Read Harry Potter y el Misterio del Príncipe Online
Authors: J. K. Rowling
Tags: #fantasía, #infantil
—Profesor, ¿qué le ha pasado en la…?
—Ahora no tengo tiempo para explicártelo —le cortó—. Es una historia emocionante y quiero hacerle justicia.
Sonrió al muchacho, y éste comprendió que no le estaba dando largas y que tenía permiso para seguir formulando preguntas.
—Una lechuza me trajo un folleto del Ministerio de Magia, señor, con las medidas de seguridad que todos deberíamos adoptar contra los
mortífagos
…
—Sí, yo también recibí uno —dijo Dumbledore, aún sonriendo—. ¿Lo encontraste útil?
—No mucho.
—Ya me lo imaginaba. Pero no me has preguntado, por ejemplo, cuál es mi mermelada favorita, ya sabes, para comprobar que soy el verdadero profesor Dumbledore y no un impostor.
—No se me… —empezó Harry, sin saber si estaba riñéndole o no.
—Para otra vez, Harry, quiero que sepas que mi mermelada favorita es la de frambuesa. Aunque, evidentemente, si yo fuera un
mortífago
me habría asegurado de averiguar mis propias preferencias respecto a las mermeladas antes de hacerme pasar por mí mismo.
—Ya, claro… Pues en ese folleto decía algo sobre los
inferi
. ¿Qué son? El folleto no lo explicaba.
—Son cadáveres —contestó Dumbledore con serenidad—. Cuerpos de personas muertas que han sido hechizados para hacer con ellos lo que se le antoje a un mago tenebroso. Pero hace mucho tiempo que no se ven
inferi
, al menos desde que Voldemort perdió el poder… El mató a tanta gente que pudo formar un ejército con ellos, claro. Es aquí, Harry, aquí mismo…
Se estaban acercando a una casita de piedra rodeada de un jardín. Harry estaba tan ocupado asimilando la espeluznante explicación sobre los
inferi
que no prestaba atención a nada más, pero, cuando llegaron a la verja, Dumbledore se detuvo en seco y el chico chocó contra él.
—¡Cáspita!
Harry siguió la mirada del anciano mago a lo largo del cuidado sendero del jardín y se le cayó el alma a los pies: la puerta de la casa colgaba de los goznes.
Dumbledore miró a ambos lados de la calle, que parecía desierta.
—Saca tu varita y sígueme, Harry —ordenó en voz baja. A continuación abrió la verja y recorrió con rapidez y sigilo el sendero, seguido del muchacho; luego empujó muy despacio la puerta de la casa con la varita en ristre—.
¡Lumos!
La punta de la varita de Dumbledore se inflamó y proyectó su luz por un estrecho recibidor. A la izquierda había otra puerta abierta. Manteniendo en alto la iluminada varita, el anciano entró en el salón, con Harry pegado a sus talones.
Ante ellos apareció un escenario de absoluta devastación: en el suelo yacía un astillado reloj de pie, con la esfera rota y el péndulo tirado un poco más allá, como una espada abandonada; un piano tumbado sobre un costado tenía las teclas esparcidas a su alrededor; los restos de una lámpara de cristal centelleaban a pocos pasos; los almohadones tenían tajos de los que salían plumas, y fragmentos de cristal y porcelana lo cubrían todo como si fuese polvo. Dumbledore alzó un poco más la varita para iluminar las paredes, cuyo empapelado estaba salpicado de una sustancia pegajosa de color rojo oscuro. El grito ahogado de Harry lo hizo volverse.
—Esto no pinta nada bien —observó con seriedad—. Sí, aquí ha pasado algo horroroso.
Avanzó con cautela hasta el centro de la habitación mientras examinaba los escombros. Harry lo siguió mirando a todas partes, temeroso de que pudieran encontrarlo detrás de los restos del piano o del derribado sofá, pero no vio ningún cadáver.
—Tal vez hubo una pelea y… se lo llevaron, ¿no, profesor? —sugirió, intentando no imaginar lo malherido que tendría que estar un hombre para dejar esas manchas en las paredes.
—No lo creo —repuso Dumbledore mientras miraba detrás de una volcada butaca con exceso de relleno.
—¿Insinúa que está…?
—Por aquí, sí.
Y sin previo aviso, se precipitó sobre la butaca e hincó la punta de la varita en el asiento, que gritó:
—¡Ay!
—Buenas noches, Horace —saludó Dumbledore, y se irguió de nuevo.
Harry se quedó boquiabierto. Un anciano calvo y tremendamente gordo, que se frotaba la parte baja del vientre y miraba a Dumbledore con ojos entrecerrados y gesto ofendido, se hallaba donde un segundo antes estaba la butaca.
—No necesitabas clavarme la varita tan fuerte —refunfuñó, poniéndose en pie con dificultad—. Me has hecho daño.
La luz de la varita brilló sobre su reluciente calva, sus saltones ojos y su enorme y plateado bigote de morsa, así como sobre los bruñidos botones de la chaqueta de terciopelo marrón que llevaba encima de un pijama de seda lila. La coronilla de aquel personaje apenas llegaba a la altura de la barbilla de Dumbledore.
—¿Cómo me has descubierto? —gruñó mientras se tambaleaba sin dejar de frotarse el vientre. Se mostraba impertérrito a pesar de que acababan de sorprenderlo haciéndose pasar por una butaca.
—Mi querido Horace —contestó Dumbledore, que parecía encontrar todo aquello muy gracioso—, si fuera verdad que los
mortífagos
han venido a visitarte, habría aparecido la Marca Tenebrosa encima de la casa.
El mago se dio una palmada en la ancha frente con una manaza.
—La Marca Tenebrosa —masculló—. Ya sabía yo que se me olvidaba algo. Bueno, en cualquier caso no habría tenido tiempo. Acababa de darle los últimos retoques al tapizado cuando entraste en la habitación. —Exhaló un suspiro tan hondo que estremeció las puntas del bigote.
—¿Quieres que te ayude a poner orden? —se ofreció Dumbledore con amabilidad.
—Sí, por favor.
Los dos magos (uno alto y delgado, y el otro bajito y gordo) se colocaron de pie, espalda contra espalda, y sacudieron sus respectivas varitas con un amplio e idéntico movimiento.
Los muebles volvieron volando a su posición original; los adornos se recompusieron suspendidos en el aire; las plumas se metieron de nuevo en los almohadones; los libros rotos se repararon por sí solos antes de regresar a sus estantes; las lámparas de aceite se trasladaron por el aire hasta sus mesitas y volvieron a encenderse; una serie de dañados marcos de plata también voló por la habitación y aterrizó, intacta, en un aparador; desgarrones, grietas y agujeros se repararon por todas partes, y las paredes se autolimpiaron.
—Por cierto, ¿qué clase de sangre era ésa? —preguntó Dumbledore, elevando la voz para hacerse oír por encima de las campanadas del restaurado reloj de pie.
—¿La de las paredes? ¡De dragón! —gritó el mago llamado Horace al mismo tiempo que, con un agudo chirrido y un fuerte tintineo, la lámpara de cristal volvía a enroscarse en el techo. Tras un último ¡pataplum! del piano, volvió a reinar el silencio—. Sí, de dragón —repitió el mago con desenfado, y se dirigió hacia una pequeña botella de cristal que había encima de un aparador. La puso a contraluz para examinar el espeso líquido que contenía—. Mi última botella, y por desgracia se ha puesto por las nubes. No obstante, quizá pueda volver a utilizarla. Hum. Ha cogido un poco de polvo.
La dejó otra vez en el aparador y suspiró. Entonces fue cuando reparó por primera vez en Harry.
—¡Atiza! —exclamó mientras clavaba sus saltones ojos en la frente de Harry y en la cicatriz con forma de rayo que la surcaba—. ¡Ajajá!
—Éste es Harry Potter —hizo las presentaciones Dumbledore—. Harry, te presento a un viejo amigo y colega mío, Horace Slughorn.
Éste se volvió hacia el director de Hogwarts con expresión sagaz.
—Creíste que así me persuadirías, ¿verdad? Pues bien, la respuesta es no, Albus.
Apartó a Harry con decisión, volvió la cara hacia otro lado y adoptó el aire de quien intenta resistir una tentación.
—Supongo que al menos podremos beber algo, ¿no? —propuso Dumbledore—. Y brindar por los viejos tiempos.
Slughorn titubeó.
—Está bien, pero sólo una copa —concedió de mala gana.
Dumbledore sonrió a Harry y lo condujo hacia una butaca (parecida a aquella por la que Slughorn se había hecho pasar) situada junto al fuego que había empezado a arder en la chimenea y al lado de una lámpara de aceite encendida. El muchacho se sentó con la impresión de que Dumbledore, por algún motivo, quería que él destacara cuanto fuera posible. Y en efecto, cuando Slughorn, que había estado ocupado con licoreras y copas, se dio otra vez la vuelta hacia la habitación, sus ojos se posaron de inmediato en Harry.
—¡Rediez! —exclamó, y desvió la mirada, como si la visión del chico lo asustara o le hiriera los ojos—. Toma… —Le dio una copa a Dumbledore, que se había sentado, le acercó la bandeja a Harry y luego se apoltronó en el reparado sofá. Tenía las piernas tan cortas que no tocaba el suelo con los pies.
—Cuéntame, Horace, ¿cómo te va? —preguntó Dumbledore.
—No muy bien. Tengo problemas respiratorios. Tos. Y también reuma. Ya no puedo moverme como antes. En fin, era de esperar. Ya sabes, la edad, la fatiga…
—Y sin embargo, debes de haberte movido con gran agilidad para prepararnos semejante bienvenida en tan poco tiempo. No creo que hayas tenido más de tres minutos desde el aviso.
—Dos —replicó Slughorn con una mezcla de fastidio y orgullo—. No oí el encantamiento antiintrusos cuando sonó porque estaba dándome un baño. Aun así —añadió con severidad y arrugando el entrecejo—, el hecho es que soy muy mayor, Albus. Soy un anciano cansado que se ha ganado el derecho a tener una vida tranquila y unas cuantas comodidades.
Desde luego, comodidades no le faltaban, pensó Harry recorriendo la habitación con la mirada. La casa estaba atestada de cosas y se respiraba un aire viciado, pero nadie afirmaría que no era cómoda; había butacas y banquetas para poner los pies, bebidas y libros, cajas de chocolatinas y mullidos almohadones. Si Harry no hubiera sabido quién vivía allí, habría apostado a que era la casa de una anciana rica y maniática.
—Eres más joven que yo, Horace —comentó Dumbledore.
—Pues mira, quizá tú también deberías empezar a pensar en jubilarte —respondió Slughorn, y sus ojos, de un tono rojizo, se fijaron en la lesionada mano de Dumbledore—. Veo que has perdido reflejos.
—Tienes razón —reconoció Dumbledore, y de una sacudida se retiró la manga para mostrar la yema de sus quemados y ennegrecidos dedos; al verlos, Harry sintió un desagradable escalofrío—. No cabe duda de que soy más lento que antes. Pero, por otra parte…
Se encogió de hombros y extendió los brazos, dando a entender que la edad ofrecía sus compensaciones. Harry vio que en la mano ilesa llevaba un anillo que no le conocía: era grande, elaborado toscamente con un material que parecía oro, y tenía engarzada una gruesa y resquebrajada piedra negra. Slughorn también reparó en el anillo, y Harry vio que fruncía la ancha frente.
—Y todas estas precauciones contra los intrusos, Horace… ¿las tomas por los
mortífagos
o por mí? —preguntó Dumbledore.
—¿Qué van a querer los
mortífagos
de un pobre vejete averiado como yo? —repuso Slughorn.
—Supongo que podrían pretender que pusieras tu considerable talento al servicio de la coacción, la tortura y el asesinato. ¿Me estás diciendo en serio que todavía no han venido a reclutarte?
Slughorn lo miró torvamente y luego masculló:
—No les he dado esa oportunidad. Llevo un año yendo de un lado para otro y nunca me quedo más de una semana en el mismo sitio. Voy de casa en casa de
muggles
; los dueños de esta vivienda están de vacaciones en las islas Canarias. Aquí me he sentido muy a gusto; el día que me marche lo lamentaré. Cuando le coges el tranquillo, resulta muy fácil: sólo tienes que hacerles un simple encantamiento congelador a esas absurdas alarmas antirrobo que utilizan en lugar de chivatoscopios, y asegurarte de que los vecinos no te vean entrar el piano.
—Muy ingenioso —admitió Dumbledore—. Pero debe de ser una existencia agotadora para un pobre vejete averiado en busca de una vida tranquila. Mira, si volvieras a Hogwarts…
—¡Si vas a decirme que mi vida sería más apacible en ese agobiante colegio, puedes ahorrarte el esfuerzo, Albus! ¡Quizá haya estado escondido, pero me han llegado extraños rumores desde que Dolores Umbridge se marchó de allí! Si es así como tratas a los maestros actualmente…
—La profesora Umbridge cometió una grave falta contra nuestra manada de centauros —argumentó Dumbledore—. Creo que tú, Horace, no habrías incurrido en el error de entrar tan campante en el Bosque Prohibido y llamar a una horda de centauros «repugnantes híbridos».
—¿En serio? ¿Eso hizo? Qué mujer tan idiota. Nunca me cayó bien.
Harry rió entre dientes, y ambos magos lo miraron.
—Lo siento —se apresuró a decir el muchacho—. Es que… a mí tampoco me caía bien.
De pronto Dumbledore se levantó.
—¿Ya te marchas? —preguntó Slughorn, como si eso fuera lo que estaba deseando.
—No, pero si no te importa utilizaré tu cuarto de baño.
—¡Ah! —dijo Slughorn, decepcionado—. Está en el pasillo. Segunda puerta a la izquierda.
Dumbledore cruzó la habitación. Tan pronto la puerta se hubo cerrado detrás de él, se hizo el silencio. Tras unos instantes Slughorn se levantó, inquieto. Le lanzó una mirada furtiva a Harry, luego se acercó a la chimenea y se quedó de espaldas al fuego, calentándose el amplio trasero.
—No creas que no sé por qué te ha traído aquí —dijo con brusquedad. Harry lo miró, pero no dijo nada. La acuosa mirada de Slughorn se deslizó por la cicatriz del chico y esta vez le recorrió el resto del rostro—. Te pareces mucho a tu padre.
—Sí, ya me lo han dicho.
—Excepto en los ojos. Tienes…
—Ya, los ojos de mi madre. —Harry había oído aquel comentario tantas veces que lo ponía un poco nervioso.
—Rediez. Sí, bueno… No está bien que los profesores tengan alumnos predilectos, desde luego, pero ella era uno de los míos. Tu madre —añadió en respuesta a la inquisitiva mirada del chico—. Lily Evans. Fue una de las alumnas más brillantes que jamás tuve. Una chica encantadora, llena de vida. Siempre le decía que debería haber estado en mi casa. Y recuerdo que me daba unas respuestas muy astutas.
—¿A qué casa pertenecía usted?
—Yo era jefe de Slytherin —reveló Slughorn—. ¡Pero no debes guardarme rencor por ello! —se apresuró a añadir al ver la expresión de Harry, y lo amenazó con un grueso dedo índice—. Tú debes de ser de Gryffindor, como ella. Sí, suele ser cosa de familia. Aunque no siempre. ¿Has oído hablar de Sirius Black? Seguro que sí: desde hace un par de años lo mencionan mucho en los periódicos. Murió hace pocas semanas.