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Authors: Knut Hamsun

Hambre (10 page)

BOOK: Hambre
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—Aun desde el punto de vista de la higiene... —le dije poniéndole la mano en el hombro.

—Perdóneme; soy extranjero, y no conozco los reglamentos acerca de la higiene —dijo, mirándome con terror.

«¡Ah, bien! La cosa cambiaba si era extranjero... ¿No podría hacerle algún favor? ¿Acompañarle a visitar la ciudad? Sería un placer para mí, y no le costaría nada... »

Pero el hombre quería a toda costa desembarazarse de mí, y cruzó la calle a grandes zancadas para ganar la otra acera.

Volví al banco y me senté. Estaba muy agitado, y el gran organillo que había comenzado a tocar un poco más lejos aumentó mi agitación. Una música rígida, metálica, un fragmento de Weber acompañaba a una muchacha una melancólica canción. El organillo tenía tonos de flauta, impregnados de sufrimientos, que se infiltraban en mi sangre. Mis nervios comenzaron a sacurdirme como si vibraran al unísono, y un instante después caí de espaldas en el banco, gimiendo y tarareando el aire de Weber. ¡Qué no inventarán nuestros sentimientos cuando nos aprieta el hambre! Me sentía absorbido por esta música, disuelto, convertido en música; chorreaba, me sentía muy distintamente chorrear música, mientras volaba muy por encima de las montañas, danzando en las zonas luminosas.

—¡Un óre! —dijo la muchacha tendiendo su platillo de hojalata—. ¡Sólo un óre!

—Sí —respondí inconscientemente, levantándome de un salto y rascándome los bolsillos. Pero la niña, creyendo que quería engañarla, se alejó en seguida, sin decir nada. Aquella muda resignación era demasiado para mí; si me hubiera injuriado, me hubiese parecido mejor. «No tengo ni un óre —le dije—; pero me acordaré de ti más tarde, quizá mañana. ¿Como te llamas? ¡Ah! Es un bonito nombre, no lo olvidaré. Hasta mañana entonces...»

Aunque no dijo una palabra, comprendí que no me creía, y lloré de desesperación porque aquella muchachita no quería creerme. La llamé otra vez, y rápidamente me quité la americana para darle mi chaleco. «Voy a indemnizarte —le dije—; espera un momento...» Pero no tenía chaleco.

¿Cómo se me ocurrió buscarlo? Hacía ya varias semanas que no era mío. ¿Qué me sucedía? La muchacha, asombrada, no esperó más y se retiró apresuradamente. Me fue forzoso dejarla marchar. La gente se arremolinó en torno a mí, y reía; un agente se abrió paso, se acercó a mí y preguntó qué ocurría.

—¡Nada —contesté—; absolutamente nada! Quería dar mi chaleco a esa chiquilla... para su padre... No tienen por qué reírse así. No tenía más que ir a casa y ponerme otro.

—¡Basta ya de hacer tonterías en la calle! —dijo el policía—. ¡Ea, márchese! Y me empujó por los hombros—. ¿Son suyos estos papeles? —me gritó.

—¡Ah, pardiez, sí! ¡Es mi artículo para el periódico! Son escritos muy importantes. ¡Cómo he podido ser tan imprudente...!

Cogí mis cuartillas, comprobé que estaban en orden, y me dirigí a la redacción, sin detenerme un instante ni para volver la cabeza. Eran las cuatro en el reloj de El Salvador.

La redacción estaba cerrada. Bajé la escalera sin hacer ruido, temiendo que me oyesen como un ladrón, y me paré, indeciso, después de cruzar el umbral. ¿Qué hacer? Me apoyé en la pared, con la vista fija en el suelo, y medité. Me incliné a coger un alfiler que brillaba a mis pies. Si descosiese los botones de mi americana, ¿qué me darían por ellos? Quizá no servían para nada. Los botones no eran, al fin y al cabo, más que botones; pero los cogí y los miré y remiré por todas partes, y los hallé casi nuevos. Me pareció una idea luminosa, podía descoserlos con la mitad de mi cortaplumas y empeñarlos. La esperanza de poder vender aquellos cinco botones me devolvió pronto el valor, y me dije: «¡Ya ves cómo se arregla!». Mi alegría me dio ánimo, y me puse inmediatamente a descoser los botones, uno a uno. Mientras, monologaba en silencio de esta forma.

«Sí, ya ve usted; están un poco desfondados, es un apuro momentáneo... ¿Usados dice usted? No, se engaña. Si hay alguien que use sus botones menos que yo, me gustaría verle. Debo advertirle que llevo siempre la americana desabrochada; es una costumbre adquirida en mi casa, una particularidad... No, no, desde el momento que usted no quiere, no digo nada. Pero necesito, por lo menos diez
óre
por estos botones... Pero, ¡Dios mío! ¿Quién dice que debe usted hacer eso? Cállese y déjeme en paz... Sí, puede ir a buscar a la policía. Yo esperaré aquí mientras busca usted un agente. Y no le robaré nada... ¡Muy bien, buenos días, buenos días, buenos días! Me llamo Tangen. Me estuve divirtiendo hasta un poco tarde...» Alguien bajaba la escalera. Instantáneamente volví a la realidad, reconocí a
Tijeras
y me apresuré a guardar los botones en el bolsillo. Quería pasar de largo, aun sin contestar a mi saludo, tan absorto iba en la contemplación de sus uñas; pero le detuve, y le pregunté si estaba el redactor jefe.

—No está.

—¡Miente usted! —dije, y con un descaro que me asombró a mí mismo proseguí—: Es necesario que le hable, se trata de un asunto urgente. Puedo comunicarle un informe de la Presidencia del Consejo.

—¿No puede usted decírmelo a mí, en todo caso?

—¿A usted? —dije midiéndole con la mirada. Aquello surtió efecto. Inmediatamente volvió a subir conmigo y abrió la puerta. Sentí que el corazón se me subía a la garganta. Apreté violentamente las mandíbulas para darme ánimo, llamé y entré en el despacho del redactor jefe.

—Buenos días. ¿Ah, es usted? —dijo afablemente—. Siéntese.

Si me hubiera señalado la puerta, me habría producido mejor efecto. Me sentía a punto de llorar y dije:

—Le ruego que me perdone...

—Siéntese —repitió.

Me senté y le expliqué que tenía un artículo que me agradaría mucho ver publicado en su periódico. Tanto trabajo y tantos esfuerzos me había costado.

—Lo leeré —dijo al cogerlo—. Sin duda, todo lo que escribe le cuesta esfuerzos; pero es usted demasiado violento. ¡Si pudiese usted ser un poco más circunspecto! Hay siempre demasiado nervio. Pero lo leeré. Se volvió hacia la mesa.

Me engañaba con promesas mentirosas. ¿Me atrevería a pedirle una corona? ¿Explicarle por qué siempre tenían nervio mis artículos? Seguramente me ayudaría; no sería la primera vez.

Me levanté. ¡Jem! Pero recordé que la última vez que le vi se quejó de falta de dinero y envió al ordenanza a cobrar algunas notas con que reunir una pequeña cantidad para mí. Quizá hoy estaría en el mismo caso. No, no lo haría. ¿No veía que se disponía a trabajar?

—¿Tiene usted algo más que decirme? —preguntó.

—No —dije, procurando dar firmeza a mi voz—. ¿Cuándo puedo volver a saber algo?

—¡Oh!, cuando usted quiera; dentro de dos días, por ejemplo.

No pude hacer la petición que tenía en los labios. La amabilidad de aquel hombre me parecía ilimitada, y yo debía demostrar que la apreciaba. Antes, morir de hambre. Me marché.

Ni aun cuando en la calle sentí de nuevo los ataques del hambre me arrepentí de haber abandonado el despacho sin haberle pedido la corona. Saqué del bolsillo la segunda viruta, y me la metí en la boca. De nuevo me sentí aliviado. ¿Por qué no había hecho aquello antes? «Debería darte vergüenza —me dije en voz alta—. ¿Cómo se te ha podido ocurrir la idea de pedir a ese hombre una corona y comprometerlo una vez más?» Fui extremadamente duro conmigo mismo, y me reproché la descarada idea que había tenido. «¡Caramba, es lo más innoble que conozco! —dije—.

¡Asaltar a un hombre y casi arrancarle los ojos, sencillamente porque tú, perro miserable, necesitas una corona! ¡Ea, en marcha! ¡Más aprisa! ¡Más aprisa, vago! ¡Ya te enseñaré yo!»

Empecé a correr para castigarme, recorriendo al galope una calle tras otra, excitándome con exclamaciones rabiosas, espoleándome furiosamente en silencio cuando quería detenerme. Al llegar a lo alto de la calle de los Saules, me paré, a punto de llorar de rabia por no poder correr más; temblaba todo mi cuerpo, y me dejé caer en una escalinata. «¡Arriba!», me dije. Y para torturarme más volví a levantarme y me esforcé en permanecer de pie; me reí de mí mismo, y me deleitaba con mi propio agotamiento. Por fin, al cabo de unos minutos, me concedí, con un movimiento de cabeza, permiso para sentarme; aunque escogí el sitio más incómodo de la gradería.

¡Dios mío, qué bueno era descansar! Enjugué el sudor de mi rostro y respiré el aire fresco a pleno pulmón. ¡Cómo había corrido! Pero no lo lamentaba, lo tenía bien merecido. ¿Por qué diablos había pensado pedir aquella corona? Ahora tocaba las consecuencias. Y comencé a hablarme con dulzura, a amonestarme como podría haberlo hecho una madre. Me sentía cada vez más conmovido, y en mi fatiga y en mi agotamiento me puse a sollozar. Era una pena silenciosa y profunda, un sollozo interior sin una lágrima. Permanecí en el mismo sitio un cuarto de hora o algo más. La gente iba y venía, sin molestarme. Niños pequeños jugaban acá y allá a mi alrededor. Un pajarillo cantaba en un árbol, al otro lado de la calle.

Un agente de policía se acercó a mí y dijo:

—¿Por qué se sienta usted aquí?

—¿Por qué me siento aquí? —pregunté—. Por mi gusto.

—Hace media hora que le observo —dijo—. Hace ya media hora que está usted sentado.

—Aproximadamente —contesté—. ¿Tiene usted algo más que decirme?

Me levanté furioso, y me marché.

Al llegar al mercado me detuve, y miré al suelo. «¡Por mi gusto! ¿Era ésta una contestación? Por fatiga, debiste decir con una voz quejumbrosa. No eres más que un buey, nunca aprenderás a ser hipócrita... ¡Por inanición! ¡Y debieras haber resollado como un caballo! »

Al llegar al cuartelillo de los bomberos me paré de nuevo, asaltado por una nueva idea. Hice chasquear mis dedos, a la vez que me echaba a reír, con gran asombro de la gente, y dije: «¡Ahora tienes que ir a casa del pastor Levison! ¡Voto al diablo! Sí, irás. Aunque no sea más que para intentarlo. ¿Qué te cuesta? Además, hace muy buen tiempo».

Entré en la librería de Pascha, encontré en el anuario la dirección del pastor Levison, y me fui hacia allá: «¡Esta vez la cosa es seria! —me dije—. ¡No hagas tonterías! ¿Tu conciencia, dices? Nada de puerilidades. Eres demasiado pobre para sostener una conciencia. Tienes hambre y vas para un asunto importante; y, además, con prisa. Pero hay que inclinar la cabeza, dar el tono a las palabras y hablar melodiosamente. ¿No quieres? Entonces te abandono, no doy un paso más, tenlo por seguro. Bueno: estás en un estado inquietante, eres el blanco del señor de las tinieblas; por la noche, sostienes una horrible lucha con enormes monstruos silenciosos, que son un horror. Tienes hambre y sed de leche y vino, pero no los posees. Mira adónde has llegado. Ya no te queda, por decirlo así, aceite en la lámpara. ¡Pero crees en la bondad divina, a Dios gracias, y aún no has perdido la fe! Por tanto, juntas las manos y adoptas un aire de satisfacción: tanto crees en la bondad divina. Por lo que se refiere al demonio, le odias bajo todos sus aspectos. Un libro de salmos, es otra cosa; un libro de salmos, como recuerdo, un pequeño recuerdo de un par de coronas.»

Me paré ante la casa del pastor y leí: «El despacho está abierto de doce a cuatro».

«¡Y ahora nada de puerilidades! —me dije—; ¡esto se pone serio! Vamos, inclina la cabeza, un poco más...» Y llamé a la puerta.

—Quisiera ver al pastor —dije a la criada.

Pero me fue imposible mezclar el nombre de Dios en la frase.

—Ha salido —contestó.

¡Ha salido! ¡Ha salido! Aquello echaba por tierra todo mi plan, trastornaba completamente lo que había pensado decirle. ¿De qué me servía, pues, mi caminata? ¡Bastante había ganado!

—¿Es algo de particular? —preguntó la criada.

—No —contesté—; nada de particular. Pero como hace un tiempo tan hermoso, he querido venir a saludarlo.

Estábamos los dos frente a frente. Intencionadamente, saqué el pecho para llamar su atención sobre el alfiler que sujetaba mi americana; le rogaba con los ojos que viera por qué había venido; pero la pobre no entendió nada.

—Sí, hace un tiempo delicioso. ¿La señora tampoco está en casa?

—Sí, pero tiene reuma, está echada sobre un diván sin poder moverse... ¿Quiere usted que le pase algún recado u otra cosa?

—No, nada de eso. De cuando en cuando, como ahora, doy un paseo para hacer un poco de ejercicio. Es muy bueno después de almorzar.

Eché a andar. ¿Qué necesidad había de prolongar aquella conversación? Además, comenzaba a sentir vértigos. No había por qué engañarse, estaba a punto de hundirme del todo.

«El despacho está abierto de doce a cuatro.» Había llamado una hora más tarde. ¡El momento de la gracia había pasado!

En la plaza del Gran Mercado, me senté en un banco cercano a la iglesia. ¡Dios mío, qué oscuro se me presentaba el porvenir! No tenía fuerzas ni para llorar. En el límite de la tortura, permanecía allí sin oír ni entender nada, inmóvil y hambriento. Me ardía el pecho, produciéndome un escozor muy doloroso. Masticar virutas ya no me servía de nada; mis mandíbulas estaban cansadas de aquel trabajo estéril, y las dejé en reposo. Me di las gracias. Por otra parte, una cáscara de naranja que había cogido del suelo y empezado a masticar me produjo náuseas. Estaba enfermo. Tenía las venas de las muñecas hinchadas y azuladas.

Después de todo, ¿por qué había perdido tanto tiempo? ¿A qué correr todo el día de un lado a otro detrás de una corona, para sostener mi vida unas horas más? ¿No era lo mismo que sucediera lo inevitable un día antes o un día después?

Para portarme como un hombre sensato hubiera debido regresar a casa mucho tiempo antes y acostarme. En aquel momento de lucidez mental, iba a morir; era el otoño, y todo comenzaba a aletargarse. Había ensayado todos los medios, empleado todos los recursos que conocía. Acariciaba sentimentalmente aquella idea, y cada vez que renacía en mí la esperanza de una posible salvación, me revolvía diciendo: «¡Qué loco eres! ¡Ya has comenzado a morir!». Había que escribir algunas cartas, ponerlo todo en orden y estar preparado. Me lavaría cuidadosamente y haría mi cama con aseo; colocaría mi cabeza sobre algunas cuartillas blancas..., las más limpias que tuviera... Pondría la colcha verde...

¡La colcha verde! Instantáneamente volví a la realidad, la sangre se me subió a la cabeza y mi corazón latió con fuerza. Me levanté del banco y eché a andar; de nuevo agitó la vida todo mi ser, y obstinadamente acudían a mis labios las mismas palabras «¡La colcha verde! ¡La colcha verde!». Andaba con paso acelerado, como temiendo no llegar a tiempo y no tardé en hallarme en casa, en mi taller de hojalatero.

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