Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
—Si hago esto, entonces todas las cosas volverán a ser como eran antes. Lena estará bien sin mí. El Consejo del Custodio Lejano dejará a Marian y a Liv en paz. Gatlin dejará de secarse y agrietarse. —No era una petición, era una negociación.
—Nada es seguro. Pero… —Me quede ahí y esperé la respuesta de la Lilum—. Volverá a haber orden. Un Nuevo Orden.
Si iba a morir, aún había una cosa más que quería.
—Y Amma no tendrá que pagar cualquiera que sea el precio que le deba al bokor.
—Esa negociación se hizo voluntariamente. No puedo alterarla.
—¡No me importa! ¡Hágalo de todas formas! —Pero supe que no lo haría incluso mientras lo estaba diciendo.
—Siempre hay consecuencias.
Como yo. El Crisol.
Cerré los ojos y pensé en Lena y Amma y Link. En Marian y mi padre. Mi madre. En toda la gente que quería.
En toda la gente que había perdido.
La gente que no podía arriesgarme a perder.
No había demasiado que decidir. No tanto como pensé que habría. Supongo que algunas decisiones están tomadas antes incluso de que las decidas. Avancé un paso y encontré el camino de vuelta a la luz.
—Prométamelo.
—Es una obligación. Un juramento. Una promesa, como tú lo llamas.
Eso no era suficiente.
—Dígalo.
—Sí. Lo prometo. —Entonces pronunció una palabra que no existía en ninguna lengua y ni siquiera era un tipo de sonido que pudiera comprender. Pero la palabra en sí misma sonó como un trueno y un relámpago, y entendí la verdad en ella.
Era una promesa.
—Ahora estoy seguro.
Un segundo después me encontré en la salita de Lilian English de nuevo, mientras ella se derrumbaba en el sillón floreado. La voz de mi padre llamando desde el otro lado del auricular en su mano.
—¿Hola? Hola…
Mi cerebro cambió al piloto automático. Cogí el auricular, colgué a mi padre y llamé al 911 para la muy Mortal de Lilian English. Tuve que colgar el teléfono sin decir una palabra, porque Sissy Honeycutt estaba atendiendo en la centralita y hubiera reconocido mi voz sin vacilar. No podía dejar que me pillaran dos veces en casa de mi inconsciente profesora de inglés. Pero no importaba. Ahora tenían la dirección. Enviarían la ambulancia, igual que hicieron la otra vez.
Y la Mortal señora English no recordaría que yo había estado allí.
Conduje directamente hasta Ravenwood sin detenerme, sin pensar, sin poner la radio ni bajar la ventanilla. No recuerdo cómo llegué hasta allí. Un minuto antes estaba conduciendo por el pueblo y, al siguiente, estaba llamando a la puerta principal de Lena. No podía respirar. Me sentía como si estuviera atrapado en la atmósfera equivocada, en algún tipo de pesadilla horrible.
Recuerdo golpear mi puño contra la luna Caster tantas veces como pude, pero no respondió a mi tacto. Tal vez no había forma de esconder lo diferente que era ahora. Lo incompleto.
Recuerdo haber llamado y gritado, pronunciando en kelting su nombre, hasta que Lena finalmente abrió la puerta vestida con su pijama chino color púrpura. Lo recordé de la noche en que me contó su secreto, que era una Caster. Sentada en los escalones delanteros de mi casa en mitad de la noche.
Ahora, sentada en los suyos, le conté el mío.
Lo que sucedió fue demasiado doloroso para recordarlo.
Estábamos tumbados en la vieja cama de hierro de Lena, enlazados el uno en el otro como si no nada pudiera separarnos. No podíamos tocarnos, ni tampoco no tocarnos. No podíamos dejar de mirarnos, pero cada vez que nuestros ojos se encontraban, resultaba más doloroso. Estábamos exhaustos, pero no había forma de que pudiéramos dormir.
No había tiempo suficiente para susurrarnos todas las cosas que necesitábamos decir. Pero las palabras en sí mismas no importaban. Sólo pensábamos en una cosa.
Te quiero.
Contábamos las horas, los minutos, los segundos.
Nos estábamos quedando sin ellos.
E
ra el Último día. No quedaba nada por decidir. Al día siguiente era el solsticio y mi mente estaba resuelta. Estaba tendido en la cama mirando el techo de escayola azul, pintado del color del cielo para impedir que las abejas carpinteras anidaran. Una mañana más. Un cielo más pintado de azul.
Cuando regresé de casa de Lena, me fui a dormir. Dejé la ventana abierta, en caso de que alguien quisiera verme, acecharme o hacerme daño. No vino nadie.
Pude oler el café y escuchar a mi padre andando por el piso de abajo. Amma estaba en los fogones. Gofres. Definitivamente eran gofres. Debía de estar esperando a que me levantara.
Decidí no contárselo a mi padre. Después de todo por lo que había pasado con mi madre, no creía que pudiera entenderlo. Ni siquiera podía soportar pensar en cómo esto podría afectarle. Ahora entendía el modo en que enloqueció cuando mi madre murió. Yo mismo había estado demasiado asustado para permitirme sentir esas cosas antes. Y ahora, cuando ya no importaba cómo me sentía, notaba cada una de ellas. A veces la vida es así de extraña.
Link y yo intentamos comer en el Dar-ee Keen, pero al final tuvimos que renunciar. Él no podía comer, y yo tampoco. ¿Sabéis que a los prisioneros se les deja elegir su última comida, como si fuera algo muy importante? Pues a mí no me funcionó. No me apetecían ni gambas rebozadas ni bizcocho de azúcar moreno. No podía meterme nada.
Y de todas formas no pueden ofrecerte la única cosa que realmente quieres. Tiempo.
Al final nos fuimos a la cancha de baloncesto del patio del colegio de primaria y lanzamos unas canastas. Link me dejó ganar, lo que fue extraño porque solía ser yo el que le dejaba ganar a él. Las cosas habían cambiado mucho en los últimos seis meses.
No hablamos demasiado. En una ocasión él retuvo el balón y lo sostuvo cuando se lo pasé. Me miraba de la misma forma que lo había hecho cuando se sentó a mi lado en el funeral de mi madre, a pesar de que esa zona estaba toda acordonada y se suponía que era sólo para la familia.
—No soy muy bueno en esto, ¿sabes?
—Ya. Yo tampoco.
Saqué un viejo cómic que llevaba enrollado en el bolsillo trasero.
—Algo para que me recuerdes.
Lo desenrolló y se rio.
—¿Aquaman? ¿Se supone que tengo que recordarte a ti y a tus patéticos poderes con este mugriento cómic?
Me encogí de hombros.
—No todos podemos ser Magneto.
—Oye, tío. —Se pasó el balón de una mano a otra—. ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—No. Es decir, estoy seguro de que no quiero hacerlo. Pero no tengo elección. —Link entendía lo que era no tener opciones. Toda su vida giraba sobre no tenerlas.
Botó el balón más fuerte.
—¿Y no hay otra forma?
—No salvo que quieras quedarte con tu madre a contemplar el Final de los Días. —Estaba intentando bromear, pero últimamente siempre parecía inoportuno. Tal vez mi Alma Fracturada tenía algo que ver con eso.
Link dejó de driblar y se puso el balón bajo el brazo.
—Oye, Ethan.
—¿Sí?
—¿Recuerdas el Twinkie en el autobús? ¿El que te di en segundo curso, el día que nos conocimos?
—¿El que te encontraste en el suelo y me ofreciste sin decirme nada? Qué bonito.
Él sonrió y me lanzó el balón.
—Nunca se cayó al suelo. Esa parte me la inventé.
La pelota golpeó el aro y rebotó en la calle.
La dejamos escapar.
Encontré a Marian y a Liv en el archivo, otra vez juntas y de vuelta al lugar al que pertenecían.
—¡Tía Marian! —Me sentí tan aliviado al verla que casi la ahogué al abrazarla. Cuando finalmente la solté, supe que ella estaba esperando a que hablara y le dijera algo, cualquier cosa, sobre la razón por la que la dejaron marchar.
Así que empecé, lentamente. Dándoles retazos y fragmentos de la historia que no terminaban de encajar exactamente. Al principio, ambas se sintieron aliviadas de escuchar buenas noticias. Gatlin y el mundo Mortal no sería destruido por un apocalipsis sobrenatural. Los Caster no perderían sus poderes ni acabarían prendiéndose fuego a sí mismos accidentalmente, aunque en el caso de Sarafine hubiera salvado nuestras vidas. Escucharon lo que quise que escucharan: que todo iría bien.
Tenía que ir bien.
Estaba cambiando mi vida por ello: ésa fue la parte que no mencioné.
Pero ambas eran demasiado listas para dejar que la historia se acabara ahí. Y cuantos más fragmentos les proporcionaba, más rápido acoplaban sus mentes las piezas para reconstruir la retorcida verdad. Supe exactamente cuándo la última pieza encajó en su lugar.
El momento terrible en que vi sus caras demudarse y sus sonrisas desvanecerse. Liv no podía mirarme. Estaba dando cuerda a su selenómetro compulsivamente y retorciendo los cordeles que siempre llevaba anudados en su muñeca.
—Ya se nos ocurrirá algo. Siempre lo hacemos. Tiene que haber otra forma.
—No la hay. —No hacía falta que lo dijera; ella ya lo sabía.
Sin decir palabra Liv desató una de sus deshilachadas cuerdas y la ató a mi muñeca. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no me miró. Traté de imaginarme en su lugar, pero no pude. Era demasiado duro.
Recordé lo que fue perder a mi madre, mirar fijamente el traje colocado en la silla del rincón de mi habitación, esperando a que me lo pusiera y admitiera que estaba muerta. Recordé a Lena arrodillada en el barro, sollozando, el día del funeral de Macon. Y los ojos acuosos de las Hermanas mirando fijamente el ataúd de la tía Prue, los pañuelos hechos un ovillo en sus manos. ¿Quién les daría órdenes ahora y se ocuparía de ellas?
Eso es lo que nadie te cuenta. Es duro ser el que se queda detrás.
Pensé en la tía Prue internándose tras la Ultima Puerta con tanta serenidad. Estaba en paz. ¿Dónde estaba la paz para el resto de nosotros?
Marian no dijo ni una palabra. Me miraba fijamente como si intentara memorizar mi cara y congelar ese momento para no olvidarlo nunca. Marian sabía la verdad. Creo que sospechaba que algo así sucedería desde el momento en que el Consejo del Custodio la dejó marchar. Nada se daba sin un precio.
Y de haber sido ella, habría hecho lo mismo para proteger a la gente que amaba.
Y estoy seguro de que Liv también. A su modo, eso fue exactamente lo que hizo por Macon. O lo que John trató de hacer por ella en el depósito. Quizá se sentía culpable porque fuera yo y no él.
Confíe en que supiera la verdad —que no era su culpa, ni la mía, ni siquiera la de él—. Por mucho que yo quisiera pensar que lo era.
Era mi vida, y así era como terminaba.
Yo era el Wayward. Y ésta era mi gran y terrible meta.
Así lo decían las cartas, aquellas que Amma trataba desesperadamente de cambiar.
Siempre había sido yo.
Pero ellas no me hicieron decir nada de eso. Marian me rodeó con sus brazos, y Liv pasó los suyos alrededor de ambos. Me recordó la forma en que mi madre solía abrazarme, como si no fuera a soltarme nunca. Finalmente Marian susurró algo suavemente. Era de Winston Churchill. Y confíe en recordarlo, a donde quiera que fuera.
—«Esto no es el final. No es ni siquiera el principio del final. Pero tal vez sea el final del principio».
L
ena no estaba en su dormitorio en Ravenwood. Me senté en su cama para esperarla, mirando al techo. Pensé en algo y cogí su almohada, frotándola contra mi cara. Recordé el olor de las almohadas de mi madre después de que desapareciera. Era como magia para mí, una parte de ella que todavía existía en mi mundo. Quería que Lena tuviera al menos eso.
Pensé en la cama de Lena, en la vez que rompimos allí sentados y el techo empezó a desprenderse haciendo que trozos enteros de de escayola cayeran sobre nosotros. Miré las paredes, pensando en las palabras que estaban allí escritas la primera vez que Lena me contó cómo se sentía.
No eres el
único que cae.
Las paredes de Lena ya no eran de cristal. Su habitación estaba igual que el día que nos conocimos. Tal vez era así como intentaba mantener las cosas. Volviendo a ponerlas como al principio, cuando las cosas aún estaban llenas de posibilidades.
No podía pensar en ello.
Había retazos de palabras por todas partes, supongo que así era como Lena sentía las cosas.
¿QUIÉN PUEDE JUZGAR AL JUEZ?
No funcionaba así. No se puede desprogramar el reloj. No para todo el mundo. Ni siquiera para nosotros.
NO CON UN ESTALLIDO SINO CON UN GEMIDO
Lo hecho hecho estaba.
Creo que ella debía saberlo porque dejó un mensaje para mí escrito a través de las paredes de su habitación en tinta Sharpie negra. Como en los viejos tiempos.
CUENTAS DEL DEMONIO
lo que es un sólo mundo
lo has seccionado en dos
como sí pudiera haber
una mitad para mí
una mitad para
ti
lo que es justo cuando
no hay nada
más que compartir
lo que es Tuyo cuando
tu dolor debo soportar
esta triste cuenta es mía
esta loca senda es mía
sustrae dicen,
no llores
vuelve al pupitre
inténtalo
olvida sumar
multiplicar
y contesto
así es como
los restos
odian
la división
Apoyé mi cabeza contra la pared, pegado a las palabras.
Lena.
No respondió.
L.,
no eres un resto. Eres una superviviente.
Sus pensamientos llegaron lentamente como un ritmo entrecortado.
No podré sobrevivir a esto. No puedes pedírmelo.
Sabía que estaba llorando. La imaginé tendida en la seca hierba de Greenbrier. Iría a buscarla allí.
No deberías estar sola. Espérame. Voy para allá.
Había tanto que decir que dejé de intentar decirlo, por eso me sequé los ojos con la manga y abrí mi mochila. Saqué el rotulador Sharpie de repuesto que Lena guardaba en ella, igual que la gente tiene una rueda de repuesto en el maletero de su coche.
Por primera vez le quité la tapa y me puse de pie en su silla de chica frente a su viejo tocador blanco. Crujió bajo mi peso, pero aguantó. De todos modos, no iba a tardar mucho. Los ojos me escocían, y era difícil ver.