Heliconia - Primavera (25 page)

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Authors: Bryan W. Addis

BOOK: Heliconia - Primavera
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"Voy a proponeros una cacería del tesoro, una búsqueda, si queréis. Una búsqueda en la que todos vosotros podéis participar. Quiero que tengáis conciencia clara de nuestra caída, y que busquéis constantemente cualquier prueba de su naturaleza. Tenemos que juntar fragmentos de lo que ha ocurrido y nos ha relegado a esta granja helada; luego podremos mejorar nuestra suerte y evitar que el desastre vuelva a caer sobre nosotros y sobre nuestros hijos.

"Éste es el tesoro que os ofrezco. El conocimiento. La verdad. Les teméis, sí. Pero tenéis que crecer y amarlos.

"¡Buscad la luz!

De niños, Oyre y Laintal Ay habían ido con frecuencia más allá de las barricadas. Salpicaban el desolado paisaje pilares de piedra, restos de viejos caminos, donde se posaban las grandes aves que custodiaban el lugar. Juntos trepaban a ruinas olvidadas, rotos muros de habitaciones semejantes a cráneos, columnas vertebrales de antiguas murallas, donde la escarcha cubría torres y puertas y el tiempo devoraba todo. Poco preocupaba esto a los niños. Las risas resonaban entre esas anatomías dispersas.

Pero ahora la risa era más contenida y las expediciones más espaciadas. Laintal Ay había llegado a la pubertad; cumplió la ceremonia de beber sangre y se inició en la caza. Oyre había desarrollado una voluntad caprichosa y caminaba con un andar más elástico. Los juegos entre ellos se hicieron cautelosos; las viejas pantomimas eran abandonadas tan casualmente como las estructuras que solían visitar, para no volver a ser representadas.

La tregua de la inocencia concluyó cuando Oyre insistió en que Calary, el esclavo de su padre, los acompañara en una excursión. Ese acontecimiento señaló la última expedición juntos, aunque ellos no lo comprendieron en ese momento, y pretendieron, como siempre, jugar a la búsqueda del tesoro.

Llegaron a un montón de escombros donde habían sacado hasta el último trozo de madera. Las hojas de brassimipo se abrían paso entre los restos de un monumento donde la vieja obra artesanal era una costra margosa. En otro tiempo habían imaginado que estas ruinas eran un castillo, y habían sido allí un ejército que rechazaba una carga tras otra de phagors, mientras imitaban los alegres ruidos imaginarios de la batalla.

Laintal Ay estaba preocupado por el panorama turbador que creía ver ante él. En ese panorama, levemente parecido a una nube, pero también a una declaración de Shay Tal, o quizás a alguna vieja proclama labrada en piedra, él, y Oyre, y su esclavo, y Oldorando, y aun los phagors y las criaturas desconocidas que habitaban las tierras salvajes, eran arrastrados por un enorme proceso… pero en este punto la luz del entendimiento se apagaba y lo dejaba al borde de un precipicio a la vez atractivo y terrible. No sabía qué era lo que no sabía.

Laintal Ay estaba en un punto prominente de las ruinas, mirando, abajo, a Oyre. Ella estaba agachada, investigando algo completamente ajeno a los intereses de su amigo.

—¿Es posible que aquí haya existido una gran ciudad? ¿Podrá alguien reconstruirla en el futuro? ¿Gente como nosotros, con riquezas?

Ella no respondió, y Laintaí Ay se puso de cuclillas sobre el muro, miró la espalda de Oyre e hizo más preguntas: —¿Qué comía la gente? ¿Crees que Shay Tal sabe esas cosas? ¿Está aquí el tesoro de ella?

Vista desde arriba, Oyre, inclinada, vestida con pieles cosidas, parecía más un animal que una muchacha. Miraba un nicho entre las piedras, sin escuchar realmente lo que decía Laintal Ay.

—El sacerdote que viene de Borlien dice que fue una vez un gran país que imperaba en Oldorando, hasta más lejos de lo que puede volar un halcón —dijo ella. Laintal Ay echó una mirada vivaz al paisaje, tenebroso bajo una gruesa capa de nubes.

—Eso es un disparate.

Laintal Ay sabía lo que probablemente Oyre ignoraba; que el territorio de los halcones estaba aún más severamente limitado que el de los hombres. El discurso de Shay Tal le había mostrado otros límites de la vida, que ahora rumiaba infructuosamente mientras miraba a la muchacha, que estaba allí abajo, con el ceño fruncido. Se sentía irritado con Oyre, no sabía por qué, y quería ponerla a prueba de alguna manera, encontrar palabras para lo que había más allá del silencio.

—¡Ven a ver lo que he encontrado, Laintal Ay! —La cara oscura y brillante de Oyre lo miró. Recientemente, las facciones se le habían afinado; estaba haciéndose mujer. Él olvidó su propia frustración y se deslizó por la pared en declive, aterrizando al lado de ella.

Oyre había sacado del nicho una cosa viva, desnuda y pequeña, que se le retorcía en las manos, con un rosado rostro de roedor deformado por la alarma.

El pelo de Laintal Ay rozó el de Oyre cuando miró ese recién llegado al mundo. Ahuecó las manos ásperas sobre las manos de Oyre hasta que ambos entrelazaron los dedos alrededor de un centro que se debatía.

Ella alzó la cara y lo miró de frente, con los labios entreabiertos, en una leve sonrisa. El sintió el olor de ella. La tomó por la cintura.

Pero allí estaba el esclavo; mostrando en la cara que comprendía oscuramente la llama de esa nueva intuición que había estallado entre ambos. Oyre retrocedió un paso, y empujó al pequeño mamífero dentro del agujero. Miró el suelo con e! ceño fruncido.

—Tu maravillosa Shay Tal no lo sabe todo. Mi padre me ha dicho que él la considera rara. Vamos a casa.

Laintal Ay vivió un tiempo en casa de Shay Tal. La muerte de sus padres y abuelos lo había separado de la infancia; pero el y Dathka eran ahora cazadores con todos los derechos. La herencia había ido a parar a manos de sus tíos, pero estaba decidido a mostrar que valía tanto como ellos. Maduró rápidamente, y creció con una expresión de vivacidad. Tenía un mentón firme, y facciones bien definidas. Todos advirtieron en seguida que era fuerte y rápido. Muchas jóvenes le sonreían, pero él sólo tenía ojos para la hija de Aoz Roon.

Aunque era popular, algo en él hacía que la gente se mantuviera a distancia. Había escuchado las valientes palabras de Shay Tal. Algunos opinaban que era demasiado consciente de descender del Gran Yuli. Aun en compañía, permanecía aparte. No tenía otro amigo íntimo que Dathka Den, el hombre de las corporaciones que se había hecho cazador; y Dathka rara vez hablaba ni siquiera con Laintal Ay. Como alguien había dicho, Dathka era lo más parecido a nadie.

Posteriormente, Laintal Ay fue a vivir con algunos de los cazadores en la gran torre, encima de la habitación de Nahkri y Klils. Escuchó allí las viejas historias, y aprendió a cantar las viejas canciones de los cazadores. Pero nada le gustaba tanto como reunir unas pocas provisiones, ponerse unas botas de nieve, y recorrer los alrededores verdeantes. Ya no buscaba, para esas expediciones, la compañía de Oyre.

Nadie más se atrevió a salir solo en ese entonces. Los cazadores cazaban juntos; los pastores de cerdos no se alejaban del poblado; las personas que atendían los brassimipos trabajaban en grupos. El peligro y la muerte eran los compañeros de la soledad, con harta frecuencia. Laintal Ay fue tenido por excéntrico, aunque continuaron respetándolo, ya que no dejaba de acrecentar el número de cráneos de animales que adornaban las estacadas de Oldorando.

Las tempestades aullaban. Laintal Ay viajaba lejos, sin que la inhóspita naturaleza lo turbase. Llegó a valles desconocidos y a ruinas de ciudades cuyos habitantes habían huido mucho tiempo atrás, abandonando sus hogares a los lobos y al frío.

En la época del festival del Doble Ocaso, Laintal Ay llevó a cabo una hazaña que rivalizaba con la de él mismo y Aoz Roon, cuando capturaron a los mercaderes de Borlien. Recorría solo las tierras altas al noreste de Oldorando, y la nieve profunda se abrió de pronto a sus pies. Laintal Ay cayó dentro de un hoyo. En el fondo había un pinzasaco, esperando la próxima comida.

A nada se parece más un pinzasaco que a una choza de madera de techo hundido y recubierto de paja. No tenían muchos enemigos aparte del hombre, y se alimentaban rara vez, pues eran enormemente lentos. Lo único que vio Laintal Ay de ese particular pinzasaco, enroscado en el fondo de la trampa, fue la cabeza asimétrica y cornuda, y unos dientes que parecían estacas de madera. Las mandíbulas se cerraron sobre la pierna de Laintal Ay, quien se desprendió con un puntapié y rodó a un lado.

Luchando contra la nieve que lo cercaba, alzó la lanza y la hundió como una cuña entre las mandíbulas. El pinzasaco se debatió con golpes rítmicos, lentos aunque poderosos. Derribó otra vez a Laintal Ay, pero no consiguió cerrar la boca. Alejándose de los cuernos, el joven trepó de un salto sobre el lomo de la bestia, y se aferró a las rígidas matas de pelo que crecían entre las placas octogonales del caparazón. Sacó el cuchillo del cinto; agarrado a los pelos con una mano atacó los tendones fibrosos que sostenían una placa octogonal.

El pinzasaco chilló de furia. También a él le estorbaba la nieve, y no podía darse vuelta para aplastar al enemigo. Laintal Ay logró arrancar la placa, que parecía una madera con astillas. La metió en la garganta del pinzasaco y empezó a cortar la torpe cabeza.

La cabeza cayó. No corrió sangre; apenas un fluido blancuzco. El pinzasaco tenía cuatro ojos. Había una especie más pequeña de dos ojos. Un par estaba implantado en la parte anterior del cráneo; el otro miraba hacia atrás, desde unas protuberancias córneas en la parte posterior. Ahora los dos pares de ojos parpadeaban, incrédulos todavía, mientras la cabeza rodaba en la nieve.

El cuerpo decapitado empezó a retroceder con rapidez. Laintal Ay lo siguió, debatiéndose entre la nieve que se derrumbaba, hasta que él y la bestia emergieron a la luz.

Era proverbialmente difícil matar un pinzasaco. Este recorrería largo trecho antes de sucumbir.

Laintal Ay gritó jubiloso. Buscó sus pedernales, saltó al cuello de la criatura y encendió el pelaje rígido, que ardió con un furioso ruido sibilante. Un humo maloliente subió al cielo. Quemando uno u otro lado lograba guiar a la criatura, que ahora retrocedía hacia Oldorando.

En las altas torres resonaron los cuernos. Laintal Ay vio la espuma de los géisers. Allí estaba la estacada, con las calaveras pintadas de brillantes colores. Los cazadores y las mujeres salieron a recibirlo.

Sacudió el gorro de piel. Sentado sobre el extremo ardiente de la gran oruga de madera, entró en triunfo por las calles de Embruddock.

Todos reían. Pero pasaron varios días hasta que desapareció el hedor de las casas que bordeaban el camino triunfal.

La parte no quemada del pinzasaco de Laintal Ay fue consumida durante el festival del Doble Ocaso. Incluso los esclavos participaban en el festival: uno de ellos sería ofrecido corno sacrificio a Wutra.

En Oldorando, el Doble Ocaso coincidía con el Día de Año Nuevo. Era el año 21 según el nuevo calendario, y habría celebraciones. A pesar de las amenazas naturales, la vida era buena y convenía protegerla con sacrificios.

Durante semanas Batalix se había adelantado en el cielo al centinela más lento. En mitad del invierno se acercaron y los días y las noches duraban lo mismo, sin media luz.

—¿Por qué se mueven así? —preguntó Vry a Shay Tal.

—Así se han movido siempre —respondió ella.

—Eso no es una respuesta, señora —concluyó Vry.

La perspectiva de un sacrificio y una fiesta posterior añadían excitación a la ceremonia de los ocasos. Antes de comenzar, hubo bailes en la plaza, alrededor de una gran hoguera. La música provenía de un tambor, una flauta y un corno. Algunos afirmaban que este último instrumento había sido inventado personalmente por el Gran Yuli. Se distribuyó rathel entre los danzarines, y luego todos salieron de las empalizadas, transpirando debajo de los trajes de piel.

Al este de la vieja pirámide había una piedra para los sacrificios. Los ciudadanos se reunieron en torno, a distancia respetuosa, como ordenó un maestro de las corporaciones.

Se hizo un sorteo entre los esclavos. El honor de ser la víctima tocó a Calary, el joven esclavo de Borlien que pertenecía a Aoz Roon. Lo trajeron con las manos atadas a la espalda, y la muchedumbre lo siguió, expectante. Una quietud fría colmaba el aire. Había nubes grises en lo alto. En el oeste, los dos centinelas descendían al horizonte.

Todos llevaban antorchas de piel de pinzasaco. Laintal Ay condujo a su silencioso amigo Dathka al encuentro de Aoz Roon, porque la hermosa hija de Aoz Roon estaba también allí.

—Has de lamentar la pérdida de Calary, Aoz Roon —dijo Laintal Ay, con los ojos clavados en Oyre. Aoz Roon le dio una palmada en el hombro. —Mi primer principio en la vida es no tener jamás remordimientos. Los remordimientos son la muerte para un cazador, como lo fueron para Dresyl. El año próximo capturaremos muchos más esclavos. Calary no importa. En algunos momentos, Laintal Ay desconfiaba de la cordialidad de su amigo. Aoz Roon miró a Eline Tal y ambos rieron, exhalando vapores de rathel.

Todo el mundo se apretujaba y reía, excepto Calary. Al amparo de la muchedumbre, Laintal Ay apretó la mano de Oyre. Ella respondió con otro apretón y sonrió sin atreverse a mirarlo de frente. Él se hinchó de júbilo. La vida era verdaderamente maravillosa.

No pudo dejar de sonreír mientras la ceremonia proseguía con mayor seriedad. Freyr y Batalix desaparecían juntos del reino de Wutra, para hundirse en la tierra como coruscos. Si el sacrificio era aceptable, mañana saldrían a la vez, y durante un rato recorrerían el mismo camino. Ambos brillarían de día, cediendo la noche a la oscuridad. En la primavera volverían a separarse, y Batalix inauguraría la media luz.

Todos decían que la temperatura era más suave. Las buenas señales abundaban. Los gansos eran más gordos. Sin embargo, un silencio solemne caía sobre la muchedumbre a medida que se alargaban las sombras. Ambos centinelas abandonaban el reino de la luz, presagiando enfermedades y cosas malas. Era preciso ofrecer una vida para que los centinelas retornasen.

A medida que las dobles sombras se extendían, la multitud se calmaba, aunque frotando los pies contra el suelo, como una gran bestia. El ánimo festivo se evaporó, desapareció entre el humo de las antorchas alzadas. Las sombras se difundieron. Una tonalidad gris que las antorchas no lograban derrotar se extendió por la escena. La gente quedó sumergida en el atardecer y en el eddre de la multitud.

Los ancianos del consejo, grises y encorvados, se acercaron en hilera. Entonaron una plegaria con voz temblorosa. Cuatro esclavos trajeron a Calary. Tenía la cabeza caída hacia adelante, la barbilla cubierta de saliva, y trastabillaba. En lo alto giró una bandada de pájaros; el ruido de las alas era como una lluvia; volaron hacia el oro del oeste.

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