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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (5 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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»—No es así y tú lo sabes —le animó él.

Callaron, en aquel lugar los soldados cepillaban los caballos mojándolos con agua, la conversación podría ser escuchada. Ella se alejó de Efrén y tornó caminando hacia el río con su faz entristecida. Poco después, el capitán de la tropa informó a mi madre que reemprendíamos el camino, no quedaba mucho hasta llegar al fin de nuestro viaje. Ella se recompuso los cabellos, se alisó la ropa y cambió la expresión de su cara.

»El camino transitaba a lo largo del río, vimos algún pato nadando. Al fin torcimos a la izquierda y nos separamos del cauce. Ascendimos una loma y se abrió a nuestros ojos Recópolis, la ciudad de Recaredo. Situada entre campos de olivos y cereal, flanqueada por un gran acueducto, la ciudad estaba emplazada en un montículo, rodeada por una muralla que nunca había visto la guerra, y circundada por un meandro del Tajo. Al cruzar las puertas sonó el himno de la monarquía de Leovigildo y se cuadraron los centinelas. Mucha gente salió a las calles para ver llegar la comitiva del norte.

»Nada más atravesar la muralla, nos encontramos con la ciudad artesana y sencilla, con tiendas de orfebrería y vidrio y casas de una sola altura encaladas de blanco. Al frente, al final de la calle principal, un gran arco separaba la ciudad populosa y menestrala de la parte noble. Rebasamos las puertas del arco, llegando a una plaza en la que se situaba el palacio de Recaredo, una mole de piedra con dos plantas, ventanas con celosía y columnas de corte romano. Al frente del edificio se abría entre columnas una gran portalada a la que se accedía subiendo unas amplias escaleras. A la derecha de la explanada, la iglesia palatina abría sus puertas, con planta de cruz latina y el baptisterio. A los lados, otros edificios oficiales en piedra arenisca cerraban la plaza.

«Atravesamos el dintel y se abrieron ante nosotros unas estancias guarnecidas por tapices; la escasa luz penetraba por ventanas cerradas por teselas de vidrio verdoso y grandes hachones humeando en las paredes. La servidumbre nos condujo hacia unas habitaciones en la parte superior del palacio desde las que se divisaba el río.

»Baddo se encontraba en un estado de gran nerviosismo y agitación continuas que no conseguía calmar. Nos prepararon un baño y nos hicieron cambiar las vestiduras del viaje. Al fin se sirvió la comida. Después recorrimos nuestra nueva morada, las estancias inmensas en el palacio sobre el Tagus
[2]
. Mi madre desde las terrazas miraba insistentemente el camino que conducía a Toledo. Caía la tarde tiñendo de tonos rojizos el río.

«Aquella noche llegó Recaredo.

«Bajo la luz de las antorchas reconocí a mi padre, el hombre corpulento que años atrás había estado en las montañas. Parecía un enorme buey con ojos sombreados por pestañas rubias y de un color verde tan claro que se hacía transparente. Entró con paso firme en la estancia. La larga capa del rey se balanceaba a su paso, y las botas hacían un ruido fuerte sobre el suelo de madera. Al ver a mi madre en el fondo del aposento, se dirigió corriendo hacia ella, que le acogió con ansia. Después vi cómo se separaban y mi padre bebía del rostro de mi madre besándola por doquier sin importarle que alguien estuviese cerca, sin notar que yo estaba allí, observándolos. Le decía, con el acento fuerte y el latín puro del sur, que la amaba; ella lloraba y se cogía a él. Pasó un largo rato que a mí se me hizo eterno, en el que me sentí postergado por ambos. Al fin, mi madre, liberándose de su abrazo, dirigió a mi padre hacia mí.

»—Mira, aquí está Liuva.

«Escuché la voz bronca de mi padre que decía:

»—Ha crecido.

«Recaredo se dirigió hacia mí, revolviéndome el cabello y dándome un cachete cariñoso en la mejilla. Me encontraba confundido por mis sentimientos, por un lado estaba orgulloso de ser su hijo, de descender de aquel a quien todos alababan como el forjador de la paz, el que había conseguido la unidad del reino pero, por otro, unos celos absurdos me llenaban el alma porque intuía que él me quitaría a mi madre.

«Enseguida, mis padres se retiraron y me quedé solo. Los criados me condujeron a un aposento donde un calentador ahuyentaba el frío del invierno. Me mantuve despierto mucho tiempo ante la luz rojiza de las brasas, percibiendo cómo todo cambiaba.

»Mi padre moraba en Toledo, pero nos visitaba con frecuencia; ordenó que un preceptor se ocupase de mí. Yo aprendía sin aplicarme demasiado porque en aquel tiempo no me atraían las letras griegas ni las latinas; así que, con frecuencia, me escapaba de mi maestro y huía hacia el río, donde me gustaba oír a los peces hablar; donde recogía cantos rodados, plantas y flores. A menudo andaba las leguas que me separaban del molino y observaba al molinero, que nunca fue excesivamente afectuoso conmigo, pero que me dejaba estar allí. En aquella época yo estaba obsesionado con la maquinaria, me fijaba en el rodezno, en las ruedas que encajaban entre sí, me gustaba pasar el tiempo viéndolas girar, insertándose la una en la otra.

«No tenía relación con otros chicos, creía que me evitaban por mi alta alcurnia. No me importaba, yo también huía de ellos.

»Un día, en la iglesia palatina, unos hombres de origen posiblemente griego estaban pintando frescos guiándose por un pergamino donde figuraban grecas y motivos florales. Por la noche, mientras ellos dormían, me dirigí a la iglesia y pinté uno de los laterales siguiendo un modelo tomado del libro, pero modificado a mi gusto. A la mañana siguiente los orientales se enfadaron porque alguien les había deshecho su trabajo. Finalmente, se descubrió que yo había sido el culpable porque parte de la pintura se me había quedado en la ropa. Esto llegó a oídos de mi padre y no le agradó. No entendía que me gustase inventar cosas, dibujar y que estuviese al margen de todo lo que atraía a otros chicos de mi edad. En la ciudad se corrió la voz de que yo era un poco lunático.

»Pasado un tiempo de esta vida un tanto independiente, mi padre me hizo llamar.

»—Me han llegado noticias de tu comportamiento y estoy preocupado —me dijo muy serio—. No puedes pasarte horas y horas junto al Tajo, contemplando el río y las nubes… No debes ir con los tejedores a verlos trabajar, ni con el molinero a interrumpir su tarea. Ellos son de otra clase. Es inadmisible que te entrometas en los dibujos de los griegos…

»A cada una de estas reconvenciones, yo reconocía que era así y asentía con la cabeza, ruborizándome.

»—Quizá sobre ti algún día recaiga la corona real, que llevó tu abuelo Leovigildo y tu tío Liuva, de quien has heredado el nombre. La corona de la que yo ahora soy dueño.

» Guardé silencio ante la reprimenda.

»—¿Callas?

»—No tengo nada que decir —le contesté hoscamente.

»—Irás a las escuelas palatinas de Toledo. Allí recibirás la formación como soldado que, posiblemente, necesitarás algún día para guiar ejércitos. Les diré que te traten con dureza y que olviden que eres el hijo del rey. Chindasvinto te domará.

»Mi expresión debió de ser abatida y noté que el color de mi cara desaparecía. Él, entonces, habló con menos dureza inclinándose hacia mí y apoyando sus fuertes brazos sobre mis hombros.

»—El día de mañana es posible que lleves una pesada carga, debes estar preparado para ello. Sólo un buen guerrero puede llevar la corona con honor.

»No hablé, no sabía qué contestarle, él ambicionaba que su hijo llegase al trono de los godos; pero todo lo que él me decía me causaba temor. Desvié la mirada hacia el techo, después él siguió diciendo unas frases que me hicieron daño.

»—Pronto tu madre y yo contraeremos matrimonio ante los hombres, aunque hace ya mucho tiempo que ella es mi esposa; sin embargo, no deberás mencionar que Baddo es tu madre, sería un deshonor para ella haber tenido un hijo antes del enlace oficial. Me he encargado de que anuncien que, aunque su linaje no es alto, sus virtudes sí lo son. El conde de las Languiciones la ha adoptado como hija.

«Enrojecí de ira ante estas palabras. Yo, un deshonor para mi madre. ¿Qué pretendía decir con eso? Él continuó.

»—No la aceptarán porque no es de estirpe real, ni siquiera desciende de la nobleza goda, pero todo eso puede subsanarse. Así que no quiero que además le cuelgue el peso de un hijo habido fuera del matrimonio. Te he reconocido como hijo, pero no es preciso decir quién es tu madre.

»De nuevo no proferí ni una sola palabra, no le miré y en mi corazón cruzó un sentimiento en el que se combinaba el desencanto con el odio y la vergüenza. Él no supo, o no quiso, entenderme. Me abrazó y musitó alguna palabra aparentemente afectuosa y se fue.»

Las escuelas palatinas

«Toledo.

»Sólo decir esa palabra y todo mi cuerpo tiembla, Toledo fue mi tormento, mi triunfo y al fin mi ruina. El lugar donde encontré mi destino, donde perdí la honra, la salud y la corona.

»Al decir esto, Liuva extiende su brazo amputado, como queriendo ver la mano que ya no existe; se adivina en sus ojos un rescoldo de vida. Se abren aún más, ciegos pero vivos. Las escuelas palatinas marcaron su destino.»

»Toledo.

»A lo lejos me pareció una isla, rodeada por un brazo de río, el Tagus, que la envolvía; más allá, la muralla, enhiesta y recortada por torres, ceñía la ciudad como una corona de piedra. Al fondo se entremezclaban las agujas y cúpulas de las iglesias, Santa María la Blanca, San Miguel y Santa Leocadia. Hacia el este, el gran alcázar de los reyes godos elevaba su mole hacia el cielo, flanqueado de cuatro torres, en las que vibraban gallardetes y banderas en el aire de otoño. El ruido de campanas tocando a vísperas inundaba el valle. El sol del atardecer doraba los campos de la Sagra y las piedras de la muralla de la urbe regia.

»Tras franquear el puente romano y subir una cuesta empinada, alcanzamos la muralla. Después, lentamente, ascendimos a lomos de cabalgaduras por la pendiente que conducía al palacio. La ciudad se abrió ante nosotros, colmada de ruido y algarabía, de gentes de cabelleras oscuras entre las que se entrecruzaba algún soldado godo de pelo más claro, un comerciante bizantino, un judío con su vestimenta parda, siervos de la gleba que vendían productos del campo para sus amos, orfebres y tejedores, mujeres de torpe condición o de aspecto libre. La ciudad emitía, me parece oírlo aún, un ruido orgulloso y a la vez cínico. Bañada en un olor ácido y dulzón a la vez, en el que se confundía el aroma de vinagre y miel tostada, con el efluvio de los orines y el estiércol de los caballos. En lo alto de la calle, una vez pasada la gran plaza de piedra donde se reunían los comerciantes, apareció ante nosotros la soberbia mole del gran palacio de los reyes godos. Un enorme portón abierto daba paso a una oquedad semejante a un túnel que conducía al patio central de la fortaleza. La cámara de entrada me recordó las profundas cuevas del norte. Todo me pareció inmenso, quizá porque yo era un niño.

»En el patio, la guardia se cuadró ante el conde Fanto y las tropas que nos acompañaban. Oí, como si fuera en sueños, voces que susurraban preguntando quiénes éramos y de dónde veníamos, el conde les enseñó una cédula real y les explicó quién era yo; entonces escuché: “Salud al hijo de nuestro señor el rey Recaredo.” Ante el nombre de mi padre enrojecí por fuera y temblé por dentro. Desmontamos de las cabalgaduras que nos habían traído desde Recópolis. Fanto y sus hombres se despidieron de mí con un abrazo frío, entregándome a los cortesanos. Me quedé solo, asustado por las novedades, me estremecía ante tantos desconocidos, avergonzado por mi condición de hijo del monarca, temiendo siempre no estar a la altura. Para no posar la mirada en nadie, mi vista se dirigió hacia el cielo límpido de Toledo, sin una nube, donde cruzaban las aves migratorias del otoño.

»Un caballero grueso, con calzas oscuras y una tripa prominente que colgaba por encima de un grueso cinturón, nos saludó protocolariamente, diciendo:

»—Soy Ibbas, jefe de las escuelas palatinas por la venia de vuestro padre, el gran rey Recaredo, guárdele Dios muchos años.

«Respondí a su ampulosa reverencia con una leve inclinación de cabeza. Él me examinó de arriba abajo, quizá pensando que yo era un muchacho canijo de aspecto poco militar.

»Por corredores estrechos y poco iluminados me condujo a un patio porticado en la parte trasera del palacio; los arcos rodeaban una amplia palestra. Al frente de ella vimos una basílica con la cruz sobre el friso de la puerta de entrada. De los laterales del pórtico salían voces en lengua latina repitiendo una cantinela, como una salmodia. Me encontraba en las escuelas palatinas. Más tarde supe que en aquel lugar se entrenaban y educaban los hijos de los nobles de mayor abolengo, los más ligados a la corona; los futuros componentes del Aula Regia.

»En el centro, sobre una arena fina, se adiestraban en el arte de la lucha unos jóvenes altos, que combatían con el torso desnudo y velludo en una lucha cuerpo a cuerpo; escuché sus gritos rítmicos. Más allá, dos hombres se batían manejando dos palos de gran tamaño, entrecruzándolos con gestos ágiles y rápidos. Me quedé parado observándolos con admiración; los músculos firmes, perfectamente delineados bajo la piel sudorosa, se tensaban con los continuos movimientos. Al fondo de la arena, unos chicos entrenaban el tiro con arco, mientras otros charlaban a un lado. La mayoría eran guerreros jóvenes, unos ya barbados; en otros, el vello de la cara no era más que una sombra, muchos mostraban la cara picada por granos. Había adolescentes fornidos que se contoneaban como jóvenes gallos de pelea; muchachos altos de aspecto duro que lanzaban flechas y jabalinas, hombres ya adultos que los guiaban. Yo, en cambio, era un niño imberbe y asustado entre tanto guerrero musculoso. Mi padre había querido acelerar mi formación como soldado y me envió allí para que la dura vida semicuartelaria de aquel lugar me curtiese. Me sentía solo, pequeño y aislado. Nadie dio señal de querer saludarme o dirigirse a mí, estaban demasiado ocupados entrenándose o charlando.

»—Espera ahí —me dijo Ibbas, y se fue a buscar a alguien.

»Sin él, la única persona conocida, todavía me sentí más indefenso; comencé a morderme las uñas con nerviosismo. Me situé detrás de una columna, un poco retirado del resto, esperando a que alguien me indicase lo que debía hacer.

»El tiempo se me hizo eterno. Para aliviar la espera, me centré en los dos jóvenes que luchaban con palos a un lado del recinto, escuché cómo entrechocaban las maderas cadenciosamente; eran muy hábiles, paraban los golpes arriba, abajo, a los lados, con una frecuencia medida y acompasada; parecía un baile, un baile impetuoso. Uno era fuerte, de cabellos rizados, casi negros, la barba corta parecía oriental. El otro era un joven esbelto, de piel clara casi albina, que había tomado un tinte rosáceo con el sol de primavera, casi no tenía vello en la cara, su nariz era recta, los labios firmes y decididos. Recordándolo me pareció evocar la estatua de un dios romano que había visto en mi estancia en casa de Fanto.

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