Read Hermosas criaturas Online
Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
—Ethan Wate, ¿estás levantado ya?
¿Qué hora era? Las nueve y media del sábado. Ya debería estar levantado a esa hora, pero estaba destrozado. La noche anterior había estado vagabundeando por ahí dos horas para que Amma pensara que había regresado a Greenbrier para enterrar el guardapelo.
Salté de la cama y tropecé por toda la habitación, hasta dar con un paquete pasado de Oreos. Mi cuarto siempre estaba hecho un desastre, atestado con tantos trastos que mi padre decía que cualquier día se iba a provocar un incendio e iba a quemar toda la casa, y eso que hacía ya bastante tiempo que no había subido aquí. Además de con el mapa, las paredes y el techo estaban cubiertos de pósteres de lugares que esperaba poder ver algún día: Atenas, Barcelona, Moscú, e incluso Alaska. La habitación estaba forrada con pilas de cajas de zapatos de más de un metro de altura. Aunque las cajas parecían estar distribuidas al azar, podía señalar el lugar donde se encontraba cada una de ellas, desde la caja de Adidas blanca con mi colección de mecheros de mi fase pirotécnica de octavo grado, hasta la verde de New Balance en la que guardaba cartuchos de balas y un trozo desgarrado de una bandera que encontré con mi madre en Fort Sumter.
La que estaba buscando ahora era una amarilla de Nike, donde había puesto el guardapelo que había enfurecido a Amma. Abrí la caja y cogí la suave bolsita de cuero. La noche anterior me había parecido una gran idea esconderlo, pero me lo guardé en el bolsillo sólo por si las moscas.
Amma me gritó de nuevo por las escaleras.
—Baja ya de una vez o vas a llegar tarde.
—Bajo en un minuto.
Cada sábado pasaba medio día en compañía de las tres mujeres más ancianas de Gatlin, mis tías abuelas Mercy, Prudence y Grace. Todo el mundo en el pueblo las llamaba las Hermanas, como si fueran una entidad única, y lo eran en cierto modo. Las tres debían de andar por los cien años y ni siquiera ellas recordaban quién era la mayor. Las tres se habían casado varias veces, pero habían sobrevivido a sus maridos y se habían mudado a vivir juntas a casa de la tía Grace. Y desde luego, estaban más locas que viejas.
Cuando yo debía de andar por los doce años, mi madre había comenzado a llevarme allí los sábados para echar una mano, y desde entonces seguía yendo. La peor parte del asunto era que tenía que acompañarlas a la iglesia, a la iglesia baptista del sur, adonde iban todos los sábados y los domingos y también la mayoría de los demás días.
Pero hoy era un día distinto. Antes de que Amma tuviera que llamarme por tercera vez, ya había salido de la cama y estaba en la ducha. No podía esperar a ir. Las Hermanas lo sabían todo de la gente que había vivido en Gatlin; y, desde luego, cómo no iba a ser así, si las tres habían emparentado con medio pueblo por matrimonio en una época u otra de sus vidas. Después de la visión, era obvio que la letra G de las iniciales «GKD» se refería a Genevieve. Si había alguien que pudiera saber qué significaba el resto de las iniciales, eran las tres mujeres más ancianas de Gatlin.
Cuando abrí el cajón de arriba de la cómoda para coger unos calcetines, encontré una muñeca pequeña con el aspecto de un mono hecha del mismo tejido que llevaba una diminuta bolsa de sal y una piedra azul, un hechizo de Amma. Los hacía para protegernos de los malos espíritus, la mala suerte o hasta de un resfriado. Incluso puso uno en la puerta del estudio de mi padre cuando empezó a trabajar los domingos en vez de ir a la iglesia. Aunque mi padre no prestaba mucha atención cuando acudía, Amma decía que el Buen Señor siempre tenía en cuenta que uno fuera. Un par de meses más tarde, mi padre le compró una bruja para la cocina por Internet y se la colgó sobre los fuegos. Se enfadó tanto que le sirvió la comida fría y el café quemado durante al menos una semana.
Por regla general, no solía darle importancia a esos pequeños regalos de Amma cuando me los encontraba, pero no pasaba lo mismo con el guardapelo. Ahí había algo que ella no quería que yo averiguara.
Sólo hay una palabra capaz de describir lo que me encontré cuando llegué a casa de las Hermanas: caos. La tía Mercy me abrió la puerta con los rulos todavía puestos.
—Gracias a todos los cielos que estás aquí, Ethan. Tenemos una
emergencia
entre manos —me dijo, pronunciando la letra e como si fuera una palabra independiente. Su acento era tan marcado y la gramática empleada tan incomprensible que la mitad del tiempo no entendía nada de lo que me decían. Pero así son las cosas en Gatlin: puedes descubrir la edad de la gente por la forma en que hablan.
—¿Sí, señora?
—
Harlon James
está herido y no las tengo todas conmigo de que no estire la pata —me susurró las últimas dos palabras como si Dios mismo la estuviera escuchando y no quisiera sugerirle malas ideas.
Harlon James
era el Yorkshire de la tía Prudence, al que llamaba así en honor a su último marido.
—¿Qué ha pasado?
—Te voy a decir lo que ha pasado —me espetó la tía Prudence, que apareció de no sé dónde con un botiquín de primeros auxilios—. Grace ha intentado cargarse al pobre
Harlon James
, y está fatal.
—Yo no quería cargármelo —chilló la tía Grace desde la cocina—. No vayas contando historias por ahí, Prudence Jane. ¡Ha sido un accidente!
—Ethan, llama a Dean Wilks y dile que tenemos una
emergencia
—le ordenó la tía Prudence, cogiendo un frasco de sales y dos tiritas extralargas del botiquín.
—¡Le estamos perdiendo! —
Harlon James
yacía en el suelo de la cocina, con aspecto de estar algo traumatizado, pero de ningún modo al borde de la muerte. Tenía la pata trasera atrapada debajo del cuerpo y la arrastraba cuando intentaba incorporarse—. Grace, a Dios pongo por testigo, de que si
Harlon
muere…
—No se va a morir, tía Prue. Creo que tiene la pata rota. ¿Qué le ha pasado?
—Grace ha intentado golpearle hasta la muerte con una escoba.
—Eso no es verdad. Te he dicho que no llevaba puestas las gafas y parecía una rata de embarcadero corriendo por la cocina.
—¿Y cómo sabes tú qué aspecto tiene una rata de embarcadero? No has visto un embarcadero en tu vida.
Así que llevé a las Hermanas, que estaban completamente histéricas, y a
Harlon James
, que seguramente habría preferido estar muerto, en su viejo coche, un Cadillac de 1964, a casa de Dean Wilks. Se encargaba de la tienda de alimentación, pero era lo más parecido a un veterinario que había en el pueblo. Afortunadamente,
Harlon James
sólo tenía una pata rota, de modo que Dean Wilks se puso a la tarea.
En el momento en que regresamos a casa me estuve preguntando si no estaba loco por pensar que podría sacarles algún tipo de información a las Hermanas. El coche de Thelma estaba en la entrada. Mi padre la había contratado para que les echara una ojeada a las Hermanas poco después de que la tía Grace casi quemara el edificio unos diez años antes, cuando se dejó un pastel de merengue de limón en el horno durante una tarde entera mientras estaba en la iglesia.
—¿Dónde habéis estado, chicas? —gritó Thelma desde la cocina.
Se atropellaron unas a otras en su afán por llegar las primeras a la cocina para contarle a Thelma el percance. Yo me desplomé en una de las sillas desemparejadas de la cocina al lado de la tía Grace, que parecía deprimida por el hecho de ser de nuevo la mala de la historia. Saqué el guardapelo del bolsillo, sujetando la cadena con la mano y lo giré unas cuantas veces.
—¿Qué tienes ahí, guapetón? —preguntó Thelma, mientras sacaba un poco de tabaco de mascar de la lata que había en el alféizar de la ventana y deslizándolo bajo su labio inferior, lo cual tenía un aspecto más extraño aún de lo que sonaba, pues Thelma era una especie de afectada imitación de Dolly Parton.
—Sólo es un guardapelo que encontré en la plantación Ravenwood.
—¿Ravenwood? ¿Y qué demonios estabas haciendo allí?
—Fui a ver a una amiga.
—¿Te refieres a Lena Duchannes? —preguntó la tía Mercy. Y vaya si lo sabía, como que lo sabía todo el pueblo. Esto era Gatlin.
—Sí, señora. Estamos en la misma clase en el instituto. —Había captado su atención—. Encontramos este guardapelo en el jardín que hay detrás de la casa. No sabemos a quién perteneció, pero parece muy antiguo.
—Ésa no es la propiedad de Macon Ravenwood. Es parte de Greenbrier —comentó la tía Prue, muy segura de sí misma.
—Déjame echarle un vistazo —intervino la tía Mercy, sacando las gafas del bolsillo de su bata.
Le di el guardapelo, aún envuelto en el pañuelo.
—Tiene una inscripción.
—No puedo leerla. Grace, ¿puedes ver qué es? —inquirió, dándoselo a tía Grace.
—No veo nada —dijo la tía Grace, bizqueando de manera exagerada.
—Hay dos juegos de iniciales, aquí —dije, señalando las letras grabadas en el metal—: «ECW» y «GKD». Si le das la vuelta, verás una fecha: 11 DE FEBRERO de 1865.
—Esta fecha me es muy familiar —dijo la tía Prudence—. Mercy, ¿qué sucedió en esa fecha?
—¿No estabas casada por aquel entonces, Grace?
—En 1965, no 1865 —la corrigió Grace, cuyo oído no era mejor que su vista—. 11 DE FEBRERO de 1865…
—Ése fue el año en el que los federales prácticamente quemaron todo Gatlin —explicó la tía Grace—. Nuestro bisabuelo lo perdió todo en ese incendio. ¿No recordáis esa historia, chicas? El general Sherman y el ejército de la Unión marcharon en línea recta a través del sur, calcinándolo todo a su paso, incluyendo Gatlin. Ellos lo llamaron la Gran Quema. Al menos se destruyó una parte de todas las plantaciones de Gatlin, excepto Ravenwood. Mi bisabuelo solía decir que Abraham Ravenwood debió de hacer un trato con el diablo esa noche.
—¿Qué quieres decir?
—Fue el único lugar que quedó en pie. Los federales prendieron fuego a todas las plantaciones de la orilla del río, una por una, hasta que llegaron a Ravenwood. Pasaron de largo, como si ni siquiera estuviera allí.
—Por el modo en que el bisabuelo lo dijo, eso no fue lo único extraño de esa noche —comentó Prue, mientras alimentaba a
Harlon James
con un trozo de beicon—. Abraham tenía un hermano que vivía allí con él y desapareció esa misma noche. Nadie volvió a verle nunca más.
—Pues eso no parece tan extraño. Quizá lo mataron los soldados de la Unión o se quedó atrapado en alguna de aquellas casas en llamas —repliqué yo. La tía Grace alzó una ceja.
—O quizá pudo ser cualquier otra cosa. Nunca se encontró el cuerpo. —Me di cuenta de que la gente llevaba hablando de los Ravenwood durante generaciones; no había empezado con Macon Ravenwood. Me pregunté cuántas cosas más sabrían las Hermanas.
—¿Y qué hay de Macon Ravenwood? ¿Qué sabéis de él?
—Ese chaval nunca tuvo ninguna oportunidad por el hecho de ser
ilegítimo
. —En Gatlin, ser ilegítimo era como ser comunista o ateo—. Su padre, Silas, conoció a la madre de Macon después de que le dejara su primera esposa. Era muy guapa, creo que de Nueva Orleans. De todas formas, no mucho después, nacieron Macon y su hermano, pero Silas jamás se casó con ella, y luego también desapareció.
La tía Prue la interrumpió.
—Grace Ann, no tienes ni idea de cómo contar una historia. Silas Ravenwood era un
excéntrico
y más mezquino que largo un día sin pan. Y pasaron unas cosas muy raras en esa casa. Las luces estuvieron encendidas toda la noche y se vio a un hombre con un sombrero alto y negro vagando por allí.
—Y el lobo, cuéntale lo del lobo. —No necesitaba que ellas me contaran lo del perro o lo que fuera eso. Lo había visto por mí mismo, aunque no podía ser el mismo animal. Ni los perros, ni los lobos viven tanto tiempo.
—Pues había un lobo allí, en la casa. ¡Silas lo tenía como animal doméstico! —La tía Mercy sacudió la cabeza con desagrado.
—Pero aquellos chicos iban de Silas a su madre, y cuando estaban con él, los trataba fatal. Les pegaba y apenas les quitaba los ojos de encima. Ni siquiera les dejó ir a la escuela.
—Quizás ése es el motivo por el cual Macon Ravenwood jamás sale de su casa —aventuré.
La tía Mercy movió la mano en el aire de forma despectiva, como si fuera la cosa más tonta que hubiera oído en su vida.
—Claro que sale de su casa. Le he visto un montón de veces cerca del edificio de las Hijas de la Revolución Americana, justo después de la hora de cenar. —Seguro que lo había visto.
Así eran las cosas con las Hermanas: la mitad del tiempo tenían los pies firmemente asentados en la realidad, pero era sólo la mitad. Nunca había oído que nadie hubiera visto a Macon Ravenwood por ese edificio para admirar las pinturas descascarilladas y echar una charla con la señora Lincoln.
La tía Grace escudriñó el guardapelo con atención, alzándolo para que le diera la luz.
—Lo que sí puedo decirte es una cosa. Este pañuelo perteneció a Sulla Treadeau, Sulla la Profetisa como la llamaban; la gente decía que era capaz de leer el futuro en las cartas.
—¿Cartas de tarot? —inquirí.
—¿Y qué otras cartas hay?
—Bueno, hay cartas para jugar, cartas postales y cartas de invitación a fiestas… —divagó la tía Mercy.
—¿Cómo sabes que le pertenecía ese pañuelo?
—Tiene sus iniciales bordadas aquí, en una esquina, y, ¿ves esto que hay aquí? —me preguntó, señalando un pajarito bordado bajo las iniciales—. Ésta era su marca.
—¿Su marca?
—La mayor parte de los echadores de cartas la tienen. Marcan el mazo para asegurarse de que nadie se lo ha cambiado. Un buen echador de cartas es tan bueno como lo es su baraja. De eso sé mucho —afirmó Thelma, escupiendo en una pequeña escupidera que había en una esquina de la habitación con la precisión de un francotirador.
Treadeau. Ése era el apellido de Amma.
—¿Era pariente de Amma?
—Pues claro que sí. Era la tatarabuela de Amma.
—¿Y sabéis qué significan las iniciales del guardapelo, «ECW» y «GKD»? ¿Podéis contarme algo? —Era una posibilidad muy remota que me respondieran. No me acordaba de la última vez que las Hermanas habían tenido un rato de claridad mental que hubiera durado tanto.
—¿Estás tomándole el pelo a una anciana, Ethan Wate?
—No, señora.
—ECW. Ethan Cárter Wate. Era tu retatarabuelo, ¿o era tu retataratío?
—Nunca se te ha dado bien la aritmética —la interrumpió la tía Prudence.