Authors: Domingo Santos
Jamás se atrevería a intentarlo.
El techo de la habitación era casi negro. La luna, a través de la ventana, era una delgada hoz que parecía querer cortar el cielo en una absurda diagonal. Lejos de las empañantes luces de la ciudad, el firmamento tenía un color negro purísimo, salpicado de millares de estrellas. Una de estas estrellas puede ser tu mundo, si quieres, se dijo. Se echó a reír suavemente.
Isabelle se agitó a su lado. La atrajo hacia sí, buscando un poco la seguridad y el confort del calor de su cuerpo. El insomnio no le había abandonado. Ahora era peor que nunca. Y con razón, pensó.
Isabelle se acurrucó un poco más contra su cuerpo y se puso a roncar suavemente, casi como un gatito. Ajena a sus pensamientos.
Volvió a notar el hormigueo en su mente. Se envaró, pero procuró mantenerse calmado. En dos ocasiones antes, aquella misma noche, había captado idéntica sensación, que se había desvanecido rápidamente cuando se había puesto en estado de alerta. Era la misma sensación que había notado muchas noches antes, la que había provocado sus pesadillas. Las palabras de De Veer la habían identificado: eran ellos, hurgando en su cerebro. Lo habían hecho antes para escrutarle, para sonsacar todo lo posible de él, preparando así la visita de De Veer. Eran condenadamente listos y meticulosos. Y ahora debían seguir sondeándole para averiguar cuales eran sus pensamientos. No querían correr ningún riesgo.
Se mantuvo tan relajado como le fue posible, siguiendo con un hilo intrascendente de pensamientos. El hormigueo fue recorriendo su cabeza, como un pequeño insecto cavando túneles en su cerebro, una sensación no del todo desagradable y casi imperceptible si uno estaba pensando en otras cosas. Pero David permanecía atento. Había sabido que volverían, y se había preparado. Las dos primeras ocasiones no había podido mantener la sangre fría, pero ahora sí. Ahora estaba preparado para actuar.
No le había dicho nada de aquello a Isabelle, por temor a que sondearan también la mente de ella y supieran así de sus planes. Lo había ido maquinando en secreto, procurando mantenerlo en un rincón apartado de su mente, casi oculto por otros pensamientos. No sabía si iba a conseguir algo o no, pero los ensayos que estuvo haciendo, a nivel experimental, durante aquellos tres días le habían hecho concebir esperanzas.
Y ahora era el momento. El hormigueo seguía en su cabeza, leve, discreto, como temeroso de despertar sospechas, pero inquisitivo.
Saltó.
Hubo algo parecido a un grito sofocado. Un agitarse, un temblor, una vibración. Sintió vértigo. Se aferró con garras mentales. Algo quiso huir, y en su huida lo arrastró lejos de su cuerpo, lejos del mundo, lejos de todo. Resistió. No podía abandonar ahora. El mundo dio vueltas a su alrededor, se desvaneció y fue sustituido por escenas de pesadillas, colores abstractos girando en un torbellino infernal, rojos y malvas y violetas y naranjas y verdes y amarillos y rojos de nuevo, manchas que parecían estallar ante sus ojos como grumos de sangre multicolor, empapándole con su viscosidad lumínica, y luego un grisor uniforme, tétrico, que se fue haciendo más oscuro hasta convertirse casi en negro. Y seguía siendo arrastrado, y se dejó llevar porque aquella era la única posibilidad que le quedaba, ya no podía abandonar ahora.
Forzó su mente, como nunca antes la había forzado. Creo un espacio a su alrededor, un sitio donde anclarse y resistir. La superficie blanda y elástica bajo él formó unas depresiones donde afirmar sus pies, y el cielo naranja y rojo pareció adquirir tonalidades triunfales. Estaba en su limbo particular, un lugar amigo, y la familiaridad de su entorno le hizo concebir nuevas fuerzas. Resistió a la tracción, tiró a su vez. Hubo un agudo chillido, el sonido de algo que se rasgaba, un chasquido como de madera quebrada. Llevó la fuerza de su poder hasta casi el límite, temiendo que la cabeza la estallara en cualquier momento. Hubo un resplandor que disolvió los colores del cielo en una lluvia de chispas blancas. El suelo bajo sus pies pareció encresparse. Resistió. Aplicó de nuevo su poder.
De Veer estaba ante él.
Ya no llevaba su elegante traje de corte clásico, sino una especie de mono de tela elástica plateada, muy ajustado a su cuerpo. Su rostro estaba lívido. Sus ojos ardían como brasas.
—Bien —dijo David—. Creo que podemos reanudar nuestra conversación del otro día.
—No hay nada que reanudar —dijo De Veer tensamente—. Hicimos nuestra oferta. No hay negociación posible.
—Es una lástima —se lamentó David—. Creo que el asunto merece una discusión más en profundidad. Con todo su grupo.
—No —la negativa fue tan seca como definitiva.
Un sexto sentido advirtió a David de lo que iba a venir a continuación. Había conseguido tomar por sorpresa a De Veer reteniendo su sonda, se había aferrado a ella cuando el otro la retiraba apresuradamente, y lo había arrastrado hasta aquel lugar. Pero ahora De Veer estaba completamente alerta. Podía golpear.
—No lo intente —dijo David. E hizo un movimiento mental instintivo para parar el golpe. No se trataba de un golpe mortal: solamente un intento de sacudirse su presa y quedar libre. Pero no estaba dispuesto a soltar a De Veer. No ahora que lo tenía atrapado—. No pienso soltarle hasta que hayamos aclarado algunas cosas.
Los tizones de los ojos de De Veer se convirtieron en profundos pozos de rugiente fuego estelar. Por primera vez vio David el inmenso fuego del poder arder con toda su rabia. Por unos instantes sintió miedo, y retrocedió. Unos milímetros tan solo, pero fue suficiente. De Veer lanzó aquel mismo chillido que había oído antes y se desprendió del aura que lo retenía. David comprendió que iba a perderlo, y con él toda posibilidad de llegar a los demás. No podía permitirlo. Lanzó de nuevo su red mental, pero tropezó con la invisible barrera de acero que el otro había levantado apresuradamente. De Veer estaba retrocediendo, iba a desaparecer en cualquier momento. La furia cegó a David. Lanzó toda la fuerza de su poder contra el otro, en un intento desesperado de retenerlo. Vio los ojos de De Veer abrirse enormemente por la sorpresa cuando su cobertura defensiva se escindió con un tzing que sonó como un acorde múltiple en la lisa planicie escarlata. La frenética defensa de último recurso del hombre restalló como un látigo, y David sintió un profundo dolor en lo más hondo de su mente. Pero resistió, rechinando los dientes, y lanzó toda la andanada de su poder en bruto contra el otro. Esta vez el aullido de De Veer fue casi inaudible por lo agudo. Fascinado y horrorizado a la vez, David contempló como el cuerpo del hombre resplandecía, como animado por un fuego interior. Demasiado tarde, se dio cuenta de lo que había hecho, pero el proceso era ya irreversible. De Veer estalló en una furiosa llamarada, una lengua de fuego que borró su delgado rostro, con la boca y los ojos enormemente abiertos en una terrible mueca de absoluto horror. Duró apenas unos segundos, no la eternidad del hombre viejo en el anfiteatro. Luego, el fuego se desvaneció, y unas leves bolitas de humo ascendieron hacia el cielo, y unas pocas motas negras cayeron revoloteando hasta el suelo, y el limbo de David fue de nuevo un lugar liso, solitario, silencioso y frío, más naranja, rojo y carmesí que nunca.
David necesitó unos instantes para controlar su temblor. Sentía que la frustración iba reptando como una insidiosa serpiente dentro de su cuerpo, intentando alcanzar su corazón y su mente. Era incapaz de luchar contra ella. Cerró los ojos, y se extrajo de su limbo en un violento arrebato.
———
—David. Por todos los cielos, David. —Isabelle estaba sacudiendo su tembloroso cuerpo, intentando hacerle reaccionar.
Abrió los ojos. El techo de la habitación seguía siendo casi negro, la luna una fina guadaña al otro lado de la ventana. El lejano rumor del mar era como una primigenia canción de cuna.
Intentó controlarse.
—Estoy bien —murmuró, aunque él era el primero en no creerlo—. No te preocupes.
—¿Qué te ha ocurrido? Temblabas como presa de un ataque epiléptico. —Una de esas pesadillas. Creí que ya me habían abandonado, pero... Isabelle le miró con ojos inquisitivos.
—Me estás ocultando algo. ¿Qué ha ocurrido realmente?
La maldita perspicacia de las mujeres. ¿Debía contárselo todo? Lo único que conseguiría sería preocuparla más aún. Pero el problema era lo suficientemente grave como para ser compartido. Ahora, con De Veer muerto, volvían a estar otra vez como al principio. Ninguna pista, ningún indicio que les indicara que hacer a continuación. Y el conocimiento de que ellos, fueran quienes fuesen, seguían estando allí.
Como al principio, pero un peldaño más arriba.
—Nada —musitó—. No ha ocurrido nada. Mis estúpidas pesadillas, te lo juro. Ya pasarán. Ven.
La atrajo hacia sí. Las terribles tensiones habían despertado en lo más profundo de sus entrañas una insaciable hambre sexual. Y el sexo es un buen derivativo para las preguntas.
Empezó a besarla, con un frenesí que nunca antes había conocido. Isabelle se mostró al principio sorprendida, luego se dejó arrastrar. Como él se había dejado arrastrar por De Veer, repicó un irónico rincón de su mente. Pero lo bloqueó. Necesitaba olvidarlo todo, mañana sería el día de enfrentarse de nuevo con la realidad, pero esta noche era el olvido. Se sumergió profundamente en Isabelle, intentando ahogar todas sus frustraciones, su rabia y su desesperación.
Y entonces, cuando alcanzaba la cúspide del clímax, ocurrió.
Las mujeres son más intuitivas: Isabelle se dio cuenta primero, y gritó. Pero su grito llegó demasiado tarde. Cuando David quiso reaccionar, aquella especie de capullo ígneo, un fuego que no quemaba, como el primero del anfiteatro, ya lo había envuelto. Una voz que sus oídos no captaron dijo:
—Eres un dios estúpido, David Cobos. Eres un pigmeo que ha querido luchar con gigantes, y tú has perdido.
Y, en una fracción de segundo, toda la verdad de lo ocurrido se derramó en su interior. Quiso gritar, pero ya no tenía voz. Quiso llorar, pero le faltaban las lágrimas. Quiso sujetar la mano de Isabelle, pero Isabelle ya no estaba allí. Supo, en aquella brevísima fracción de segundo, que había perdido la partida. Y que su pérdida era irremediable.
Luego el capullo ígneo que lo rodeaba desapareció, y solo quedó la oscuridad.
Tardó mucho tiempo en recobrarse del shock.
La oscuridad era absoluta a su alrededor. Esa oscuridad que solo emana de la no-existencia, de la no-materia, del no-tiempo. Estaba encapsulado en un capullo de nada, y sabía que jamás iba a poder salir de allí.
Ellos habían tenido razón. Les repugnaba la muerte. Jamás matarían a nadie. Pero, cuando él eliminó a De Veer, a su manera torpe y salvaje, su cólera había abrumado parte de su razón. No lo habían matado como él había hecho con su compañero, porque eran incapaces de matar, pero habían dictado inmediata e inexorablemente, su inapelable sentencia. Lo habían exiliado, no a un planeta lejano, sino al exilio más profundo y absoluto que jamás pueda llegar a imaginar un hombre: el exilio de la nada.
Pero, en su inflexibilidad, habían sido compasivos. Y, en el último segundo, habían derramado todo el conocimiento en él. Aunque quizá no fuera compasión. ¿Era compasivo ofrecer el conocimiento cuando ya se es demasiado tarde, cuando ya no puede ser utilizado?
Ellos habían sido los únicos sinceros en toda la cadena. Eso no quería decir que los demás hubieran actuado falsamente. De hecho, todos habían sido sinceros, a su nivel. Pero había distintos niveles de realidad. El universo está formado por estratos de realidad, y cada cual conoce el suyo, y lo acepta, y muy pocos saben ver por encima de él. Éste había sido su gran error, el que lo había conducido a la perdición.
Pero ahora ya no servía de nada quejarse. Él mismo se había condenado, y ahora no podía lamentarse sobre un destino libremente elegido.
Habían sido muy explícitos en aquel segundo final. Desde un principio habían actuado honestamente. Le habían dado su oportunidad. No tenían nada en particular contra él, pero no querían interferencias. Actuaban con la frialdad de la razón pura. Desde hacía siglos no había aparecido nadie con un poder como el suyo. Pero era un poder salvaje, como había dicho De Veer. Y ellos no querían problemas en su pacífico Olimpo. Eran unos seres eminentemente racionales y prácticos. Disfrutaban del mundo, que consideraban suyo, desde sus alturas, sin intervenir en nada, como unos dioses ociosos y benévolos. Dejaban que sus legiones de «ángeles», la hermandad, hicieran el trabajo sucio y desagradable por ellos. Y el había irrumpido de pronto en su idílico Edén como una tromba.
Destruyendo y arrasando. No les gustaba. De acuerdo, había sido la hermandad quien lo había originado todo, pero eso no cambiaba las cosas. Los poderes intermedios habían visto en él solamente a alguien con un poder importante, quizá igual al suyo, quizá superior, que podía constituir una amenaza para ellos; no podían llegar a concebir que hubiera un poder infinitamente superior al suyo. Jamás habían sabido de la existencia de ellos, de los siete..., de los exquisitos.
Su proposición de exilio había sido honesta. Esperaban que eso pudiera resolver el asunto, porque, sinceramente, no había otra alternativa. No podían dejarle seguir vagando por el mundo, y sabían que nunca alcanzaría el refinamiento mental necesario para entrar a formar parte de ellos. Sabían, de todos modos, que no iba a aceptar. Lo habían sondeado lo suficiente como para estar seguros. No obstante, su ética les obligaba a intentarlo. Pero mientras, preparaban su plan alternativo. No era cierto (mejor dicho, era cierto solo en parte) que necesitaran su adquiescencia para enviarle a un mundo lejano sin posibilidad de retorno a la Tierra. Podían hacerlo, uniendo sus poderes, aun contra su voluntad. Pero necesitaban aguardar el momento propicio. Mientras, habían ido preparando el escenario. Habían creado un mundo idéntico a la Tierra, dentro de un sistema solar idéntico a nuestro sistema solar, pero todo ello encerrado en un universo ficticio distinto al nuestro, un universo-huevo con las estrellas «pintadas» en su cascarón interior y sus propias leyes físicas armónicas y coherentes. Era posible que alguna vez él se diera cuenta de la superchería, o tal vez no. Pero viviría allí con un mundo que podría manejar a su antojo, sin que nadie interfiriera, amo absoluto y señor de su Tierra. Como la habitación de juegos de un niño. Sería feliz allí, junto con su Isabelle, podrían incluso llevar adelante el sueño de crear una raza de poseedores del poder. Quizá, incluso para ellos, fuera una experiencia interesante echar de tanto en tanto una mirada a aquel universo ficticio. Cuando se tiene la eternidad ante sí, cualquier distracción es bienvenida.