Heliconia - Invierno (34 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Si en verdad ocurrió, se trató entonces de una colaboración, de una colaboración entre varios factores, similar, tal vez, a la colaboración forzosa entre los distintos individuos en la senda a Kharnabhar.

Si en verdad ocurrió, dejó sin duda una huella. Esa huella, ese efecto, pueden comprobarse con sólo comparar los destinos divergentes de la Tierra, residencia de Gaia, y de la Nueva Tierra, huérfana de la tutela de un espíritu biosférico…

Empecemos por el caso de la primera, en cuyo honor fue bautizada la segunda:

Se ha interpretado el intervalo entre las dos eras glaciales posnucleares como el vaivén de un péndulo. Gaia intentando regular su reloj. Una explicación demasiado simplista, puesto que la biosfera no funciona tan sencillamente como el mecanismo de un reloj. Más acertado sería decir, en cambio, que Gaia había sufrido una enfermedad casi terminal. Ahora se encontraba en plena convalecencia y era, por tanto, propensa a las recaídas.

O bien, y a fin de evitar el riesgo de personificar un proceso tan complejo, digamos que el dióxido carbónico liberado por los profundos océanos inició un período de retirada glacial. Pero al final de la fase de invernadero, con toda la biosfera y sus malheridos biosistemas luchando por reajustarse, el retomo a la normalidad experimentaría un fenómeno de desborde. El hielo regresó.

Esta vez, el frío fue menos extremo, las capas de hielo no cubrieron extensiones excesivas y su duración fue asimismo menor. El período se caracterizó por una serie de oscilaciones, comparables quizás al modo en que el péndulo de un reloj asume gradualmente una inmovilidad vertical. Fue una época incómoda para numerosas generaciones de la escasa y desperdigada raza humana. Durante la remisión de los años 6900, por ejemplo, estalló en lo que antaño fuera la India una reducida guerra, seguida de hambrunas y pestes.

¿Sería lícito comparar este conflicto trivial con la pataleta de un convaleciente?

La inquietud de aquel período se correspondió con una inquietud en el espíritu humano. Las vallas habían dejado de ser posibles. El viejo mundo vallado había muerto y jamás sería reconstruido.

«Pertenecemos a Gaia»: esa declaración llevaba implícita la comprensión de que los seres humanos no eran precisamente los mejores aliados de Gaia. Para poder ver a esos mejores aliados se necesitaba un microscopio.

En todas las épocas —y mucho antes de que aparecieran y se desarrollasen las armas nucleares— hubo quienes profetizaron fines del mundo como castigo a la maldad de los hombres. Estas profecías siempre encontraban adeptos, sin importar las veces que habían demostrado ser falsas anteriormente. El castigo era tan temido como deseado.

Con el advenimiento de las armas nucleares, y a pesar de que se las empezaba a formular en términos más laicos que religiosos, las profecías ganaron credibilidad.

Quizá debido a los esfuerzos de los gobiernos por ocultarlo, cada vez resultaba más evidente que bastaba apretar un botón para acabar con el mundo.

Llegó el momento en que ese botón fue apretado. Y llegaron las bombas.

Pero la maldad humana resultó ser demasiado débil para destruir el planeta. A la maldad se enfrentaron industriosos microbios en los que ésta apenas había reparado.

Los grandes árboles y plantas se desvanecieron. Los carnívoros, incluido el hombre, desaparecieron de escena por un tiempo. Eran superfluos a las necesidades del momento. Estos seres voluminosos fueron nada más que las superestrellas del drama terráqueo. Pero los dramaturgos seguían vivos. Debajo del suelo, en los lechos marinos de las plataformas continentales, una densa vida microbiana, ajena a la radiación atómica o ultravioleta, mantenía en cartel la historia de Gaia. Los ecosistemas de la vida unicelular estaban reconstruyendo la vida. Ellos eran el pulso de Gaia.

Gaia se regeneró, y la humanidad cumplió una función en esa regeneración. Un salto cuántico de conciencia afectó al espíritu humano.

Así como la naturaleza había producido una entidad distinta, otro tanto sucedía con la conciencia. Ya no era posible pensar o sentir por separado; ahora sólo existía el sentipienso empalico: cabeza y corazón fundidos.

Una de las reacciones inmediatas fue la desconfianza hada el poder.

Hubo gente que comprendió lo que el ansia de poder, en todas sus formas, había provocado en el mundo. Pero ese soplo helado se desvaneció de las mentes. La humanidad adquirió un verdadero estadio de madurez,, y fue capaz de vivir y de disfrutar de manera adulta. Al mirar alrededor, hombres y mujeres ya no se preguntaban: «¿Qué podemos extraer de estas tierras?», sino: «¿Cuál es la mejor experiencia que podríamos extraer de ellas?» Acompañaron a esta nueva conciencia lazos menos interesados pero muy superiores en número, nuevos lazos y relaciones por doquier. La antigua estructura familiar se disolvió en núcleos superfamiliares, y toda la humanidad se convirtió en un superorganismo de relajada trama. Desde luego, esto no ocurrió de un modo instantáneo, ni le ocurrió a todo el mundo. Hubo quienes no pudieron metamorfosearse. Sin embargo, sus genes eran recesivos y sus cepas se irían extinguiendo. Eran los insensibles en un mundo de nuevas empatías. Eran los únicos que no sonreían.

Con el paso de las generaciones, la nueva raza podría reconocerse como la conciencia de Gaia. Era como si los ecosistemas de vida unicelular tuviesen una voz con la que expresarse; como si, en cierto sentido, la hubiesen inventado.

Entretanto, la convalecencia de la biosfera seguía su curso. Mientras la humanidad evolucionaba, un tipo de ser totalmente nuevo veta la luz.

Muchas familias de seres habían desaparecido para siempre. La faja de bosques tropicales, con la amplía variedad de organismos que albergaba, había sido borrada del ecuador por el holocausto nuclear. Sus frágiles suelos se habían perdido en los océanos y ya no podrían recuperarse. Por tanto, una forma sorprendentemente diferente vino a ocupar parte del espacio vacante.

Esta nueva forma no nacería de los océanos, sino de las nieves y de los hielos árticos. Se alimentaba de radiación ultravioleta y comenzó a desplazarse hacia el sur a medida que los glaciares se replegaban en dirección contraria.

Los primeros hombres que tropezaron con esa forma no podían creer en lo que veían.

Lentamente, blancos poliedros avanzaban. Algunas de las formas no eran mayores que tortugas gigantes; otras alcanzaban la estatura de un hombre. Presentaban varias aristas pero ningún rasgo distintivo. Ningún órgano motriz. Ni brazos ni tentáculos. Ningún tipo de boca u otro orificio. No tenían ojos, oídos, apéndices de ninguna clase. Eran meros poliedros blancos. Algunas aristas parecían tal vez menos blancas que otras.

Los poliedros no dejaban huellas. Navegaban. Aunque se movían lentamente, nada podía detenerlos; muchos hombres valientes lo intentarían sin éxito. Se les llamó geonautas.

Los geonautas se multiplicaron y surcaron la Tierra.

Los geonautas se erigieron en la nueva maravilla. Pero la vieja maravilla seguía apasionando a los hombres. Todavía funcionaban en la Tierra los inmensos auditorios en forma de concha, mantenidos por androides que no habían encontrado otra ocupación mejor puesto que nadie los había programado.

En las holopantallas, la primavera del Gran Año fue desembocando en el verano mientras que en la Tierra se derretían los hielos. Todos conocían la historia de la hermosa Myrdemlnggala, llamada también Reina de Reinas. La nueva raza extraía ricas enseñanzas de aquella historia milenaria.

Eran sus espectadores. Se regocijaban del efecto benévolo que su empatía había tenido en los gossis. Pero ahora era su propio mundo el que los urgía, con una belleza fresca a la que no podían resistirse. Mil años de primavera los estaban esperando.

Pero, ¿qué había sido de toda aquella magnificencia sin precedentes, de ese algo cuánticamente distinto, de ese puente de empatía entre dos mundos? ¿Había dejado huellas visibles, rastros, señales o signos que se pudieran reconocer?

Respecto a la Nueva Tierra:

También los otros planetas experimentaron una leve mejoría. No había Madre Naturaleza en los mundos muertos de Marte y Venus; su temperatura de superficie era por lo general intolerable y sus atmósferas, ataúdes de dióxido de carbono. Sin embargo, los desafortunados colonos que se habían asentado allí, usando su ingenio y tecnología, lograron sobrevivir.

Estos Foráneos habían sucumbido a una psicosis relacionada con la Tierra. Una anosmia cósmica sofocaba a sus descendientes. Para la Tierra, ellos no regresarían jamás. Y esto los hacía sentirse despojados.

En cuanto recuperaron toda su capacidad tecnológica —digamos que era mayor su rapidez para resolver los problemas técnicos que los sociales— construyeron una nave espacial y pusieron rumbo hacía el más cercano de los planetas colonizados por la humanidad, denominado Nueva Tierra.

Fue aquella expedición exclusivamente masculina. Los hombres dejaron a sus mujeres en casa, prefiriendo como compañía a unos esbeltos robots cuyo diseño correspondía con el ideal abstracto de la femineidad. Estas perfectas imágenes metálicas eran su nuevo objeto de placer.

En Nueva Tierra había aire respirable. Su único y pequeño océano estaba rodeado por tierras desérticas e inhóspitas cordilleras. Había un astropuerto en el ecuador y, cerca, una ciudad. El astropuerto estaba en desuso desde hacía mucho tiempo, pero tampoco la ciudad había crecido; sus carreteras no llevaban a ninguna parte. La gente que habitaba la ciudad no sabía nada de ese desmesurado océano de espacio que se extendía más allá de sus tejados.

Los nuevos terráqueos eran como animales neutros. Sus espíritus habían perdido esa pizca de vitalidad, de rebelión. Carecían de aspiraciones, la inmensidad del espacio no despertaba su curiosidad, no amaban el mundo que tenían por hogar, nada en ellos se conmovía durante el alba o el ocaso. Las lenguas degeneradas que hablaban no conjugaban el condicional. El arte musical había desaparecido por completo.

Pero no había en esto nada sorprendente. Vivían en un mundo sin espíritu.

Ocasionalmente, los nuevos terráqueos visitaban las costas de su salino mar. No lo hacían como distracción o refresco sino para llenar sus carros con el kelp que producía el mar. El kelp era una de las pocas cosas vivas del planeta. Los de Nueva Tierra lo esparcían en el suelo y allí cultivaban los cereales que habían traído de la Tierra en épocas remotas.

SÍ no soñaban era porque habitaban un planeta que nunca había albergado a su propia Caía, Pero tenían un mito. Creían vivir en un gigantesco huevo, del cual el desierto era la yema y el cielo despejado el cascarón. Un día, rezaba el mito, el cielo se quebraría y caería. Entonces nacerían ellos. Tendrían alas amarillas y colas blancas y volarían a un lugar mejor, donde árboles semejantes a inmensas algas poblaban por doquier los agradables valles y donde nunca cesaba de llover. Cuando los Foráneos llegaron a Nueva Tierra, el planeta no les agradó. Volaron en expedición al planeta vecino, cuyas dimensiones, al igual que las de Nueva Tierra, eran similares a las terrestres.

Pero si Nueva Tierra era un mundo de arena, su vecino lo era de hielo.

Enviaron una sonda de observación para obtener imágenes computadorizadas de su superficie y averiguar qué había debajo del hielo.

Era un mundo prohibido. Sus glaciares engullían cordilleras enteras. Intransitables campos de nieve cubrían las hondonadas. Ni siquiera en Heliconia en lo más penetrante del invierno de su apastrón había una desolación semejante a la de aquel rígido globo.

Las fotografías de reconocimiento demostraron la existencia de océanos congelados bajo el hielo. Y aún más. Aparecían en ellas las ruinas de grandiosas ciudades y los surcos de carreteras sorprendentemente amplias.

Los Foráneos descendieron a la superficie del planeta. Bajo un campo de hielo se vislumbraban los restos de un enorme edificio. Algunos de sus fragmentos yacían desparramados en la superficie helada; otros habían sido arrastrados lejos de su origen por el glaciar. Rompiendo la gruesa capa de hielo, los hombres bajaron a un sector de las ruinas.

Uno de los primeros objetos que extrajeron fue una cabeza, tallada en un material artificial pero duradero. Era la cabeza de una criatura inhumana. Un delgado cráneo ahusado con cuatro ojos. Los ojos no tenían párpados y unas pequeñas plumas les brotaban por debajo. Un breve pico equilibraba la proyección trasera del cráneo. Uno de sus lados estaba ennegrecido.

—Es hermoso —dijo una acompañante robot.

—Quieres decir horrible.

—Pero alguna vez fue hermoso para alguien.

Calcular su antigüedad no fue difícil. La ciudad había sido destruida 3.200 años antes, en plena vorágine colonizadora de Nueva Tierra.

Todo el planeta había sido devastado por bombardeos nucleares y la raza avícola se había extinguido con él. Los Foráneos llamaron Armagedón al planeta. Permanecieron durante un tiempo en su frígida superficie, considerando qué hacer, poseídos por su melancolía.

Uno de sus líderes más poderosos dijo:

—Convengamos que hemos encontrado aquí, en Armagedón, la respuesta a una de las preguntas que abrumaron a la humanidad durante muchas generaciones.

u ¿Por qué razón no aparecían, al explorar el espacio, otras especies inteligentes? Siempre se supuso que la galaxia debía estar rebosante de vida. Y sin embargo no. ¿Cómo era que casi no había planetas como la Tierra?

»Bien, por un lado la Tierra es un lugar bastante poco frecuente, ya que se da allí una inusual serie de coincidencias. Tomemos, por ejemplo, la cantidad de oxígeno presente en su atmósfera; se aproxima al veintiuno por ciento. Si hubiese estado por encima del veinticinco por ciento, los rayos iniciarían incendios forestales constantemente, e incluso la vegetación húmeda se quemaría. En Nueva Tierra, el porcentaje de oxígeno llega a dieciocho; no hay plantas que absorban el dióxido carbónico y liberen moléculas de oxígeno. Razón de más para que los pobres diablos vivan en un sueño.

»No obstante, las estadísticas aseguran que debería haber otros planetas como la Tierra. Quizás Armagedón fuera uno de ellos. Imaginemos que una raza con una dieta amplia logra la supremacía y domina el planeta, como ocurrió en la Tierra antes de la guerra nuclear. Para ello, esa raza deberá recurrir a la tecnología, partiendo del garrote, el arco y la flecha, etc. Y dominará las leyes de la naturaleza.

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