Heliconia - Invierno (6 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Ahora que el clima comenzaba a serles más propicio, algunos phagors libres empezaban a desplazarse hacia tierras más bajas. Al este del continente ecuatorial se alzaba el macizo del Alto Nyktryhk. El Nyktryhk era mucho más que una barrera entre las llanuras del centro y los horizontes del mar de Ardent: su serie de mesetas, cada una más elevada que la anterior como peldaños de una gigantesca escalinata, sus complejas jerarquías de desfiladeros y montañas, constituían en sí mismas un mundo. La foresta se convertía en una tundra de altura, y ésta en áridos cañones desollados por glaciares. A nueve millas sobre el nivel del mar, una imponente meseta coronaba el conjunto como la tapa de un cráneo bien avenido con la estratosfera.

Los ancipitales que habían pasado los largos siglos de verano en las altas estepas, al amparo de las agresiones humanas, descendían ahora hacia laderas más generosas a medida que la furia del inminente invierno iba invadiendo sus refugios. Un número creciente de phagors se concentraba en los laberintos que horadaban el pie del Nyktryhk.

Varias comunidades de phagors ya se aventuraban por territorios frecuentados por hombres.

Protegidos por las sombras, una compañía de phagors, stalluns, gillotas y sus crías, dieciséis en total, se internó en el área de batalla. Iban montados en kaidaws color bermellón, con los pequeños firmemente sujetos a sus padres y medio disimulados entre la pelambre. Los adultos portaban lanzas en sus primitivas manos. Algunos de los stalluns llevaban zarzas enredadas en los cuernos. Sobre sus cabezas, unas oropéndolas expectantes surcaban el gélido aire nocturno.

Este grupo de merodeadores sería el primero en aventurarse entre las agotadas filas de soldados. Pronto lo seguirían otros.

Uno de los carromatos que penetraba la oscuridad en dirección a Pannoval se había atascado. Su conductor había tratado de atravesar un uct, una ondulante franja de vegetación que cruzaba la llanura de este a oeste. A pesar de haber perdido gran parte de su esplendor estival, el uct seguía siendo una empalizada considerable y numerosos tallos jóvenes quedaron enganchados entre ambos ejes.

El conductor se puso de pie y comenzó a proferir insultos, agitando los brazos para arrear al tiro de hoxneys.

Dentro del carromato iban once soldados rasos, seis de los cuales estaban heridos, un cabo de cuadras y dos recias jóvenes que cumplían funciones de cocineras o de lo que se cuadrase. Un esclavo phagor, desastado y encadenado, cerraba la marcha a pie. Tan vencidos por la fatiga y las enfermedades estaban todos ellos que pronto cayeron dormidos unos encima de otros, tanto sobre el carro como a sus flancos. Los tristes hoxneys quedaron inmóviles entre las varas del carro.

La compañía de phagors con sus kaidaws surgió de la noche, avanzando en fila india a lo largo del margen irregular del uct. Al llegar al carromato, se concentraron. Las oropéndolas bajaron a tierra, juntándose con delicados saltos y emitiendo profundos sonidos guturales, a la espera de los acontecimientos.

Y los acontecimientos se sucedieron repentinamente. Guando el apretado montón de humanos pudo reaccionar, las imponentes siluetas ya estaban encima. Algunos phagors habían desmontado, otros lanzaron sus armas desde lo alto de sus monturas.

—¡Ayuda! —pudo chillar una de las fulanas antes de recibir un terrible golpe en la garganta. Dos hombres que yacían bajo el carromato e intentaron huir al despertar fueron rápidamente ejecutados por la espalda. También el desastado esclavo phagor, que pidió clemencia en ancipital nativo, fue liquidado sin más ceremonia. Uno de!os heridos llegó a disparar su pistola antes de morir.

Los jinetes recogieron una olla de metal y una saca de raciones del carromato, y engancharon los hoxneys a la recua. Uno de ellos le dio una dentellada en la garganta al cabo de cuadras, que seguía con vida. Después, los phagors espolearon a sus enormes bestias hacia la amplitud de la llanura.

A pesar de que muchos habían oído el disparo y los gritos, nadie vendría en ayuda del grupo del carromato. Antes bien, lo que harían sería agradecer a la divinidad que se terciase la suerte de no haber sido las víctimas, para luego volver a sumirse en el fantasmagórico sueño del combate.

Con las primeras y débiles luces de la mañana, al encender los cocineros las fogatas y ser descubiertos los cuerpos, la cosa cambiaría radicalmente. Hubo lamentos y pesar. Y aunque los merodeadores ya se encontraban muy lejos, la garganta desgarrada del cabo de cuadras hablaba por sí sola. La noticia comenzó a circular por el campo de batalla. Una vez más se hacía presente la vieja imagen del miedo: la de astados phagors montados en sus también astados kaidaws. No cabía duda: junto con el invierno, regresaban las viejas leyendas de terror.

Otra figura terrorífica, igual de antigua y quizás aún más temida, flotaba en el ambiente. Ésta, sin embargo, no había abandonado el campo de batalla. Al contrario: parecía fortalecerse en aquel triste escenario, como sí la pólvora y los excrementos fueran su néctar. Las víctimas de la Muerte Gorda ya empezaban a mostrar sus horripilantes síntomas. La peste había vuelto, y apoyaba sus febriles labios en los labios de las heridas de guerra.

Pero aquél era el amanecer de un día victorioso.

II - UNA SILENCIOSA PRESENCIA

La sensación de victoria se mezclaba en la mente de Luterin Shokerandit con muchas otras emociones. Un orgullo similar a una impetuosa fanfarria bullía en su interior cada vez que constataba que ya era un hombre, un héroe, y que su coraje había quedado demostrado pira todos menos para él. Sentía también la excitación de tener en sus manos a una hermosa e indefensa mujer. Y aun así no lograba acallar del todo el inquieto torrente de sus pensamientos, un rumor tan familiar que ya formaba parte de su persona. El torrente le hablaba una y otra vez de la cuestión del deber hacia sus padres, de las obligaciones y restricciones caseras, de la pérdida del hermano —dolorosamente pendiente de explicación—, del año de postración y enfermedad. Dudas que, en breve, ni siquiera el sabor de la victoria lograría aliviar completamente. Éste era el universo de percepciones de Luterin a k edad de trece años. El joven llevaba consigo una incertidumbre que el aroma y la voz de Toress Lahl podían tanto calmar como acentuar. Y puesto que no tenía nadie en quien confiar, Luterin optaba por esconderlo todo y actuar como si no existiese en su interior la más mínima sombra de inquietud.

De ahí que se sintiera feliz de poder entrar nuevamente en acción no bien despuntó el alba. Había descubierto que el peligro era un sedante eficaz.

—Un último asalto —dijo el Arcipreste Militante Asperamanka—, y el día será nuestro. —Su rostro airado se desplazó en medio de otros mil rostros adustos y de labios prietos que se preparaban para regresar al combate.

Empezaron a sonar voces de mando y órdenes. Se reagrupó a los phagors y los yelks abrevaron. Los hombres escupían antes de subir nuevamente a sus sillares de montar. Clareaba. El amanecer de Batalix iluminó la planicie y la máquina del sufrimiento humano se puso otra vez en marcha. El ascenso de la debilitada estrella mayor era, en cambio, bastante más pausado: Freyr jamás se alejaba demasiado del horizonte.

—¡Adelante! —La caballería, seguida de los infantes, avanzó a paso de hombre. Ya silbaban las balas. Algunos tambalearon y cayeron.

El ataque sibornalés duró poco más de una hora. Con la moral destrozada, una tras otra fueron retrocediendo las unidades de Pannoval. Cuando la fuerza de Shivenink que comandaba Luterin Shokerandit quiso lanzarse en su persecución, el alto mando la retuvo; no convenía a los intereses de Asperamanka que el joven teniente se cubriera aún más de gloria. El ejército del Norte se retiró a la ribera septentrional del río. En unos graneros de Isturiacha se había levantado una enfermería de campaña y allí trasladaron a los heridos, y los pusieron con delicadeza sobre montones de paja, donde siguieron desangrándose.

Cuando el enemigo se hubo retirado del llano pudo evaluarse más claramente el coste de la batalla. Desparramados por su última orilla como si de un gigantesco naufragio se tratase, pálidos cadáveres regaban el terreno. Aquí y allá ardían carromatos volcados, y el humo trazaba delgadas pinceladas sobre la inmundicia.

Algunas figuras se movían entre los muertos. Por ejemplo, la de un irreconocible oficial pannovalés que, como los perros, olisqueaba un cadáver. Luego, tras tironear de la guerrera hasta arrancarle una manga, hincó sus dientes en el brazo inerte. Comía entrecortadamente, con expresión desencajada, levantando la cabeza tras cada mordisco en actitud vigilante.

Ni siquiera dejó de masticar y recelar cuando se le acercó un fusilero. Este apuntó su arma y le disparó casi a quemarropa. El oficial de artillería fue despedido hacia atrás, hasta yacer inmóvil con los brazos abiertos. Junto con otros compañeros, el fusilero recorría lentamente el campo de batalla, liquidando a los devoradores de cadáveres. Se trataba de infelices que habían contraído la Muerte Gorda y que, enceguecidos por la bulimia, se abalanzaban sobre la carne muerta como si fuera un festín. Había apestados en ambos bandos.

En su retirada, el desarticulado ejército de Pannoval había dejado atrás a una cuadrilla de mazoneros.

Aunque ya no había victoria que celebrar, estos albañiles tenían que ejercer su oficio. Si al llegar a Pannoval los comandantes derrotados podían adjudicarse el triunfo, aquí, en los confines de su territorio, la mentira necesitaba de un soporte de piedra.

Como no había canteras en la zona, los mazoneros echaron mano de un ruinoso monumento cercano. Una vez demolido, transportaron bloque por bloque hasta las proximidades del puente que cruzaba el turbulento río.

Eran hombres orgullosos de su oficio. Con experto cuidado, volvieron a erigir el monumento en su nuevo emplazamiento. El maestro de obras talló en la base el nombre del lugar y la fecha, y en letras más adornadas, el nombre del viejo Mariscal en Jefe.

Luego se apartaron un poco y admiraron satisfechos la formación de piedra antes de regresar a su carromato. A ninguno de los que habían llevado a cabo este piadoso acto se le ocurrió pensar que para ello habían tenido que demoler un monumento que conmemoraba una batalla similar celebrada eones atrás en aquel mismo sitio.

Mientras tanto, los soberbios sibornaleses observaban la retirada enemiga hacia el sur. No obstante, sus bajas habían sido cuantiosas y no tenía por ahora mayor leñado seguir descendiendo como se planeó en un principio. Además, según los propios colonos de Isturiacha, los asentamientos del sur habían sido arrasados.

Quienes habían sobrevivido a la batalla se sintieron aliviados de haber superado el trance. Sin embargo, existía en ciertos sectores la sensación de que la lucha no había sido todo lo honrosa que se esperaba. Ni honrosa ni, quizás, útil, en comparación con los largos meses de preparación y entrenamiento que la habían precedido. ¿Qué la había motivado? ¿Un puñado de tierra que pronto sería cedido? ¿El honor?

A fin de apaciguar esta inquietud, Asperamanka anunció que aquella misma noche celebrarían con un festín la victoria de Sibornal. Se carnearían algunos arangs recién llegados a Isturiacha y el resto de las vituallas procedería de los alimentos confiscados al enemigo. No habría, de este modo, necesidad de tocar las raciones de campaña, indispensables para el viaje de regreso.

Los preparativos para el festejo se iniciaron a pesar de que, a escasa distancia, aún se estaba enterrando a los muertos en suelo consagrado. Las tumbas, abiertas al ancho cielo, ocupaban un valle extenso y llano hasta donde llegaba una mezcla de aromas culinarios que ya flotaba sobre los cadáveres.

En contraste con la actividad de los colonos, los soldados gozaban del descanso. Desparramados entre ellos, sus phagors descansaban también. Había llegado el momento de entregarse al sueño reparador. De curar las heridas. De remendar uniformes, botas, arneses. Pronto habría que reemprender la marcha. No podían permanecer en Isturiacha. No había suficientes reservas para alimentar a un ejército ocioso.

Hacia el final de la jornada, el aroma de carne asada y humo de leña se había impuesto al penetrante hedor del llano ensangrentado. Se elevaron himnos de agradecimiento al Dios Azoiáxico. Algo en la voz de los hombres, la sinceridad que destilaban tal vez, hizo asomar lágrimas en los rostros de algunas de las colonas, cuyas vidas estaban a salvo gracias a quienes cantaban ahora esos himnos. ¿Qué les hubiera esperado de vencer Pannoval? El cautiverio o la violación.

Los niños que durante el peligro habían sido encerrados en la iglesia de la Paz Formidable fueron liberados, y ahora animaban la velada con sus gritos de júbilo. Deambulaban entre la tropa, riendo entre dientes de los intentos de los hombres por emborracharse con la floja cerveza de Isturiacha.

El festín se inició de acuerdo con los presagios, mientras la tenue luz iba envolviendo el mundo. Pronto no quedaron de los arangs asados más que las huecas jaulas de sus costillares. Otra victoria memorable había tenido lugar.

Más tarde, tres solemnes ancianos del consejo local se acercaron reverentes al Arcipreste Militante. Puesto que las castas altas de Sibornal desaprobaban el contacto físico con otras personas, los ancianos evitaron tocarlo durante el saludo.

Tras agradecer a Asperamanka por haber defendido a Isturiacha, el mayor de ellos expresó formalmente:

—Reverenciado sire, como es notorio, somos ahora el último y más meridional de los asentamientos de Sibornal. Antiguamente, los asentamientos cubrían/llegando mucho más al sur de Campannlat, incluso hasta Roonsmoor. Todos ellos han sido diezmados por los naturales del Continente Salvaje. Antes de que tu ejército deba/se retire a nuestro continente nativo, te rogamos en nombre de todos en Isturiacha que dejes aquí una fuerte guarnición, a fin de que pudiéramos/evitable no sufrir la misma suerte que nuestros vecinos.

El cabello de los ancianos era escaso y cano. Sus narices brillaban a la luz de las lámparas de aceite. Hablaban en alto dialecto, lastrado de tiempos escurridizos, gerundios, futuros compulsivos y subjuntivos de evasión, y el Arcipreste Militante les respondió en términos similares, aunque sin mirar directamente hacia ellos.

—Honorables caballeros, dudo de que pudierais/poder/ser capaces de alimentar las bocas de más que me pedís. A pesar de que estamos en el estío del pequeño año, y de que el clima es benigno, vuestras cosechas, corno he comprobado, son pobres y vuestro ganado está famélico.

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