Heliconia - Invierno (8 page)

Read Heliconia - Invierno Online

Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
10.45Mb size Format: txt, pdf, ePub

La procesión quedó sumida en el silencio. Uno de los ancianos que había escogido abandonar Isturiacha, un hombre locuaz y amante de escuchar el sonido de su voz, espoleó a su animal hasta alcanzar a Shokerandit y sus lugartenientes e intentó pasar el resto de la jornada a su lado. Shokerandit no estaba precisamente hablador. Pensaba en el futuro inmediato y en el largo viaje de regreso a la casa paterna.

—Supongo que sería el Supremo Oligarca quien ordenó que Isturiacha fuera abandonada —aventuró el hombre.

Como no obtuvo respuesta, volvió a intentarlo.

—Dicen que el Oligarca es un gran déspota y que gobierna con dureza en todo Sibornal.

—Más duro será el invierno —rió uno de los lugartenientes.

Transcurrida una milla, el anciano dijo en tono confidencial:

—Imagino que vosotros, los jóvenes, no estaréis totalmente de acuerdo con Asperamanka… Imagino que en su lugar habríais dejado una guarnición en el poblado para defendernos.

—No estaba en mí tomar esa decisión —respondió Shokerandit.

El anciano asintió, sonriente. Pocos dientes le quedaban en la boca.

—Ah, pero yo vi la expresión de tu rostro cuando él anunció su intención y me dije, de hecho, se lo dije a los demás, dije: «He aquí un joven con algo de compasión dentro de él: un santo», y…

—Vete, anciano. Ahorra tu aliento, lo necesitarás para el trayecto.

—Pero, clausurar un estupendo asentamiento, así, de pronto… En los viejos tiempos, solíamos enviar nuestros sobrantes de alimentos a Uskutoshk. Y sin embargo van y lo clausuran… Uno hubiera imaginado que el Oligarca nos estaría agradecido. De hecho, somos todos sibornaleses, ¿verdad? Es un hecho incontestable.

Puesto que Shokerandit no aprovechaba la oportunidad que le había dado para contestar este argumento, el anciano se enjugó la boca con el dorso de la mano y continuó: —¿Tú crees que he hecho bien en marchar, joven señor? Después de todo, se trataba de mi hogar. Quizá debimos quedarnos. Quizás otro de esos ejércitos del Oligarca, uno con mejor disposición hacia sus compatriotas, se desplazará hasta aquí en un año o dos… En fin, sólo puedo añadir que éste es para nosotros un día amargo.

Ya guiaba a su bestia en dirección a los suyos y estaba a punto de retirarse cuando Shokerandit extendió repentinamente el brazo y lo asió del cuello del abrigo, casi derribándolo de su silla.

—¡Qué poco sabes del mundo si ésa es toda la claridad de que eres capaz! Lo que yo opine del Sacerdote Militante no tiene importancia. Su conclusión ha sido la única posible. Trata de razonarla por ti mismo en lugar de ir por ahí lamentándote. Mira cuántos somos. En poco tiempo nos habremos extendido de un horizonte al otro. Hombres, animales, bocas que alimentar… El clima, cada vez más austero… Piénsalo por ti mismo, anciano.

Luterin señaló la multitud que avanzaba, señaló las espaldas grises, negras y rojizas de los soldados, cada uno con sus tres días de ración de galleta dura y sus municiones a cuestas, cada espalda inclinada hacia el sur y el pálido sol.

La multitud, cada vez más dispersa a lo ancho para dejar espacio a los rechinantes carromatos, producía al moverse un sordo y sepulcral sonido que le era devuelto por las colinas bajas.

Entre los jinetes había numerosas figuras que se desplazaban a pie, a menudo cogidas de los arreos de las sillas de montar. Algunos carros cargaban con montañas de equipo y enseres, otros llevaban heridos cuyos quejidos aumentaban con cada sacudón de la estructura. Porteadores phagor marchaban, con la espalda encorvada y la mirada baja, tras sus amos; las unidades de ancipitales de combate, algo apartadas, avanzaban con su extraño y desarticulado paso.

Esa noche, el alto resultó un tanto confuso. No todas las órdenes impartidas a gritos y los toques de corneta sirvieron para reorganizar el caos. Muchas unidades se establecieron donde pudieron, levantando o no sus tiendas e impidiendo que otras unidades encontrasen un sitio adecuado para acampar. Los animales necesitaban forraje y agua. Para ello, unos cuantos carros tuvieron que aventurarse en las sombras en busca de arroyos de montaña. Fue una noche breve y plagada de murmullos humanos y del inquieto rumor de las bestias.

Desaparecieron las nubes. El frío aumentó.

El contingente de Shivenink formó un estrecho grupo. Jóvenes en su gran mayoría, los hombres se arracimaron en torno a Luterin Shokerandit, dispuestos a pasar la noche bebiendo. El licor que llevaban consigo se llamaba yadahl y era un fermento de algas de color rojo rubí. Con ese licor brindarían por la reciente victoria, por el heroísmo de Luterin y porque estaban en las llanuras y no en las familiares montañas de su tierra, y por el sencillo placer de estar vivos… y por todo aquello que pudieran imaginar. Poco después cantaban, despreocupados de los gritos de sus soñolientos vecinos.

Pero el yadahl no despertó en Luterin el deseo de cantar. Apartándose de sus camaradas de Kharnabhar, dejó que su pensamiento fluyera hacía su bella cautiva. A pesar de que había estado casada, a pesar de la firmeza de su carácter, dudaba de que fuese mayor que él: las mujeres del Continente Salvaje se casaban muy jóvenes.

Comprendió que la deseaba. Sin embargo, sus padres habían dispuesto para él un casamiento en Kharnabhar. Pero, ¿qué tenía que ver aquello con lo que hiciera aquí, en las inhóspitas estepas de Chalce? Tantos escrúpulos acabarían por convertirlo en el hazmerreír de sus amigos.

Recordó la víspera de la partida del ejército sibornalés en el pueblo fronterizo de Koriantura. Él y sus hombres estaban de permiso. A pesar de los esfuerzos de su amigo Umat por lograr que se uniese a la juerga, Luterin había preferido vagar solo, como un tonto. En lugar de emborracharse en los burdeles con sus camaradas de armas, había recorrido las solitarias calles empedradas sin rumbo fijo hasta entrar en la tienda de un deuteroscopista, en la manzana contigua a un viejo teatro.

El deuteroscopista le había enseñado muchas curiosidades, incluido un objeto pequeño semejante a un brazalete que —aseguraba— procedía de otro mundo, y un frasco en el que se enroscaba una tenía de dos metros de largo que el hombre había extraído de las entrañas de una dama de alcurnia (por medio de una flauta de plata que estaba dispuesto a vender a buen precio).

—¿Tengo el valor necesario para el combate? —preguntó Luterin.

Antes de responder, el viejo adivino se sumió en el estudio del cráneo del joven con sus calibres e instrumentos de medir.

—Eres, joven señor, un santo o un pecador —dijo por fin.

—No era ésa mi pregunta. Mi pregunta es: ¿soy un héroe o un cobarde?

—Sigue siendo la misma. Hace falta valor para ser un santo.

—¿Y para ser un pecador? —Luterin pensaba en su negativa a unirse a sus compañeros.

La vieja cabeza cubierta de pelo asintió varias veces.

—También. Todo requiere su valor. Hasta esa lombriz necesitó el suyo. ¿Te gustaría pasar el resto de tus días en las entrañas de otro ser? ¿Aunque fueran las entrañas de una hermosa dama? Si te dijera que te espera un futuro semejante, ¿te alegrarías?

Exasperado por las vueltas y dilaciones del viejo, Luterin exclamó:

—¿Quieres responder a mi pregunta?

—Tú mismo la responderás muy pronto. Sólo diré que tu coraje será grande…

—¿Pero?

La sonrisa del adivino pedía misericordia. —Está en tu naturaleza, joven caballero. Te sentirás santo y pecador al mismo tiempo. Serás un héroe y sin embargo veo que te comportarás como un granuja.

Había recordado esta conversación, y también la tenia, durante todo el camino hasta Isturiacha. Ahora que ya era un héroe, ¿se atrevería a convertirse en un granuja?

Estaba sentado allí, bebiendo en silencio, cuando Umat Esikananzi lo cogió de la bota y, de un tirón, lo acercó un poco más al fogón.

—No estés triste, viejo amigo. Seguimos con vida, hemos jugado a ser héroes, sobre todo tú, y pronto estaremos de vuelta en casa.

Umat tenía, como su padre, una cara grande como un pastel, pero ahora estaba radiante.

—El mundo es un sitio horrendo y vacío. Por eso cantamos; para llenarlo de ruido. Pero veo que tienes otras cosas en qué pensar.

—Umat, aunque tienes la voz más melodiosa que he oído, incluyendo la de un buitre, creo que me iré a dormir.

Umat esgrimió un dedo admonitorio.

—Ahá, lo que me temía. ¡Es debido a tu bella cautiva! Dale su merecido de mi parte. Te prometo que no le diré nada a Insil.

Luterin le dio un golpe amistoso en la barbilla.

—Nunca sabré por qué le ha tocado en desgracia a Insil un hermano como tú.

—Es una chica, Insil —dijo Umat después de apurar un nuevo trago de yadahl—. Pensándolo bien, supongo que me lo agradecerá si te arrastro de la oreja y te inicio un poco en el asunto.

El grupo entero se partió de risa.

Shokerandit se puso en píe como pudo y les dio las buenas noches. No sin esfuerzo logró llegar hasta su petate, junto a uno de los carros. A pesar de las estrellas que poblaban el cielo, reinaba la oscuridad. La aurora, tan frecuente en Kharnabhar, no existía en esas latitudes.

Abrazado a su cantimplora, tropezó contra el bulto de su yelk, que estaba amarrado al suelo mediante un aro que le perforaba la oreja izquierda. Arrodillándose, se acercó, a gatas, hasta donde se encontraba la mujer.

Toress Lahl yacía hecha un ovillo, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Lo miró acercarse en silencio, mientras la oscuridad acentuaba la palidez de su rostro. En sus ojos se reflejaba con todo detalle el titilar de las estrellas que poblaban el cielo.

Él la cogió del brazo y empujó la cantimplora hacia su boca.

—Bebe un poco de yadhal.

Ella, sin decir palabra, rechazó el ofrecimiento con un breve y decidido movimiento de su cabeza.

Después de abofetearla, Luterin aplastó la botella de cuero contra la boca de la joven. —He dicho que bebas esto, perra. Verás cómo te anima. De nuevo el movimiento de rechazo. Esta vez Luterin le torció el brazo hasta hacerla gritar de dolor. Entonces ella le quitó la cantimplora y echó un trago de aquel fuerte licor.

—Te hará bien. Bebe más.

Pero ella tosió y escupió parte de lo que había bebido, y algunas gotas alcanzaron, brillantes, la mejilla de Luterin. Él la besó en los labios, forzándola.

—Ten piedad, te lo ruego. No eres un bárbaro. —Su sibish era correcto, aunque tenía un fuerte acento que no desagradó del todo a Luterin.

—Eres mi prisionera, mujer. Olvida las pretensiones. Quienquiera que seas, ahora eres mía, eres parte de mi victoria. Hasta el Arcipreste haría contigo lo mismo que yo, si estuviera en mi lugar…

Shokerandit echó un buen trago de yadhal y, con un suspiro, se tumbó pesadamente junto a ella, que, tensa, guardó silencio; luego, al comprobar la inercia del joven, habló. Cuando no gritaba, Toress Lahl tenía en la voz una profunda calidad líquida, como si al fondo de su garganta corriese un arroyuelo. —El viejo que se te acercó esta tarde —dijo— se veía a sí mismo camino de la esclavitud, al igual que yo. ¿A qué te referías cuando le dijiste que tu Arcipreste había tomado la única decisión posible?

Shokerandit permaneció echado, luchando con su propia borrachera, luchando con la pregunta, luchando contra el impulso de golpear a la muchacha por intentar cambiar de manera tan ostentosa el curso de su deseo. De ese preñado silencio pareció nacer en él una certeza más oscura que su intención de violarla, la certeza de un destino inmutable. Bebió más alcohol pero la certeza creció. Entonces rodó hasta quedar encima de la cautiva, quizá para imponerle al menos sus palabras.

—¿Decisión, dices, mujer? El único capaz de decidir es el Azoiáxico, o en todo caso el Oligarca, y no un excéntrico santón que estaría dispuesto a sangrar a sus hombres con tal de lograr su propósito.

Luterin señaló a sus camaradas, que seguían divirtiéndose alrededor de la fogata.

—¿Ves a aquellos bufones? Vienen, como yo, de Shivenink, casi al otro lado del globo. A partir de la frontera de Uskutoshk aún faltan otros trescientos veinte kilómetros. Con todo nuestro equipo a cuestas y la necesidad de conseguirnos comida como sea, no podemos cubrir más de dieciséis kilómetros diarios. ¿Con qué crees que nos llenamos el estómago en esta época, señora mía?

Luterin la sacudió hasta hacerle castañetear los dientes, y ella, aferrándose a él, le dijo aterrada:

—Pero os lo llenáis, ¿verdad? Vuestros carros van cargados de suministros y vuestros animales pueden pastar, ¿verdad?

Shokerandit rió.

—Así que nos lo llenamos, ¿no? ¿Con qué, exactamente? ¿Cuánta gente dirías que hemos desparramado por estos llanos? La respuesta se acerca a unos diez mil, entre humanos y no-humanos, más algo así como siete mil yelks, incluida la caballería. Cada uno de estos hombres consume dos libras de pan diarias y una libra extra de otras provisiones, contando por supuesto su ración de yadhal. Haz la suma: todo eso suma unas trece toneladas y media al día.

»A los hombres se les puede reducir la ración. Nuestro estómago es pequeño. Pero las bestias enferman si no se las alimenta. Un yelk consume veinte libras diarias de forraje que, multiplicadas por siete mil cabezas, se convierten en sesenta y dos toneladas aproximadamente. En total, se habrían de transportar o procurar como sea unas setenta y cinco toneladas, y sólo podemos acarrear nueve…

Enmudeció un instante, corno queriendo transformar mentalmente ese panorama en cifras.—¿De dónde sacar lo que falta? Del camino, claro. Podríamos requisar los poblados que fuéramos encontrando… pero no hay poblados en Chalce. Nos queda la tierra. El pan, por ejemplo… Se necesitan veinticuatro onzas de harina para hornear una pieza de dos libras. De modo que cada día hemos de procurarnos unas seis toneladas y media de harina.

»Pero esto no es nada comparado con lo que comen los animales. Para alimentar a cincuenta yelks y hoxneys hace falta todo un acre de pastos verdes…

Toress Lahl sollozaba. Shokerandit se irguió sobre un codo y paseó la vista por el campamento mientras hablaba. Aquí y allá, pequeñas chispas rasgaban la oscuridad hasta que los cuerpos invisibles que se movían por la extensa superficie las ocultaban momentáneamente. Algunos hombres cantaban; otros, al borde de la degradación, se comunicaban con los muertos.

—Supón que tardamos veinte días en llegar a Koriantura, en la frontera: nuestras bestias habrán consumido dos mil ochocientos acres de pasto. Tu finado esposo haría cálculos parecidos, ¿no es cierto?

Other books

What Wendy Wants by Sex, Nikki
Worth Winning by Elling, Parker
El Libro de los Tres by Lloyd Alexander
Cereal Box Mystery by Charles Tang, Charles Tang
House of Wings by Betsy Byars
Sixteen Brides by Stephanie Grace Whitson
The Last Witness by Denzil Meyrick