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Authors: Kami García,Margaret Stohl

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico

Hermoso Caos (16 page)

BOOK: Hermoso Caos
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Link sacudió la cabeza.

—La conocíamos de toda la vida, y te despreció totalmente en tercer grado. ¿Cómo has podido olvidarla? —No le contesté y continuó matraqueando con su tenedor.

Buena pregunta.

Amma trajo su taza de té a la mesa, y nos sentamos en silencio. Era como si estuviéramos esperando a que la marea golpease contra nosotros y fuera demasiado tarde para recoger, dejarse llevar por el pánico o correr. Cuando el teléfono sonó, hasta Amma se sobresaltó.

—¿Quién llamará tan tarde? —Dije tarde, pero en realidad quería decir temprano. Eran casi las seis de la mañana. Todos estábamos pensando lo mismo: lo que fuera que estuviera sucediendo, lo que fuera que Abraham hubiera desencadenado en el mundo, eso sería.

Link se encogió de hombros, y Amma descolgó el teléfono de góndola negro que llevaba colgado de la pared desde que mi padre era pequeño.

—¿Dígame?

Observé mientras ella escuchaba al interlocutor al otro lado de la línea. Link tamborileó en la mesa frente a mí.

—Es una mujer, pero no logro saber quién es. Habla demasiado rápido.

Escuché cómo Amma contenía el aliento, y luego colgaba el teléfono. Durante un segundo, se quedó inmóvil sujetando el auricular.

—Amma, ¿qué sucede?

Se dio la vuelta, con los ojos húmedos.

—Wesley Lincoln, ¿has traído ese coche tuyo? —Mi padre se había llevado el Volvo a la universidad.

Link asintió.

—Sí, señora. Está un poco sucio, pero…

Amma estaba ya a medio camino de la puerta.

—Daos prisa. Tenemos que irnos.

Link se separó del bordillo más despacio de lo normal, en consideración a Amma. Aunque dudo mucho que ella lo hubiera notado si hubiera salido derrapando sobre dos ruedas. Iba muy tiesa en el asiento de delante, mirando fijamente al frente, sus manos aferrando el bolso. —Amma, ¿qué sucede? ¿A dónde vamos? —Me incliné hacia delante desde el asiento trasero, y ella ni siquiera me gritó por no llevar puesto el cinturón de seguridad. Algo iba definitivamente mal.

Cuando Link dobló en Blackwell Street, pude comprobar hasta qué punto de mal.

—¿Pero qué co… —miró a Amma y tosió— … contratiempo?

Había árboles en medio de la carretera, arrancados de la tierra con raíces y todo. Parecía una escena de uno de esos programas de desastres naturales que Link veía en el canal Discovery. El hombre contra la naturaleza. Pero esto no era natural. Era el resultado de un desastre sobrenatural: los Vex.

Podía sentir la destrucción que llevaban con ellos cayendo sobre mí. Habían estado aquí, en esta calle. Habían causado todo esto, y lo habían hecho por mí.

Por John Breed.

Amma quería que Link girase por Cypress Grove, pero la carretera estaba bloqueada, así que tuvo que doblar por Main Street. Todas las farolas estaban apagadas, y la luz del día apenas empezaba a despuntar en la oscuridad, tornando el cielo negro en azul. Durante un minuto pensé que Main Street habría sobrevivido al tornado de los Vex de Abraham, hasta que vi el verde. Porque eso es todo lo que había ahora, verde. Ya poco importaba el columpio de neumático robado al otro lado de la calle. Ahora el viejo roble también había desaparecido. Y la estatua del general Jubal A. Early ya no se erguía orgullosa en el centro, con su espada desenvainada para la batalla.

El general había caído, la empuñadura de su espada rota.

Los negros caparazones de los cigarrones que habían cubierto la estatua durante semanas habían desaparecido. Incluso ellos le habían abandonado.

No pude recordar ningún período en el que la estatua del general no estuviera allí, protegiendo el parterre de césped y nuestra pequeña ciudad. Era algo más que una estatua. Era parte de Gatlin, profundamente arraigado en nuestras poco tradicionales tradiciones. Cada 4 de julio, el general lucía una bandera americana en la espalda. En Halloween, vestía un sombrero de bruja y una calabaza de plástico llena de caramelos colgaba de su brazo. Para la Recreación de la Batalla de Honey Hill, alguien colocaba siempre una capa de confederado sobre la suya de bronce. El general era uno de nosotros, vigilando Gatlin desde su puesto, generación tras generación.

Siempre deseé que las cosas cambiaran en mi ciudad, hasta que empezaron a cambiar. Ahora quería que Gatlin volviera a ser ese aburrido pueblo que había conocido toda mi vida. Que las cosas volvieran a ser como cuando odiaba que fueran así. De vuelta a cuando podía ver las cosas venir, y nunca sucedía nada.

No quería ver esto.

Aún estaba contemplando fijamente al general caído por la ventanilla trasera cuando Link redujo la velocidad.

—Tío, parece como si hubiera caído una bomba.

Las aceras de delante de las tiendas que jalonaban Main Street estaban cubiertas de cristales. Los escaparates de todas ellas habían volado, dejando los almacenes sin nombre y expuestos. Pude distinguir la letra «L» pintada de dorado y la «I» del escaparate de Little Miss, separadas de las otras letras. Sucios vestidos rosa intenso y rojo sembraban la acera, miles de diminutas lentejuelas reflejando los pedazos y fragmentos de nuestras vidas cotidianas.

—Eso no es una bomba, Wesley Lincoln.

—¿Señora?

Amma estaba mirando lo que quedaba de Main Street.

—Las bombas caen de los cielos. Ésta ha caído del infierno. —No dijo nada más mientras señalaba hacia el final de la calle.
Continúa adelante,
fue lo que indicó.

Link lo hizo, y ninguno de nosotros preguntó a dónde íbamos. Si Amma aún no había querido decirlo, es que no pensaba hacerlo. Quizás no íbamos a ningún sitio en concreto. Quizás Amma sólo quería ver qué zonas de la ciudad habían sido devastadas y cuáles habían sido indultadas.

Entonces vislumbré las centelleantes luces rojas y blancas al final de la calle. Enormes nubes de humo negro surcaban el aire. Algo estaba ardiendo. Y no cualquier cosa en la ciudad, sino su mismo corazón y alma, al menos para mí.

Un lugar donde siempre pensé que estaría a salvo.

La Biblioteca del Condado de Gatlin —todo lo que significaba algo para Marian y todo lo que quedaba de mi madre— era pasto de las llamas. Un poste de teléfono estaba incrustado en mitad del aplastado tejado, las llamas naranjas devorando la madera por ambos lados. Las mangueras soltaban potentes chorros de agua, pero tan pronto conseguían aplacar el fuego en un lugar, otro se prendía. El pastor Reed, que vivía un poco más abajo, arrojaba cubos de agua alrededor del perímetro, su cara cubierta de cenizas. Al menos quince miembros de su congregación habían acudido a ayudar, lo cual resultaba irónico, considerando que la mayoría de ellos habían firmado una de las peticiones de la señora Lincoln para prohibir los mismos libros de la biblioteca que estaban tratando de salvar. «La prohibición de libros no es mejor que la quema de libros». Es lo que mi madre solía decir. Nunca pensé que llegaría un día en que vería los libros arder.

Link redujo la velocidad, serpenteando entre los coches aparcados y los coches de bomberos.

—¡La biblioteca! Marian va a enloquecer. ¿Crees que esas cosas han hecho esto?

—¿Crees que no? —Mi voz sonaba lejana, como si no fuera mía—. Dejadme salir. Los libros de mi madre están ahí.

Link empezó a acercarse, pero Amma posó una mano en el volante.

—Continúa conduciendo.

—¿Qué? —Creí que nos había traído aquí porque los bomberos voluntarios necesitaban ayuda para lanzar agua sobre el resto del tejado e impedir que ardiera—. No podemos marcharnos. Puede que necesiten nuestra ayuda. Es la biblioteca de Marian.

Es la biblioteca de mi madre.

Amma no apartó la vista de la ventanilla.

—He dicho que continúes conduciendo, salvo que quieras apartarte y dejarme conducir a mí. Marian no está ahí, y no es la única que necesita nuestra ayuda esta noche.

—¿Cómo lo sabes? —Amma se tensó. Ambos sabíamos que estaba cuestionando sus habilidades como Vidente, el don que era tan consustancial en ella como la biblioteca lo era para mi madre.

Amma miraba fijamente hacia delante, sus nudillos casi blancos mientras apretaba las asas de su bolso.

—Son sólo libros.

Durante un segundo, no supe qué decir. Sentía como si me hubiera abofeteado en la cara. Pero igual que una bofetada, después del primer escozor, todo estaba más claro.

—¿Le dirías eso a Marian, o a mamá, si estuviera aquí? Son una parte de nuestra familia…

—Ten cuidado antes de aleccionarme sobre tu familia, Ethan Wate.

Cuando seguí sus ojos más allá de la biblioteca, supe que Amma no necesitaba hacer balance. Ya sabía lo que habíamos perdido. Yo era la última persona en imaginarlo. O casi.

Mi corazón martilleaba y mis puños estaban cerrados cuando Link señaló calle abajo.

—Oye tío, ¿no es ésa la casa de tus tías?

Asentí, pero no dije nada. No podía encontrar las palabras.

—Lo era —sorbió Amma—. Continúa conduciendo.

Podía distinguirse los destellos rojos de las sirenas de la ambulancia y de los coches de bomberos aparcados en el césped de la casa de las Hermanas —o de lo que había sido su casa—. La que hasta ayer había sido una orgullosa y blanca vivienda de dos pisos de estilo federal, con un porche que la rodeaba y una rampa improvisada para la silla de ruedas de la tía Mercy, hoy era media casa, cortada por el centro como una casa de muñecas. Pero, en lugar de la perfecta composición del mobiliario en cada habitación, todo en la casa de las Hermanas estaba patas arriba y destrozado. El desvencijado sofá de terciopelo azul yacía sobre el respaldo, mesas y mecedoras amontonadas contra él, como si los contenidos de la casa se hubieran deslizado a un lado. Los marcos se apilaban sobre las camas, donde se habían descolgado de los muros. Y, justo delante del sobrecogedor tajo, una montaña de basura: tableros de madera, paneles de escayola, piezas irreconocibles de mobiliario, una bañera de porcelana con patas —la mitad de la casa que no había sobrevivido—.

Saqué la cabeza por la ventanilla, mirando hacia la casa. Sentía como si el coche fuera a cámara lenta. Conté mentalmente lo que habían sido las habitaciones. La de Thelma estaba abajo, en la parte trasera, cerca de la puerta de mosquitera. Su habitación todavía seguía en pie. La tía Grace y la tía Mercy compartían la habitación más oscura, detrás de las escaleras. Y aún podían reconocerse las escaleras. Al menos era algo. Las repasé mentalmente.

Tía Grace y tía Mercy y Thelma.

Tía Prue.

No pude encontrar su habitación. No pude encontrar la colcha de flores rosa con todas sus pequeñas bolitas, o como quiera que se llamen. No pude encontrar su armario con olor a alcanfor ni su cómoda con olor a alcanfor ni su alfombra de retales con olor a alcanfor.

Todo había desaparecido, como si un puño gigante hubiera bajado del cielo pulverizándolo hasta convertirlo en polvo y escombros.

El mismo puño gigante que había respetado el resto de la calle. Las otras casas de Old Oak Road permanecían intactas, con apenas algún árbol caído o alguna teja rota en su patio. Tenía el aspecto de un auténtico tornado, ese modo de golpear al azar, destruyendo una casa y dejando la de al lado totalmente intacta. Pero esto no era el resultado azaroso de un desastre natural. Sabía a quién pertenecía ese puño de gigante.

Era un mensaje para mí.

Link acercó el Cacharro hasta la acera y Amma bajó del coche antes incluso de que se hubiese detenido. Se dirigió directamente a la ambulancia, como si supiera de antemano lo que íbamos a encontrar. Me quedé paralizado, el estómago revuelto.

La llamada de teléfono. No procedía del mayor cotilla de Gatlin, informando de que un tornado había destruido gran parte del pueblo. Había sido alguien que llamó para contarle a Amma que la antigua casa de mis tías abuelas se había venido abajo. Link me agarró del brazo y me empujó al otro lado de la calle. Prácticamente todo el barrio se había congregado alrededor de la ambulancia. Los miré sin reparar en ellos, porque todo era demasiado surrealista. Nada de eso podía estar sucediendo. Edna Haynie llevaba los rulos de plástico rosa puestos y un albornoz de algodón rizado, a pesar de los más de treinta grados, mientras que Melvin Haynie todavía vestía la camiseta y calzoncillos largos con los que dormía. Ma y Pa Riddle, propietarios de la tintorería instalada en su garaje, iban vestidos de acuerdo con el desastre. Ma Riddle hacia girar furiosamente su radio portátil, a pesar de que las pilas no parecían funcionar y la recepción no parecía coger ninguna emisora. Pa Riddle estaba aferrado a su escopeta.

—Disculpe, señora. Lo siento. —Link fue abriéndose paso a codazos entre la multitud, hasta que llegamos al otro lado de la ambulancia. Las puertas metálicas estaban abiertas.

Marian estaba de pie en el césped marrón delante de las puertas, a su lado había alguien envuelto en una manta. Thelma. Dos pequeñas figuras se sostenían entre ellas, unos esqueléticos tobillos azules asomando por debajo de los volantes de sus largos camisones blancos.

Tía Mercy sacudía la cabeza.

—Pobre
Harlon James.
No le gusta nada el desorden. Esto no le va a hacer gracia.

Marian trató de ponerle una manta, pero tía Mercy se la quitó de los hombros.

—Estás conmocionada. Necesitas calentarte. Eso es lo que han dicho los bomberos. —Marian me tendió una manta. Se movía en modo emergencias, tratando de proteger a la gente que amaba y minimizando los daños, a pesar de que todo su mundo estaba ardiendo a unas pocas manzanas de allí. No había forma de minimizar esa clase de daño.

—Se ha escapado, Mercy —murmuró tía Grace—. Te lo dije, ese perro no es bueno. Prudence debió de dejar otra vez la trampilla del perro abierta. —No pude evitar echar un vistazo hacia donde había estado la trampilla del perro y donde ahora faltaba toda la pared.

Me quité la manta y la coloqué suavemente sobre los hombros de tía Mercy. Estaba colgada de Thelma como un niño.

—Tenemos que decírselo a Prudence Jane. Ya sabes que está loca por ese perro. Tenemos que decírselo. Se pondrá más furiosa que una avispa en junio si se entera por otra persona.

Thelma la acurrucó entre sus brazos.

—Ella estará bien. Sólo son unas pequeñas complicaciones, como las que tuviste unos meses atrás, Grace. ¿Te acuerdas?

Marian miró a Thelma durante un largo momento, como una madre examinando a un niño que vuelve de jugar en el patio.

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