Heliconia - Invierno (36 page)

Read Heliconia - Invierno Online

Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
4.97Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Te volaré la tapa de tu maldito córnex. —El rabo de zorro plateado cayó de su boca y desapareció.

El phagor reculó.

—Echa el freno.

Bhryeer así lo hizo, pero ya habían cobrado tanta inercia que apenas se notó, salvo por la espumarada de fina nieve que recibió en plena cara el que corría.

El conductor seguía chasqueando el látigo y chillando para espolear a los perros. Fashnalgid empezaba a perder terreno, con la boca abierta en medio del rostro desencajado y ennegrecido. Su nunca-del-todo-firme voluntad empezaba a fallarle.

—No te des por vencido —gritó Shokerandit, extendiendo su mano hacia el capitán.

Redoblando el esfuerzo, Fashnalgid aceleró sus zancadas. Sus botas repicaban en la nieve a medida que volvía a alcanzar la cola del trineo. Bhryeer continuaba apartado, decidido a evitarse problemas. El viento aulló.

Con una mano aferrada a una correa que sujetaba la tienda, Shokerandit se asomó cuanto pudo y extendió la otra. Dio voces de ánimo. Fashnalgid perdía fuerzas; el trineo cobraba velocidad. Las miradas de ambos hombres se encontraron. Sus manos enguantadas se tocaron.

—Sí —gritó Shokerandit—. Sí, salta, ahora, ¡rápido!

Cerraron sus manos en un apretón. En el preciso instante en que Shokerandit comenzaba a tirar de la mano de Uuundaamp, éste viró hacia la izquierda, obligando a los patines a escalar la pared del túnel hasta casi hacer volcar el trineo. Shokerandit perdió pie. Al caer, manoteó intentando aferrar el patín que pasaba junto a su cara. Fashnalgid tropezó con él y ambos rodaron por el suelo.

Cuando recuperaron la vertical, el trineo ya se alejaba penumbra abajo.

—¡Malditos conductores folicados! —dijo Fashnalgid, agachándose para recobrar el aliento—. ¡Animales!

—Lo hizo a propósito. Así es su smrtaa: venganza. Debido a tus monerías con la mujer. —Tenía que volverse de espaldas al viento para poder hablar.

—¿Ese hediondo barril de manteca? Él mismo dijo que ni siquiera era digna de los asokines. —Fashnalgid, doblado en dos, resoplaba.

—Así es como hablan, estúpido. Escúchame ahora, y hazlo bien. Este túnel es la muerte. En cualquier momento puede aparecer otro trineo, y en uno u otro sentido. No hay modo de detenerlo que no sea dejándonos arrollar. Si no me equivoco, aún quedan siete millas hasta la salida y será mejor que nos demos prisa en recorrerlas.

—¿Por qué no retrocedemos hasta el camino principal?

—Eso está a treinta millas. No tenemos provisiones y la noche nos sorprendería caminando. Bien, ¿vas a correr o no? Porque yo me largo.

Con un quejido, Fashnalgid se reincorporó:

—Gracias por intentar salvarme —dijo.

—Astab para ti, estúpido arrogante. ¿No podías atenerte a las reglas?

Luterin Shokerandit echó a correr. Al menos, la pendiente bajaba. Se había resentido la rodilla al caer y lo notaba ahora. Aguzó el oído, atento al paso de otros trineos, pero no oyó otro sonido que el del viento.

Los pasos de Fashnalgid retumbaban detrás de él. No miró atrás. Todas sus facultades estaban concentradas en atravesar el túnel hasta Noonat.

Varias veces estuvo a punto de desfallecer, pero se obligó a seguir. De pronto, un débil destello iluminó dos de los lados del túnel. Aliviado, se detuvo para ver de qué se trataba. Parte de la pared exterior de roca se había desmoronado; la luz del día se colaba por el hueco aunque todo lo que se podía ver eran brumas y, casi al alcance de la mano, una estalactita de hielo. Arrojó un pedazo de roca al vacío y esperó: no lo oyó caer.

Fashnalgid llegó resoplando hasta él.

—Salgamos de este agujero —dijo.

—Es roca pelada —advirtió Shokerandit.

—No importa. Bribahr está en alguna parte, allí abajo. Civilización. No como este lugar.

—Te matarás.

Cuando Fashnalgid había sacado parte del cuerpo por la abertura en la roca, una trompa lejana anunció el paso de un trineo…, un trineo que también venía del sur. Shokerandit atisbo una luz que se acercaba. Se aplastó contra el nicho natural, de espaldas a la roca quebrada, muy cerca de Fashnalgid.

Un segundo después, un largo trineo negro pasó raudo ante ellos, tirado por diez perros. Encima del conductor, una campanilla tintineaba enloquecida mente. Varios hombres iban a bordo, tal vez unos doce, todos ellos hechos un ovillo, con los rostros cubiertos para protegerse del frío.

—Militares —dijo Fashnalgid—. ¿Están siguiéndonos?

—Siguiéndote, querrás decir. ¿Qué importancia tiene? Ahora que nos han adelantado, nos será más fácil salir del túnel. A menos que te agrade saltar a un vacío de miles de yardas, vendrás conmigo.

Reanudó la carrera. Al cabo de un tiempo, sus movimientos se automatizaron. Podía sentir el golpeteo pulmonar contra la caja torácica. Su mentón se cubrió de hielo. Se le congelaron los párpados y perdió la noción del tiempo.

Cuando por fin llegó el resplandor, él lo recibió como una agresión. No lograba mantener abiertos los ojos. Aún corrió unos metros más antes de darse cuenta de que había abandonado el túnel. Casi a punto de llorar, se arrastró a un lado del camino y se apoyó en un saliente rocoso. Allí permaneció, resoplando sin parar. Dos trineos pasaron cerca, haciendo sonar sus trompas, pero él no alzó la vista.

La nieve que caía lo puso nuevamente en marcha. Se frotó la cara con ella y escudriñó el entorno. La luz parecía más brillante. El viento había amainado. Las nubes mostraban claros. A escasa distancia de allí, alguna gente iba y venía envuelta en mantas, fumando veronikanes. Una mujer compraba algo en un tenderete. Un anciano encorvado conducía un rebaño de ovejas astadas calle abajo. En un cartel de bienvenida se podía leer hospedaje de peregrinos: Ondods no. Había llegado a Noonat.

Noonat era la última parada antes de Kharnabhar. No era más que un alto en la espesura, un sitio donde repostar los equipos de tiro. Pero tenía algo más que ofrecer. La senda entre Kharnabhar, Sharagatt Norte y Rivenjk seguía el trazado de la cordillera, aprovechando así toda la protección que las montañas ofrecían contra los vientos polares. Pero Noonat era asimismo una encrucijada. La ruta que desde allí partía hacia el oeste atravesaba los grandes saltos de agua, los valles y mesetas de la cadena occidental hasta internarse finalmente en las llanuras de Bribahr. Aquellas llanuras se encontraban más lejos de Noonat que Kharnabhar pero mucho más cerca de Rivenjk.

La hostilidad entre Uskutoshk y Bribahr quedaba reflejada en la gran cantidad de uniformes militares visibles en Noonat y en la presencia de un importante edificio de madera que se estaba construyendo de cara al oeste. Shokerandit estaba demasiado exhausto para ocuparse de sí mismo. Tuvo, al menos, la presencia de ánimo suficiente como para rodear la saliente que lo había protegido y seguir a duras penas un sendero colina arriba hasta llegar a un refugio de piedra para cabras. Se unió a los animales y cayó dormido.

Al despertar se sintió mejor y lamentó el tiempo que había perdido. Más que saber de Fashnalgid, le urgía encontrar a Toress Lahl y lograr que el trineo siguiese senda arriba hasta Kharnabhar. Una vez allí, sus problemas se habrían resuelto.

Desordenada, Noonat se extendía a sus pies. Sus pobres viviendas se aferraban a la ladera de la montaña como abrojos al flanco de una res. La mayoría de ellas aprovechaba las características del eldawon, un árbol de múltiples y delgados troncos que ofrecían amparo y a veces rodeaban las viviendas por varios de sus lados. Además, como la madera usada para la construcción era asimismo la de eldawon, resultaba difícil distinguir habitáculos de plantas.

Las cabañas se agazapaban aquí y allá, unidas entre sí por senderos transitados por humanos, ganado y aves de corral. Adoptaban una disposición escalonada, de manera que el umbral de una casa coincidía con la chimenea de la otra. Del mismo modo, un tejado acababa donde empezaba el huerto vecino. Cada hogar contaba con su montón de leña. Algunos montones se apoyaban en las casas, algunas casas en los montones. Ocupados con sus hachas, numerosos leñadores se dejaban oír, engrosando ya el número de montones como el de hogares.

Durante un breve lapso, el aire despejado poseyó la brillantez única de las altas cotas de montaña. En los prados rocosos, los niños remontaban cometas en lugar de atender a las cabras y ovejas que pastoreaban.

Una comitiva de peregrinos acababa de llegar a pie de Kharnabhar. Sus voces llenaban el aire diáfano. La mayoría llevaba la cabeza rapada y algunos iban descalzos a pesar de la espesa y dura nieve que cubría el suelo. Los había de todas las edades; había incluso una anciana amarillenta a la que portaban en un sillón de mimbre al que le habían acoplado un par de travesaños. Unos pocos comerciantes locales los miraban con atención aunque sin especial interés. A este lote ya lo habían esquilmado en su paso camino al norte.

Puesto que conocía la ruta, Shokerandit sabía que Uuundaamp estaba obligado a detenerse en Noonat. Él y Moub descansarían, y los asokines serían separados y alimentados, con doble ración para Uuundaamp, su líder. Trineo y arreos debían ser reparados adecuadamente si los ondods pretendían cubrir la última etapa hasta Kharnabhar. Además, ¿qué harían con Toress Lahl?

Matarla, no. Era demasiado valiosa. Podían venderla como esclava que era, aunque pocos humanos comprarían una esclava humana a un ondod. Los ancipitales, sin embargo… Preocupado por ella, olvidó a Fashnalgid.

A pesar de que por lo general era infrecuente encontrar ancipitales en Sibornal, aquellos que lograban escapar de la esclavitud solían buscar refugio en Shivenink, donde la extrema dureza de la cordillera les ofrecía un hábitat afín. Puesto que habían sufrido la esclavitud en carne propia, eran bastante propensos a utilizar esclavos humanos. En cuanto desapareciese en la vastedad de las colinas con ellos, Toress Lahl estaría perdida para la humanidad.

Usando los senderos traseros de las casas, Shokerandit recorrió todo el pueblo. En las afueras, llegó a una empalizada. Furiosos ladridos surgieron del otro lado en cuanto se aproximó. Adentro había asokines de tiro, tanto amarrados por separado como enjaulas. Al verlo aparecer, se lanzaron hacía él hasta donde lo permitían sus cadenas o alambradas.

No cabía duda: aquélla era la casa de postas. Ahora la recordaba mejor. La última vez que había estado allí nevaba y no se distinguía nada a más de un metro de distancia. Unos cincuenta asokines medio enloquecidos de hambre aguardaban en aquel corral. Intentando no provocarlos aún más, avanzó con cautela por uno de los lados.

La casa de postas era el último edificio al norte de Noonat. Un grito indicó que lo habían avistado, aunque no pudo ver a nadie. Los ondods eran demasiado cautos para dejarse pillar por sorpresa.

De pronto, tres de ellos aparecieron de la nada con sus látigos en la mano. Sabiendo con qué precisión los manejaban, se detuvo y trazó en su frente la señal de la paz.

—Quiero a mi amigo Uuundaamp, dadle loobiss. Habladle loobiss, ¿ishto?

Hoscos, los ondods no se movieron.

—No vemos Uuundaamp. Uuundaamp no quiere loobiss junto contigo. Gorda señora de Uuundaamp mucho kakool.

—Lo sé. Traigo ayuda —dijo él—. Moub ya parió, ¿ahahá?

Con reticencia, lo dejaron pasar. Supuso que podía tratarse de una trampa y se prometió mantenerse alerta.

Junto a la entrada de la casa, similar a un granero, los ondods se agruparon, hicieron una pausa e intercambiaron ceñudas miradas. Le indicaron que entrase. El interior, en penumbras, no era precisamente acogedor. Olía a occhara.

Lo empujaron por detrás y cerraron la puerta de golpe.

Corrió hacia adelante y se zambulló en el suelo. Un segundo después, la afilada lengua de un látigo le rozaba el hombro. Rodó hacia la pared lateral.

Un rápido vistazo le permitió distinguir a Moub, que, a excepción de los pechos, envueltos en la manta que le había regalado, yacía desnuda sobre un tablero con las piernas abiertas. Toress Lahl estaba agazapada encima de ella, aunque atada a la altura del brazo, lo que le permitía mover las manos con libertad. En la pared opuesta a la de Luterin, tres phagors desastados permanecían inmóviles; uno de ellos sostenía el extremo de la cuerda que amarraba a Toress Lahl. Uuundaamp, el perro líder de Uuundaamp, estacado en medio del granero, arrojaba salvajes dentelladas al aire en un inútil intento de morder la más mínima porción de Shokerandit.

Y seguramente Uuundaamp —ya que el granero tenía estrechos ventanucos— lo había visto u oído aproximarse. Con la habilidad que caracterizaba a los de su raza, se había subido de un salto al dintel de la puerta y allí continuaba, en guardia, dispuesto a descargar nuevamente su látigo. Sonreía sin asomo de alegría.

Shokerandit empuñaba su arma. Se cuidó, sin embargo, de apuntarla hacia el ondod, un gesto que habría provocado tanto a Uuundaamp como a los phagors; tampoco serviría de nada, teniendo en cuenta el estado mental de Uuundaamp, amenazar a Moub.

Shokerandit dirigió el cañón del arma hacia el perro.

—Te mato el perro, acabado, gumtaa, ¿ishto? Tú bajas aquí, buen chico, sueltas látigo. Tú vienes aquí, chico, tú, Uuundaamp. Si no, perro tendrá mucho kakool en un segundo, ¡rápido!

Mientras hablaba, Shokerandit se levantó, siempre apuntando el arma con ambas manos hacia la garganta del enfurecido can.

El látigo cayó a tierra. Uuundaamp bajó de un salto. Sonrió. Se inclinó, tocándose la frente.

—Mi amigo, tú caes de trineo en túnel. No gumtaa. Yo mucho preocupa.

—Tendrás un perro muerto si me vienes con ésas. Desata a Toress Lahl. ¿Estás bien, Toress?

Con voz temblorosa, la mujer respondió:

—He traído bebés al mundo otras veces, y aquí viene uno. Pero me alegro de verte, Luterin.

—¿Qué demonios ocurre aquí?

—Los phagors iban a hacer algo por Uuundaamp; a cambio, me tendrían a mí. He estado aterrada pero sigo intacta. ¿Y tú? —La voz le volvió a temblar.

Los phagors no se movieron. Mientras la desataba, Uuundaamp dijo:

—Señora está mucho guapa, ahahá. Peludo él aprecia mucho…, dale oportunidad, ¿ishto? No daña. —Rió. Shokerandit se mordió el labio: el ondod necesitaba salvar la honra. Prácticamente arruinados, estaban obligados a confiar en él si querían que los llevara a Kharnabhar.

Pero una vez libre, Toress Lahl le dijo a Uuundaamp:

—Tú muy amable. Cuando tu bebé nace, yo compro pipas occhara para ti y Moub, ¿ishto?

Other books

Give a Boy a Gun by Todd Strasser
Swallow the Ocean by Laura Flynn
Framingham Legends & Lore by James L. Parr
The Finest Line by Catherine Taylor
Medea's Curse by Anne Buist