Heliconia - Invierno (32 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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La ruta seguía ascendiendo implacablemente, seguía bordeando el irritable curso del Venj. Y todos los viajeros seguían andando el camino hasta que por fin su tesón era premiado por la majestuosidad del paisaje.

Estaban cerca de Sharagatt, a cinco mil pies sobre el nivel del mar. Si las nubes se dispersaban, surgían hacia el norte hermosos panoramas. Al fondo de las laderas enmarañadas se abrían terroríficos barrancos surcados por los buitres; y si el peregrino era afortunado y tenía vista de lince, divisaría más allá las llanuras de Bribahr, azules a causa de la distancia o, quizá, de las heladas.

Antes de llegar a Sharagatt, empezaban nuevamente los tenderetes, más escasos y precarios esta vez. Algunos vendían nueces y frutos de la montaña, otros ofrecían pinturas de paisajes, tan toscas como idealizadas. El camino se llenaba de señales. Una curva, y otra curva más, y de pronto el cansancio que pesaba en las pantorrillas, y un tenderete de tortitas calientes, la aguja de un tejado de madera apenas entrevista, y una nueva curva, y gente, multitudes, y finalmente Sharagatt, sí, como un oasis; Sharagatt y la perspectiva de un buen baño y una cama limpia.

En Sharagatt abundaban las iglesias, algunas de ellas construidas al modo de las de Kharnabhar. Se vendían asimismo pinturas y grabados de Kharnabhar, y había quien sostenía que, sabiendo dónde acudir, podían conseguirse certificados auténticos de visita a la Gran Rueda.

Porque Sharagatt —a pesar del importante esfuerzo que suponía llegar allí— no era nada. Era apenas una parada, un comienzo. Sharagatt estaba a las puertas del verdadero trayecto a Kharnabhar. Y sin embargo era el final de trayecto para muchos viajeros. Prometiéndolo todo, era una posta de ilusiones perdidas. Muchos se sentían demasiado viejos, demasiado cansados o enfermos o simplemente demasiado pobres para seguir. Se quedaban un día o dos; luego, daban la vuelta y desandaban el camino hasta Rivenjk, en la desembocadura del río que no perdona.

Sharagatt se alzaba un poco más allá de la zona tropical. Hacia el norte, montañas arriba, el clima se extremaba rápidamente. Cientos de millas separaban a Sharagatt de Kharnabhar, de modo que hacía falta algo más que determinación para reemprender el viaje.

Luterin Shokerandit, Toress Lahl y Harbin Fashnalgid durmieron en el hotel Estrella de Sharagatt. Para ser más precisos, tuvieron que dormir en una terraza bajo los amplios aleros del Estrella de Sharagatt porque las minuciosas gestiones de Shokerandit en Rivenjk no habían previsto una complicación en el hotel, que estaba lleno a rebosar. Para acomodarlos, habían sacado a la terraza una rechinante cama de tres literas.

Fashnalgid ocupaba la de arriba, Shokerandit la del medio y la mujer la de abajo. Aunque Fashnalgid había protestado por la distribución, Shokerandit le había comprado a cada uno una pipa de occhara, una hierba obtenida de una planta de la montaña, y ahora yacían en un remanso de paz. Un carro ligero los había transportado, junto a otros privilegiados pasajeros, hasta Sharagatt. Por la mañana seguirían en trineo; tenían aquella noche para descansar. Cuando la bruma despejó las cimas, centellearon en el cielo nocturno las constelaciones familiares: la Cicatriz de la Reina, la Fuente, el Viejo Perseguidor.

—Toress Lahl, ¿ves las estrellas? ¿Puedes nombrarlas? —preguntó Shokerandit con voz soñadora.

—Las nombro a todas: estrellas —rió ella lánguidamente.

—Entonces bajaré a tu litera y te enseñaré sus nombres.

—Son tantas…

—Me llevará mucho tiempo.

Pero el sueño lo venció antes de que pudiera moverse, y ni siquiera los gritos de animales que subían desde la espesura lograrían despertarlo.

Shokerandit se levantó muy pronto, sintiéndose resacoso y cansado. Se puso sus heladas ropas de abrigo antes de despertar a Toress Lahl.

—A partir de ahora, dormiremos vestidos —dijo. Sin esperar a que ella pudiese seguirlo, se dirigió a las tiendas para proveerse de todo aquello que necesitarían durante el mes que tenían delante. tiendas trayecto norte, se leía en el cartel junto a una pintura de la Gran Rueda.

Estaba ansioso. Para Fashnalgid, un verdadero uskuti, Shivenink era una especie de refugio montañoso. Luterin Shokerandit, en cambio, sabía bien que, por más alejado de la capital que estuviese, no faltaban en Shivenink policías ni informantes. Y ahora que Fashnalgid había matado a un soldado, irían tras sus pasos no sólo la policía sino también el ejército. Luterin lamentó haber dejado en semejante aprieto a Eedap Mun Odim y a Hernisarath.

Compró en la tienda, bajo un nombre falso, una serie de artículos necesarios y fue luego a echar un vistazo al equipo de tiro, ya reservado, que debía llevarlos hasta Kharnabhar y las seguras propiedades paternas.

Fashnalgid, por su parte, se tomó las tareas matutinas con bastante más calma. En cuanto Shokerandit dejó la terraza, cesó de fingirse dormido y se descolgó hasta la litera de abajo, acostándose junto a Toress Lahl. Ahora que había quebrado su espíritu, la cautiva no ofreció resistencia. Además, la occhara la había sumido en la apatía.

—Luterin te matará cuando se entere de lo que haces —dijo ella.

—Calla y disfruta, gatita. Ya me ocuparé de él cuando llegue el momento. —La envolvió con un abrazo de oso y, asiendo con sus tobillos los de ella, le separó los muslos para penetrarla. A cada embestida suya, el rechinante camastro golpeaba contra la barandilla de la terraza.

La ciudad estaba dividida en dos partes, Sharagatt Norte y Sharagatt, muy próximas una de otra; tan sólo cien yardas y una esquina de roca en forma de risco las separaban. Unos salientes de la ladera en forma de cuña protegían la ciudad. En Sharagatt Norte soplaban fríos vientos katabáticos, lo cual hacía descender la temperatura en varios grados. Los equipos de tiro que cubrían la ruta a Kharnabhar se estacionaban sólo en la parte norte, quizá para así mantener su reciedumbre y no reblandecerse.

Dos horas le llevó a Shokerandit comprobar que todo estaba en orden para el viaje. Conocía a la gente con la que tenía que tratar. Estos montañeses se llamaban a sí mismos ondod, que en su compleja lengua —y si uno se fiaba de las traducciones— podía significar tanto «pueblo de espíritu» como «pueblo espiritoso».

Un ondod conduciría el equipo, junto con su esclavo phagor. Tenía un buen trineo y un equipo de ocho perros asokines.

Mientras Luterin inspeccionaba el trineo pulgada a pulgada, apareció, pálida y ceñuda, Toress Lahl.

—Hace mucho frío aquí —dijo apáticamente.

Él buscó entre los pertrechos que había comprado y volvió con una prenda protectora de lana de una sola pieza. Se la ofreció, sonriente:

—Es para ti. Puedes ponértela ahora.

—¿Dónde?

—Aquí —dijo Luterin, añadiendo al comprender sus reservas—: Oh, esta gente no se avergüenza. Ponte tu nueva ropa.

—Soy yo la que se avergüenza —dijo ella. Sin embargo, hizo lo que le habían ordenado a pesar de las sonrisas de los que la miraban.

Luterin siguió controlándolo todo y hablando con el conductor, un ondod menudo llamado Uuundaamp, de brillantes ojos negros, mejillas picadas de viruela y un delgado bigote que acababa bajo los pómulos en forma de pestañas. Tenía catorce años y había hecho muchas veces el difícil trayecto.

Cuando Uuundaamp llevó afuera a Shokerandit para inspeccionar el equipo de tiro, Toress Lahl se unió a ellos con su nueva vestimenta, mirando inquisitoriamente al ondod.

—Todos los conductores son muy jóvenes —le explicó Shokerandit—. Se alimentan de carne y no suelen llegar a viejos.

Una puerta en la trastienda se abría a un patio. Allí, separadas por altas alambradas, estaban las perreras. Una capa de nieve sucia cubría el suelo y los perros hacían un ruido ensordecedor. Uuundaamp recorrió el estrecho pasillo entre las perreras. A cada lado, los asolanes se lanzaban contra el alambre, chasqueando los dientes y derramando saliva. Los canes astados llegaban a la altura de la cadera de un hombre y estaban recubiertos de un pelo grueso, castaño, blanco, gris, negro o mezclado.

—Éste es equipo nuestro-equipo gumtaa-muy buen asokin —dijo Uuundaamp, con el brazo extendido hacia una de las perreras y la mirada astuta puesta en Shokerandit—. Antes de que vamos, vosotros dos dais un pedazo carne a perro líder, hacéis amigos para él. Entonces, siempre amigos para él. ¿Ishto?

—¿Cuál es el perro líder? ¿El negro? —preguntó Shokerandit.

Uuundaamp asintió:

—Mismo perro negro, él perro líder. El llama Uuundaamp, igual a yo. Gente dice él mismo tamaño yo, pero no tan fiero.

El asokin negro tenía unos cuernos bien delineados y contorneados en espiral, con los pitones hacia afuera. Uuundaamp estaba cubierto de erizado pelo negro; sólo su pecho y la parte inferior de su cola eran blancos. El Uuundaamp ondod subrayó esto último; gracias a ello, los otros perros podían seguirlo más fácilmente.

Uuundaamp se volvió hacia Toress Lahl:

—Señora, para ti te advierto. Tú das una carne a este Uuundaamp, como digo. Luego nunca no más. No das nunca no más carne a ningún otro asokin, ¿comprendes? Estos asokines siguen reglas. Nosotros obedecemos. ¿Ishto?

—Ishto —dijo ella. Había adoptado aquella voz montañesa de aceptación durante el viaje desde Rivenjk.

El ondod la miró, alegres los ojos negros:

—Tú mujer grande. Yo no alimentarte un pedazo carne. Además, mi mujer, ella viene Kharnabhar conmigo nosotros. Una más cosa. Muy importante. Nunca tratar de palmear estos asokines, ¿veis? Ellos llevan la mano como un pedazo carne. Toress Lahl se estremeció, luego rió:

—Jamás me atrevería a palmearlos.

—Iremos a buscar a Fashnalgid antes de partir —dijo Shokerandit al finalizar su exhaustiva inspección. Los pertrechos y provisiones eran los adecuados; el trineo no se vería sobrecargado. La cogió del brazo—. Te encuentras bien, ¿verdad? Sería fatal enfermar en plena marcha.

—¿No podemos irnos sin Fashnalgid?

—No, no veo por qué. No nos vendrá mal si ocurre algo. Me temo que los agentes del Oligarca estén pisándonos los talones. Quizá crean que si llegamos hasta mi padre y le contamos lo sucedido, él pueda volcar el ejército contra la Oligarquía. Muchos de los socios de mi padre son militares. Lo he estado comprobando y uno de los trineos tiene prevista su salida para las quince…, apenas una hora después que nosotros. Dicen que lo han contratado cuatro hombres. Así que, cuanto antes partamos, mejor. Tengo un arma.

—Tengo miedo. ¿Son de fiar estos ondods?

—No son humanos. Están relacionados con los nondads de Campannlat. Tienen ocho dedos en cada mano; ya lo verás cuando nuestro conductor se quite los guantes. Toleran a los phagors pero en realidad nunca se han aliado con los humanos. Son bastante taimados. Se les ha de pagar y complacer o pueden complicar las cosas en el momento menos pensado.

Mientras hablaban, regresaron caminando desde Sharagatt Norte a Sharagatt. El cambio de temperatura era notorio.

Ella se colgó del brazo de Shokerandit y dijo con resentimiento:

—¿Por qué hiciste que me desvistiera delante de ellos? No tienes que humillarme sólo porque soy tu esclava.

Él rió:

—Oh, fue para complacerlos. Querían ver. Ahora pensarán mejor de mí.

—¿Sí? Yo no pienso mejor de ti.

—Ah, pero yo soy el perro líder. Entonces ella dijo lascivamente:

—¿Por qué no te metiste en mi saco de dormir? ¿Te pasa algo raro? ¿No se supone que puedes folicar conmigo siempre que te dé la gana?

—Ahá, de modo que ahora me deseas. Has cambiado de canción. —Y añadió tras una breve y tensa risa:—Entonces te agradará la organización de esta noche.

Recogieron a Fashnalgid, que estaba bebiendo licor en un tenderete del camino. Luego Shokerandit se metió en un pequeño comercio a discutir el precio de una chillona manta a rayas rojas y amarillas. Entre las rayas aparecía tejido el inevitable motivo de la Gran Rueda.

—¡Por la Escrutadora, qué derroche de dinero! —dijo Fashnalgid—. Pensé que ya te habías encargado de comprar todo lo necesario.

—Me gusta esta manta. Bonita, ¿verdad?

Pagó y se echó la colorida manta al hombro antes de emprender el camino de vuelta a Sharagatt Norte. Había otros viajeros, pero no parecían percatarse de él; todos iban previsiblemente abrigados contra el recio aire de las montañas. Fashnalgid no salió de su asombro cuando, en otro tenderete, Shokerandit pagó bastante dinero por un cabrito ahumado y descuerado.

Un hombre le dijo en las Tiendas Trayecto Norte que Uuundaamp estaba durmiendo. Shokerandit se dirigió solo hasta el improvisado habitáculo excavado en la roca en la parte posterior de la tienda, detrás de las perreras de los asokines. Sentados en el suelo, algunos ondods comían tiras de carne cruda. Otros dormían con sus mujeres en tablones adosados a la pared del risco.

Despertaron a Uuundaamp, que apareció rascándose los sobacos y bostezando, mostrando unos dientes casi tan afilados como los de sus animales.

—Tú haces difícil jefe, salida tres hora es demasiado. No soy tu hombre hasta las quince.

—Lo siento. Mira, he de salir cuanto antes. Te traigo regalo, ¿Ishto?

Arrojó el cabrito ahumado al suelo. Uuundaamp se sentó de inmediato en el suelo y llamó a sus amigos. Con un cuchillo hizo gestos invitando a Shokerandit:

—Todos venís comer, amigo. Gumtaa. Luego hacer rápida salida.

Cuando todos se hubieron reunido, Uuundaamp se acordó de llamar a su mujer. Ella se descolgó del tablón que habían compartido y se acercó al grupo, envuelta en ropas de cama. Todo lo que se veía de ella era una cara redonda con unos ojos negros muy parecidos a los de Uuundaamp. No hizo ningún ademán de unirse al ávido corro de hombres, sino que se mantuvo de pie detrás de su marido, cogiendo delicadamente la magra rodaja de carne que éste le pasó con rudeza por encima del hombro.

Mientras mascaba su pedazo de carne, Shokerandit observó las manos de los hombres. Eran delgadas y fibrosas y tenían ocho dedos. Las romas uñas en forma de garra eran de un negro uniforme, y debajo de ellas brillaban la roña y la grasa acumuladas.

—Gumtaa —dijo Uuundaamp, con los carrillos llenos a reventar.

—Gumtaa —asintió Shokerandit.

—Gumtaa —añadieron los demás ondods. La mujer, por el hecho de serlo, no tenía derecho a opinar acerca de las cualidades del alimento.

Pronto, no quedaron del cabrito más que huesos y cuernos. Uuundaamp se levantó enseguida, limpiándose las manos en su vestimenta de piel:

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