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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (10 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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«Sinticio me interrumpió, estaba muy preocupado:

»—Además, no me gusta Witerico…

»—¿Por qué?

»—Es un arriano convencido… muy fanático. No creo que haya perdonado la afrenta que supuso el concilio de Toledo. Conspiró contra tu padre.

»—Sí, pero denunció a los conspiradores…

»—Por eso mismo, es un traidor de quien no conviene fiarse. Tu padre hace mal en confiar en él. Habla con él.

»—Tengo pocas oportunidades, no le veo casi nunca.»

«El día antes de la partida, el rey compareció en las escuelas palatinas. Nos hicieron formar para que pasase revista a las tropas. Fuimos desfilando batallón tras batallón agrupados por edades. Junto al rey estaba Claudio, duque de la Lusitania, y varios nobles godos. Escondido entre mis compañeros, yo miraba al frente sin desatender la formación y pensaba en lo que me había dicho Sinticio, por eso observé a Witerico. En aquella época era un hombre alto, musculoso, con calvicie importante y cabellos largos, de color castaño, en los que se le entremezclaban las canas. Mi padre le decía algo en voz baja, y él aparentemente sonreía, pero mientras sus labios mostraban una expresión complaciente, la mirada de sus ojos era dura.

»Al son de la marcha militar desfiló una compañía y otra, me fijé en Adalberto; nuestro joven capitán quería que todo el mundo lo hiciese bien y estaba nervioso.

»Al acabar el desfile, Recaredo nos arengó.

»—Habéis sido adiestrados para ser guerreros del reino godo para destruir a sus enemigos, para conquistar esta tierra de Hispania que pertenece a los godos por derecho. Sois los herederos de Baltha y Fritigerno, los vencedores de los romanos y de los hunos, los conquistadores de Europa. Habéis sido llamados a un singular destino, vuestra nación, vuestro rey, os convoca; dejaos guiar por él… Sois los vencedores…

»En ese momento el discurso del rey, inflamado de ardor, fue interrumpido por los gritos de alabanza de los soldados.

»—Todos los que podáis empuñar un arma iréis a la campaña contra el imperio a recobrar lo que nos arrebataron injustamente los orientales. Será una guerra sin cuartel en la que Hispania será unificada por el poder de vuestras armas. El sol del reino godo asciende sobre vosotros y toda la tierra de Hispania, al fin, tendrá un único rey y un único Dios.

»Observé los ojos de mis camaradas fijos en mi padre; la fuerza de sus palabras hacia vibrar a las gentes. Me fijé especialmente en los ojos de mi amigo Sinticio; estaban llenos de lágrimas, pero no eran de cobardía sino de ganas de lucha, de emoción por la batalla. Reparé en Adalberto; el capitán de las escuelas palatinas atendía sin pestañear a la arenga; también nos miraba a nosotros, inexpertos y novatos en esas lides guerreras. El ya había participado en la guerra; quizá pensaba que muchos de los que aclamaban a su rey no volverían jamás. Él, Adalberto, nos había entrenado durante años desde que éramos unos imberbes. Había soportado los castigos de Chindasvinto, y había puesto paz entre las distintas facciones. Ahora nos enviaba a la guerra conociendo bien nuestro destino. En la batalla morían los bisoños en el arte de la guerra y nosotros lo éramos, y mucho.

»Sisenando y su grupo, enfebrecidos, también querían luchar para alcanzar gloria y honor ante los demás. Ya no les importaba que aquel rey que les estaba arengando fuese el enemigo político de sus padres; sólo les afectaba ya una cosa: la guerra. Una guerra para la que habían sido educados, que iba a suponer la oportunidad de ganar prestigio y conseguir botín.

»Yo nunca podré olvidar aquella proclama de mi padre, llena de brío y de vigor. Veo aún en mi mente el rostro de Recaredo inflamado por la pasión y el afán de someter al enemigo. Mi padre era un hombre carismático capaz de arrastrar masas. Al mismo tiempo era mi padre, un hombre cercano a mí, pero por su poder, muy lejano. Le admiraba, le temía, le quería y a la vez le odiaba. Sí, yo quería y odiaba a aquel padre que buscaba algo en mí que yo no le podía dar. Yo nunca estaba a su altura; él anhelaba un heredero capaz, un sucesor que continuase al frente del reino, que completase su obra de unificación, que fuese el continuador de la gloriosa estirpe de los baltos. Sin embargo, yo no era, no podría ser nunca, el que él deseaba. Por eso, le temía y le detestaba.

»Aquel discurso había sido pronunciado para que yo lo escuchase, para suscitar en mí una reacción y un cambio. Mis amigos, incluso mis adversarios, Sisenando y los otros, estaban hambrientos de lucha, de ganas de combatir. Yo no lo estaba. Unos lagrimones grandes rodaron por mis mejillas. Nadie los vio, sólo Sinticio.

«Sonaron las trompas mientras el rey se retiraba a debatir con los capitanes. Se rompió la formación, vi la mirada comprensiva de mi único amigo, Sinticio. Me dirigía hacia él cuando un soldado se me acercó para comunicarme que el rey reclamaba mi presencia.

»En medio de los oficiales, le vi sonriente, conociendo el efecto que sus palabras habían causado en las tropas. Bebía un vino fuerte y aromático; al llegar yo, me pasó una copa. Entonces levantó la suya en alto para brindar conmigo:

»—¡Por la victoria…!

»—Por la victoria —musité yo sin ningún ímpetu, mientras entrechocábamos las copas.

»Él no pareció advertir mi azoramiento.

»—El capitán Adalberto me ha dado muy buenas referencias tuyas. Dice que eres decidido y un buen luchador. Que eres rápido en el combate.

»Me ruboricé y aquello pareció no gustar a mi padre. Sin embargo, aquel día Recaredo estaba eufórico, seguro de su triunfo. Cambió rápidamente de tema y, hablándome en un tono más bajo y confidencial, me dijo:

»—Eres mi heredero, tengo puestas en ti grandes esperanzas… —Me examinó entonces con desaprobación, y prosiguió—: Tu aspecto ha de ser marcial y no lo es.

»Al oír el reproche me sentí todavía más torpe y envarado.

»—¿Has decidido ya quién te acompañará en el frente?

«Aborrecía mandar a los soldados, sólo tenía una esperanza para poder desempeñar con dignidad el papel que mi padre me confiaba.

»—Padre, permite que Adalberto venga conmigo. Él es más experimentado que yo… con él estaré seguro.

»No le agradó mi respuesta, que mostraba una vez más mi carácter apocado.

»—No quiero dudas ni indecisiones. Tu inseguridad me asusta. Sí, puedes ir con Adalberto, será lo mejor. Al parecer necesitas todavía un preceptor —me dijo con dureza e ironía.

»Con voz trémula, le pedí que viniesen conmigo el resto de los compañeros que yo consideraba fieles. Él aceptó sin querer entrar en más detalles. Después hizo llamar a un criado y le dio una serie de indicaciones. Poco más tarde el sirviente apareció con un bulto alargado envuelto en una tela adamascada. Al desenvolverlo apareció una espada de grandes dimensiones, poco manejable.

»—Esta espada perteneció a los baltos durante generaciones, es un arma poderosa, pero hay que manejarla con pericia y fuerza.

»Me miró dubitativo como pensando para sí: “¿Podrás hacerlo?” Me sobrepuse a mis miedos y le contesté:

»—Espero ser digno de ese honor.

»Recaredo pareció complacido con mi respuesta, desenvainó la espada y me la entregó. El arma era muy pesada y casi estuve a punto de dejarla caer. La agarré con dificultad y de una forma un tanto desgarbada. Noté que mi padre se ponía nervioso con mis ademanes torpes. Entonces me la arrancó de las manos y con fuerza dio unos mandobles en el aire. Después me la devolvió y me dijo secamente que podía retirarme.

»Al salir me encontré a Sinticio.

»—¿Qué tal…?

»—Como siempre, no estoy a la altura de nada.

»Le expliqué lo sucedido.

»—No sirvo, no valgo para rey ni para guerrero. ¿Sabes qué te digo? Me gustaría encerrarme en una cueva a leer pergaminos, y pasear como cuando era niño. Odio la corte, la guerra, el honor militar y todo ese conjunto de patrañas que a todos os gustan tanto.

»Yo estaba a punto de llorar. Sinticio me entendió.

»—Eso sería de cobardes. ¿Recuerdas lo que Chindasvinto me hacía de niño? Yo quería morirme o desaparecer; sobre todo cuando los medios se metían conmigo. Hay que enfrentarse a lo que uno es, sin miedos. Tú serás rey, te lo digo yo, y serás un rey humano, cercano a la gente.

»—¿Un rey que no sabe manejar la espada de su familia?

»—¡A ver…! Enséñame esa espada…

»La saqué de la vaina y brilló ante nosotros un arma bien templada con hoja de un acero bruñido. En la empuñadura había varias piedras preciosas. Sinticio la tomó con su mano derecha. A él le costaba también empuñarla al dar algunos mandobles al aire, la espada parecía dirigir a mi amigo y no que él la llevase a ella.

»—¡Lo ves…! No es tan fácil… Hay que practicar… Salgamos de aquí y vayamos al lugar que está detrás de la muralla, donde no nos ve nadie. Allí probaremos…

»Cesaron mis lágrimas al darme cuenta de que no era tan fácil el uso del arma, a Sinticio también le costaba manejarla. Nos fuimos tras la muralla, donde había un pino viejo y de tronco robusto. Divirtiéndose, Sinticio comenzó a hacer como si se estuviese batiendo con el árbol. Saltaban trozos de madera del tronco. Ya más tranquilos empezamos a reírnos. Después me devolvió la espada e iniciamos un combate frente a frente, él con la suya vieja y yo con la maravillosa arma que me había regalado mi padre. Recuerdo cómo al final acabamos los dos rodando por el suelo, riéndonos con carcajadas nerviosas como si estuviésemos borrachos.

»En aquel momento, vivíamos en la inconsciencia. No imaginábamos hasta qué punto el frente de batalla cambiaría nuestras vidas.»

El asedio a Cartago Spatharia

«Más allá la batalla se estaba recrudeciendo. Hacía calor, un calor infernal con un viento húmedo y bochornoso proveniente del interior que pegaba las ropas a la piel. El sol hería las lorigas y los cascos arrancando brillos, todo estaba bañado en polvo y sangre. El olor a mi propio sudor, a descomposición y a muerte me provocaba náuseas. Salté por encima de un cadáver horriblemente descuartizado, con un brazo desprendido prácticamente de la axila, la cara magullada y lívida, totalmente desfigurada, una mosca volaba sobre su boca. Aparté rápidamente la vista sintiendo que iba a vomitar. A un lado luchaba Adalberto, su rubio cabello se había vuelto oscuro por el sudor, peleaba a la vez con dos guerreros orientales: uno de ellos, más bajo, intentaba herirle en las piernas con una espada larga, pero mi amigo y capitán saltaba sin dejarse intimidar. El otro le atacaba por un lado. Con un mandoble rápido de su espada, Adalberto se libró del guerrero más bajo, enfrentándose entonces al más peligroso. Ambos cruzaron sus hojas, me di cuenta de que el joven godo medía a su oponente, yo le había visto muchas veces así en las escuelas palatinas, calculando nuestros puntos débiles, el lugar menos protegido o nuestros vicios en la lucha. El oriental era zurdo, por lo que, en un cierto sentido, estaba en ventaja; pero, por otro, su zurdera hacía que no fuese capaz de protegerse bien el lado derecho, sobre todo en el cuello. En un momento dado, Adalberto se tiró a fondo dirigiendo su espada hacia el cuello desguarnecido, fue un movimiento rápido, muy ágil y natural. El oponente cayó herido de muerte, echando sangre por la boca.

»Al ver aquello me descompuse y sentí ganas de vomitar, me agaché detrás del cuerpo muerto de un caballo para esconderme. Allí me encontró Adalberto, quien me pinchó con la punta de su espada todavía manchada en sangre.

»—¡Vamos, arriba! ¡No te entrené para que fueses un cobarde!

»Yo pensé que realmente lo era, desesperadamente cobarde. Comencé a llorar, al ver por todas partes desolación y sufrimiento. No pude contestarle, así que mi capitán se me enfrentó, y me amenazó obligándome a que me levantase. Después, con la espada me empujó hacia la batalla. Intenté retroceder, pero un oriental me cortó el paso, dirigiéndose hacia mí espada en alto. El miedo me paralizaba el cuerpo y deseé morir.

»Adalberto hubo de abandonarme ante el ataque de varios orientales, su arma poderosa se elevó cercenando las carnes de sus adversarios.

»El soldado bizantino que se dirigía hacia mí era un hombre moreno de fuertes hombros y aspecto basto con dientes oscuros e incompletos. Me amenazaba con un hacha de guerra de enormes proporciones, caí al suelo, arrodillado y llorando. Iba a morir. Entonces, al sentir el silbido del hacha descendiendo, el propio terror me hizo reaccionar y me tiré hacia un lado. El hacha volvió a elevarse y de nuevo bajó hacia mí. Salté una vez y luego otra. La lucha no era marcial; un sabueso persiguiendo a una liebre. El hacha cargó de nuevo rozándome en el hombro y desgarrándome las ropas. Me dolió, una sensación punzante e intensa. Algo entonces se me despertó dentro, algo visceral y profundo, instintivo e irracional. No iba a dejarme matar. Comencé a rodar, perseguido por el hacha mientras el pensamiento se me hacía más claro. En un instante recordé las palabras que se habían dicho de mí delante de mi padre: “es ágil y tiene certera puntería”. Conseguí sacarme el puñal del cinto y me puse súbitamente de pie, al tiempo que lanzaba el cuchillo contra mi agresor. El arma ligera atravesó el aire y se clavó en el pecho de mi oponente, hiriéndolo de muerte. El hacha cayó a su lado. Sorprendido de mí mismo me levanté del suelo; entonces me acerqué al hombre caído, un fornido campesino bastante mayor que yo, curtido por la brega en el campo. Al acercarme, sus ojos se abrieron espantados y, al fin, dejó de ver. Delante de mí se transformó en un cadáver rígido y sin alma, tan distinto del rústico que había luchado conmigo pocos instantes atrás. Posiblemente habría sido levado por los imperiales de las fértiles huertas del Levante, quizá se habría alistado para conseguir botín y la paga, pero su destino estaba allí en la batalla: morir frente a un novato en el arte de la guerra, como era yo. Seguramente me habría atacado al ver mis hermosas armas, sin ningún odio, ni tampoco por lealtad al ejército imperial.

»Al recuperar mi cuchillo, sentí cómo salía del interior de lo que ya era un cadáver, y aquello me asqueó. Después, busqué mi espada entre los muertos que le rodeaban. La pulida espada familiar que me había entregado mi padre, la encontré a un lado. Pronto llegaron más enemigos, me vi rodeado por los bizantinos, comencé a luchar mejor, no por valentía sino por un instinto básico de supervivencia, no quería morir. Me debatía como un gato: mi agilidad y juventud, la puntería certera desarrollada en mis años de entrenamiento constituyeron mi mejor defensa. Decidí quitarme la loriga que me restaba agilidad. A lo lejos vi a Búlgar, sus cabellos oscuros se movían debajo de un yelmo plateado y dorado. Deseé estar al lado de alguien conocido, y fui luchando hasta situarme cerca de él, me defendí bien de los que me iban acorralando. A lo lejos vi luchar a Adalberto.

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