, olvidar. David no estaba muy seguro de esto último.
Los periódicos y la televisión desgranaban las noticias habituales. Cada mañana, Isabelle y David bajaban a la calita, tomaban una lancha neumática con motor fuera borda y se adentraban en el mar para practicar uno de los deportes favoritos de David: la inmersión con escafandra autónoma. Era algo que le recordaba el espacio, un lugar al que, por ahora, aún no se atrevía a volver, habían ocurrido allí demasiadas cosas. Luego iban a comer a algún restaurante, daban una vuelta por la tarde, y regresaban a casa al anochecer. Cenaban, y leían un poco o veían la televisión. Luego se acostaban.
Cada noche hacían el amor.
David recordaba muy bien las palabras de Isabelle y ahora, en cierto modo, las compartía. Todo hombre siente ansias de inmortalidad. ¿Por qué no fundar una casta de poseedores del poder? Se veía a sí mismo como el gran patriarca, asentado en su virtual inmortalidad, gobernando sobre todos sus hijos, nietos, bisnietos y tataranietos. Puede que no toda su descendencia tuviera el poder, pero si era necesario se haría una selección. Y, ¿No podría él, utilizando su propio poder, hacer que todos sus descendientes tuvieran también el poder? Aquel era un asunto que valía la pena estudiar. A veces lamentaba no tener la mente analítica del padre de Isabelle.
Hacían el amor lentamente, con parsimonia. Como queriendo gozar de todo el tiempo del mundo. O quizá como queriendo extraerle el cien por cien de jugo a cada segundo. Lo hacían en silencio, sin suspiros ni gemidos. También sin palabras. No necesitaban comunicarse nada: el fluido vital de la plena comprensión circulaba libremente entre ellos.
Luego dormían. Y el insomnio acudía a David. Y las pesadillas.
Intentó mil formas de librarse de aquello, sin conseguirlo. Isabelle quiso ayudarle, pero sus esfuerzos también resultaron inútiles. Por las mañanas, un poco más ojeroso que el día anterior, se sumergía en la pura profundidad azul del mar y se aislaba en otro mundo, olvidando todos sus pensamientos entre la flora y la fauna de un rincón del Mediterráneo que había conseguido no ser todavía un estercolero. Era como sumergirse en su limbo particular, pero con algo ante sus ojos que admirar.
Un día decidió ir con Isabelle al limbo, con la esperanza de poder relajarse allí. Recordaba su período de semiinconsciente recuperación tras el shock del anfiteatro, y pensó que tal vez sirviera. Fueron a la superficie gomosa y escarlata, donde aún seguía manando el pequeño chorro de agua. David lo eliminó, y aprovechó los charcos para desear algo de vegetación. Brotó una vegetación casi submarina, una tímida replica de las ondulantes plantas que poblaban el fondo del Mediterráneo. Pero el verde y el azul se habían trocado en rojos y anaranjados, y su aspecto era tétrico. La eliminó.
Hicieron el amor allá en el limbo, y fue una experiencia satisfactoria pero tensa. Luego David se relajó e intentó dormir. Lo logró por un tiempo más largo de lo habitual, supuso, pero el insomnio terminó asomando su estúpida cabezota. Aunque las pesadillas no aparecieron.
Regresaron a la casa sobre el acantilado. Era de noche. Se acostaron e hicieron de nuevo el amor, y David se descubrió poseedor de una furia que nunca antes había conocido. Isabelle lanzó un grito de dolor, y David se apartó, desconcertado y contrito.
—Me has hecho daño —dijo la muchacha—. ¿Qué te ocurre, David?
—No lo sé. Me gustaría saberlo. Creo que ir al limbo ha sido contraproducente. Me ha cargado de excitación.
Isabelle adelantó los brazos, lo atrajo de nuevo hacia ella, y casi lo acunó con su cuerpo.
—Tranquilízate. Fue una experiencia muy fuerte. Necesitas un tiempo para adaptarte. Pero pasará.
David lo esperaba. En realidad, se decía cuando lo examinaba fríamente, no había motivo ni para el insomnio ni para las pesadillas. Se habían librado de todos los peligros, ahora estaban seguros. Podían trazar un futuro para sus vidas, hasta el lejano horizonte. Nada iba a enturbiarlo. La experiencia había sido traumática, era cierto, pero ya había pasado, y lo que debía hacer ahora era colaborar en cicatrizar las heridas. Pero aquello no hacía más que hurgar en ellas.
No podía definir exactamente las pesadillas. Eran algo informe, nuevo y distinto cada vez. Como miles de pequeños insectos hurgando en su cerebro. Pinchándole con sus pequeños y afilados aguijones, que depositaban el veneno de una extraña comezón. A veces eran unos pocos, a veces acudían en masa. A veces era uno solo. Su aguijón no era mayor que el de los demás, pero su picadura resultaba mucho más... no dolorosa: inquietante. Inoculaba dudas, intranquilidad, desazón... y temor.
Y ahora estaban aquí, tumbados en la terraza de la casa sobre el acantilado, contemplando el mar azul y el cielo puro sin una nube, y el sol irradiando su bendito calor sobre sus cuerpos bronceados. Iban desnudos, una costumbre que habían adquirido para ir por la casa, bajar a la playa y bañarse, puesto que no había nadie en kilómetros a la redonda, y el camino de tierra que llevaba a la casa serpenteaba durante tres kilómetros antes de alcanzar la carretera general, y en su embocadura había una cadena atravesándolo y un letrero: Propiedad privada. Prohibido el paso, junto con la señal internacional. Habían ido a comer al Estartit, una parrillada de pescado cogido aquella misma mañana, y después habían decidido no dar un paseo sino volver a casa y relajarse y descansar. David tenía la impresión de que debían hacer algo, que no podían pasarse todo el resto de sus vidas allí, sin hacer nada, contemplando el mar. Se lo dijo a Isabelle, tumbados allá en colchonetas en la terraza, y ella se rió y se giró sobre él, y le hizo cosquillas en el vello del pecho con sus pezones.
—Nunca más vamos a tener problemas financieros, así que, ¿por qué preocuparnos?
—No se permanecer ocioso —murmuró David—. Lo siento.
Ella rió.
—Yo puedo darte todo el entretenimiento que me pidas —observó.
David agitó la cabeza.
—No me refiero a eso. No quiero pasarme la vida aquí, mirando al mar. Necesito algo más.
—Está bien —dijo Isabelle. Se había puesto seria. Se apartó un poco de él—. Hagamos un trato. Esto es como nuestra luna de miel. Vamos a disfrutarla. El día que te diga que estoy embarazada nos replantearemos la situación y decidiremos lo que debemos hacer. Hasta entonces, holgazanearemos.
—No me das mucho tiempo para holgazanear —dijo David.
Ella se rió, se montó sobre él, se inclinó y le besó fuertemente en los labios. David respondió como se esperaba.
Alguien carraspeó detrás de ellos.
—Perdonen —dijo una voz masculina, grave y segura de sí misma—. Lamento molestarles. Buenas tardes.
Isabelle alzó bruscamente la cabeza. David, tendido de espaldas, estaba en mala posición para mirar hacia atrás.
—Disculpen la interrupción —siguió la voz—, pero necesito hablar con ustedes.
Isabelle se apartó de David y recogió su bata, tirada en el suelo al lado de su colchoneta. David tenía su traje de baño al alcance de su mano pero no lo recogió. Se puso en pie y se enfrentó con el ceño fruncido a su inesperado visitante.
—¿Cómo ha entrado? La cadena está puesta en la carretera. Y no hemos oído ningún coche.
—No he venido en coche —dijo el hombre—. ¿Podemos pasar al interior de la casa? Me molesta la luz del sol. Y por favor, señor Cobos, vístase: nunca han sido de mi agrado los hombres desnudos.
Se dio la vuelta y entró en el salón por la amplia cristalera abierta. David miró a Isabelle, boquiabierto, y ésta le devolvió una mirada de incomprensión. David se puso el bañador y entró en la casa tras el hombre, seguido por la muchacha.
El desconocido se había sentado en uno de los sillones, dejando evidentemente el sofá para la pareja. Era alto, de edad indefinida y terriblemente delgado. Llevaba un elegante traje de lanilla gris jaspeada, de tela demasiado gruesa para aquel lugar y aquella época del año, una camisa blanca impecable de pechera rizada, con un lazo de tafilete gris al cuello, con los extremos colgando hasta medio pecho a la última moda, unos resplandecientes zapatos negros que no podían haber hollado ni un metro del polvo del camino que conducía a la casa, y unos grandes gemelos de oro en los puños de la camisa, que sobresalían cuatro dedos de las mangas de su chaqueta. Las gafas oscuras que ocultaban sus ojos confirmaban que le molestaba la luz del sol. Se desabrochó la chaqueta para sentarse, tiró ligeramente hacia arriba de sus pantalones a la altura de las rodillas para conservar el pliegue, y les miró con su mirada oculta.
—Bien —dijo David, con un tono más bien beligerante—, ¿puede explicarme...?
—Creo que hablaremos mejor con una copa de buen coñac en la mano —dijo el hombre—. ¿Les apetece? Es francés auténtico, Napoleón, cosecha del veintitrés: uno de los mejores años, puedo garantizárselo.
David contempló con ojos muy abiertos la mesita octagonal de madera que había aparecido de repente delante del hombre, con una bandeja de plata, tres grandes copas de coñac y una botella aún precintada. Mientras el hombre descorchaba la botella, con una maliciosa sonrisa en los labios, se dejó caer en el sofá, sintiendo que el mundo se derrumbaba a su alrededor.
———
—Es usted un dios idiota, señor Cobos —dijo el desconocido, sirviendo coñac en las tres copas y haciendo un gesto para que las tomaran—. Y le ruego que no interprete mis palabras como un insulto.
David estaba demasiado anonadado como para interpretar nada. Sus ojos no se apartaban de la mesita octagonal y la bandeja de plata y las grandes copas y la botella de coñac. El desconocido tomó una copa y la hizo tintinear ligeramente con la punta de la uña. El sonido fue de puro cristal.
—Hay quien no sabe apreciar las cosas —dijo—. Un buen coñac debe tomarse siempre en una buena copa. Y servirse la medida exacta. Así —inclinó la copa hasta ponerla horizontal—: que el licor llegue al borde, pero no se derrame. Se necesita saber para hacer las cosas como corresponde.
David se extrajo con un esfuerzo de su anonadamiento. Aquel hombre tenía el poder, y sabía utilizarlo. Dios, todo empezaba de nuevo.
Pensó en sus pesadillas.
—¿Quién es usted? —consiguió articular—. ¿Y qué quiere de nosotros?
El desconocido se llevó la copa a los labios. Bebió un pequeño sorbo, lo suficiente apenas para mojar su lengua. Paladeó.
—Realmente, el veintitrés fue un año magnifico para el coñac. Me llamo Andreas de Veer, aunque mi nombre no les dirá nada. Y sí, tengo el poder. Desde hace más de mil doscientos años. Y sé utilizarlo en todas sus más delicadas sutilezas.
—¿Qué es lo que quiere de nosotros? —repitió David. Tenía la boca seca. Tomó la copa de coñac y bebió un largo sorbo. El licor quemó su garganta antes que aliviarla.
El hombre movió reprobadoramente la cabeza.
—Así no se bebe un buen coñac. Veo que usted todo lo hace de una forma excesivamente... cruda. Es una pena. Podría ser un buen diletante, si se lo propusiera.
—Pertenece usted a la hermandad —dijo Isabelle. Parecía haberse recobrado antes que David. Tenía los ojos ligeramente entrecerrados, como escrutando a su visitante. Se dio cuenta de que su bata se le había abierto por encima de las rodillas y la cerró con una mano, que dejó descansando sobre su pierna. Había hecho una afirmación, no una pregunta.
De Veer estaba haciendo girar lentamente el coñac en el fondo de su copa. Interrumpió el movimiento y contempló el líquido hasta que su superficie se calmó. Dio otro pequeño sorbo.
La pausa fue insoportablemente larga.
—No —dijo—. Además, la hermandad ya no existe. Gracias a usted —hizo una inclinación de cabeza hacia David.
—¿Está acusándome de algo? —dijo éste, poniéndose a la defensiva.
El hombre se alzó de hombros.
—No es misión nuestra acusar a nadie —dijo—. Nosotros solamente actuamos o no actuamos, según las circunstancias.
Isabelle se envaró.
—¿Nosotros?
De Veer se permitió una ligera sonrisa condescendiente.
—El fallo de ustedes, mis queridos amigos, es que creen que el mundo es una cosa sencilla que puede comprenderse a la primera ojeada. No les culpo por ello. Los primitivos también creían lo mismo. Luego vinieron los científicos y lo complicaron todo, y nos demostraron que el universo es algo infinitamente más complejo que unas cuantas hogueras ardiendo en el cielo y cuatro elementos base sobre los que apoyar nuestros pies, y unos dioses orquestando todo el conjunto. Lo último es cierto, debo admitirlo, pero no en la forma que ellos lo creían.
Hizo una breve pausa. Miró a Isabelle.
—Preferiríamos que se explicara claramente —dijo David. Su tono seguía siendo beligerante.
El visitante hizo un gesto con las manos.
—Está bien. Señor Cobos, es usted un peligro para nosotros.
—¿Y quienes son ustedes?
—Resulta difícil de explicar. Digamos que somos el mundo. El verdadero. El único. El que cuenta.
—El real —dijo Isabelle, en un impulso.
El hombre asintió con la cabeza.
—Es usted mucho más perceptiva que su compañero, señorita. La felicito. Usted, señor Cobos —hizo un gesto con su copa hacia él—, sigue pensando en la hermandad. Olvide eso, por favor. No comprende nada de lo que ocurre a su alrededor. Ni siquiera ese poder que tiene en su interior, y que tantas complicaciones ha causado a tanta gente, empezando por usted mismo.
Suspiró.
—Supongo que voy a tener que explicarme un poco más, para llenar las lagunas que hay todavía en su mente. Usted imaginó una serie de cosas. Su padre, señorita Dorléac —hizo una inclinación de cabeza hacia ella—, imaginó otras, bastante más acertadas por cierto. Lástima que su poder fuera tan escaso. Luego, el señor Bernstentein, ese miembro de la hermandad que en el fondo era casi tan estúpido como ustedes (y les ruego, repito, que no vean un insulto en esa palabra), les contó algo más. Todo eso es cierto, nunca lo negaría, pero refleja solamente una parte de la realidad de lo que nos rodea, digamos el estrato inferior, no el conjunto.
—¿Y cuál es ese conjunto? —preguntó David.
De Veer suspiró.
—Bueno, supongo que lo mejor es que aclare todas sus dudas. De hecho, mi visita aquí no tiene objeto si antes no les planteo la realidad.