Authors: Knut Hamsun
En la plaza del Parlamento encontré una muchacha que me miró muy fijamente cuando llegué a su lado.
—¡Buenas noches! —dije.
—¡Buenas noches! Y se paró.
¡Jem! ¿Qué hacía tan tarde por la calle? ¿No era un poco peligroso para una joven pasearse por la calle de Karl Johann en tal hora? ¡No! ¿Pero no le decían nada, no la importunaban, quería decir, lo diría claramente, no le pedían irse con ella?
Me miró estupefacta, observó mi rostro para descubrir mi oculto pensamiento. Luego pasó su mano bajo mi brazo, diciendo:
—¡Ea, vamos!
La seguí. Después de andar unos pasos a lo largo de la estación de coches, me paré, y desprendiéndome de ella le dije:
—Escucha, amiga mía, no tengo ni un óre. Y me dispuse a marchar.
Al principio no quería creerme; pero cuando me hubo palpado los bolsillos sin encontrar nada, se enfadó, echó la cabeza hacia atrás y me llamó pobrete.
—¡Buenas noches! —le dije.
—¡Espera un poco! —gritó—. Tus gafas, ¿son de oro?
—No.
—Entonces, ¡vete al diablo! Me marché.
Un minuto después echó a correr detrás de mí y me llamó.
—Puedes venir conmigo aunque así sea —me dijo. Me sentí humillado por el ofrecimiento de una pobre ramera y rehusé. Por otra parte, la noche estaba muy avanzada y me esperaban en algún sitio; y, además, ella no tenía suficientes medios para aquellos sacrificios.
—Ahora quiero que vengas conmigo.
—Es que yo no voy en estas condiciones.
—Entonces es que vas a ver a otra —me dijo.
—No —contesté.
¡Ah! Todo mi organismo estaba destrozado. Las mujeres eran ya para mí como los hombres; la miseria me había debilitado por completo. Pero me noté en una situación deplorable frente a aquella muchacha singular, y resolví terminar el asunto.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
¿María? Bien. ¡Escucha, María! Empecé a explicarle mi conducta. La muchacha estaba cada vez más asombrada. ¿Creía que yo era de esos que van por la noche por las calles para agarrarme a las muchachas? ¿Tan mala opinión tenía de mí? ¿Le dije acaso al principio alguna palabra deshonesta? ¿Es que alguien se portaba como yo cuando tenía malas intenciones? Sólo la había acompañado un poco para ver hasta dónde seguía el juego. Por lo demás, mi nombre era Tal y Tal, el pastor Tal y Tal. ¡Buenas noches! ¡Anda y no peques más!
Me marché.
Me frotaba las manos de contento por mi excelente encuentro, y hablaba sólo en alta voz. ¡Qué alegría la de deambular así realizando buenas obras! ¡Quizá había dado a aquella mujer destrozada el pequeño impulso que la salvaría para toda la vida! Y ella me estaría agradecida cuando pensara en ello; hasta en su lecho de muerte se acordaría de mí, con el corazón lleno de reconocimiento. ¡Oh, nada se pierde con ser honesto siempre, honesto y probo! Estaba de un humor verdaderamente alegre, me sentía con buena salud y valeroso, sucediera lo que sucediera. Si al menos tuviese una vela, quizá podría terminar mi artículo. Andaba, haciendo girar al extremo de un dedo mi llave nueva, tarareando, silbando, y buscaba un medio para procurarme luz. No había otra solución que bajar mi recado de escribir a la calle y ponerlo bajo el farol. Abrí la gran puerta y subí a buscar mis papeles.
Al bajar cerré la puerta con llave, por fuera, y me instalé bajo los rayos luminosos del farol. Todo estaba tranquilo, no oía más que los graves pasos de un agente en la parte baja de la calle de la Travesía, y, más allá, en el Alto de San Juan, los ladridos de un perro. Nada me importunaba; me subí el cuello de la americana hasta las orejas y me puse a pensar con todas mis fuerzas. Sería una magnífica ayuda si tuviera la suerte de dar fin al ensayo. Estaba precisamente en un punto algo difícil y había, que hallar una transición imperceptible para pasar a una novela ideada, luego un final resbaladizo, en sordina, un largo murmullo que debía acabar por fin en un clímax brusco, enloquecedor como un cañonazo o el ruido producido por una montaña que estalla. Punto.
Pero las palabras no querían acudir. Releí todo el párrafo desde el principio..Leía en alta voz cada frase, y me era absolutamente imposible reunir mis ideas para ese clímax de gran estrépito. Por añadidura, mientras yo trabajaba, el agente policíaco llegó al centro de la calle, a poca distancia de mí, y me quitó toda inspiración. ¿Qué le importaba que yo estuviese a punto de escribir el admirable clímax de un artículo para
El Comendador
? ¡Dios mío, qué imposible era sostenerme a flote por más esfuerzos que hiciera! Seguí allí durante una hora, el agente se marchó, el frío comenzaba a ser muy vivo para permanecer inmóvil. Descorazonado y deprimido por esta nueva tentativa abortada, abrí la puerta y subí a mi cuarto.
También hacía frío, y apenas podía ver la ventana en las espesas tinieblas. Busqué mi cama, me quité los zapatos y me senté, para calentarme los pies con las manos. Luego me acosté tal como estaba, completamente vestido, como solía hacerlo desde algún tiempo.
Al día siguiente, por la mañana, me senté en el lecho, desde que amaneció, y cogí mi artículo. Hasta mediodía estuve en la misma posición. Logré escribir de diez a veinte líneas, pero todavía no llegaba al final. Me levanté, me puse los zapatos y empecé a pasear por la habitación para entrar en calor. Había escarcha en los cristales de la ventana; miré afuera, nevaba; en el patio interior, una espesa capa de nieve se extendía sobre el piso y sobre la fuente.
Paseaba por el cuarto dando vueltas de un lado a otro, rascaba las paredes con las uñas, apoyaba con precaución la frente en la puerta, golpeaba el suelo con el dedo índice, todo sin ninguna razón; pero con calma y circunspección, como si se tratara de un asunto importante. Y a pesar de que dije lentamente y en voz bastante alta para oírlo yo mismo: «¡Dios mío, esto es la locura!», continué haciendo lo mismo. Al cabo de un rato, quizá de un par de horas, reuní mis fuerzas, me mordí los labios y me incorporé lo mejor que pude. ¡Era preciso acabar aquello! Busqué una viruta que mascar, y me puse a escribir resueltamente, cortas frases, una veintena de pobres palabras que me arrancaba a tirones, para avanzar algo por lo menos. Luego me detuve; mi cabeza estaba vacía; no podía más. Como era absolutamente incapaz de proseguir, fijé los ojos, desmesuradamente abiertos, en las últimas palabras de la cuartilla inacabada; miraba estúpidamente los extraños caracteres temblorosos, que me espiaban como figurillas enfadadas, salidas del papel, y acabé por no comprender nada de aquello y por no pensar en nada.
Pasaba el tiempo. Oía los ruidos de la calle: carros, caballerías que pasaban; me llegaba la voz de Jens Ola¡ cuando hablaba con los caballos de la cuadra. Yo estaba completamente atontado y no hacía más que producir chasquidos con la lengua. El estado de mi estómago era lamentable.
Comenzaba a oscurecer, cada vez estaba más abatido, me oprimía la fatiga y me recosté en la cama. Para calentarme las manos pasaba los dedos por mi cabello, a lo largo, a lo ancho, de través. Cogía pequeños mechones, pelos arrancados que se me quedaban entre los dedos e inundaban la almohada. No pensaba en ello precisamente en aquel momento, como si no se tratara de mí; por lo demás, tenía cabellos de sobra. Intenté nuevamente sacudir el extraño sopor, que se filtraba en todos mis miembros como una bruma; me senté de nuevo en la cama, me golpeé con la mano las rodillas, tosí todo lo fuerte que me permitía el pecho, y caí de nuevo en la cama. No podía hacer nada; me extinguía sin remedio, con los ojos abiertos, completamente fijos en el techo. Por último, metí el dedo índice en la boca, y comencé a chuparlo. Algo comenzó a moverse en mi cerebro, una idea que se abría camino allá dentro, una invención completamente de loco; ¡eh!, ¿y si mordiera? Y sin reflexionar, cerré los ojos y apreté los dientes.
Di un salto. Por fin estaba despierto. De mi dedo goteaba un poco de sangre y la chupé. No me molestaba. Además, la herida no tenía importancia; pero de repente había vuelto sobre mí; movía la cabeza; fui a la ventana a buscar un trapo que ponerme en la herida. Mientras me ocupaba de esto, mis ojos se llenaron de agua y lloré en silencio. El esquelético dedo mordido tenía un aspecto muy lamentable. ¡A qué situación había llegado, Dios del cielo!
La oscuridad aumentaba. Quizá no fuese imposible escribir el final durante la noche, si tuviera una vela.
Mi cabeza estaba completamente despejada, y no sufría mucho; ni siquiera sentía el hambre tan fuerte como unas horas antes, y podía soportarla hasta el día siguiente. Quizá pudiera obtener una vela fiada, provisionalmente, en la tienda de comestibles, explicando mi situación. Allí me conocían muy bien. En los buenos días, cuando tenía dinero, había comprado allí muchos panes. No cabía duda de que me darían una vela por mi buen nombre. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, me cepillé un poco el traje, quitando los cabellos caídos en mi americana, tan bien como pude hacerlo en la oscuridad. Luego bajé a tientas la escalera.
Al llegar a la calle, se me ocurrió que sería mejor pedir un pan. Estuve indeciso un momento, me paré y medité: «¡De ningún modo!», me contesté, por último, a mí mismo. Desgraciadamente, no estaba en estado de tolerar ningún alimento; volverían las mismas historias, con las visiones, los presentimientos, las ideas insensatas. Mi artículo no quedaría terminado nunca, y se trata de ir a ver al
Comendador
antes de que me haya olvidado nuevamente. «¡Absolutamente imposible!» Me decidí por la vela.
Entré en la tienda.
Junto al mostrador había una mujer comprando; a mi lado, un montón de pequeños paquetes con papeles diferentes. El dependiente, que me conocía y sabía lo que acostumbraba comprar, dejó a la mujer, y sin decir nada, envolvió un pan en un periódico y me lo alargó.
—No..., hoy no; quiero una vela.
Lo dije muy suave y humildemente, para no molestarle y para no estropear la suerte de obtener una vela, al fiado.
Mis palabras le sorprendieron, pues era la primera vez que le pedía otra cosa que pan.
—¡Ah, bien! Entonces, espere un momento —y se puso a despachar a la mujer.
Ésta recogió sus compras, pagó con un billete de cinco coronas, del que le dieron la vuelta y se fue. Hemos quedado solos el dependiente y yo.
Dijo:
—¡Ah, sí! Entonces, es una vela. —Abrió un paquete de velas y sacó una para mí.
Me miro y le miré. Tenía mi petición a flor de labios, pero no llegué a formularla.
—Es verdad —dijo él de repente—; ya me ha pagado usted.
Dijo sencillamente que había pagado, oí cada palabra. Comenzó a sacar monedas de la caja y a contarlas, corona a corona, relucientes, gruesas... y me dio la vuelta de cinco coronas, las cinco coronas de la mujer.
—¡Aquí tiene! —dijo.
Permanecí un instante mirando el dinero, tuve la sensación de que había algo que sonaba; no medité, no pensé absolutamente en nada, y me quedé simplemente en éxtasis ante aquella riqueza que se amontonaba y lucía ante mis ojos. Maquinalmente recogí el dinero.
Sigo ante el mostrador, estúpido de asombro, atontado, anonadado; doy un paso hacia la puerta y me detengo. Dirijo mi vista hacia un punto de la pared, donde hay una campanilla con tirador de cuero, y al extremo una borla de cordones. Me quedo con la vista fija en aquel objeto.
El dependiente cree que quiero entablar conversación, ya que no tengo prisa por marcharme, y dice, mientras arregla unas hojas de papel de embalar que hay en el mostrador:
—Parece que llega el invierno.
—¡Jem! Sí —contesto—, parece que llega el invierno. Parece que ya estamos en él. Y un poco después agrego—: ¡Bah, no es demasiado pronto! Pero, verdaderamente, parece que ya ha llegado. Sin embargo, no es demasiado pronto.
Yo me oída decir estas tonterías, pero cada palabra que hablaba me parecía que provenía de otra persona.
—¿Lo cree usted así? —preguntó el dependiente. Metí la mano en el bolsillo, con el dinero; abrí el picaporte y salí; oí cómo me despedía.
Estaba ya a alguna distancia de la puerta, cuando sentí que ésta se abría con violencia y que me llamaba el dependiente. Me volví sin extrañeza, sin sombra de inquietud; me contenté con recoger el dinero en la mano, dispuesto a devolverlo.
Tome usted, ha dejado olvidada la vela —dijo el dependiente.
—¡Ah! ¡Gracias! ¡Gracias, muchas gracias! —volví a bajar la calle, con la vela en la mano.
Mi primer pensamiento razonable fue para el dinero. Fui junto a un farol y lo reconté, lo sopesé y sonreí. ¡Estaba, pues, magníficamente libre de inquietudes, grandiosa y maravillosamente libre de inquietudes por lago tiempo! Metí la mano con el dinero en el bolsillo, y eché a andar.
Me paré ante un figón de la calle Grande, y deliberé fría y tranquilamente si me arriesgaría a tomar un tentempié, al momento. Oía desde fuera el ruido de los platos y de los cuchillos y el sonido de la carne golpeada; fue una tentación demasiado fuerte para mí, y entré.
—Un bisté —dije.
—¡Un bisté! —gritó la criada junto a un ventanillo.
Me instalé ante una mesita desocupada, muy cerca de la puerta, y esperé. Estaba un poco oscuro el rincón donde me había sentado; me creí bien oculto, y me puse a pensar. De cuando en cuando la criada me miraba con curiosidad.
Había cometido mi primera deshonestidad, mi primer robo, junto al que todo lo anterior no significaba nada; mi primera pequeña... gran caída... ¡Basta! No había que pensar en ello. Por otra parte, tenía completa libertad para arreglar más tarde el asunto con el tendero, cuando encontrara ocasión propicia. No estaba obligado a continuar por el mismo camino; por otra parte, no me había hecho el propósito de vivir más honradamente que todos los demás hombres; no existía ningún contrato...
—¿Cree usted que ventrá pronto el bisté?
—Sí, en seguida. —La criada abre el ventanillo y mira a la cocina.
Pero, ¿y si se descubría el asunto? ¿Si el dependiente comenzaba a sospechar, si reflexionaba en el incidente del pan, en la vuelta de las cinco coronas que había dado a la mujer? No era imposible que sucediera esto, quizá la próxima vez que yo entrara en la tienda. ¡Y qué, Dios mío...! Alcé los hombros con indiferencia.
—¡Aquí tiene usted! —dijo amablemente la criada, poniendo el plato con el bisté en la mesa—. ¿No quiere usted pasar a otra habitación? Está esto muy oscuro.
—No, gracias; prefiero seguir aquí —contesté.