Authors: Knut Hamsun
Se me ocurrió una idea descabellada, y hasta di un paso para separarme de la pared, y atraer la atención del
Comendador
. No lo hice para despertar su compasión, sino para burlarme de mí mismo, para ponerme en la picota; me hubiera dejado caer al suelo en plena calle, rogando al
Comendador
que me pisara, que pateara mi rostro. Ni siquiera le saludé.
Quizá sospechara él que mis asuntos no marchaban del todo bien y acortó un poco el paso; le dije para detenerle:
—Debía llevarle a usted un artículo, pero aún no lo he acabado.
—¡Ah! —contestó con interés—. ¿No lo ha terminado usted aún?
—No, no he podido llegar a terminarlo.
De repente, mis ojos se llenan de lágrimas ante la amabilidad del
Comendador
; toso y carraspeo desesperadamente para conservar la serenidad. El
Comendador
sopla con la nariz una vez; se para y me mira.
—¿Tiene usted con qué vivir entretanto? —dice.
—No —contesto—; no tengo nada. Ni siquiera he comido hoy, pero...
—¡Dios mío! ¡Es imposible que se deje usted morir de hambre, muchacho! —dice al tiempo que mete la mano en su bolsillo.
El sentimiento de la vergüenza se despierta entonces en mí, retrocedo hasta la pared, donde me apoyo; veo al
Comendador
buscando en su cartera, pero no digo nada. Me tiende un billete de diez coronas. No hace ningún alarde, me da sencillamente diez coronas, repitiéndome que no es posible que me deje morir de hambre.
Balbuceo unas objeciones y no cojo el billete inmediatamente. Es una vergüenza para mí... y además es demasiado.
—¡Vaya, tome usted! —me dice mirando su reloj—. Esperaba el tren, y ya está aquí; le oigo llegar.
Cogí el dinero, la alegría me paralizaba y no pude decir una palabra, ni siquiera darle las gracias.
—No vale la pena que se atormente usted por eso —dijo por fin
El Comendador
—, siempre puede escribir algo equivalente a esa cantidad.
Se marchó.
Cuando se alejó un poco recordé que no le había dado las gracias. Intenté alcanzarlo, pero no podía correr tanto, las piernas no me obedecían y estuve a punto de caer de bruces. Se alejaba cada vez más. Renuncié a mi intento, pensé llamarle; pero no me atreví, y cuando por fin me di valor para hacerlo, aunque le llamé una, dos veces, estaba muy lejos y mi voz era muy débil.
Permanecí en la acera siguiéndole con la vista y llorando en silencio. «¡Jamás he visto cosa semejante! —me dije—; me ha dado diez coronas!» Fui a colocarme en el sitio en que él se había parado y remedé sus gestos. Puse el billete ante mis ojos, lo miré por los dos lados y empecé a jurar —erre que erre— que lo había efectivamente recibido; lo que tenía en la mano era un billete de diez coronas.
Un momento después —quizá mucho tiempo, porque ya el silencio empezaba a reinar por todas partes— me encontré, con bastante sorpresa, en la calle de Lutines, ante el número once. Allí había engañado al cochero que me llevó una vez, allí había cruzado una casa sin encontrar a nadie.
Después de dedicar un instante a abstraerme y asombrarme, pasé por la puerta cochera, por segunda vez, y entré en la «Posada hospedería para viajeros». Pedí una cama y me dieron en seguida una habitación. Martes.
Soleado y tranquilo, un día claro y admirable. La nieve se ha derretido; por todas partes hay vida, regocijo, rostros alegres y sonrisas.
Los chorros de agua que lanzan las fuentes caen en arcos dorados por el sol, azulados por el cielo azul...
Hacia el mediodía salí de mi posada de la calle de Lutines, donde seguía viviendo con las diez coronas del
Comendador
, y fui al centro de la población. Estaba del mejor humor, y vagué toda la tarde por las calles más frecuentadas, mirando a la gente. Antes de las siete, di una vuelta por la plaza de San Olaf y miré con disimulo a las ventanas del número dos. ¡Dentro de una hora iba a verla! Durante todo aquel tiempo me invadió una ligera, una deliciosa angustia. ¿Qué iba a suceder? ¿Qué le diría cuando saliera? ¿Buenas tardes, señorita? ¿O sonreiría simplemente? Resolví atenerme a la sonrisa. Desde luego, la saludaría en voz muy baja.
Me retiré, un poco avergonzado de haber ido tan temprano, vagué un momento por la calle de Karl Johann, sin perder de vista el reloj de la Universidad.
A las ocho volví por segunda vez por la calle de la Universidad. Pensé que iba a llegar con unos minutos de retraso y alargué el paso cuanto pude. Tenía el pie muy dolorido, pero, fuera de esto, todo iba bien.
Me detuve cerca de la fuente y respiré; estuve allí algún tiempo mirando a las ventanas del número dos; pero ella no venía. ¡Bah! Podía esperar, no tenía prisa; habría encontrado algún obstáculo. Seguí esperando. ¡Caramba! ¿No habría soñado yo aquella historia? ¿Había tenido con ella mi primer encuentro aquella noche, o tuve fiebre?
Perplejo, empecé a cavilar; pero cada vez estaba más seguro de mi asunto.
—¡Jem! —oí detrás de mí.
Oí también ligeros pasos cercanos; pero no me volví, y seguí con la vista fija en el gran portal de enfrente.
—¡Buenas tardes! —dijeron entonces.
Olvidé sonreír, me descubrí en seguida; tan asombrado estaba de verla llegar por aquel lado.
—¿Hace mucho tiempo que espera usted? —preguntó con la respiración un poco agitada a causa de la marcha.
—No, nada en absoluto, he llegado hace un instante —contesté—. ¿Y qué, si hubiera tenido que esperar más tiempo? Además, pensaba que vendría usted por otro lado.
—He acompañado a mamá a casa de unos amigos. Pasa la tarde fuera de casa.
—¡Ah, sí! —dije.
Habíamos empezado a andar. Un policía, parado en la esquina de la calle, nos miraba.
—Pero ¿adónde vamos? —pregunta ella, parándose.
—Donde usted quiera, donde usted prefiera.
—¡Uf! ¡Es tan molesto decidir uno mismo!
Pausa.
Entonces dije simplemente, por decir algo:
—En las ventanas de su cuarto no hay luz, según veo.
—No —contestó vivamente—. La criada también se ha marchado. Estoy sola en casa.
Nos paramos a mirar las ventanas de la casa número 2, como si ninguno de los dos las hubiera visto antes.
—Entonces, ¿podemos subir a su casa? —dije—. Estaré todo el tiempo sentado junto a la puerta, si usted quiere...
Pero inmediatamente me puse a temblar de emoción y lamenté amargamente haber sido tan audaz. ¿Y si se ofendiera y se marchara? ¿Si no pudiera volver a verla más? ¡Ah, qué traje tan miserable llevaba yo! Esperaba una respuesta, desesperado.
—Nada de eso no se quedará usted cerca de la puerta —dijo.
Subimos.
En el pasillo, que estaba oscuro, me cogió de la mano y me guió. «No tenía necesidad de estar tan callado —dijo—, podía hablar.» Entramos. Mientras ella encendía la luz —no fue una lámpara lo que encendió, sino una vela—, mientras encendía la vela, dijo con breve risa:
—Pero no conviene que me mire usted. ¡Uf! ¡Me da vergüenza! ¡Pero no lo haré más!
—¿Qué es lo que no volverá a hacer?
—Nunca más... ¡Oh, no! ¡Dios me libre...! No volveré a abrazarle.
—Nunca más —dije, y nos echamos a reír los dos.
Tendí los brazos hacia ella, huyó, se escapó; pasó al otro lado de la mesa. Nos quedamos mirándonos un instante. La vela estaba entre nosotros.
Empezó a quitarse el velo y el sombrero, mientras sus ojos vigilaban mis movimientos para que no la cogiera. Intenté un nuevo ataque, tropecé en la alfombra y caí; mi pie herido se negaba a sostenerme. Me levanté completamente avergonzado.
—¡Dios mío, qué encarnado se ha puesto usted! —dijo ella—. ¿Tan terriblemente torpe es?
—¡Oh, sí! Muy torpe.
La persecución se reanudó.
—¿Me parece que cojea usted?
—Un poco, ahora muy poco.
—La otra vez, tenía usted un dedo herido; ahora, un pie; es lástima que tenga tantos males.
—Fui atropellado hace unos días.
—¿Atropellado? ¿También ebrio, entonces? ¡Dios mío, qué vida lleva usted, joven!
Me amenazó con el dedo y se puso seria.
—¡Vaya, sentémonos! No, ahí, junto a la puerta; es usted demasiado discreto; aquí; usted ahí y yo aquí, así... ¡Uf! ¡Qué enojosas son las gentes discretas! Tiene una que decirlo y hacerlo todo, no le ayudan a una en nada. Ahora, por ejemplo, podría usted haberlo pensado solo, ¿no es cierto? Y cuando le digo una cosa así, pone usted unos ojos como si no creyera que se lo digo en serio. Pues sí, es verdad, lo he observado varias veces; vaya, ya vuelve a empezar. Pero no intentará hacerme creer que es tan tímido cuando se decide. Estaba usted muy descarado el día de la borrachera que me siguió hasta casa importunándome con sus travesuras. «¡Que se le cae el libro, señorita, que se le cae el libro!» Sí, fue algo feo por su parte.
Yo la miraba como un loco. Mi corazón latía con violencia, la sangre corría, cálida, por mis venas. Qué maravilloso goce el de encontrarme en una habitación acogedora, oír el tic-tac de un reloj y hablar con una joven llena de vida, en lugar de hablar conmigo mismo.
—¿Por qué no dice usted nada?
—¡Ah, qué gentil es usted! —dije—. Estoy prendado de usted, profundamente apasionado. No puedo con ello. Es usted el ser más admirable que... Sus ojos tienen a veces el resplandor; no he visto nunca nada parecido; se diría que son flores, ¿eh? No, no, quizá no sean flores, pero... Estoy locamente enamorado de usted y no puedo hacer nada. ¿Cómo se llama? En serio, tiene usted que decirme cómo se llama...
Y usted, ¿cómo se llama? ¡Dios mío, casi lo había olvidado otra vez! Todo el día de ayer estuve pensando que se lo debía preguntar. Es decir,
no todo el día
, no pensé constantemente en usted todo el día de ayer.
—¿Sabe usted qué nombre le doy yo? La llamo Ylajali. ¿Qué le parece a usted? Tiene un sonido muy suave?
—¿Ylajali?
—Sí.
—¿Es un nombre extranjero?
—¡Oh, no, no es eso!
—No es feo.
Después de largo coloquio cambiamos nuestros nombres. Se sentó junto a mí en el diván y con el pie retiró la silla. Y empezamos a charlar.
—Hoy se ha afeitado usted —dijo—. En resumidas cuentas, tiene usted mejor aspecto que la última vez; pero solamente un poco mejor; no vaya a figurarse que... No, la última vez estaba usted verdaderamente indecente. Y por añadidura tenía un dedo envuelto en un trapo horrible. Y en este estado quería usted a todo trance entrar conmigo y beber un vaso de vino en cualquier parte. ¡Muchas gracias!
—¿Entonces, se debió a mi miserable aspecto el que no quisiera usted ir conmigo?
—No —contestó bajando los ojos—. No. Dios es testigo de que no fue por eso. Ni siquiera pensé en ello.
—Escuche —le dije—. Usted cree, sin duda, que yo pudo vestirme y vivir como quiera. Pero no puedo; soy pobre, muy pobre.
Me miró.
—¿Es usted pobre? —preguntó.
—Sí, lo soy.
Hubo una pausa.
—¡Oh, Dios mío! Yo también lo soy —dijo con un movimiento de cabeza lleno de valor.
Cada una de sus palabras me embriagaban, penetraban en mi corazón como gotas de vino, aunque fuera, sin duda, una frívola muchacha de Cristianía, con su jerga habitual, sus pequeñas audacias y su charlatanería. Me maravillaba la costumbre que tenía de poner la cabeza un poco vuelta y de prestar atención cuando yo decía algo. Sentía su aliento en mi rostro.
—Sabe usted que... —dije—. Pero no tiene usted que enfadarse... Cuando me dormí anoche, coloqué mi brazo para usted... así... como si estuviese acostada allí... Y luego me dormí.
—¿De verdad? ¡Que bonito!
Una pausa.
—Pero fue necesario que sucediera a distancia para que usted se atreviera a tal cosa, pues de otro modo...
—¿No cree usted que podría hacerlo también... de otro modo?
—No, no lo creo.
—¡ Oh, sí! De mí puede usted esperarlo todo —dije; y rápidamente le rodeé el talle con un brazo.
Me molestó que me juzgara tan excesivamente tímido y me engallé, reuní todo mi valor y le cogí una mano. Ella la retiró suavemente y se separó un poco de mí. Fue el golpe de gracia para mi valor. Me avergoncé y volví la vista a la ventana. En mi rincón, tenía un aspecto verdaderamente lastimoso; no podía hacerme ilusiones. Otra cosa hubiera sido de haberla encontrado cuando todavía tenía aspecto de hombre, en mis días de prosperidad, cuando podía atender a mi subsistencia. Me sentí muy deprimido.
—¡Lo ve usted! —dijo ella—. Se le puede desconcertar con un pequeño fruncimiento de cejas, desconcertarle con sólo separarse un poco de usted.
Sonrió con picardía, con los ojos cerrados, como si también ella quisiera evitar que la mirase.
—¡ Oh, eso es demasiado fuerte! —exclamé—. Ya verá usted.
Violentamente rodeé su espalda con mi brazo. ¿Había ella perdido el juicio? ¿Me tomaba por un novicio? No podría decir que yo no conocía el asunto. ¿Pero era un demonio aquella mujer? Si no se tratara más que de aquello, entonces...
Permanecía sentada muy tranquila, con los ojos siempre cerrados; no hablábamos ninguno de los dos. La estreché fuertemente contra mí, apreté su cuerpo contra mi pecho, y ella no dijo nada. Oí el latido de nuestros corazones, el suyo y el mío, como un galope de caballos.
La besé.
Ya no sabía lo que hacía; dije alguna tontería que la hizo reír, murmuraba tiernas palabras muy cerca de su boca, le acaricié las mejillas y la abracé muchas, muchas veces. Solté uno o dos botones de su traje, y entreví sus senos, senos blancos y redondos que se transparentaban bajo la camisa como dos delicadas maravillas.
—¿Puedo mirar? —digo, e intento soltar otros botones, trato de agrandar la abertura; pero mi emoción es demasiado fuerte, y no consigo soltar los botones bajos, en donde el traje está más ceñido. Está permitido mirar un poco..., nada más que un poco... Rodea mi cuello con su brazo lenta y cariñosamente; sus rosadas y vibrantes narices lanzan su aliento en mi cara. Con la otra mano, comienza a soltarse los botones uno a uno. Ríe con una risa avergonzada, una risa breve, y me mira varias veces para ver si yo noto que tiene miedo. Desata las cintas, desabrocha su corsé, arrobada, angustiada. Y mis rudas manos juegan con botones y cintas...
Para desviar mi atención de lo que hace, acaricia mi hombro con la mano izquierda y dice:
—¡Cuántos cabellos caídos tiene usted aquí!