Read Hermosas criaturas Online
Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
Lena y yo intercambiamos una mirada. Ambos sabíamos lo que Marian iba a contar.
—Esto os interesa a los dos en particular, puesto que esta historia de amor implicó a un Wate y a una Duchannes. Un soldado confederado y una bella señora de Greenbrier.
Las visiones del guardapelo. El incendio de Greenbrier. El último libro de mi madre trataba sobre todo lo que había ocurrido entre Genevieve y Ethan, la trastatarabuela de Lena y mi trastataratío.
Mi madre estaba trabajando en ese libro cuando murió. Todo me daba vueltas. Gatlin era así, aquí nada sucedía por casualidad.
Lena estaba pálida. Se inclinó hacia delante y me tocó la mano, que descansaba sobre la mesa polvorienta. De repente, sentí la familiar punzada de la descarga eléctrica.
—Aquí. Éste es el documento que puso en marcha todo el proyecto.
Marian extendió dos hojas de pergamino en la mesa de roble de al lado. Me alegré para mis adentros de que no alterara la mesa de trabajo de mi madre. Pensé en ello como en una especie de tributo a su memoria, más apropiado para su forma de ser que los claveles que cualquiera hubiera puesto en su lápida. Incluso las Hijas de la Revolución Americana, cuando fueron al funeral, soltaron claveles como locas, aunque mi madre lo habría odiado. Todo el pueblo, los baptistas, los metodistas, incluso los pentecostalistas acudían cuando había una muerte, un nacimiento o una boda.
—Puedes leerlo, pero no lo toques. Es uno de los documentos más antiguos que hay en Gatlin.
Lena se inclinó sobre el papel, sujetándose el pelo hacia atrás para que no rozara la superficie del viejo pergamino.
—Ellos estaban desesperadamente enamorados, pero eran demasiado distintos. —Escrutó el documento—. Él dice que eran Especies Diferentes. La familia de ella estaba intentando separarles y él se alistó, a pesar de que no creía en esa guerra, con la esperanza de que luchar por el sur le valiera la aceptación de la familia.
Marian cerró los ojos y recitó:
—«Me daría igual ser un mono que un hombre, para lo que me va a servir en Greenbrier. Aunque sea un mero mortal, se me rompe el corazón de pena ante el pensamiento de pasar el resto de mi vida sin ti, Genevieve».
Sonaba a poesía, y me lo imaginé como algo que Lena hubiera podido escribir.
Marian abrió los ojos de nuevo.
—Como si fuera Atlas acarreando el peso del mundo sobre sus espaldas.
—Todo es muy triste —dijo Lena, mirándome.
—Estaban enamorados y había una guerra. Odio tener que decíroslo, pero todo terminó mal, o eso parece —dijo Marian, terminándose su té.
—¿Y qué pasó con el guardapelo? —Señalé la foto, casi con miedo de preguntar.
—Se supone que Ethan se lo dio a Genevieve como una promesa de compromiso secreto. Nunca sabremos lo que pasó con él. Nadie lo volvió a ver después de la noche de la muerte de Ethan. El padre de la chica la obligó a casarse con otro, pero la leyenda dice que ella conservó el guardapelo y fue enterrada con él. También se dice que el vínculo destrozado de un corazón roto es un talismán poderoso.
Me estremecí. Aquel amuleto poderoso no había sido enterrado con Genevieve, sino que estaba en mi bolsillo y, según Amma y Macon, se había convertido en un talismán Oscuro. Lo sentía latir, como si estuviera envuelto en brasas.
Ethan, no lo hagas.
Tenemos que hacerlo. Ella puede ayudarnos. Mi madre también podría haberlo hecho.
Metí una mano en el bolsillo, aparté el pañuelo para tocar el estropeado camafeo y a la vez cogí la mano de Marian, esperando que fuera una de esas veces en las que funcionase. Se le cayó la taza de té al suelo y la habitación comenzó a girar.
—¡Ethan! —gritó Marian.
Lena le cogió la mano también. La luz de la habitación se diluyó en la oscuridad.
—No te preocupes, estaremos contigo todo el tiempo. —La voz sonó muy lejana y escuché a lo lejos el estruendo de los disparos.
En apenas unos instantes, la lluvia inundó la biblioteca…
La lluvia caía torrencialmente sobre ellos. El viento se agitó y comenzó a sofocar las llamas, aunque ya era demasiado tarde.
Genevieve observó lo que quedaba de la gran casa. Lo había perdido todo: a su madre, a Evangeline. No podía perder a Ethan también.
Ivy atravesó el lodo corriendo hasta llegar a su lado, usando la falda para llevar las cosas que ella le había pedido.
—
Llego demasiado tarde, Dios de los cielos, es demasiado tarde —gritó Ivy y luego miró a su alrededor con nerviosismo—. Vámonos, señorita Genevieve, aquí ya no hay nada que podamos hacer
.
Pero estaba equivocada. Aún quedaba algo por hacer.
—
Todavía no es demasiado tarde. Todavía no es demasiado tarde —repetía una y otra vez.
—
Está diciendo tonterías, niña.
Ella le devolvió la mirada a la criada, desesperada.
—
Necesito el libro.
Ivy retrocedió, sacudiendo la cabeza.
—
No, no puede usted andar con ese libro. Usted no sabe lo que está haciendo.
Genevieve cogió a la anciana por los hombros.
—
Ivy, es la única manera. Tienes que dármelo.
—
No sabe usted lo que pide. No sabe usted nada de ese libro…
—
Dámelo o lo encontraré yo misma.
El humo negro surgía a sus espaldas y el fuego chisporroteaba al devorar lo que quedaba de la casa.
Ivy transigió. Se recogió las faldas destrozadas y la llevó más allá de lo que había sido el limonero de su madre. Genevieve jamás había traspasado ese punto. Allí no había nada más que campos de algodón o, al menos, eso era lo que le habían dicho. Y nunca había tenido motivos para adentrarse en esos campos salvo en aquellas raras ocasiones en que Evangeline y ella habían jugado al escondite.
Pero el itinerario de Ivy seguía una dirección definida. Sabía exactamente hacia dónde iban. En la distancia, Genevieve aún podía escuchar el sonido de los disparos y los gritos penetrantes de sus vecinos mientras veían cómo se quemaban sus casas.
Ivy se detuvo cerca de una maraña de parras silvestres, romero y jazmín abriéndose camino hasta llegar al lado de un viejo muro de piedra. Allí había una arcada antigua, escondida bajo la maleza. Ivy se inclinó y caminó al amparo del arco, seguida por Genevieve. El arco debía de pertenecer a un muro más largo, puesto que toda la zona estaba cerrada hasta conformar un círculo perfecto, con los muros oscurecidos por los años en que lo habían cubierto las parras silvestres.
—
¿Qué es este lugar?
—
Un lugar del cual su madre no quería que usted supiera nada, ni siquiera lo que era.
A lo lejos, Genevieve distinguió una serie de piedrecitas que emergían entre las cañas. Era el cementerio familiar. Recordó haber estado allí una vez cuando era muy pequeña, al morir su bisabuela. El funeral tuvo lugar por la noche y su madre había permanecido entre las cañas a la luz de la luna, susurrando palabras en un idioma que ni ella ni su hermana reconocieron.
—
¿Qué estamos haciendo aquí?
—
Quería usted ese libro, ¿no?
—
¿Está aquí?
Ivy se detuvo y miró a Genevieve, confusa.
—
¿Y en qué otro sitio podría estar?
Más allá había otra estructura, escondida a su vez entre las parras silvestres. Una cripta. Ivy se detuvo ante la puerta.
—
¿Está usted segura de que quiere…?
—
¡No tenemos tiempo para esto! —Genevieve alargó la mano hacia el pomo, pero no había ninguno—. ¿Cómo se abre esto?
La mujer se puso de puntillas, tanteando por encima de la puerta. Allí, iluminada a la luz lejana de los incendios, había una pequeña pieza de piedra pulida tallada con una luna creciente. Ivy la presionó y empujó. La puerta comenzó a deslizarse con el sonido del roce de las piedras. La criada rebuscó una vela al otro lado del umbral.
La luz de la candela iluminó la pequeña habitación. Apenas medía unos cuantos metros, pero los laterales estaban forrados de estanterías de madera donde se apilaban toda clase de diminutos frasquitos y botellas, llenos de flores, polvos y líquidos turbios. En el centro de la habitación había una desgastada mesa de piedra con una vieja caja de madera encina, una caja modesta desde todos los puntos de vista, su único adorno era una diminuta luna creciente tallada en la tapa, similar a la que había en la puerta.
—
Yo no lo pienso tocar —anunció Ivy en voz muy baja, como si pensara que la caja pudiera oírla.
—
Ivy, es sólo un libro.
—
Esa cosa no es sólo un libro, y menos aún para su familia.
Genevieve abrió la tapa con delicadeza. La cubierta del tomo era de agrietada piel negra, cuyo aspecto ahora era más gris que otra cosa y no tenía título alguno, sólo la misma luna creciente repujada en la parte delantera. Genevieve alzó el volumen con vacilación. Sabía que Ivy era muy supersticiosa y aunque se había burlado de la anciana, también sabía que era una mujer sabia. Leía las cartas y las hojas del té que su madre consultaba casi para todo, desde el mejor día para plantar hortalizas y evitar las heladas hasta para saber las hierbas apropiadas para curar un resfriado.
El libro tenía un tacto cálido, como si estuviera vivo y respirara.
—
¿Por qué no tiene título? —preguntó la joven.
—
El que un libro no tenga título no quiere decir que no tenga nombre. Se llama El libro de las lunas.
No había más tiempo que perder. Siguió el resplandor de las llamas a través de la oscuridad hasta lo que quedaba de Greenbrier y Ethan.
Lo hojeó. Había cientos de hechizos, ¿cómo iba a encontrar el apropiado? Y entonces lo vio; estaba en latín, una lengua que conocía bien. Su madre había traído del norte a un tutor para asegurarse de que tanto Evangeline como ella lo aprendían. Para su familia, era la lengua más importante de todas.
El hechizo Vinculante, para Vincular la muerte a la vida.
Genevieve apoyó el libro sobre el suelo, al lado de Ethan, recorriendo con el dedo el primer verso del conjuro.
Ivy le cogió la muñeca y se la sujetó con fuerza.
—
Esta noche no es apropiada para esto. La media luna es para la magia blanca y la luna llena para la negra. Si no hay luna, eso es otra cosa.
La chica se soltó de un tirón del puño de la anciana.
—
No tengo elección. Es la única noche que tenemos.
—
Señorita Genevieve, ha de entenderlo. Esas palabras son más que un hechizo, son un trato. No puede usar El libro de las lunas sin dar algo a cambio
.
—
No me importa el precio. Estamos hablando de la vida de Ethan. Ya he perdido todo lo demás.
—
Este chico ya no tiene vida alguna. Le han disparado y la ha perdido. Lo que intenta hacer es algo contra natura y de ahí no saldrá nada bueno.
Genevieve sabía que la criada tenía razón. Tanto su madre como Evangeline la habían advertido a menudo de que debía obedecer siempre las Leyes Naturales. Iba a cruzar una línea que ninguno de los hechiceros de su familia había cruzado jamás.
Pero todos habían desaparecido y ella era la única que quedaba.
Tenía que intentarlo.
—¡No! —Lena se soltó de nuestras manos, rompiendo el círculo—. Se convirtió en Oscura, ¿no lo entendéis? Genevieve estaba usando magia negra.
Le sujeté las manos, pero ella intentó soltarse y apartarme. Generalmente lo que percibía en Lena era una especie de alegre calidez, pero en ese momento parecía un tornado.
—Lena, tú no eres ella, y yo no soy él. Todo eso ocurrió hace más de cien años.
Se puso histérica.
—Ella soy yo, por eso el guardapelo quiere que vea esto. Es un aviso para que me aparte de ti, y así no te haré daño si me vuelvo Oscura.
Marian abrió los ojos y me parecieron más grandes de lo que jamás los había visto. Su pelo corto, generalmente bien peinado, parecía revuelto por el viento. Tenía aspecto de estar cansada, pero llena de júbilo. Ya conocía esa mirada, era la misma de mi madre, como si se la hubiera robado, especialmente en torno a los ojos.
—Todavía no te han Llamado, Lena. No eres buena ni mala. Así es tal y como uno se siente cuando se tienen quince años y medio en la familia Duchannes. Conocí a un montón de
Casters
en mis tiempos y entre ellos a una buena cantidad de Duchannes, tanto Oscuros como Luminosos.
Lena, aturdida, se quedó mirando a Marian, que intentaba recuperar el aliento.
—No te vas a convertir en Oscura. Eres tan melodramática como Macon. Así que ahora cálmate.
¿Cómo sabía ella lo del cumpleaños de Lena? ¿Cómo sabía ella que existían los
Casters?
—Tenéis el guardapelo de Genevieve. ¿Por qué no me lo habíais dicho?
—No sabíamos qué hacer, cada uno nos dice cosas distintas.
—Dejadme verlo.
Metí la mano en el bolsillo. Lena puso la mano en mi brazo y vacilé. Marian había sido la mejor amiga de mi madre y era como de la familia. Sabía que no tenía que preguntarle por qué, pero ya me había pasado algo parecido con Amma, y se había encontrado con Macon Ravenwood en la ciénaga, cosa que jamás me hubiera podido imaginar.
—¿Cómo sabemos que se puede confiar en ti? —pregunté, sintiéndome mal por plantear la pregunta.
—«La mejor manera de averiguar si puedes confiar en alguien es hacerlo».
—¿Elton John?
—Casi. Ernest Hemingway, a su manera, una especie de estrella del rock de su época.
Sonreí, pero Lena no parecía muy dispuesta a disipar sus dudas.
—¿Por qué deberíamos confiar en ti cuando todo el mundo nos ha estado ocultando cosas?
Marian se puso seria.
—Precisamente porque ni soy Amma ni el tío Macon. Tampoco soy tu abuela o tu tía Delphine. Soy mortal, alguien neutral. Entre la magia blanca y la negra, entre los Oscuros y los Luminosos, ha de haber alguien en medio que sirva de punto de equilibrio… y ese alguien soy yo.
Lena retrocedió, apartándose de ella. Eso era inconcebible para ambos. ¿Cómo podía Marian saber tantas cosas sobre la familia de Lena?
—¿Qué eres tú? —En la familia de Lena, ésa no era una pregunta cualquiera.
—Soy la bibliotecaria jefe del condado de Gatlin, lo mismo que he sido desde que me mudé aquí, y lo mismo que siempre seré. Yo no soy una
Caster
, sólo guardo los archivos y protejo los libros. —Marian se atusó el pelo—. Soy la Guardiana, una más en una larga lista de mortales a los que se les ha confiado la historia y los secretos de un mundo del que nunca seremos parte del todo. Siempre ha de haber uno y, ahora, soy yo.