Read Hermosas criaturas Online
Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
Todo se ha perdido. Las cajas siguen ahí, pero nada funciona. Ella no está aquí y esto ya no es ni siquiera un pueblo. Y jamás podrás conocerla.
Pero no hubo respuesta alguna por parte de Lena. Había desaparecido, eso o me había desterrado de su mente, y no sabía muy bien cuál de las dos opciones era peor. Yo estaba más solo que la una y sólo existía una cosa que empeorase el aislamiento: que todos vieran tu soledad. Por eso me dirigí al único lugar del condado donde estaba seguro que no iba a ir nadie: la biblioteca del condado de Gatlin.
—¿Tía Marian?
Como de costumbre, no había un alma en la biblioteca, y hacía un frío de aúpa. Supuse que Marian debía de tener pocos visitantes después de cómo habían ido las cosas con el comité de disciplina.
—Estoy aquí atrás.
Estaba sentada en el suelo, arropada por el abrigo y en medio de varios montones de libros, como si se le acabaran de caer encima las estanterías. Sostenía un libro en las manos mientras declamaba en voz alta, impelida por uno de sus habituales trances de lectura.
Le vemos venir, le conocemos,
al que con su luz y sus aguas
de flores cubre las tierras calmas.
La bondad del mundo recibimos.
Cerró el libro.
—Es una canción de Navidad que escribió Robert Herrick para cantarla ante el rey en Whitehall Palace —me explicó con una voz tan distante como la de Lena en los últimos tiempos, y yo lo noté.
—No me suena de nada ese nombre, lo siento. —Hacía tanto frío que podía ver su aliento cuando hablaba.
—¿A quién te recuerda esto? «De flores cubre las tierras calmas. La bondad del mundo…».
—¿Te refieres a Lena? Apuesto a que la señora Lincoln pondría un montón de objeciones.
Me senté a su lado entre los libros dispersos por el suelo del pasillo.
—La señora Lincoln… ¡Qué criatura tan triste! —La bibliotecaria sacudió la cabeza y sacó otro libro—. Dickens pensaba que la Navidad era un tiempo para «abrir libremente los cerrados corazones y para considerar a la gente de abajo como compañeros de viaje hacia la tumba y no como seres de otra especie embarcados con otro destino».
—¿Está estropeada la calefacción? ¿Quieres que avise a Gatlin Electric?
—No la he encendido. Supongo que se me fue el santo al cielo. —Acarició el libro y lo devolvió a su lugar en el montón—. Es una lástima que Dickens no viniera jamás a Gatlin. Por aquí tenemos corazones cerrados para dar y tomar.
Elegí un tomo, resultó ser un poemario de Richard Wilbur, y lo abrí al azar. Hundí el rostro entre sus páginas para apreciar mejor el olor y miré por encima los versos.
¿Cuál es el opuesto de dos?
Tú y yo en soledad.
¡Qué raro! Así era exactamente como me sentía. Cerré el volumen de golpe y miré a Marian.
—Gracias por ir a lo del comité, tía Marian. Espero que no te haya traído muchos problemas. Me siento como si fuera culpa mía.
—No lo es.
—Ya, pero tengo esa sensación.
Dejé caer el libro.
—¿Qué…? ¿Ahora eres el padre creador de la ignorancia? ¿Has enseñado a odiar a la señora Lincoln y a tener miedo al señor Hollingsworth?
Me senté a su lado y nos quedamos los dos allí, rodeados por montañas de libros. Alargó el brazo y me cogió la mano.
—Tú no empezaste esta batalla, Ethan, y me temo que no vas a terminarla, ni yo tampoco, por cierto. —Su semblante adquirió un tono más grave—. Estos libros estaban apilados así como los ves cuando vine esta mañana. No sé cómo han llegado hasta aquí, ni por qué. Cerré con llave al irme ayer y las puertas seguían cerradas cuando llegué a primera hora. Sólo sé una cosa: al sentarme y echarles un vistazo he descubierto que todos y cada uno de ellos tienen un mensaje para mí, una indicación aquí y ahora. Puede referirse a Lena, a ti e incluso a mí.
Negué con la cabeza.
—Es pura coincidencia. Los libros tienen ese tipo de cosas.
Sacó de la pila un libro al azar y me lo dio.
—Prueba. Ábrelo.
—
Julio César
, de William Shakespeare.
Lo abrí y empecé a leer.
Los hombres en algún momento son dueños de su destino.
La culpa, querido Bruto, no está en nuestras estrellas,
sino en nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo?
Marian bajó la cabeza para poder mirarme por encima de las gafas.
—Yo sólo soy la bibliotecaria. Te doy los libros y nada más, no puedo darte las respuestas. —De todos modos, sonreía—. El asunto con el destino es… ¿eres tú el dueño de tu existencia o es cosa de las estrellas?
—Tía, me fastidia interrumpirte, pero yo jamás he leído esa obra… ¿Me estás hablando de Julio César o de Lena?
—Eso dímelo tú.
Nos pasamos el resto de la hora rebuscando en el montón, ruinándonos a la hora de leernos fragmentos. Al final, supe por qué había ido allí.
—Tía Marian, necesito entrar otra vez en el archivo.
—¿Hoy? ¿No tienes nada mejor que hacer, como comprar los regalos de Navidad, por ejemplo?
—Yo no voy de tiendas.
—Bien dicho. En cuanto a mí, «me gustan las Navidades en su conjunto. Aúnan paz y buena voluntad, aunque sea con cierta torpeza, pero ésta es mayor cada año».
—¿Un poco más de Dickens?
—E. M. Forster.
Suspiré.
—No soy capaz de explicarlo, pero creo que necesito estar con mi madre.
—Lo sé, yo también la echo de menos.
En realidad, no me había detenido a pensar cómo iba a hablarle a Marian de mis sentimientos, del pueblo, y de esa sensación de que todo iba mal. Las palabras apenas me salían y hablé a trompicones.
—Creí que podría sentirme como antes si venía aquí y estaba rodeado de libros. Tal vez así pudiera percibir las cosas como eran antes, tal vez incluso podría hablarle. Una vez fui a su tumba, pero eso no me hizo sentirla más cerca. —Clavé los ojos en una mota aislada de la alfombra.
—Lo sé.
—No logro imaginármela en la fosa. No tiene sentido. ¿Cómo es posible sentir cariño hacia alguien enterrado ahí abajo, en un agujero solitario, donde sólo hay frío, polvo y bichos? No debería ser así, no debería terminar de ese modo después de todo lo que ella fue.
Intenté desterrar de mi mente la imagen de mi madre ahí abajo, convirtiéndose en polvo, huesos y fango. Odiaba la idea de que hubiera tenido que pasar sola por todo esto, como ahora me estaba tocando hacer a mí.
—¿Cómo desearías ponerle fin a eso? —inquirió la bibliotecaria mientras me ponía una mano en el hombro.
—No lo sé… Alguien, quizá yo, debería levantar un monumento o algo por estilo.
—¿Como el del general? Tu madre se habría tronchado de risa. —Marian me rodeó con un brazo—. Sé a qué te refieres. Tu madre no está allí, está aquí, en este sitio.
Me tendió la mano, yo se la cogí y tiré de ella para ayudarle a levantarse; y así cogidos, como si todavía fuese ese niño a quien ella cuidaba mientras mi madre trabajaba en la parte trasera, anduvimos todo el camino hasta llegar al archivo. Sacó un juego de llaves y abrió la puerta, pero no me siguió.
Una vez dentro de la sala, me dejé caer en la silla situada frente al escritorio de mi madre. Su silla era de madera y tenía grabada la insignia de la Universidad de Duke. Tenía entendido que se la habían regalado cuando se licenció con matrícula de honor o algo parecido. No era cómoda, pero sí reconfortante y hogareña. Olía a barniz viejo y seguro que la habría chupeteado de pequeño. En ese momento me noté mejor de lo que había estado en varios meses. Podía percibir el olor de los libros forrados de papel, los viejos pergaminos desgastados, el polvo, los archivadores baratos. Distinguía en la singular atmósfera de esa singular estancia el no menos singular universo de mi madre. Para mí, era el mismo que cuando tenía siete años y me sentaba en su regazo, con el rostro enterrado en su hombro.
Quería ir a casa. No tenía ningún otro destino posible sin Lena.
En el escritorio, oculta entre los libros, había una pequeña fotografía en blanco y negro enmarcada donde aparecían mis padres en el estudio de nuestra casa. La cogí para examinarla. Era una foto de hacía muchísimo tiempo; su destino más probable habría sido la solapa de algún libro, en alguno de los primeros trabajos de mi padre, cuando éste todavía era historiador y ellos aún trabajaban juntos. Vestían a la moda de la época, con unos pantalones horrorosos y esos peinados tan graciosos, y podía verse la felicidad en sus rostros. Resultaba duro contemplarlos y más aún apartar la vista. Centré la atención en su escritorio, donde, entre las pilas de libros cubiertos de polvo, uno me llamó la atención. Lo saqué de debajo de una enciclopedia sobre las armas de la Guerra de Secesión y un catálogo de hierbas originarias de Carolina del Sur. No sabía de qué obra se trataba, sólo que había usado como marcapáginas un tallo largo de romero, lo cual me hizo sonreír: al menos no había usado un calcetín o una cuchara sopera sucia.
Era el libro de cocina de la Liga Juvenil del condado de Gatlin:
Pollo frito y su réplica
. Se abría sólo por la página de la receta de Betty Burton: tomates verdes fritos, la favorita de mí madre. Miré de cerca el romero usado como marcapáginas. La receta favorita de mi madre tenía el conocido aroma de Lena. Tal vez los libros intentaran decirme algo.
—¿Tienes previsto freír tomates, tía Marian?
Asomó la cabeza por la entrada.
—¿Me ves a mí con pinta de tocar un tomate? Pues cocinarlo aún menos.
—Eso pensaba yo… —Me quedé mirando la ramita de romero.
—Tu madre y yo sólo discrepábamos en eso.
—¿Puedo llevarme este libro? Sólo durante unos días.
—No tienes que pedírmelo, Ethan. Son las cosas de tu madre, no hay nada en este despacho que ella no habría querido que tú tuvieras.
Me moría de ganas de hablar con ella del romero que había encontrado en el recetario, pero no podía, era incapaz de enseñárselo a nadie y tampoco quería desprenderme del libro, aunque jamás había frito un tomate en mi vida y lo más probable era que nunca lo hiciera.
—Ven si me necesitas, estoy aquí a tu disposición y a la de Lena, eso ya lo sabes. Haría cualquier cosa por vosotros.
Me apartó un mechón de los ojos y me sonrió. No era la sonrisa de mi madre, pero sí una de mis sonrisas favoritas.
Marian me dio un abrazo, y de pronto arrugó la nariz.
—¿No hueles aquí a romero?
Me encogí de hombros antes de escabullirme hacia la puerta y salir al exterior, bajo un cielo gris encapotado. Puede que el
Julio César
de Shakespeare tuviera razón, tal vez había llegado el momento de asumir mi destino y el de Lena. Estuviera o no escrito nuestro sino en las estrellas, no podía cruzarme de brazos y esperar a averiguarlo.
No daba crédito a mis ojos cuando salí a la calle y vi que nevaba. Alcé el rostro y dejé que la nieve se posara sobre mi semblante helado. Los gruesos copos caían revoloteando. No era una nevada, no del todo. Era un don, un milagro, unas Navidades blancas, igual que la canción.
Me dirigí al porche. Lena, con la capucha bajada, me estaba esperando en los escalones. En cuanto la vi, adiviné qué era la nieve: una ofrenda de paz.
Todas las piezas descartadas del puzle de mi vida encajaron en cuanto ella me sonrió. Todo lo torcido se enderezó, bueno, todo no, pero casi todo.
Me senté a su lado en los escalones.
—Gracias.
Lena se inclinó sobre mí.
—Sólo quería que te sintieras mejor. Estoy hecha un lío, Ethan. No quiero hacerte daño. No sé qué haría si te pasara algo.
Repasé el contorno húmedo de su melena con el dedo.
—No me apartes de tu lado, por favor. No soportaría perder a ningún otro ser querido.
Le bajé la cremallera del anorak, deslicé un brazo alrededor de su cintura y lo metí por debajo de su chaqueta antes de atraerla hacia mí. La besé y no paramos hasta que tuve la impresión de que íbamos a derretir la nieve del patio si no nos deteníamos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó mientras recobraba el aliento. Volví a besarla hasta agotar el aire de los pulmones y me retiré.
—Creo que se llama destino. Llevaba esperando desde el baile para hacer esto y no voy a esperar más.
—¿Ah, no?
—No.
—Bueno, pues un poquito más sí. Sigo castigada. Mi tío piensa que estoy en la biblioteca.
—Me da igual que estés castigada, yo no lo estoy. Me mudaré a tu casa si no queda otro remedio y dormiré con
Boo
en la perrera.
—Tiene un dormitorio propio y duerme en una cama con dosel.
—Mejor me lo pones.
Esbozó una sonrisa y me agarró de la mano.
—Te he echado de menos, Ethan Wate. —Me besó otra vez.
Empezó a nevar con ganas y los copos nos cubrieron, pero se derretían al poco tiempo de entrar en contacto con nuestra piel: era como si nos hubiéramos vuelto radioactivos.
—Quizás estés en lo cierto, tal vez debamos pasar juntos el mayor tiempo posible antes de que… —Enmudeció de pronto, pero adiviné por dónde iban sus pensamientos.
—Algo se nos ocurrirá, Lena, te lo prometo.
Asintió con poco entusiasmo y se acurrucó entre mis brazos. Percibí cómo la calma se instalaba de nuevo entre nosotros.
—Hoy no quiero pensar en eso. —Y me empujó con gesto juguetón, devolviéndome al mundo de los vivos.
—¿Ah, no? ¿Y en qué te apetece pensar entonces?
—En ángeles de nieve. Jamás he hecho uno.
—¿De veras? ¿Los de tu estirpe no hacen ángeles?
—Los ángeles no son el problema. Nos mudamos a Virginia a los pocos meses de nacer yo, así que jamás he vivido en ningún lugar donde nieve.
Una hora más tarde nos sentábamos en la mesa de la cocina, empapados de los pies a la cabeza. Amma había ido al Stop & Steal, así que intentamos entrar en calor con un triste chocolate caliente invento mío.
—No termina de convencerme esta forma tuya de hacer chocolate caliente —se burló Lena mientras yo echaba una generosa ración de chips de chocolate en un cuenco lleno de leche recalentada en el microondas.
¿El resultado? Un líquido entre blancuzco y amarronado lleno de grumos. A mí me pareció estupendo.
—¿Sí…? ¿Y cómo lo harías tú? «Cocina, chocolate caliente, por favor» —dije, imitando su voz aguda. El resultado sonó rarísimo.