Heliconia - Invierno (20 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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La nave colonizadora ingresó en el sistema Freyr-Batalix en el año 3600 de nuestra era, abocándose de inmediato a la tarea para la cual había sido programada: establecer allí una Estación Observadora.

¡Allí, como un sueño, flotaba G4PBX/4582—4—3! Real pero difícil de creer, difícil incluso de celebrar. A medida que las señales procedentes de la nueva estación fueron llegando a la Tierra, el parecido entre ambos planetas se hizo cada vez más patente. No sólo contenía el nuevo mundo innumerables variedades de vida al estilo terráqueo —y en esperanzadora oposición a otros mundos descubiertos previamente— sino que, además, contaba con una curiosa cadena de especies inteligentes y semiinteligentes. Entre las primeras figuraban un ser de apariencia humana y otro astado, semejante a un minotauro de gruesa piel.

Esta información terminaría llegando a Charon, a orillas del sistema solar, y sus androides enviaron los datos a la Tierra, que estaba a sólo cinco horas luz de allí.

A mediados del quinto milenio, la Edad Moderna de la Tierra estaba en pleno y lento declive. La Edad de la Percepción pertenecía al recuerdo. Para todo el mundo, salvando a algunos meritócratas en puestos de poder, la exploración galáctica era una mera abstracción, otra carga burocrática más. Pero G4PBX/4582—4—3 lo revolucionó todo. Pronto dejó de ser tan sólo un cuerpo misterioso entre tres planetas hermanos y cobró color y personalidad propia. Se convirtió en Heliconia, el planeta maravilloso, el mundo en el que la vida era finalmente posible más allá de las oscuras fosas cósmicas.

Los soles de Heliconia ingresaron en la simbología mítica. Los místicos señalaron que Freyr y Batalix podían representar las divisiones de la psique humana cantadas en las antiguas leyendas asiáticas:

Dos pájaros siempre juntos en un melocotonero:

uno come la fruta, el otro la mira.

Un pájaro es nuestro Yo individual,

catador de los dones del mundo;

el otro es el Yo universal,

testigo asombrado de todo.

¡Con qué avidez se estudiarían las primeras huellas de humanos y phagors, atrapados en la espesa nieve que cubría su mundo! Un inexplicable sentimiento de gratitud se apoderó de los corazones terrícolas. Por fin se establecía un vínculo con otras formas de vida inteligente.

En la época en que se completó la construcción del Avernus y se lo puso en órbita alrededor de Heliconia, poblado por los humanos criados por madres putativas en pleno trayecto, el radio del alcance espacial dirigido desde Tierra empezaba a menguar. Los planetas habitados del sistema solar convergían hada una forma centralizada de gobierno (que posteriormente fue denominada COSA, o CoSistema Aglutinante), demasiado ocupados en sus propios y bizantinos asuntos. Las colonias lejanas fueron abandonadas a su suerte, como náufragos perdidos en mundos semihabitables, Robinsones de desiertas islas estelares.

La Tierra y planetas vecinos se convirtieron en gigantescos almacenes de información no procesada. Al contrario de lo sucedido con los materiales procedentes de otros mundos, la información no había podido ser absorbida. Adormecidas durante cierto tiempo, las enemistades de épocas tribales, hijas del miedo y la codicia, fueron despertando a medida que se reducía el espacio sideral.

Hacia el año 4901 d.C., la Tierra entera estaba en manos de una única compañía: COSA. Los sistemas jurídicos se habían rendido a los beneficios y las pérdidas. Ya fuera a través de una línea de mando u otra, COSA poseía cada edificio, cada industria, cada servido, cada planta, así como el pellejo de cada uno de los habitantes del planeta, incluso de aquellos que se oponían a ella. El capitalismo había alcanzado su hora más gloriosa. De cada volumen de oxígeno inhalado extraía su pequeño beneficio. Y pagaba a sus accionistas en dióxido de carbono.

En Marte, Venus, Mercurio y en las lunas de Júpiter, los humanos gozaban de mayor libertad: libertad para fundar sus propias naciones de juguete y arruinar sus vidas a su gusto y manera. Pero eran como ciudadanos de segunda del sistema solar. Todo lo que comprasen —y comprar seguía siendo una actividad vital— engrosaba de cualquier modo las arcas de COSA.

En 4901 este peso se hizo excesivo; además, también fue en 4901 que un estadista de la Tierra cometió el error de emplear la antigua denominación despectiva de «inmigrantes» a los moradores de Marte. De modo que en 4901 estalló una guerra nuclear interplanetaria. La Guerra por una Palabra, como se dio en llamarla.

Aunque son escasos los datos que se conservan de aquellos tiempos preapocalípticos, sabemos que las poblaciones se consideraban demasiado civilizadas como para iniciar una conflagración semejante. Temían por sobre todas las cosas que a algún lunático se le ocurriese apretar un botón. De hecho, los botones fueron apretados por personas cuerdas, sujetas a una cadena de comando perfectamente coordinada. Siempre existió el terror a la destrucción total. Una vez inventadas, las armas nucleares no pueden desinventarse. Y por las paradójicas leyes de la enantiodromia, el miedo se transformó en deseo, los misiles volaron hacia sus dianas, la gente ardió como velas, y silos y ciudades se fundieron en un fuego inextinguible. Como se había predicho, aquélla fue una guerra entre mundos. Marte enmudeció entonces y para siempre. Los restantes planetas contraatacaron con sólo una fracción de su poderío total (y, por tanto, también fueron destruidos). La Tierra fue alcanzada por un mínimo de doce bombas de 10.000 megatones. Fue suficiente.

Una inmensa nube se elevó por encima de la capital de La Cosa. Una polvareda formada por fragmentos de hollín, migajas de edificios, copos de carne, por vegetales, minerales y animales, ascendió a la estratosfera. Un huracán de calor arrasó los contingentes. Bosques y montañas sucumbieron a su soplo tórrido. Cuando los primeros fuegos se hubieron consumido, cuando gran parte de la radiactividad bajó al suelo devastado, la nube siguió allí.

La nube era sinónimo de muerte. Cubrió la totalidad del hemisferio norte. Como la luz del sol no llegaba al suelo, la fotosíntesis, base de toda vida, dejó de producirse. Todo se congeló. Muñeron las plantas, los árboles. Incluso la hierba. Los supervivientes se encontraron con un paisaje cada vez más parecido a Groenlandia. La temperatura de la tierra descendió rápidamente a menos treinta grados. Había comenzado el invierno nuclear.

Si bien los océanos no llegarían a helarse, el frío y la suciedad atmosférica se extendieron como una supuración sobre la blanca superficie de una sábana, envenenando ambos hemisferios por igual. El frío se apoderó incluso del cálido cinturón ecuatorial. En la Tierra todo era oscuridad y frigidez. Parecía que la nube sería la última gran creación de la humanidad.

Heliconia era célebre por sus prolongados inviernos. Pero éstos no eran más que fases de un ciclo natural: no representaban la muerte de la naturaleza sino una suerte de sueño, del cual el planeta indudablemente emergería. En cambio, el invierno nuclear no presagiaba primavera alguna.

La mugrosa consecuencia de la guerra condujo a otra clase de invierno. Nevó sobre colinas que el teórico verano no lograba desnevar; con el siguiente invierno, más nieve cubría la anterior. Las capas se engrosaron. Luego se hicieron permanentes. Una capa permanente conectaba con otra. Los glaciares del norte empezaron a deslizarse hacia el sur; la tierra tomó el color del cielo. La Era Glacial regresaba al planeta.

Los vuelos espaciales fueron olvidados. Para los terrícolas, cada milla de viaje volvía a constituir una aventura.

En las mentes de quienes navegaban a bordo del Nueva Estación palpitaba un espíritu aventurero. El bergantín había dejado el puerto sin novedad y pronto hacía rumbo al oeste, bordeando la costa sibornalesa con una fresca brisa nordeste en las velas. El capitán Fashnalgid se sorprendió soplando melodías en una chirimía.

Eedap Mun Odim sacó a sus voluminosos hijos y cónyuge a cubierta. Allí, en muda hilera, vieron cómo se alejaba Koriantura. El día se había despejado. Freyr, envuelto en su corona de fuego, flotaba apenas por encima del horizonte meridional; Batalix estaba casi en su cenit. Los aparejos trazaban complicados dibujos en el velamen y las cubiertas.

Odim se excusó educadamente y fue a reunirse con Besi Besamitikahl, que estaba sola en popa. Primero la creyó mareada pero después comprendió, por el movimiento de cabeza, que estaba llorando. La rodeó con su brazo.

—Me duele ver cómo mi preferida derrama sus preciosas lágrimas.

Ella se acurrucó en él:

—Me siento tan culpable, amo querido… Te he causado un nuevo problema… Nunca podré olvidar a aquel hombre… ardiendo… Todo por mi culpa.

Odim intentó calmarla pero Besi necesitaba contarle su versión. Ahora le achacaba la culpa a Harbin Fashnalgid, que a primera hora, cuando la gente normal no solía andar por la calle, la había enviado a comprar unos libros; así había caído en manos del mayor Gardeterark.

—¡Él y sus estrafalarios libros! Además, me ha dicho que era el último dinero que le quedaba. ¡Mira que gastarte tus últimos sibs en libros!

—¿Y el mayor…? ¿Qué hizo el mayor? Besi volvió a lagrimear:

—No le dije nada. Pero me reconoció como uno de tus bienes. Me llevó a una habitación en la que había otros soldados. Oficiales. Y me obligó…, me obligó a bailar para ellos. Luego me arrastró hasta nuestras oficinas… Ha sido culpa mía. No he debido ser tan tonta como para ir a buscar esos libros…

Odim enjugó sus lágrimas y la consoló con tiernos arrumacos. Cuando Besi se hubo calmado, le preguntó seriamente:

—¿Sientes verdadero afecto por ese capitán Harbin?

Ella volvió a acurrucarse en él:

—Ya no.

Permanecieron de pie, en silencio. Koriantura se hundía en la distancia. El Nueva Estación rebasaba ahora un racimo de arenqueras de manga ancha. Las barcas, redes echadas, pescaban a la jábega. Tras los pescadores, saladores y toneleros evisceraban y conservaban las piezas no bien eran izadas a bordo.

Entre quebrantos, Besi dijo:

—Nunca olvidarás lo que ocurrió cuando tú…, cuando aquel hombre cayó en el horno, ¿verdad, amo querido?

Él le acarició los cabellos: —La vida en Koriantura ha terminado para nosotros. He dejado atrás todo cuanto atañe a Koriantura, y te aconsejo que hagas lo mismo. Cuando lleguemos a casa de mi hermano en Shivenink empezaremos una nueva vida.

La besó y regresó junto a su mujer.

Por la mañana, Fashnalgid buscó a Odim. Su figura alta y algo torpe parecía dominar a la de Odim, delgada pero compacta.

—Te estoy profundamente agradecido por tenerme a bordo —dijo—. Te pagaré con creces en cuanto lleguemos a Shivenink, te lo aseguro.

—No te preocupes —respondió Odim, y eso fue todo. No tenía idea de cómo tratar al oficial y actual desertor, si no era mediante su técnica habitual: la cordialidad. El navío estaba lleno de gente que habría implorado subir a bordo para escapar de la asfixiante legislación oligárquica; todos ellos habían pagado a Odim. Su camarote estaba enteramente abarrotado de objetos valiosos de una u otra clase.

—Lo digo de veras, se te pagará con creces —repitió Fashnalgid, mirando a Odim con insistencia.

—Bien, bien, sí, muchas gracias —dijo Odim, replegándose. Había divisado por el rabillo del ojo a Toress Lahl, que subía a cubierta, y hacia ella fue para huir de la efusividad de Fashnalgid. Besi lo siguió. Había evitado la mirada del capitán.

—¿Cómo está el paciente? —le preguntó Odim a la mujer de Borldoran.

Toress Lahl se recostó contra la borda, bajó los párpados y respiró hondo varias veces. Sus pálidas y limpias facciones habían adoptado una apariencia translúcida a causa del cansancio. La piel bajo sus ojos parecía arrugada y sucia. Sin abrir los ojos, respondió:

—Es joven y resuelto. Sobrevivirá. Estos casos suelen hacerlo.

—No debiste haber subido a un apestado a bordo. Es una amenaza para todos —dijo Besi. Hablaba con una nueva seguridad, en un tono que antes no habría osado emplear en presencia de Odim, pero es que el viaje iba a modificar todas las relaciones.

— «Peste» no es el término científico correcto. Peste y Muerte Gorda son dos cosas diferentes a pesar de que usemos ambos términos indistintamente. Por más obscenos que parezcan los síntomas de la Muerte Gorda, la mayoría de los individuos jóvenes y saludables que la contraen suelen recuperarse.

—Pero se extiende como la peste, ¿no es así?

Sin girar la cabeza hacia Besi, Toress Lahl dijo:

—No puedo abandonar a Shokerandit y dejarlo morir. Soy médica.

—Si eres médica, deberías tener en cuenta los riesgos que ello implica.

—Ya lo hago —dijo Toress Lahl. Sacudiendo la cabeza, se retiró hasta la escalerilla que llevaba a los puentes inferiores y desapareció por ella con rapidez.

Se detuvo ante la puerta del gabinete en el que había apartado a Shokerandit. Mientras descansaba por un momento la frente en el antebrazo, percibió un atisbo del vuelco que había dado su vida, de la miseria que ahora la rodeaba, de la incertidumbre que se cernía sobre todos los pasajeros del bergantín. ¿Por qué razón le había sido concedido el don de la conciencia, un don que ni siquiera los phagors compartían, esa conciencia de ser consciente pero, al mismo tiempo, incapaz de modificar la propia conducta?

Estaba cuidando del hombre que había acabado con la vida de su marido. Además… —oh, sí, lo sentía claramente—, ya se había contagiado de su mal. Sabía que la enfermedad podía afectar al resto de los pasajeros y tripulantes: las pésimas condiciones sanitarias del Nueva Estación lo convertían en un caldo de cultivo privilegiado. ¿Por qué había vida? ¿Podía ser que, incluso ahora, alguna parte de su ser estuviera disfrutando de ella?

Quitó el cerrojo a la puerta, la empujó hacia adentro con el hombro y entró en el gabinete. Allí permaneció durante los dos días siguientes, sin ver a nadie, arrastrándose ocasionalmente hasta la cubierta en busca de aire fresco.

Mientras tanto, Besi había recibido el encargo de ocuparse de la numerosa parentela de Odim acomodada en la bodega principal. La ayuda más importante provendría de la abuela que preparaba aquellas savrilas tan deliciosas. La anciana todavía se las ingeniaba para guisar en una pequeña estufa de leña, con lo que la bodega destilaba aromas apetecibles y la ansiedad familiar quedaba bajo control.

Los familiares, tumbados sobre cajones, otomanas y baúles, holgazaneaban como de costumbre sin dejar de quejarse de los rigores de la vida marina. Con exagerada teatralidad, declamaban ante Besi —o cualquier otro interlocutor que no estuviese declamando al mismo tiempo— acerca de los muchos peligros de las travesías por mar. Pero, pensaba Besi, ¿qué hay de los peligros de la peste? Si se extiende hasta esta bodega, ¿cuántos de vuestros pobres cuerpos vulnerables lograrán sobrevivir? Besi se propuso permanecer junto a ellos pasara lo que pasase, y se armó secretamente de una mínima daga.

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