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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (8 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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«Gracias a Sinticio, mis condiciones de vida en las escuelas palatinas se dulcificaron, pero yo sufría por la dureza de la instrucción y la agresividad de mis compañeros. Me acordaba mucho de mi madre y la echaba constantemente de menos. En cambio, el tiempo de mi infancia, transcurrido en el norte, se me iba desdibujando en la mente y no lo añoraba.

»No había pasado un año desde mi llegada a Toledo, cuando comenzaron a circular rumores de que el rey contraría matrimonio con una mujer llamada Baddo de origen innoble. Me alegré por ella y porque volvería a verla. Se nos anunció que el domingo, al toque de las campanas de mediodía, la novia haría su entrada solemne en las calles de la urbe regia. Se nos permitió acudir a las celebraciones. Aquel día, las casas de la ciudad se engalanaron. Se escuchaba por doquier el son de la música y el ruido de volatineros. Desde una calle estrecha vimos avanzar un palanquín rodeado por una fuerte escolta, que anunciaba su paso con toques de trompeta. Me oculté tras una esquina para ver pasar a mi madre. Ella saludaba desde su carruaje rodeada por la servidumbre. A través de las colgaduras del carruaje, su rostro, tan hermoso, enrojecía de felicidad.

»Las gentes hablaban:

»—Es la futura esposa de nuestro señor el rey Recaredo. Dicen que no tiene ilustre linaje pero si posee nobles prendas…

»Las dueñas comadreaban inventándose mil historias con respecto a ella.

»—Dicen que la ha adoptado Fanto, conde de las Languiciones.

»Los hombres gritaban piropos bastos, que me sublevaban. No quise seguir escuchando la algarabía y me retiré a la zona de la guardia.

»—Es hermosa la mujer de tu padre —me dijo Sinticio.

»—Sí, lo es.

»Él sospechaba quizá los lazos que me unían con ella, pero no quise decirle nada. Mi padre me había ordenado que guardase el secreto para no deshonrarla, me callé.»

«Regresamos al palacio. En aquel tiempo habíamos crecido, y comenzábamos a entrenarnos en el uso de las armas. Nos hacían cargar con la pesada armadura para el combate, así nuestros músculos se acostumbraban a ella. Mientras me la ponía, un servidor entró en la sala de armas y se dirigió hacia mí.

»—La reina Baddo quiere veros, hijo de rey…

»Dejé la coraza a un lado, y me fui tras él, cubierto tan sólo con una larga camisola y el cinturón. Caminaba en un estado febril, deseoso de ver a aquella con quien había compartido toda mi niñez.

»Al entrar, mi madre hizo salir a sus damas, me arrodillé a sus pies y me abrazó, noté sus caricias cálidas, el perfume dulce y a la vez penetrante que emanaba su cuerpo suave y caliente. Ella, besándome una y otra vez los cabellos, repetía mi nombre sin cesar. Parece que aún lo recuerdo. Después me dijo:

»—Mi niño, mi hijito… ¡Cuánto has crecido! Tus músculos están fuertes, eres ya un joven guerrero…

»Yo escondí la cara junto a su pecho, la angustia me atenazaba el corazón; quisiera haberle dicho: “¡Madre! Yo no quiero ser un guerrero… No sé luchar, no soy fuerte… Se burlan de mí…”, pero las palabras se negaron a salir de mi boca. Sabía bien que mi desahogo no hubiera servido para nada, sino para entristecerla en aquellos momento de felicidad, el tiempo de su boda con el rey.

»Yo debía seguir solo.

»La boda se realizó siguiendo el rito católico, lo cual era un desafío por parte de mi padre a la nobleza arriana y un símbolo de lo que sería después su reinado. Ante el obispo de la urbe, Eufemio, se unieron mis padres en una ceremonia solemne y ritual. Mi madre estaba abstraída. De vez en cuando dirigía su mirada hacia mí. Yo estaba serio, como si en vez de unirse a mi padre, ella se casase con un padrastro lejano y desconocido. Cómo odiaba en aquel momento al apuesto rey Recaredo que me la había quitado. Sin embargo, creo que tampoco hubiese vuelto atrás, a los tiempos del norte, al tiempo de mi infancia; una nueva etapa se abría ante mí.»

Tiempos de aprendizaje

«No veía casi a mi padre. En los primeros años de su reinado, los francos nos habían declarado la guerra. Al parecer, todo guardaba relación con la muerte de Ingundis, una princesa merovingia que había estado casada con el hermano de mi padre, Hermenegildo, a quien no conocí y que se rebeló en una guerra fratricida contra el poder establecido. De Hermenegildo se decía únicamente que había sido un traidor, un renegado, y, sin embargo, la figura de aquel a quien se había condenado a muerte por delitos de lesa majestad me resultaba misteriosa y atrayente. Nuestra madre, Baddo, lo había conocido; le consideraba su hermano y a ella nunca le había oído sino alabanzas con respecto a él; decía que le había salvado la vida y que todo hubiese sido diferente si Hermenegildo hubiese vivido. Mi tío Nícer lo admiraba. Sin embargo, en la corte de Toledo hablar de Hermenegildo constituía un tema vedado, el silencio había cubierto su memoria. Ahora, el rey Gontram de Borgoña nos había declarado la guerra para vengar la muerte de la esposa de aquel hombre olvidado. En realidad, los francos, más que la venganza, buscaban una excusa para atacar al reino godo y, de este modo, lograr la preeminencia entre los nuevos reinos germánicos de Occidente.

»Los nobles marcharon una vez más a la guerra. Algunos de los mayores de las escuelas palatinas emprendieron el camino hacia el Pirineo. Hubo mucho movimiento y excitación entre mis condiscípulos; a todos les hubiera gustado partir hacia el frente, por ello se asomaban a la parte de la muralla que daba al río, viendo salir a las compañías de soldados. Al fin, para acrecentar nuestro espíritu militar nos permitieron despedir a las tropas; bajamos hasta la muralla exterior de la ciudad. Vi al duque Claudio, como un hermano para el rey Recaredo, a los otros nobles godos, Segga —padre de mi enemigo Frogga—, a Witerico y a muchos otros con sus mesnadas, rezumantes de fuerza y orgullo. La guerra era parte de la vida, algún día saldríamos también nosotros a batallar contra los enemigos del reino, a conseguir gloria y poder. Yo pensaba que quizá muchos de los que veíamos partir, la flor y nata del reino, ya no volverían más; me estremecí. A todos nos conmocionaba ver salir al glorioso ejército godo.

«Recuerdo que el día antes de la partida de las tropas, Recaredo, mi padre, me mandó llamar. Siguiendo a un espatario de la corte recorrí el complicado laberinto palaciego, corredores sin fin a través de los cuales alcanzamos las estancias reales. Mi padre estaba de pie, delante del trono, investido con los atributos de rey, el manto y la tiara, serio y orgulloso. Había sido mi abuelo Leovigildo el que había adoptado los emblemas reales similares a los de la corte bizantina. Mi padre los había conservado para imponer su autoridad sobre los nobles, siempre rebeldes y levantiscos. El espatario que me acompañaba dobló la rodilla ante él y yo le imité, inclinando también la cabeza. Al levantarla me encontré con el rostro de mi padre; su expresión era serena y amable. No le había visto desde hacía tiempo. Se dirigió hacia mí hablándome con voz cordial, me preguntó por mis progresos. Me sentí turbado y me costaba responderle. Entonces él comenzó a contarme del tiempo en el que había estado como yo en las escuelas palatinas, de sus compañeros de aquella época, de los instructores, de las técnicas de batalla… Yo le oía encantado. Mi padre tenía para todo el mundo un atractivo especial que hacía amarle a todos los que le conocían.

»Finalmente me dijo:

»—Aprovecha el tiempo allí. El próximo año vendrás conmigo a las campañas militares, no basta la formación que recibes en palacio con tus preceptores, tienes que aprender en el campo de batalla.

» Pensé, aunque no era capaz de decírselo, que no me gustaba la guerra. Me daba asco la sangre y miedo enfrentarme con el enemigo.

»Lo de menos es lo que te enseñan en las escuelas palatinas. Tu tío…tu tío Hermenegildo nunca fue allí. Él…, él era un buen soldado…De pronto me di cuenta que al hablar de Hermenegildo, en las palabras de mi padre había una gran añoranza; en voz baja continuó: El mejor que yo nunca he conocido… —Después se detuvo y prosiguió—: No pienses que todo se aprende de un maestro. El arte de la guerra es un don que no a todos se les concede, pero donde mejor se aprende es en el campo de batalla. Se necesita un corazón firme para aguantar la pelea.

»Cuando pronunció estas últimas palabras me miró fijamente a los ojos, quizás intentando adivinar el tipo de guerrero que iba a ser yo. En ese instante palidecí, sintiendo un vahído de angustia, que mi padre advirtió. Me palmeó la espalda para animarme, quizá preocupado por su heredero.»

«Los días comenzaron a sucederse unos iguales a otros, temía a las clases de Eterio, pero aún más los juegos con los otros chicos y los entrenamientos con Chindasvinto. No veíamos mucho a los mayores, me refiero a Adalberto y Búlgar, quienes me habían protegido en un principio; ellos se adiestraban fuera del recinto palatino, realizaban guardias con los soldados de la muralla o hacían salidas fuera de la corte. Sus estudios de letras habían finalizado y lo que les restaba era aprender bien el manejo de las armas. Alguna vez me crucé con Adalberto y siempre mi corazón latía deprisa al verle; él me trataba con cordialidad.

«Sisenando continuó odiándome y haciéndome la vida imposible con la aquiescencia de Chindasvinto. Por Sinticio supe que mi enemigo pertenecía a la nobleza más antigua del reino, los que consideraban que mi familia había usurpado el trono y no acataban la elección real. Nada de lo que yo hacía les parecía bien, y por todos los medios buscaban excluirme de la vida social, haciéndome quedar en ridículo.

»Sisenando solía decirme que yo nunca sería rey, que cualquiera de los que se adiestraban en las escuelas palatinas tenía más valía que yo. Yo no era capaz de responderle, y me atormentaba a mí mismo sintiéndome sin méritos para estar allí. Alguna vez hablé con Sinticio de ello, que intentaba animarme diciendo:

»—No sé qué se cree ese vanidoso… Lucha mal, al menos tú tiras bien con la jabalina… Tu sangre es real y él ha llegado aquí gracias a los caudales heredados de su abuela, una dama hispanorromana de la Bética; por lo tanto, no es godo de pura cepa. Así que deja de quejarte… Tú serás rey, te lo digo yo. La nobleza no está en los puños, y creo que tampoco en la sangre, está en el dominio de uno mismo y en la grandeza de corazón.

»Me sorprendió escuchar aquello en labios de Sinticio. Mi amigo era un hombre acomplejado, herido por los desprecios y burlas a los que le habían sometido; sin embargo, poseía un espíritu abierto y siempre me fue leal, sí, lo fue hasta el fin; mientras que yo no siempre correspondí a su afecto desinteresado. Y es que, cuando crecimos, algunos comenzaron a adularme; pensaban que más adelante quizá yo sería el sucesor de mi padre y consideraban que era bueno tenerme de aliado; me fui uniendo a ellos y alejándome de Sinticio; me daba vergüenza que me viesen con él por su fama de haber sido usado por los capitanes como mujer. Al principio, yo me encontraba a gusto con las nuevas compañías pero, en el fondo, reconocía que no eran realmente mis amigos. No podía contarles mis cuitas y problemas, ya que debían pensar que yo era fuerte y que nada me afectaba. Llegué a sentirme solo porque no podía desahogarme con mis nuevos camaradas, a quienes yo quería impresionar y, al mismo tiempo, evitaba a Sinticio, mi verdadero amigo. Como los problemas con Sisenando y Chindasvinto continuaron, pensé en mi madre. Yo confiaba ciegamente en ella, pero las normas de las escuelas palatinas nos prohibían a los más pequeños el acceso a las estancias reales.

»Al fin, un día, a pesar de los impedimentos pude llegarme hasta ella, que me recibió con un tierno afecto, haciéndome sentir confuso ante sus expresiones de cariño.

»Baddo me echaba de menos, se sentía sola dado que el rey Recaredo se había ausentado por la guerra. Esperaba un hijo, a ti, Swinthila, y las curvas de la maternidad la hacían parecer más hermosa; se encontraba débil con la flaqueza que muestran algunas mujeres durante el embarazo; un aura de suave melancolía la impregnaba. Recostada en un triclinio, no se levantó al verme dado su avanzado estado de gestación, y yo me senté en el suelo junto a ella; entonces mi madre, Baddo, me cogió la cara con sus manos examinándome con detenimiento.

»—¡Has cambiado tanto! ¡Eres casi un hombre! ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que vivíamos en el norte! ¿Recuerdas?

»Sonreí tristemente. Ella continuó:

»—Era una vida libre… Ahora estamos apresados por el protocolo de la corte, casi no puedo verte, hijo mío.

»Yo permanecí callado y mi madre se dio cuenta de que algo ocurría. Poco a poco logré ir articulando algunas palabras:

»—Estoy en una jaula…

»—¿No eres feliz?

»No pude reprimirme y exclamé:

»—No, madre, no lo soy.

»Ella clavó sus hermosos ojos oscuros, dulces y comprensivos en mí, preguntándome:

»—¿Por qué?

»—En las escuelas palatinas hay miedo…

»—¿Miedo?

»—Un capitán nos trata tiránicamente y ha realizado… —me detuve—… cosas… cosas inconfesables.

«Avergonzado, le relaté lo que ocurría con Chindasvinto: cómo había abusado de Sinticio y de otros, y cómo maltrataba a los mejores alumnos de las escuelas.

»—¿Tienes pruebas?

»—No, no hay pruebas más que mi palabra y la de algún otro chico contra la suya, el capitán Chindasvinto es muy poderoso.

»Ella calló y después prosiguió como hablando consigo misma.

»—Esas cosas son difíciles de probar.

«Entonces una luz se abrió en mi mente, quizás ella sí pudiese hacer algo, ella era la reina, la esposa del todopoderoso Recaredo.

»—Todo mejoraría si él abandonase las escuelas palatinas. ¿No podrían ascenderlo y enviarlo a alguna campaña militar lo más lejos posible de Toledo?

«—Poco puedo hacer, tu padre está en la Septimania… Dices que él es un buen guerrero…, ¿no? —Bajando la voz, como dudando, prosiguió—. Quizá podría hablar con el conde de los espatarios…

»Se hacía tarde, yo debía volver; pero ella no quiso separarse de mí y me acompañó tapada con una capa, de color oscuro. Se fatigaba y se apoyaba en mí. Antes de llegar a la zona de las escuelas palatinas, en las sombras de un pasadizo, me abrazó. Ahora ella era más pequeña que yo, besé sus cabellos olorosos y brillantes. Parecíamos una pareja de enamorados. Permanecí un tiempo en sus brazos; después ella se fue. Noté que alguien nos estaba espiando.»

«Entre los alumnos de la escuela comenzó a difundirse que yo tenía una amante. Fue el siempre fiel Sinticio quien me contó estos rumores. Se sentía celoso de que hubiese una mujer en mi vida. Yo no di importancia a los chismes riéndome por dentro sin explicar nada. Empecé a tener fama de libertino. Mis enemigos hicieron correr el rumor de que me daban igual los hombres que las mujeres.

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