Heliconia - Invierno (21 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Toress Lahl se mantuvo aparte, sin hablar con nadie, incluso al subir a cubierta.

Durante la tercera mañana, vio cómo algunos icebergs pequeños irrumpían en la superficie del agua. Aquella tercera mañana, habitada ya por la fiebre, regresó como de costumbre junto a su paciente. La puerta parecía más reacia que nunca a dejarla pasar.

Luterin Shokerandit había sido confinado en una pequeña estancia de la proa del Nueva Estación. Un pilar ocupaba su centro, dejando apenas espacio para una litera de un lado, y un cubo, una bala de paja, una estufa y cuatro aterrados fhlebihts atados bajo el ojo de buey del otro. Por el ojo de buey entraba algo de luz, y Toress Lahl alcanzó a ver el suelo y la silueta voluminosa amarrada con correas al camastro inferior de la litera. Después de cerrar la puerta y descansar un momento en ella, examinó de cerca la figura postrada.

—¡Luterin!

Él se incorporó. Bajo el brazo izquierdo, que ella había amarrado por la muñeca a los soportes del camastro, la cabeza se le proyectó brevemente a la manera de las tortugas y un ojo medio abierto la miró a través de un mechón de pelo. Abrió la boca y emitió un sonido ronco.

Ella llenó un cucharón en una bacinilla de agua ubicada detrás de la estufa. Luterin bebió de él.

—Más comida —dijo.

Ella supo entonces que estaba recuperándose. Aquéllas eran las primeras palabras que decía desde que lo habían trasladado a esa parte del Nueva Estación. Volvía a ser capaz de organizar el pensamiento. A pesar de que tenía las muñecas y los tobillos fuertemente atados, ella no se atrevió a tocarlo. Sobre el hornillo de la estufa yacían los restos carbonizados del último fhlebiht que Toress había matado. Lo había despiezado con una cuchilla, para después cocinarlo lo mejor que pudo. Los cuernos en tirabuzón y los largos vellones blancos del animal sobresalían entre la basura amontonada en uno de los rincones del gabinete.

Mientras le tiraba una presa a Luterin, Toress Lahl pensó por primera vez en el buen aspecto que tenía la carne asada. Shokerandit cogió la presa bajo el brazo y empezó a mordisquearla. Una y otra vez, alzaba la vista hacia la joven. Pero su mirada ya no tenía la furia del hambre. La bulimia había remitido.

El recuerdo del desenfreno devorador de Luterin la atormentaba. Le miró las extremidades descubiertas, empapadas en el sudor de sus anteriores forcejeos, e imaginó cuan apetitoso resultaría hincar los dientes en aquella carne. De un manotazo, se apoderó de los restos calcinados de fhlebiht que quedaban sobre la estufa.

Las cadenas y manillas estaban preparadas. Toress Lahl se tumbó de rodillas y se arrastró hasta ellas, encadenándose al poste central de la estancia. Después de cerrar la manecilla con que se aseguró ambas muñecas, arrojó torpemente la llave a un rincón, fuera de su alcance. El hedor de la estancia la envolvió, mezclando el olor corporal del hombre con el de los animales confinados, y con la hediondez de sus deposiciones, a lo que se añadía el humo de la estufa. Se ahogó, y notó que una especie de rigidez se apoderaba de su cuerpo. Intentó estirarse todo cuanto se lo permitiesen las cadenas, proyectando las rodillas de forma desgarbada y meciendo suavemente la cabeza sobre el eje del cuello. Como si acunase a un niño, asía bajo el brazo el esqueleto vacío del animal.

El hombre se quedó donde estaba, observando inmóvil. Por fin, el nombre de la mujer se formó en sus labios y la llamó. Ella cruzó por un momento su mirada con la de él, pero era ya la de un idiota: sus globos oculares siguieron rodando.

Shokerandit, boquiabierto, trató de sentarse. Estaba firmemente atado al camastro. Ni siquiera durante las fases más salvajes de su delirio, cuando el helicovirus se agitaba con furia en sus hipotálamos, había podido romper las correas de cuero que le amarraban tobillos y muñecas.

Mientras luchaba por desatarse, descubrió a su lado un par de tenazas de bronce, como las que se usan para manipular las brasas. Pero la herramienta no servía para liberarlo de sus ataduras. El sueño lo ganó durante un tiempo. Al despertar, volvió a intentarlo.

Llamó, pero no vino nadie. El miedo a la Muerte Gorda era demasiado fuerte. La joven yacía prácticamente inmóvil junto al pilar. Podía tocarla con los pies. Las bestias balaron, inquietas, revolviéndose en la paja. Sus ojos amarillentos hendían la penumbra.

Shokerandit había sido amarrado boca abajo. Sus articulaciones empezaban a perder rigidez. Ya podía girar la cabeza y mirar en torno. Inspeccionó el entramado de la litera superior. Hacia la mitad de la cama, una vigueta de madera reforzaba la estructura. Alguien había clavado en ella la larga hoja de una daga.

Durante varios minutos clavó la vista con extrañeza en la daga. El mango no estaba demasiado lejos, pero atado de aquella manera sus posibilidades de alcanzarlo no eran muchas. Tenía la certeza de que Toress Lahl la había colocado allí antes de sucumbir a la enfermedad. Pero, ¿con qué fin?

Entonces sintió las tenazas de bronce contra la piel. Enseguida lo comprendió todo, y se maravilló del ingenio de la mujer. Retorciéndose, se las compuso para empujar las tenazas hacia los pies de la cama hasta que pudo sujetarlas entre las rodillas. Luego, tras una serie de agónicas contorsiones, logró rotar con sus rodillas trabadas y elevarlas justo debajo de la daga. Estuvo así, esforzándose, durante una, dos horas, sudando y gruñendo de dolor, hasta que por fin atrapó el mango de la daga entre las pinzas de las tenazas. El resto era sólo cuestión de tiempo. La daga cayó sobre sus muslos. Shokerandit hizo una pausa para recuperar fuerzas antes de empezar a impulsarla hacia la cabecera. Finalmente la cogió con los dientes.

Ahora se trataba de soportar la dolorosa operación de serrar una de las correas de cuero, pero para Shokerandit esto ya se parecía más a un juego. Con una mano libre, lo demás fue fácil. Se tumbó un momento, jadeante. Luego abandonó el hediondo camastro.

Dio uno o dos pasos, llegó hasta el pilar y se, apoyó en él para no desplomarse. Con las manos en las rodillas, contempló la figura de Toress Lahl, que se contoneaba lentamente. Aunque sentía que su mente no le pertenecía del todo, comprendió la devoción de la joven y su preocupación por allanarle el camino antes de que la peste la obnubilara del todo. Durante su enfebrecida locura, Shokerandit no tenía la coordinación necesaria para apoderarse de la daga y liberarse. Y sin la daga, no habría podido cortar sus ligaduras una vez recuperado.

Se tomó otro descanso antes de incorporarse. Se palpó el cuerpo: lo sintió sucio. Había cambiado. Había sobrevivido a la Muerte Gorda y se sentía cambiado. Las dolorosas contorsiones habían terminado por comprimirle la columna; según sus cálculos, había perdido siete, quizá diez centímetros de altura. Además, durante esa fase su apetito pervertido habría podido llevarlo a devorar cualquier cosa: la manta del camastro, sus propios excrementos, ratas, lo que fuera si Toress Lahl no hubiese asado carne para él. No tenía idea de cuántos animales había devorado. Sus extremidades habían ganado en grosor. Echó un vistazo incrédulo a su tórax rechoncho. Se había convertido en una persona más baja, redonda y gruesa. El peso de su cuerpo se había redistribuido hasta darle otra forma.

¡Pero estaba vivo!

¡Había pasado a través del ojo de la aguja y estaba vivo!

Cualquier cosa, fuera lo que fuese, era preferible a la muerte y la disolución. De pronto todo cobraba maravilloso sentido: la vida, los movimientos inconscientes de la respiración, la necesidad de alimentarse y defecar, la soltura de los gestos y la abstracción del pensamiento, cosas a menudo tan poco ligadas al presente. Ni siquiera la degradación y la incomodidad podían empañar este nuevo sentido, esta especie de saber. E incluso mientras Shokerandit se recreaba en ellos, una saludable sensación lo impregnaba en medio de aquella atmósfera saturada y fétida.

Como si alguien hubiese descorrido una cortina, Luterin revivió escenas de su infancia en las montañas de Kharnabhar, junto a la Gran Rueda. Recordó a su padre, a su madre. Rememoró su heroísmo en el campo de batalla, cerca de Isturiacha. El pasado volvía a él con claridad, límpido, como si le perteneciese a otra persona.

Recordó el momento en que abatía a Bandal Eith Lahl.

Y sintió una inmensa gratitud por esa viuda, que, a pesar de ser su cautiva, no lo había abandonado. ¿Actuó así porque él no la había violado ni golpeado? ¿O acaso su buena acción no tenía nada que ver con algo que él hubiera hecho?

Se inclinó hacia ella, triste de verla tan gris, tan vencida. La rodeó con el brazo y percibió su penetrante, enfermizo hedor. Ella volvió la cabeza suelta hacia él, como buscando amparo. Pero, retrayendo unos labios secos, clavó los dientes en su hombro.

Shokerandit se apartó de un salto. Le ofreció el trozo de carne que tenía a sus pies. Ella se llenó la boca pero no pudo masticarlo. Aquello vendría después, en el cenit de la demencia.

—Yo te cuidaré. Ahora voy a cubierta a lavarme y respirar un poco de aire fresco —le dijo. Le sangraba el hombro.

¿Cuánto tiempo había pasado? La puerta cedió y Luterin salió al pasillo. El barco estaba habitado por crujidos, camaradas de viaje de las sombras móviles.

Feliz de sentir una inédita liviandad en brazos y piernas, Luterin trepó la escalerilla y echó una ojeada. La cubierta estaba desierta. El timón, abandonado. —¡Hola! —gritó. No hubo respuesta, aunque se podían oír furtivos movimientos.

Corrió, alarmado, buscando, llamando. Junto al mástil divisó un cuerpo semidesnudo. Al acercarse, descubrió que le habían desollado brutalmente el pecho y el hombro. Alguien le había arrancado la carne a jirones para —oh, sí, podía imaginarlo— comérsela…

VII - LA MOSCA ATIGRADA

En realidad, la colina de Icen no era todo lo impresionante que cabría esperar; de hecho, comparada con otras colinas de Sibornal, no era más que un grano. Lo bastante elevado, sin embargo, como para dominar la planicie que la rodeaba: el extrarradio de Askitosh. El castillo de Icen coronaba y prácticamente envolvía la colina.

Cuando el viento norte traía lluvia en su aliento, el agua se acumulaba en los tejados, fortificaciones y terribles torres del castillo y caía en gruesas gotas sobre la población de Askitosh como si portase saludos personales del Oligarca.

Una ventaja de esta posición algo expuesta —para el Oligarca y su Cámara Interna, en todo caso— consistía en que las noticias podían llegar al castillo con gran prontitud: ya no sólo gracias a la cadena de mensajeros que recorrían las resbaladizas callejuelas adoquinadas colina arriba o abajo, sino también a las ondas heliográficas emitidas desde otras elevaciones lejanas. Una verdadera red de estaciones emisoras, cuya principal arteria de información confluía con meridiana precisión en la línea de latitud correspondiente a Askitosh, se extendía por todo Sibornal. De este modo había recibido el Oligarca —siempre suponiendo que existiera— noticias frescas de la bienvenida dispensada al ejército victorioso que regresaba a Koriantura a través de Chalce. Ese ejército se había detenido al pie de la escarpa, allí donde Chalce encallaba contra la meseta de Sibornal. Por dos días había esperado a los rezagados. Las víctimas de la peste habían sido enterradas a los lados del camino. Hombres y bestias estaban mucho más demacrados que al partir de Isturiacha, casi medio décimo atrás. Pero Asperamanka seguía al mando. La moral era alta. Las tropas se limpiaron y desempolvaron sus pertrechos, preparándose para la entrada triunfal en Koriantura. La banda militar sacó lustre a los instrumentos y ensayó algunas marchas militares. Cada regimiento desplegó sus pabellones.

Todo esto sucedía ante la oculta mirada de la Guardia Principal del Oligarca.

No bien los hombres de Asperamanka avanzaron, no bien se pusieron a tiro, la artillería del Oligarca hizo fuego sobre ellos. Los cañones de vapor golpearon sin piedad. Llovían las balas. Las explosiones se sucedían.

Sorprendidos, aquellos valientes caían como moscas. Y con ellos, sus yelks. Bocas sangrantes, caras hundidas en el lodo. Los que podían gritar, gritaban. El humo y los torbellinos de polvo velaban la escena. La gente corría sin ton ni son, incapaz de entender, insensibilizada por la conmoción. Los relucientes instrumentos habían callado. Asperamanka ordenó a los gritos a su corneta que tocara retirada. Ni una sola bala había respondido al ataque de los compatriotas.

Aquellos que lograron sobrevivir a la cruel sorpresa se agazapaban en la espesura como bestias salvajes. Muchos habían enmudecido ante el impacto.

—¡Abro Hakmo Astab! —Algunos al menos habían podido vociferar esta vedada maldición sibish que incluso los soldados dudaban en emplear. Era, en aquel momento, su manera de desafiar la suerte.

Algunos de los supervivientes pudieron trepar hasta los ventosos pasadizos de los montes. Otros se perdieron en el laberinto de las marismas. Incluso hubo quienes se reagruparon, decididos a regresar a través de la estepa desierta hasta Isturiacha para unirse a los que habían permanecido allí.

Asperamanka habló con una voz persuasiva intentando convencer a los hombres de que se reagrupasen nuevamente en unidades. Pero a cambio sólo recibió imprecaciones. Oficiales y soldados habían perdido toda fe en la autoridad.

—Abro Hakmo Astab… —le espetaban al tormentoso rostro.

Las penalidades hacían que la antigua maldición volviese a brotar de los labios. Su verdadero significado se perdía en el tiempo, al igual que sus orígenes. Según una interpretación demasiado cortés, encomendaba ambos soles a la cochambre. En el continente septentrional, agazapados bajo el gélido soplo de las Regiones Circumpolares, los hombres mascullaban la maldición en contra del Azoiáxico —y de todos los demás dioses, recordados u olvidados— como si deseasen sumir al mundo en una eterna oscuridad.

—¡Abro Hakmo Astab! —La descomposición de la luz. Los que habían dirigido las palabras prohibidas contra Asperamanka terminaron retirándose. Asperamanka, por su parte, no hizo ningún comentario. El rayo siempre ensombreciéndole el ceño, se ciñó el capote y se dispuso a salvar el pellejo. Sin embargo, como hombre de la Iglesia, seguía sintiendo el peso de la antigua maldición sobre su cabeza. Barruntaba su propia descomposición.

La noticia llegó a través de un informante al Oligarca, que esperaba en su rocosa colina en Askitosh. Así, el gobernante de hombres tuvo cierta idea del efecto de su vil recibimiento sobre las tropas de Asperamanka.

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