Read Hermosas criaturas Online
Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico
—Bien, señor…
—Ravenwood, Macon Ravenwood.
Los ocupantes de las gradas profirieron otra exclamación contenida e ipso facto se levantó un rumor de cuchicheos. Todo el pueblo había esperado ese momento desde antes de que yo naciera. Se palpaba en el ambiente cómo se había reavivado el interés a raíz de esa aparición, pues no había nada, absolutamente nada, que Gatlin adorase más que el espectáculo.
—Damas y caballeros del condado de Gatlin. ¡Cuánto me agrada conocerlos por fin! Confío en que todos ustedes conozcan a mi buena amiga, la hermosa doctora Ashcroft, que ha tenido la bondad de acompañarme esta noche, pues yo no conocía bien el camino hacia este nuestro hermoso pueblo. —Marian hizo un ademán de saludo—. Permítame que me disculpe otra vez por llegar tarde. Por favor, continúe, caballero. Estoy convencido de que estaba usted a punto de explicar que las acusaciones contra mi sobrina eran infundadas e iba a animar a todos estos muchachos a volver a casa y dormir bien para acudir a clase mañana.
Durante un minuto dio la impresión de que Hollingsworth se mostraba dispuesto a hacer lo que le había dicho Macon, lo cual me llevó a preguntarme si Macon tenía el Poder de Persuasión, como Ridley, pero el presidente de la junta escolar retomó el hilo original de sus pensamientos cuando una mujer le susurró al oído algo que sonó como el zumbido de un panal.
—No, señor, no es eso lo que iba a hacer, en absoluto. De hecho, pesan sobre su sobrina serias acusaciones y parece haber varios testigos de los hechos aquí contemplados. Basándome en las declaraciones escritas y en la información expuesta durante esta sesión, me temo que sólo tenemos una alternativa: la expulsión.
—¿Son ésas sus testigos? —inquirió Macon al tiempo que con un gesto de la mano abarcaba a Emily, Savannah, Charlotte y Edén—. ¿Un grupito de niñas imaginativas con un grave problema de inmadurez?
La señora Snow se levantó de un salto.
—¿Insinúa usted que mi hija está mintiendo?
—En absoluto, mi querida señora —replicó Macon con esa sonrisa suya de actor de cine—. No lo insinúo, lo afirmo. Seguro que usted es capaz de apreciar la diferencia.
—¡Cómo se atreve! —La madre de Link se revolvió como un lince—. No tiene derecho a estar aquí, entorpeciendo el desarrollo de esta instrucción.
Marian esbozó una sonrisa antes de adelantarse.
—«La injusticia en cualquier lugar es una amenaza para la justicia en todas partes», como dijo un gran hombre. Y no veo en esta sala atisbo alguno de justicia, señora Lincoln.
—No me salga ahora con esa verborrea de Harvard.
Marian cerró el paraguas con un golpe seco antes de replicar:
—No creo que Martin Luther King fuera a Harvard.
El señor Hollingsworth retomó la palabra y habló de forma autoritaria.
—Persiste el hecho de que, según los testigos, la alumna Duchannes pulsó la alarma de incendios, ocasionando daños por valor de miles de dólares a la propiedad del Instituto Jackson, y también echó del escenario a la señorita Asher de un empujón, causándole heridas. Tenemos motivos para expulsarla basándonos sólo en estos hechos.
—«Es difícil liberar a los tontos de las cadenas que veneran» —suspiró Marian, y miró de forma harto significativa a la madre de Link—. La cita es de Voltaire, y él tampoco pisó Harvard.
Ravenwood no perdió la compostura, lo cual pareció sacar de quicio aún más a todos.
—Señor… ¿Cómo se llamaba usted?
—Hollingsworth.
—Señor Hollingsworth, sería una verdadera lástima que continuara por ese camino. Como usted sabe, en este gran estado de Carolina del Sur es ilegal impedir la asistencia a clase de un menor. La escolaridad es obligatoria, es decir, forzosa. No puede expulsar a una chiquilla inocente sin cargos. Esos días han terminado, incluso aquí, en el sur.
—Ya le he explicado, señor Ravenwood, que sí existen acusaciones y actuamos en el ámbito de nuestras funciones al expulsar a su sobrina.
La señora Lincoln se levantó de un salto.
—No puede aparecer de la nada e interferir en el buen funcionamiento del pueblo. ¡No ha salido de esa mansión en años! ¿Qué derecho tiene a meter baza en los asuntos de esta localidad o de nuestros hijos?
—¿Se refiere usted a esa colección de marionetas vestidas de… unicornios? —Macon señaló con un gesto a los Ángeles—. Tendrán que perdonarme, muchachos, pero ando mal de la vista.
—Son ángeles, señor Ravenwood, no unicornios, aunque tampoco cabe esperar que reconozca a los enviados de Nuestro Señor, dado que no recuerdo haberle visto jamás en misa.
—Que tire la primera piedra quien esté libre de pecado, señora Lincoln. —El tío de Lena hizo una pausa durante un instante, como si pensase que su interlocutora necesitaría un respiro para poner en orden sus ideas—. Tiene usted razón en lo referente a su primera afirmación: paso mucho tiempo en mi mansión, y no me importa, pues la propiedad es maravillosa, pero tal vez debería pasar más tiempo en el pueblo, sí, quizá deba venir aquí con más frecuencia, y sacudir un poco las cosas, si me permite la frase a falta de otra mejor.
La posibilidad espantó a la señora Lincoln y a las Hijas de la Revolución Americana, que se revolvieron en sus asientos y se miraron entre sí, horrorizadas ante semejante idea.
—De hecho, si Lena no vuelve al instituto, deberá recibir instrucción en casa. Entonces, tal vez deba invitar a alguna de sus primas, pues no desearía descuidar mis obligaciones en la vertiente social de su educación. Algunas son cautivadoras, como, de hecho, creo que alguno de ustedes tuvo ocasión de comprobar en el baile de máscaras del solsticio de invierno.
—No era un baile de disfraces.
—Acepte mis disculpas. Di por hecho que eran disfraces a juzgar por la apariencia tan chillona de esas ropas horrorosas.
La señora Lincoln se sonrojó. Ya no era una mujer intentando prohibir los libros, era alguien con quien convenía no enzarzarse en una pelea. Me preocupé por Macon, y por todos nosotros.
—Seamos claros, señor Ravenwood. Ni usted forma parte de este lugar ni hay lugar para usted en este pueblo, y está claro que tampoco para su sobrina. No creo que esté en posición de exigir nada.
La expresión del hombre cambió levemente mientras le daba vueltas a su anillo.
—Aprecio su franqueza, señora Lincoln, y voy a intentar ser con usted tan sincero como usted lo ha sido conmigo. Empecinarse en este asunto sería un grave error para todos los habitantes de este pueblo. Soy un hombre adinerado, lo saben, y un tanto despilfarrador, pero si persisten en expulsar a mi sobrina del Instituto Stonewall Jackson, me veré obligado a gastar algo más de dinero. ¿Quién sabe? Tal vez abra un autoservicio Wal-Mart.
—¿Es eso una amenaza?
—En absoluto, pero da la casualidad de que la finca ocupada por el hotel Southern Comfort es de mi propiedad. Su cierre sería un gran inconveniente para usted, ¿verdad, señora Snow? Su esposo tendría que conducir mucho más para reunirse con esas señoritas tan amigas suyas y estoy seguro de que lo de llegar tarde a cenar va a convertirse en una costumbre. No podemos consentir eso, ¿a que no? —El señor Snow se puso colorado como un tomate y se agachó para esconderse detrás de un par de tipos grandotes del equipo de fútbol, pero Macon no había hecho más que comenzar—. Me resulta usted extremadamente familiar, señor Hollingsworth, usted y esa hermosa flor confederada que se sienta a su izquierda. —Macon señaló con un ademán a una señorita de la junta escolar sentada junto a él—. ¿No los he visto a ustedes juntos en alguna parte…? Yo juraría que…
—No, en absoluto, soy un hombre casado, señor Ravenwood.
Macon centró su atención en el calvo sentado junto a Hollingsworth.
—Ay, señor Ebitt, si yo rescindiera el arrendamiento de Waydard Dog, ¿dónde se iba a pasar usted las tardes emborrachándose mientras su esposa cree que está en un grupo de estudio de las Sagradas Escrituras?
—¡Wilson! ¿Cómo has podido usar a Nuestro Señor Todopoderoso como coartada? ¡Arderás en las llamas del infierno tan seguro como que yo estoy aquí!
La señora Ebitt echó mano al bolso y se marchó precipitadamente hacia el pasillo.
—¡No es cierto, Rosalie!
—¿Ah, no? —Macon sonrió—. No logro imaginarme la de cosas que podría contar
Boo
si fuera capaz de hablar. Ya saben ustedes, va y viene por todas partes, se mete en los patios y en los garajes de este pueblo suyo tan bonito. Apostaría a que ha visto un par de cositas curiosas.
Reprimí una carcajada.
El perro levantó las orejas al oír su nombre y bastantes asistentes se revolvieron inquietos en sus asientos, temerosos de que
Boo
abriera las fauces y resultase tener el don del habla, lo cual no me habría sorprendido después de la noche de Halloween, ni a mí ni a nadie en el condado, considerando la reputación de Macon Ravenwood.
—El número de personas no del todo honestas en este pueblo es grande, como pueden ver ustedes mismos. Por eso, han de comprender mi preocupación cuando supe que las terribles acusaciones contra mi propia familia se sustentaban en el testimonio de cuatro adolescentes. ¿No sería mejor para todos dejarlo correr? ¿Acaso no sería lo más… caballeroso, señor?
Hollingsworth tenía toda la pinta de estar a punto de sufrir un ataque, la mujer sentada junto a él parecía desear que se le tragara la tierra, el señor Ebitt, cuyo nombre jamás se había mencionado antes de que Macon lo pronunciara, ya había salido detrás de su mujer. Los restantes miembros del comité estaban acongojados, temiendo que Ravenwood o su chucho empezasen a contar a todo el pueblo sus trapos sucios.
—Considero que tal vez esté usted en lo cierto, señor Ravenwood. Quizá debamos investigar esas acusaciones un poco más antes de seguir con una instrucción que, probablemente, presente algunas inconsistencias.
—Una sabia elección, señor Hollingsworth, una muy sabia elección. —Macon caminó hacia el pupitre donde se sentaba Lena y le ofreció el brazo—. Vamos, Lena. Es tarde, y mañana tienes clase. Lena se incorporó y permaneció más erguida de lo habitual. El golpeteo de la lluvia en el techo había aminorado hasta convertirse en un débil tamborileo. Marian le anudó un pañuelo en torno al cuello y los tres recorrieron el pasillo con
Boo
avanzando detrás de ellos.
No miraron a nadie más en el recinto.
La señora Lincoln se puso de pie, señaló a Lena con el dedo y bramó:
—¡Su madre es una asesina!
Macon se dio media vuelta y hubo un cruce de miradas. Había algo peculiar en su expresión, y era la misma que cuando le mostré el guardapelo de Genevieve.
Boo
gruñó de forma amenazante.
—Cuidado, Martha, jamás sabes cuándo pueden volver a cruzarse nuestros caminos.
—Pero se cruzarán, Macon —replicó con una sonrisa que era todo menos eso. Ignoraba qué había sucedido entre ambos, pero no parecía un simple rifirrafe.
A pesar de que aún no habían salido al exterior, Marian abrió de nuevo el paraguas y sonrió a todos con sumo tacto.
—Espero veros a todos en la biblioteca. No lo olvidéis, estamos abiertos hasta las seis de lunes a viernes. —Indicó la dirección de ésta con la cabeza—. «Sin bibliotecas, ¿qué nos quedaría? No tendríamos pasado ni futuro». Preguntádselo a Ray Bradbury, o id a Charlotte y leedlo con vuestros propios ojos en la pared de la biblioteca pública. —Macon cogió a Marian del brazo, pero ella aún no había terminado—. Ah, y él tampoco fue a Harvard, señora Lincoln. Ni siquiera pudo asistir a la universidad.
Y dicho esto, se fueron.
N
adie esperaba que Lena se presentase en el instituto al día siguiente de la sesión del comité de disciplina, o al menos ésa era mi impresión, pero apareció, tal y como yo sabía que iba a hacer. Todos ignoraban que había desistido ya una vez de ir a clase y no estaba dispuesta a permitir que sucediera de nuevo. El instituto era una cárcel para todos los demás, pero para ella era la libertad. Sólo que no importaba, porque ése fue el día en que mi novia se convirtió en un fantasma dentro del instituto: nadie la miraba, le dirigía la palabra o se sentaba cerca de ella, en ningún pupitre, mesa o grada.
La mitad de los alumnos llevaba la camiseta de los Ángeles Guardianes del Instituto Jackson ya el jueves, y por la forma en que la observaban muchos profesores, daba la impresión de que a la mitad de ellos también le gustaría llevarla.
El viernes devolví la camiseta del equipo de baloncesto. Tenía la sensación de que ya no podíamos estar todos juntos en el mismo equipo, sólo eso, pero el entrenador se rebotó conmigo y cuando se apagó todo el griterío, meneó la cabeza y me soltó:
—Estás loco, Wate. Estabas haciendo una temporada estupenda y la has echado a perder por una chica cualquiera.
Podía oír el tono de su voz. «Una chica cualquiera». La sobrina del Viejo Ravenwood.
Aun así, nadie nos dijo ni una sola palabra descortés, al menos no a la cara. Si la señora Lincoln les había metido en el cuerpo el miedo al Todopoderoso, Macon Ravenwood había dado a la gente del condado un motivo mayor para el pánico: la verdad.
La posibilidad era cada vez más real cuando contemplaba los números en la pared de Lena y los dígitos eran cada vez más pequeños. ¿Y si no podíamos detener aquello? ¿Y si Lena había tenido razón todo el tiempo y la chica que yo conocía desaparecía como si jamás hubiera estado allí?
Todo cuanto teníamos era el
Libro de las Lunas
. Me torturaba un pensamiento: el libro no iba a bastar, y ni Lena ni yo lográbamos quitarnos la idea de la cabeza por mucho que lo intentáramos.
—«Existen entre las personas de poder dos fuentes parejas origen de toda magia: la Luz y la Oscuridad».
—Creo que ya le hemos pillado el punto a todo el asunto ese de la Oscuridad y la Luz. ¿No te parece que podríamos pasar ya a la parte buena, esa que se llamaría «Cómo escapar de tu Día de la Llamada», o «Cómo derrotar a un malvado
Cataclyst
» o «Cómo revertir el paso del tiempo»?
Yo estaba frustrado y Lena no decía ni pío.
El instituto parecía totalmente abandonado desde nuestra posición en las frías gradas donde estábamos sentados. En realidad, se suponía que estábamos en la feria de ciencias, observando con Alice Milkhouse la descalcificación de un huevo sumergido en vinagre, escuchando a Jackson Freeman argumentar sobre la inexistencia del calentamiento global y la réplica de Annie Honeycutt sobre cómo hacer de Jackson una escuela ecológica. Tal vez los Ángeles debieran empezar por reciclar sus folletitos.