Heliconia - Invierno (10 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Invierno
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Un sobrino de Eedap Mun Odim —y representante comercial suyo en Askitosh— la rescató de la cuba. El joven quedó tan prendado de ella, sobre todo cuando la vio bailar (era su arma infalible), que la tomó en matrimonio. Su dicha fue, sin embargo, breve. Cuatro décimos después de la boda, el sobrino cayó desde el desván de uno de los almacenes del tío y se rompió el cuello.

Como huérfana, ex bailarina, esclava y, entre otras categorías dudosas, flamante viuda, Besi Besamitikahl no tenía cabida alguna en la respetable comunidad uskuti.

Pero Odim era kuj-juvecino y, por si fuera poco, comerciante. Protegió a Besi, y no sólo de sus familiares políticos, hasta descubrir que la joven podía pensar además de desplegar sus talentos más obvios. Dado que seguía siendo hermosa, la adoptó como primera consorte.

Besi se sintió agradecida. Engordó un poco, intentó parecer menos vaporosa y ayudó a Odim en sus asuntos; en poco tiempo supervisaba el complicado tráfico de pedidos y controlaba los desembarcos. Atrás habían quedado los días de la corte del Oligarca y el aceite de morsa.

Tras intercambiar unas palabras con el vigilante, subió por la serpenteante escalera hasta su habitación.

Se detuvo un instante en una de las cocinas de la segunda planta, donde una abuela y su sirvienta preparaban la cena. La anciana saludó a Besi y volvió a sumirse en la preparación de la masa para sus savrilas.

Formas claras y de color miel brillaban a la luz de la lámpara: jarras y cuencos, platos, cucharas y coladores, polvorientos sacos de harina. Las viejas manos moteadas manipularon la superficie irregular de la masa hasta dejarla tan delgada como un barquillo. Reclinada contra una pared, la joven sirvienta miraba al vacío, jugando con su labio inferior. Sobre las brasas encendidas, el agua de un cacharro empezaba a silbar. Una pecubea cantaba en su jaula.

No podía ser que Odim estuviera en lo cierto cuando decía que la vida cotidiana en Koriantura corría peligro, no mientras las manos sabias de la abuela continuasen produciendo esas perfectas medias lunas, cada una con su reborde de hoyuelos y su lazo de masa en un extremo. Aquellas pequeñas almohadas de placer eran el símbolo de una paz doméstica que sencillamente no podía desmoronarse. Odim se preocupaba demasiado. No sucedería nada.

Además, Besi tenía esa noche otra persona en quien pensar aparte de Odim. Había un misterioso soldado en la casa; lo había descubierto por la mañana.

Todas las habitaciones inferiores y menos espaciosas estaban ocupadas por los numerosos familiares de Odim. Eran tantos que formaban una especie de minicomunidad. Exceptuando a la abuela, Besi casi no tenía trato con ellos, y deploraba la manera en que se aprovechaban del buen talante de Odim. Así que recorrió aquellos enervantes aposentos con la nariz apuntando al techo en un ángulo tal que le impedía enterarse de lo que allí ocurría.

Ganduleaban allí remotas mujeres Odim de avanzada edad, a las que la pereza había convertido en monstruos; mujeres Odim más jóvenes, cuyas fláccidas siluetas reflejaban el impacto de haber parido a multitudes de pequeños Odim; adolescentes muchachas Odim, con sus cuerpos cimbreantes envueltos en rancias nubes de perfume de zaldal, ajenas a todo menos a las alegrías y miserias de la vida entre cuatro paredes; y la multitud de pequeños Odim, todos ellos ataviados con sus túnicas claras de modo que cualquiera que pretendiese distinguir a los niños de las niñas se vería en dificultades, correteando, riñendo, reptando, chillando, mamando, enfermando, enfurruñándose o durmiendo.

Los pocos hombres Odim que, dispersos aquí y allá como cojines, moraban en la casa, parecían apabullados por la enorme preponderancia femenina. Su dependencia de Eedap Mun Odim los castraba y, por más que se dejasen crecer la barba, fumasen olorosos veronikanes o vociferasen toda clase de órdenes, poco podían hacer para imponer las prerrogativas de su sexo. En todos y cada uno de los componentes de este complejo entramado de parientes y familiares políticos se repetían, cualquiera que fuese la generación a la que pertenecían, los mismos rasgos la piel cetrina, cierta apatía en la mirada, una papada abundante y la tendencia, si así puede calificarse una avalancha, a la corpulencia, a la flatulencia y a la somnolencia Su parecido era tan grande que sólo el aborrecimiento podía inducir a Besi a hacer distingos entre un odioso Odim y otro.

Sin embargo, existían entre los propios Odim claras distinciones A pesar de su excesivo número, todos se atenían a la exacta porción de habitación que les había tocado, incordiándose perezosamente en los rincones o reposando en parcelas de alfombra nítidamente delimitadas Estrechas sendas demarcaban el espacio en cada hacinada habitación, de manera que cualquier criatura que las traspasase e invadiese el territorio vecino, incluso si este pertenecía a la hermana de su madre, se exponía a recibir una contundente bofetada sin previo aviso. Por las noches, los hermanos dormían en perfecta y celosa privacidad, a medio metro de sus cuñadas Cintas, lazos, tapetes o telas que colgaban de líneas de cordel trazaban los límites de cada pequeña parcela de suelo. Se defendía el metro cuadrado de territorio con la misma ferocidad con la que normalmente se defienden los reinos.

Besi presenciaba todo este tinglado con amargura Veía cómo los murales de las paredes iban sucumbiendo a manos de la vasta parentela de su señor la mera gordura de los Odim bastaba para empañar los delicados tonos del yeso Los murales mostraban tierras de abundancia, regidas por dos soles, donde jugueteaban los ciervos entre altos árboles verdes, y mujeres y hombres jóvenes, recostados en arbustos coronados de palomas, retozaban o tocaban sugestivamente sus flautas Estos idilios habían sido pintados dos siglos atrás, al construirse la casa Reflejaban un mundo perdido en el tiempo, el de los añorados valles de Kuj-Juvec en otoño.

Tanto las pinturas corno su inminente destrucción acentuaban el descontento de Besi, pero lo que ella buscaba era un sitio en el que poder sustraerse a la atención de su señor y gozar de un poco de privacidad Al final de su desagradable recorrido oyó el portazo de la entrada principal y el agudo ladrido del perro del vigilante Corrió al hueco de la escalera y miró hacia abajo Su señor, Eedap Mun Odim, regresaba en aquel momento de la liturgia y subía el tramo inferior de la escalera Besi distinguió su sombrero de piel, su chaqueta de ante, el brillo de sus elegantes botas, detalles reducidos por la distancia que los separaba Pudo entrever su larga nariz, su larga barba Al contrario del resto de sus familiares, Eedap Mun Odim era un hombre delgado, enjuto, producto del trabajo y las preocupaciones económicas Los únicos placeres que se permitía eran los de alcoba, que, bien lo sabía Besi, apuntaba minuciosamente en una pequeña libreta como quien guarda un registro mercantil Sin saber qué hacer, Besi decidió quedarse donde estaba. Odim llegó hasta ella y la miró Luego asintió y esbozó una leve sonrisa.

—No vengas esta noche —dijo al pasar— No te necesitaré.

—Como tú lo dispongas —dijo ella, empleando una de sus frases hechas Sabía a qué se debía su preocupación Eedap Mun Odim era uno de los pilares del comercio de porcelanas, y el comercio de porcelanas atravesaba senas dificultades.

Odim continuó su ascenso hasta el piso superior y cerró la puerta tras de sí Su esposa lo esperaba con la cena hecha y el aroma se esparció por toda la casa, alcanzando incluso aquellos rincones donde la comida era un bien más infrecuente.

Besi permaneció en el rellano en penumbras, invadida por los olores del hacinamiento, oyendo a medias los ruidos que la rodeaban. También llegaba, de la calle, un sonido de botas militares eran soldados que marchaban por el muelle de Climent Los dedos de Besi, todavía delgados, tocaron una callada melodía sobre la barandilla Así, oculta a los ocupantes de los pisos inferiores, de pie junto al ojo de la escalera, vio al anciano vigilante abandonar a hurtadillas su caseta y, mirando furtivamente a su alrededor, escurrirse por la puerta hacia afuera. Quizá sintiera curiosidad por ver qué hacían los soldados del Oligarca. Aunque Besi había podido granjearse su confianza desde el principio, sabía que el hombre nunca la dejaría salir sin el permiso de Odim.

Un instante después, la puerta volvió a abrirse y por ella entró un hombre con uniforme militar y un grueso bigote que dividía su cara en dos limpias mitades. Este hombre era el secreto motivo por el cual Besi había inspeccionado antes sus dominios. Se trataba del capitán Fashnalgid, el nuevo inquilino de los Odim.

El perro guardián salió de la caseta de su amo y empezó a ladrar. Pero Besi ya bajaba velozmente las escaleras, con la agilidad de una pequeña liebre regordeta que desciende por un abrupto acantilado.

—¡Calla, calla! —ordenó.

El perro se volvió hacia ella; sacudiendo las orejas negras, cargó alegremente hacia el pie de la escalinata. Sin abandonar la amenazante actitud de alerta, cubrió de saliva la mano de Besi con la enorme lengua.

—Siéntate —dijo ella—. Buen chico.

El capitán cruzó la sala y la tomó del brazo. Se miraron a los ojos, profundamente marrones los de ella, de un alarmante gris los de él. El capitán era un uskuti típico, alto y delgado, muy distinto de los prolíficos Odim. A causa de los movimientos de tropas, había sido encomendado el día anterior a Odim y éste, aunque a regañadientes, le había hecho sitio en la planta superior. Pero no bien se encontraron las miradas de Besi y el capitán, ella —que si había sobrevivido a una vida tan azarosa era en cierta medida gracias a su capacidad para dejarse impresionar— había quedado irremisiblemente enamorada de él.

De pronto, a Besi se le ocurrió un plan.

—Vayamos a dar un paseo afuera —le dijo—. El vigilante no está. Él la aferró aún más vigorosamente.

—Afuera hace frío.

Pero él sólo esperaba el ligero e imperioso movimiento de cabeza de Besi para dirigirse con ella hasta la puerta después de otear hacia arriba un instante por el oscuro hueco de la escalera. Odim, sin embargo, estaría encerrado en su habitación mientras alguna de sus mujeres desgranaba para él en la binaduria canciones de perdidas fortalezas kuj-juvecinas que hablaban de doncellas traicionadas y de guantes blancos que, una vez recogidos, eran conservados como tesoros sagrados.

El capitán Fashnalgid apoyó su pesada bota en el pecho del can, que parecía absolutamente dispuesto a acompañarlos y abandonar su cautiverio, y deslizó a Besi Besamitikahl al mundo exterior. Era un hombre decidido y estaba en manos del amor. Cogiéndola del brazo con firmeza, la condujo a través del patio y del portón en el que ardía la lámpara de aceite.

Como si formasen una única voluntad, se dirigieron hacia la derecha, en busca de la calle empedrada.

—La iglesia —dijo ella. Fue todo lo que se dijeron, porque un viento frío, que traía el gélido aliento de los Montes Circumpolares, les fustigaba el rostro.

Calle arriba se perdía, entre los dos riscos de piedra que formaban las casas, una sinuosa hilera de árboles cuyas hojas se sacudían a merced del viento. Un grupo de soldados, embozados y con las cabezas gachas, marchaban por la otra acera; el eco multiplicaba sus pasos. Un cielo de plomo caía como un sedimento sobre la tierra y lo teñía todo.

En la iglesia ardían algunas lámparas y la congregación susurraba su canto de vísperas. Esta iglesia tenía una reputación ligeramente bohemia, y por eso Odim nunca la visitaba. En la parte externa de sus muros, filas de piedras de altura humana, más firmes que soldados, se alzaban en memoria de aquellos cuyos días bajo el cielo habían terminado. Los amantes furtivos se escabulleron entre los recordatorios y se refugiaron a la sombra de una pared. Besi rodeó con sus brazos el cuello del capitán.

Después de decirse cosas con susurros y cuchicheos, él deslizó una mano bajo las pieles y el vestido de ella. Besi ahogó un grito: estaba más fría de lo esperado. Y cuando ella hizo lo propio, el capitán también reaccionó al frío contacto. Sus cuerpos, hechos de hielo y fuego, se fundían poco a poco entre sí. Besi comprobó con deleite que el capitán estaba disfrutando y que no parecía tener ningún tipo de prisa. Amar era tan fácil…, pensó ella, y le susurró al oído: —Es tan sencillo… —Por toda respuesta, él hundió la mano todavía un poco más.

Cuando estuvieron unidos, el capitán la sostuvo firmemente contra el muro. Ella echó la cabeza hacia atrás hasta apoyarla en la piedra rugosa y murmuró su nombre, aprendido hacía apenas unas horas.

Luego se reclinaron juntos en la pared y Fashnalgid dijo:

—Ha estado muy bien. —Y enseguida:—¿Eres feliz junto a tu amo?

—¿Por qué me lo preguntas?

—Algún día espero llegar a algo. Quizá pueda comprarte cuando la situación actual se haya solucionado.

Sin decir palabra, ella se apretó contra él. La vida en el ejército no era un lecho de rosas y pasar a ser propiedad de un capitán significaba renunciar a gran parte de lo que había conseguido.

El extrajo una petaca del bolsillo y echó un largo trago. El olorcillo del alcohol la hizo agradecer al cielo que Odim no bebiese. Los capitanes son todos bebedores…

Fashnalgid suspiró. —No soy un gran partido, lo sé. El asunto, chica, es que me preocupa la misión que nos han encomendado. Esta vez me ha caído una buena, en este costroso regimiento. Creo que voy a enloquecer.

—Tú no eres de Koriantura, ¿verdad?

—Soy de Askitosh. Pero, ¿me estás escuchando?

—Estoy helada. Será mejor regresar.

De mala gana, el capitán accedió a su pedido, y desandaron el camino tomados del brazo; por un momento, ella se sintió una mujer libre.

—¿Has oído hablar del Arcipreste Militante Asperamanka?

El viento le rondaba la cabeza. Asintió brevemente. Después de todo, el capitán no era tan romántico como pensaba. Pero ella había ido no más de un décimo atrás a escuchar al sacerdote-militante durante un servicio al aire libre en una de las plazas de la ciudad. ¡Con qué elocuencia había hablado! Sus gestos eran agradables y ella había disfrutado observándolo. ¡Asperamanka! ¡Un regalo para la vista! Más tarde, Odim y ella lo habían visto cruzar la ciudad al frente de su ejército y salir por la Puerta del Este. Los cañones habían sacudido el suelo al pasar. Y todos aquellos jóvenes marchando…

—Fue el Arcipreste Militante quien me tomó el juramento de lealtad a la Oligarquía cuando fui ascendido a capitán. Hace tiempo ya. —Fashnalgid se acarició el grueso mostacho:—Y ahora estoy en un verdadero aprieto. ¡Abro Hakmo Astab!

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