Hambre (14 page)

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Authors: Knut Hamsun

BOOK: Hambre
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Su amabilidad me conmovió; pago el bisté inmediatamente, le di al azar lo que saqué del bolsillo, y le cerré la mano. Al ver que sonreía, dije para embromarla, con las lágrimas en los ojos: «Guarda el resto para comprarte una granja... ¡Que te aproveche!».

Empecé a comer; a medida que comía era más voraz y me tragaba grandes trozos sin masticarlos. Desgarraba la carne como un caníbal.

La muchacha volvió a mi lado.

—¿No quiere usted nada de beber? —dijo, inclinándose un poco hacia mí.

La miré. Hablaba en voz muy baja, casi con timidez y bajando la vista.

—Media botella de cerveza, por ejemplo..., o lo que usted quiera... Soy yo quien... por añadidura... si usted quiere...

—No, muchas gracias —contesté—. Ahora, no. Ya volveré otra vez.

Se retiró y se sentó detrás del mostrador; no veía más que su cabeza. ¡Graciosa muchacha!

Cuando acabé, gané la puerta rápidamente. Ya tenía náuseas. La muchacha se levantó. Temí llegar a la luz y no quería dejarme ver para que no sospechara mi miseria. Me despedí rápidamente, me incliné y salí.

El alimento comenzaba a surtir efecto; me hacía sufrir y seguramente no podría soportarlo por mucho tiempo. Según iba andando, vaciaba mi boca en cada rincón sombrío de la calle, luchaba por contener las náuseas, que aumentaban cada vez más; apretaba los puños y me resistía; golpeaba el suelo con el pie, y volvía a tragar rabiosamente lo que me subía del estórnago... ¡Inútil! Terminé por correr hacia la puerta cochera, doblado, cegado por el agua que acudía a mis ojos, y allí me vacié de nuevo.

Esto me desesperó, subí la calle llorando, maldiciendo las potencias crueles que me perseguían de tal suerte; les prometí la pena del infierno y las penas eternas, en castigo de su maldad. Las potencias eran poco caballerosas; verdaderamente, muy poco caballerosas; podría decirse... Fui derecho hacia un hombre que estaba embobado ante un escaparate, y le pregunte apresuradamente qué convenía, según él, dar a un hombre que había ayunado mucho tiempo.

—Iba en ello su vida —dije—, y no soportaba el bisté.

—He oído decir que es buena la leche, leche hervida —contestó el hombre, sorprendido—: Además, ¿por qué hace esa pregunta?

—¡Gracias! ¡Gracias! —dije—. Puede que la leche hervida no sea mala.

Y me marché.

Entré en el primer café que encontré, y pedí leche hervida. Me la sirvieron y la bebí tan caliente como pude, tragué con glotonería hasta la última gota, pagué y salí. Tomé el camino de mi casa.

Entonces sucedió algo extraño. Ante mi puerta, apoyada en el farol y bajo su luz, había una persona que distinguí a distancia..., era la dama vestida de negro. La misma de las tardes anteriores. No podía engañarme; era la cuarta vez que la veía en el mismo sitio. Estaba completamente inmóvil.

Encuentro aquello tan extraño, que involuntariamente acorto el paso; en aquel momento están claras mi ideas, pero me noto sobreexcitado, mis nervios están irritados por la última comida. Como de costumbre, paso junto a ella, llego a la puerta de mi casa y estoy a punto de entrar. Entonces me paro. Tengo una súbita inspiración. Sin darme cuenta de lo que hago, me vuelvo y me dirijo a la dama, la miro de frente y la saludo:

—¡Buenas noches, señorita!

—¡Buenas noches! —contesta.

«¡Perdón! ¿Buscaba a alguien? Ya la había visto otras veces; ¿podía yo ayudarla en algo? De todos modos, le pedía que me perdonase.»

«¡Oh! Ella no sabía exactamente...»

«Al otro lado de la puerta no vivía nadie, excepto tres o cuatro caballos y yo; sólo había una cuadra y un taller de hojalatero. Me inclinaba a creer que estaba equivocada, si buscaba a alguien por allí. »

Entonces ella vuelve su rostro y dice:

—No busco a nadie; estoy aquí, simplemente. «¡Ah, bien! Estaba allí, simplemente; estaba allí todas las tardes, por capricho. Era un poco extraño. Cuanto más pensaba en ello, más me desorientaba la dama. Resolví ser audaz. Hice sonar ligeramente el dinero que había en mi bolsillo, y, descaradamente, la invité a beber un vaso de vino en cualquier parte... como homenaje al invierno que había llegado... No se necesitaba mucho tiempo... ¿Quizá no aceptaba?»

«¡Oh, no, gracias! No era conveniente. No, no podía; pero si era tan amable que la acompañara... El camino de su domicilio estaba bastante oscuro y la molestaba tener que subir sola la calle de Karl Johann a una hora tan avanzada.»

Echamos a andar; ella iba a mi derecha. Me invadió un sentimiento singular, un hermoso sentimiento; la idea de estar en presencia de una muchacha. La miré durante el camino. El perfume de sus cabellos, el calor que emanaba de su cuerpo, el olor femenino que despedía, la dulzura de su aliento cada vez que volvía su rostro hacia mí; todo ello me invadía y penetraba impetuosamente en mis sentidos. Podía entrever un rostro lleno, un poco pálido bajo el velo, y un alto seno que hinchaba el abrigo. La idea de todos aquellos encantos que adivinaba ocultos por el abrigo y el velo, me turbaba, me aturdía dichosamente sin saber por qué; no pude resistir más; le toqué la mano, toqué su espalda y sonreí estúpidamente. Oí latir mi corazón.

—¡Qué extraña es usted! —dije.

—¿Por qué?

«Pues bien; en primer lugar, tenía la costumbre de permanecer de pie todas las tardes ante la puerta de una cuadra sin la menor intención, simplemente porque se le ocurría.»

«¡Bah! Podía tener sus razones para hacerlo. Por otra parte, le gustaba acostarse tarde; siempre le había gustado. ¿Me gustaba a mí acostarme antes de medianoche?

«¿A mí? Si había en el mundo alguna cosa que detestara, era el acostarme antes de la medianoche...» «¡Pues, bien! Ella se daba aquel paseo las noches que no tenía nada mejor que hacer; vivía en la parte alta de la plaza de San Olaf...»

—¡Ylajali! —grité.

—¿Qué dice usted?

—He dicho simplemente: Ylajali..., no es nada. ¡Continúe usted!

«Vivía en la plaza de San Olaf, y llevaba una vida muy solitaria, con su madre. Pero estaba tan sorda, que no podía hablar con ella. ¿Qué tenía de extraño que le gustara salir un poco?»

—¡Oh, nada en absoluto! —contesté.

—¿Entonces? Y en el tono de su voz advertí que sonreía.

—¿No tiene una hermana?

—Sí, una hermana mayor... ¿Cómo lo sabe? Pero se ha marchado a Hamburgo.

—¿Hace poco?

—Unas cinco semanas. ¿Cómo sabe usted que tengo una hermana?

—Realmente no lo sabía, era una simple pregunta. Callamos. Pasó a nuestro lado un hombre que llevaba un par de zapatos bajo el brazo; el resto de la calle, hasta donde podíamos ver, estaba desierto. Allá, hacia el Tívoli, brillaba una larga hilera de bombillas de color. Ya no nevaba. El cielo estaba despejado.

—¡Dios mío! ¿No tiene usted frío sin abrigo? —preguntó de pronto, la dama, mirándome.

¿Tenía que contarle por qué carecía de abrigo? ¿Debía revelarle ahora mi situación, espantarla y hacerla huir sin esperar nada más? Era delicioso ir a su lado; que lo ignorara todavía. Mentí al contestar:

—No, en absoluto. Y para cambiar de conversación, pregunté—: ¿Ha visto usted la colección de fieras del Tívoli?

—No —contestó—. ¿Merece verse?

¿Y si se le ocurría ir entonces? ¿Entrar en aquel local tan alumbrado y concurrido? Sería demasiado desastroso. Mi raído traje, mi rostro demacrado, que ni siquiera me había lavado en dos días, la pondrían en precipitada fuga y quizá descubriría que no llevaba chaleco...

Respondí, pues:

—¡Oh, no! No creo que valga la pena.

Y me vinieron a la imaginación algunas felices ideas, de las que hice uso inmediatamente, modestas palabras, resto de mi cerebro agotado.

¿Qué podía esperarse de una pobre colección como aquélla? Además, no me interesaba ver fieras enjauladas. Los animales saben que va uno allí a verlos; sienten los cientos de miradas curiosas y sufren su influencia. A mí déme usted animales que no sepan que se les observa, seres feroces que viven en su cubil, en el que están echados, con sus verdes ojos indolentes, lamiéndose las patas pensativamente. ¿No? «¡Oh! Verdaderamente, tenía razón.»

«Me gustaba el animal en todo su salvajismo original y terrible. El paso silencioso, furtivo en las espesas tinieblas nocturnas, el murmullo y el terror del bosque, los gritos de un pájaro que pasa, el viento, el olor de la sangre, el ruido allá arriba, en el espacio; en una palabra, el alma del reino animal cayendo sobre el animal salvaje...»

Pero tuve miedo de fatigarla y el sentimiento de mi inmensa miseria volvió a mí y me aplastó. ¡Si al menos hubiera estado un poco mejor vestido, habría podido ofrecerme a acompañarla al Tívoli! No comprendía qué gusto podía encontrar esta mujer en que la acompañara por toda la calle de Karl Johann un indigente medio desnudo. ¿En qué pensaba, Dios mío? ¿Tenía yo algún motivo razonable para dejarme llevar a tan largo paseo y torturar por aquel pájaro de seda? ¿No me costaba esto grandes esfuerzos? ¿No me daba cuenta de que el frío de la muerte me penetraba hasta el corazón al más ligero soplo de viento que nos azotaba el rostro? ¿No era ya aquélla la locura que alborotaba en mi cerebro, una locura producida únicamente por las continuas privaciones durante muchos meses? Aquella mujer me impedía incluso volver a mi casa, tomar un poco más de leche, otra cucharada de leche, que quizá pudiera soportar. ¿Por qué no me volvía la espalda, permitiendo que me fuera al diablo... ?

Estaba desesperado, y mi desesperación me empujó al fin. Le dije:

—Realmente, usted no debía pasear conmigo, señorita; comprometo a usted a los ojos de todo el mundo, sólo por mi traje. Sí, es la pura verdad, lo digo como lo pienso.

Se quedó cortada, me dirigió una rápida mirada y dijo:

—¡Dios mío, también! —y no dijo más.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté.

—¡Oh, no, no hablemos de eso! Ya nos queda muy poco camino.

Comenzó a andar un poco más aprisa. Entramos en la calle de la Universidad, desde la que veíamos los faroles de la plaza de San Olaf. Entonces ella acortó el paso de nuevo.

—No quiero ser indiscreto —dije—. Pero ¿no podía usted decirme su nombre antes de separarnos? ¿Y tampoco quiere usted levantarse el velo, aunque sólo sea un instante para que pueda verla? Se lo agradecería mucho.

Una pausa. Esperé.

Ya me ha visto usted —contestó.

—¡Ylajali! —dije por segunda vez.

—Me persiguió usted una tarde hasta casa. ¿Estaba ebrio?

Observé que sonreía de nuevo.

—Sí —dije—, desgraciadamente, aquel día estaba borracho.

—¡Qué feo está eso en usted!

Reconocí, contrito, que, en efecto, había hecho mal. Habíamos llegado a la fuente, nos paramos y miramos las numerosas ventanas iluminadas de la casa número 2.

—No debe usted acompañarme más. ¡Gracias por esta noche!

Bajé la cabeza sin osar decir nada. Me descubrí. ¿Me daría la mano?

—¿Por qué no me pide que le acompañe un poco? —dijo con picardía, mirándome a la punta del zapato.

—¡Dios mío! —contesté—. ¡Si usted quisiera!

—Sí, pero nada más que un poco. Dimos media vuelta.

Estaba completamente turbado, no sabía a qué santo encomendarme; aquella mujer trastornaba por completo mis ideas. Estaba radiante de alegría. Era ella quien quiso expresamente acompañarme, la idea no había sido mía; era su propio deseo. La miraba, y me iba envalentonando por momentos; me alentaba y me atraía con cada una de sus palabras. Olvidé mi pobreza, mi bajeza, toda mi lamentable existencia; sentí correr mi sangre por las venas, como antes de mi decaimiento, y me decidí tantear el terreno con una estratagema.

—Además, no fue a usted a quien seguía la otra vez —dije—. Fue a su hermana.

—¿Fue a mi hermana? —dijo, en el colmo del asombro.

Se paró, me miró, esperando una respuesta. Lo preguntaba en serio.

—Sí —contesté—. Es decir, era a la más joven de las dos damas que iban delante de mí.

—¡La más joven! ¡Ah! —y rompió a reír a carcajadas, como una niña—. ¡Oh, qué astuto es usted! Ha dicho usted eso sólo para que me levante el velo. He comprendido. Pero se quedará usted con las ganas... como castigo.

Comenzamos a reír y a gastar bromas, hablamos sin descanso, todo el tiempo; yo no sabía lo que decía, estaba radiante de alegría. Ella me contó que me había visto una vez, hacía ya mucho tiempo. Yo estaba con tres camaradas, y había hecho locuras; seguramente también estaba ebrio entonces, estaba casi segura de ello.

—¿Por qué creyó usted eso?

—¡Se reía usted tanto!

—Sin duda. Es verdad que en aquel entonces yo reía mucho.

—¿Y ahora, no?

—¡Oh, sí! Ahora también. Es tan agradable vivir...

Llegamos a la calle de Karl Johann. Ella dijo:

—No vayamos más lejos.

Volvimos y subimos por la calle de la Universidad. Al llegar por segunda vez a la fuente, acorté el paso, pues sabía que no me permitiría acompañarla más allá.

—Ahora debe usted marcharse —me dijo, parándose.

—Sí, tendré que hacerlo —contesté.

Pero un instante después dijo que podría acompañarla hasta la puerta.

—¿No tiene inconveniente, verdad?

—No —dije.

Pero cuando llegué a la puerta, toda mi miseria se abatió sobre mí. ¿Cómo no perder el valor al verme maltratado por la vida hasta aquel punto? Ante una mujer joven estaba yo, sucio, desgarrado, desfigurado por el hambre, sin lavar, vestido sólo a medias, como para que se me tragara la tierra. Me encogí, me incliné instintivamente y dije:

—¿No podría volver a verla?

No tenía ninguna esperanza de que me lo permitiera; esperaba más bien una repulsa seca que me volviera a mi puesto y me dejara frío.

—Sí —dijo.

—¿Cuándo?

—No lo sé.

Hubo una pausa.

—¿No sería usted tan amable que levantara su velo por un instante, sólo un momento —dije— para que pueda ver a quién he tenido el gusto de hablar? Nada más que un instante. Querría ver la persona con quien he hablado...

Un silencio.

—Puede usted encontrarme aquí, a la puerta, el martes por la noche —dijo—. ¿Le parece bien?

—¡Oh, sí! ¿Me lo permite usted?

—A las ocho.

—Muy bien.

Pasé la mano por su abrigo y le quité la nieve como pretexto para acariciarla; sentía como una voluptuosidad su presencia.

—Pero no debe usted pensar muy mal de mí —me dijo, sonriendo.

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