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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (3 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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—Hace años que nadie me llama así, Liuva ha muerto para los hombres. Ahora sólo soy un ermitaño.

El monje se levanta con esfuerzo y le indica que han de salir afuera.

—¿Quién eres…?

—Soy Swinthila…

—Swinthila, el legítimo…

La expresión de su rostro se entristece por una antigua y oculta rivalidad. Entonces, Liuva, el hombre de la mano cortada, se queda absorto, todo un universo de recuerdos le domina y su cara pálida y enflaquecida se va transformando, al tiempo que las memorias acuden a su mente. Tras un breve silencio, Liuva habla de nuevo, en su voz se adivina una amargura irónica con la que prosigue:

—Al fin has llegado, tú, el legítimo hijo de Recaredo. Supe siempre que vendrías. ¿Qué quieres de mí? Yo no soy nadie… ¿Qué deseas de mí? Nada soy sino aquel que reinó lo suficiente como para ser traicionado.

Swinthila observa al ermitaño con desdén, no le gustan los lamentos del otro. Piensa que su hora ha llegado y que él, el legítimo hijo de Recaredo, conseguirá el poder, recuperar el lugar injustamente arrebatado a la estirpe baltinga. Liuva camina con dificultad, el tiempo ha destrozado a aquel que una vez fue un hombre fuerte. Los años del monje no superan los cuarenta, pero es ya un hombre decrépito, enfermo, y cansado. Sus ropas pardas le hacen parecer más descarnado, su rostro enflaquecido recuerda vagamente al de su padre Recaredo, pero el de Liuva es un rostro torturado, y el del gran rey Recaredo fue siempre un semblante vigoroso.

Fuera, la luz de la mañana se cuela entre los olmos junto al río, haciendo que sus hojas brillen verdinegras. En el fondo del valle, un poblado de casas dispersas de piedra y adobe se muestran vivas por el humo que se escapa de ellas hasta el cielo. Cerca se escucha la cascada golpeando las rocas de forma interminable. Él no ve nada, quizás únicamente la claridad de la mañana y alguna sombra emergiendo en la fría oscuridad que le rodea.

Lejos ya del recinto sagrado, el monje abraza al recién llegado, diciendo:

—Mi pequeño hermano, el que pensé perdido, es ahora un fuerte guerrero.

Swinthila nota su cuerpo junto a él y, al estrecharle, aprecia nada más que huesos y pellejo. Su coraza dura choca contra la túnica del monje y, sin saber por qué, siente asco ante aquel gesto afectuoso.

En los alrededores de la ermita en la que Liuva ha vivido refugiado hay unas piedras cuadradas que podrían formar un lugar para sentarse. Los dos hermanos se dirigen allí y se sientan, hombro con hombro, rodeados por picos nevados y rocas calcáreas, divisando al frente las grandiosas montañas del norte. Desde allí se distingue el camino que conduce al antiguo castro de Ongar, ahora una fortaleza. Liuva calla, Swinthila aguarda nervioso, impaciente por conocer lo que le interesa.

—¿Cómo has podido pasar? ¿Cómo te han dejado los montañeses cruzar la cordillera, a ti, a un godo?

—Me capturaron, pero Nícer me reconoció y me permitió el paso. Él quiso que hablases conmigo, que me ayudases.

Liuva suspira y, de algún modo, se puede entender lo que piensa. El recién llegado le explica:

—He venido a que me ayudes a recuperar lo que me corresponde. El partido de nuestra casa debe volver al poder, humillando a los nobles que se nos oponen.

Liuva le interrumpe:

—Las peleas entre los nobles godos no me interesan, me dan igual, no deseo volver al pasado… Aquí estoy en paz; estoy enfermo y cansado, soy el eremita, el que rezo por la paz del valle; los paisanos me respetan, me traen comida, vivo una vida de soledad penitente… ¿Quién eres tú para perturbarla? No quiero nada del mundo, estoy desencantado de él y de sus grandezas, sin ganas de buscar nada más.

Swinthila de nuevo se impacienta y le interrumpe:

—Tienes una obligación y un deber…

—Un deber… ¿a qué te refieres?

—Si eres hombre, tienes el deber de la venganza y la obligación de reponer a tu familia en el trono que perdiste.

Liuva sonríe hoscamente, calla un tiempo y después se dirige a Swinthila, como dándole una lección, con una aparente seguridad.

—He perdonado tiempo atrás. Nada de eso merece la pena… No quiero que el odio, otra vez, se apodere de mí… ¡He vencido al odio! A pesar de todo lo ocurrido… ahora estoy en paz.

Saca su brazo de la túnica, mostrando de nuevo el muñón del miembro que un día cortaron.

—He aprendido a olvidar, a manejarme sin esta mano. A borrar de la memoria la luz y a trabajar sin ella… ¿Conseguiría algo lamentándome porque mi mano no existe? ¿Conseguiría algo quejándome porque ya no veo? Hubo un tiempo en que estaba ciego aunque mis ojos veían, ahora no veo con los ojos del cuerpo, pero los de mi espíritu ven más allá. He encontrado la paz en este lugar retirado y no quiero que esa paz se vea enturbiada por nada.

Al hablar, roza a Swinthila con el muñón, éste retrocede alejándose de él, siente asco al notarlo cerca. El monje lo percibe.

—Tú también huyes de mi brazo amputado…

—Los que te hicieron eso aún viven, son los tiranos que han destrozado el reino… Hemos de intentar derrotarlos.

Se ríe de manera sardónica, llena de ironía.

—¿Te crees superior a ellos? No, el poder corrompe; es un veneno que poco a poco penetra en el cuerpo y nos hace desear siempre más, no tolera competidores, busca siempre dominar.

—No todos los que quieren el poder lo hacen torpemente. Hay reyes justos, nuestro padre lo fue. Nuestro padre, el gran rey Recaredo, ungido como rey por la gracia de Dios.

Liuva calla. Una sonrisa triste cruza su cara. Deja que el silencio corte el ambiente, después prosigue.

—Nadie hay limpio delante de Dios, nadie es enteramente bueno; en el hombre siempre hay corrupción… Nadie conoce todos los arcanos de la vida. ¿Quién puede juzgar a quién?

Después de aquellas palabras proferidas con un gran esfuerzo, Liuva cierra los ojos rodeados de arrugas y habla de nuevo:

—Nuestro padre trató de ser justo, y fue traicionado muchas veces incluso por mí. Mis ojos ciegos se deben a que un día no vi la verdad, cegado por las palabras arteras de mis enemigos. Mi mano cortada es un justo castigo a mi infamia.

—¿Infamia…?

—Yo traicioné a Recaredo… ¡Lo oyes bien! —Se excita mucho y sus ojos ciegos parecen revivir en las órbitas. Lo hice, y lo hice con su enemigo más acerbo. El mismo ser brutal, Witerico, que después me traicionó a mí…

Swinthila conoce algo de aquella antigua historia e intenta removerla sacándola a la luz, la historia guardada en el fondo del alma de aquel ser enfermizo, dolido por el pasado.

—Has pagado con tu mutilación y con tu reino, no debes atormentarte con culpas que ya han prescrito y por las que ya te has redimido… Tu enemigo murió…

—¡Fue asesinado…!

—Sí, pero la venganza pasa de una generación a otra. Ahora reina alguien peor que él, un hipócrita que dice ser afín a Recaredo y que en el fondo es igual que Witerico, el rey Sisebuto. Debes ayudarme.

—Yo únicamente quiero olvidar el pasado. Un pasado horrible que tú desconoces.

—Conozco la historia… —afirma Swinthila con altanería.

—Tú… —Liuva grita enloquecido—. ¡Tú no sabes nada…!

Lágrimas acerbas, que no puede controlar, le corren por las mejillas; después inclina la cabeza, aún sollozando.

Pocas veces ha visto Swinthila llorar así a un hombre y se avergüenza de él, sintiéndose incómodo. Se pone en pie para despejar esa penosa sensación. Al levantarse divisa el valle, a lo lejos un rebaño de vacas pace tranquilamente, son de color pardo y se desdibujan en el paisaje. Distribuidas por las laderas hay casas de piedra gris, techadas con ramas; alguna de ellas, más fortificada. Se escucha el trinar de un pájaro, el ambiente es pacífico, pero Swinthila no tiene tiempo que perder, así que se dirige de nuevo a Liuva, que parece algo más recompuesto, apoyando su brazo sobre el hombro del depuesto rey godo.

Él dirige su rostro hacia Swinthila sin verle y habla con esa serenidad dolorida que le caracteriza.

—Desde siempre supe que vendrías… Sabía que no habías muerto ni tú, ni Gelia. Tú… sobrevives a todo. Eres el guerrero fuerte, capaz de superar las conjuras. Supe que levantarías los fantasmas dormidos en el fondo de mi alma. Yo había alcanzado la paz y ahora de nuevo la he perdido. —Liuva se calla durante un instante y después, como para sí, prosigue indeciso—. Sí, sé que tengo un deber. Sí, lo tengo. Debo cumplir mi obligación y abrir los secretos del pasado… debo transmitirte el legado de nuestra madre.

Swinthila guarda silencio para no interrumpirle, han llegado al punto que él buscaba; después Liuva prosigue:

—Te envía Pedro de Cantabria. ¿No es así?

—Lo es.

—Quizás él podría haberte aclarado muchas cuestiones…

—Lo hizo, pero él no conoce todo lo ocurrido en tiempos de nuestro padre. Además quiere que te desahogues, que hables de lo que te atormenta y no te deja vivir.

Liuva, conmovido, exclama:

—El bueno, generoso y fiel Nícer…

—¿Por qué le llamáis Nícer…?

—Es el nombre que los montañeses dan a Pedro, ¿no lo sabías? Él es solamente medio godo, al nacer le dieron un nombre celta: Nícer, que después fue cambiado por Pedro al recibir el bautismo.

Cuando Recaredo llegó al trono, le nombró duque de Cantabria, queriendo recompensarle. Los magnates godos se opusieron, pero Recaredo le apoyó. Ha sido un baluarte para los godos poniendo orden entre las tribus del norte, nunca enteramente pacificadas. Además, Nícer ahora es invencible… posee algo que le protege.

Swinthila se muestra cada vez más interesado, no quiere interrumpirlo, y le anima con un gesto apretándole el hombro a que continúe.

—Tú no sabes muchas cosas. Yo me crié entre los cántabros y los astures en la época en la que mi madre no había sido reconocida aún como la legítima mujer de Recaredo. Ella misma te contará toda la historia. Existe una carta que ella te dirige, en la que se explican muchas cosas que nadie conoce.

El godo se estremece de excitación, al fin su hermano llega al punto que durante largo tiempo ha indagado, lo que le ha conducido al norte.

—¡Quiero esa carta! Es por ella por lo que he venido. Adalberto me habló de ella.

Al oír hablar de Adalberto, una sonrisa dolorida se dibuja en el rostro del hombre de la mano cortada.

—Adalberto, el hombre al que yo amé, que me traicionó y al fin me salvó la vida.

Swinthila no se conmueve ante la expresión melancólica y nostálgica de Liuva, sólo quiere una cosa.

—¡Dame la carta…! ¡Es mía…! Tú mismo dices que me ha sido dirigida.

—Tengo la carta, nunca he podido leer su contenido, llegó a mí cuando la luz ya había huido de mis ojos. Dudo que estés preparado para aceptar todo lo que hay en ella, pero has venido y debo dártela. Allí, Baddo, nuestra madre, explica los secretos de poder… Me da miedo confiártelos… —Liuva calla unos segundos para continuar después en un tono de voz más bajo—. Se necesita un corazón recto y compasivo que no posees…

—¡Tú… monje, anacoreta, ermitaño…! —El guerrero godo le insulta con desprecio—. ¿De qué conoces los corazones de los hombres?

—Los hombres del valle me respetan y me escuchan, se dirigen a mí buscando guía y consuelo, conozco los pensamientos de los corazones. En el tuyo sólo existe una desmedida ambición… eso te perderá…

—No eres tú el adecuado para echarme nada en cara. Tú causaste la ruina de nuestra casa con tu traición. ¿Lo sabes?

Liuva, ante aquel ataque, intenta contestar, temblando de vergüenza e indignación; las palabras no fluyen de su boca, pero al cabo de poco tiempo se recompone y prosigue gritando:

—El gran Recaredo, como tú le llamas, nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo tenía meses. En aquel tiempo, mi padre buscaba como tú el poder y no le convenía reconocerme a mí, al fruto de un concubinato. Mi tío Nícer, a quien conoces como Pedro, nos protegió aunque hubo de alejarnos del poblado. No pudo refugiarnos en la aldea porque mi madre había sido deshonrada —en su voz latía la repulsa— por ese al que tú llamas el gran rey Recaredo. Ella y yo vivimos aquí, solos, ayudados únicamente por las familias de los montañeses del valle; moramos aquí todos los años de mi niñez. Recaredo, tiempo después, recordó que tenía una esposa, una concubina regia, a la que había abandonado. El gran rey Recaredo, como tú le llamas, me quitó a mi madre enviándome a las escuelas palatinas de Toledo, que fueron mi perdición.

La historia de Liuva

«Lo que ahora ves como una ermita no siempre fue de este modo, antes había sido una casa de piedra con techo de madera y paja. Aquí, aislados del mundo godo, rechazados por los montañeses y al mismo tiempo protegidos por ellos, vivimos Baddo y yo, cuando era niño. Mi madre conseguía comida en los caseríos de los alrededores y cuidaba ovejas, de las que extraíamos leche para alimentarnos y lana para vestirnos. Nuestra madre era una mujer singular que dominaba la lanza y el arco; de ella aprendí muchas cosas. Estábamos muy unidos y no solíamos relacionarnos con casi nadie. Baddo no acostumbraba hablar de mi padre, pero la nostalgia de él se traslucía en sus ojos cuando desde lo alto del valle observaba el camino que conduce hacia el sur. Las montañas cántabras estaban en paz; mi tío Nícer, a quien tú llamas Pedro, guardaba el valle en donde nadie podía entrar sin su beneplácito.

»Una noche de un invierno muy frío, no tendría yo más que cuatro o cinco años, un hombre se acercó a nuestra cabaña, un hombre que a mí me pareció enorme, como un gigante, un hombre que abrazó a mi madre y a mí me acarició el pelo. Supe que él era mi padre; pasó la noche en la cabaña. Desde el pajar donde yo dormía, oí voces que me llegaron como lamentos y susurros entrecortados. Mis padres hablaban de alguien a quien ambos amaban y que había muerto. Me dormí oyendo aquellos sonidos. Por la mañana, él se había ido.

»Pasaron dos o tres años repletos de una rutina que todo lo impregnaba, unos años en los que crecí sin tratar prácticamente a nadie, unos años que se han borrado de mi mente por su vacuidad. Recuerdo como si fuese hoy, el día en el que en ese camino que cruza el valle apareció un emisario, un hombre que parecía un montañés y no lo era. Las nubes, blancas y velludas como la lana recién esquilada, se deslizaban suavemente en el cielo límpido de una tarde de verano, sombreando a retazos el camino por donde avanzaba aquel hombre. Desde la altura, lo vi acercarse.

»Fui yo quien le recibí en casa, dejé mis juegos y con curiosidad me acerqué hasta el borde de la planicie, que después baja hacia el valle. El extranjero ascendía con esfuerzo la loma; al llegar junto a mí, se inclinó hasta mi altura y, con el acento de los hombres del sur, me preguntó por la dama Baddo. Ella estaba en el arroyo y le guié hasta allí. El mensajero depositó en sus bellas manos dañadas por el trabajo en el campo un pergamino con un sello de gran tamaño. Noté que el rostro de mi madre enrojecía. Me dijo que me fuera y, a regañadientes, lo hice; un extranjero era siempre una novedad. Los dejé solos y hablaron largo rato; después el hombre se fue.

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