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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (44 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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»El ruido de la puerta hizo que levantase la cabeza de los mapas y, al ver la actitud de la reina, los que rodeaban al monarca se retiraron intimidados. Poniendo las manos en jarras, se enfrentó a ella:

»—¿Qué ocurre?

»—Mi nieta. La futura reina de los godos no comulgó el día de la misa nupcial, la he reconvenido una y otra vez, pero continúa negándose. Se obstina en no comulgar de un clérigo arriano. Dice que es católica.

»El rostro de Leovigildo no esbozó ni una mueca.

»—¿Qué importancia tiene una religión u otra?

»—¡Importancia! Toda la del mundo. Mi señor Leovigildo, me parece que estáis cediendo ante los romanos en una cuestión que es altamente importante. Habéis permitido los matrimonios mixtos, de un arriano con una católica y viceversa… No me opuse porque me pareció una cuestión de oportunidad política por vuestra parte. Ahora, consentís que, en esta corte, se admita a una persona de la familia real, católica. Mi nieta será la madre del futuro rey de los godos. ¿Queréis tener un nieto católico que rompa con las tradiciones de nuestros mayores? ¿Lo queréis? Pues… yo no. Los godos han de estar por un lado; los romanos por otro. Cada uno con sus leyes y su religión. Eso es el orden en el reino y vos sembráis el desorden. Dentro de nada, los hispanorromanos ocuparán el trono que, con tanto esfuerzo, los godos…

«Leovigildo escuchaba la reprensión de su esposa con paciencia, hasta que se hartó y, con calma, pero en tono fuerte, con la voz velada por el disgusto, le cortó:

»—Estáis mezclando un tema con otro. Sabéis, señora, perfectamente que la nobleza no nos apoya, que necesitamos el apoyo de los hispanos; que la ley de matrimonios antigua no se cumple y es impopular… También hemos hablado de asimilar el reino al del franco Clodoveo, que unificó la fe de sus súbditos.

»La reina bramó enfurecida y su voz, con un tono cada vez más alto, hizo vibrar las luces de las velas.

»—Clodoveo era pagano y erró convirtiéndose con todo su pueblo a la fe del Papa de Roma. Nosotros creemos en el verdadero cristianismo; el que no mezcla la divinidad de Dios con la humanidad de Cristo. El arrianismo afirma, entre otras cosas, que los reyes, es decir, nosotros, estamos como Jesucristo, a un nivel superior sobre el pueblo… Esa fe es la que nos conviene y la que hay que defender.

»Leovigildo suspiró y trató de hacerla entrar en razón:

»—En todos estos temas hemos estado de acuerdo… Ahora lo mezcláis con el asunto de la religión de vuestra nieta.

»—¡No puedo soportar a los romanos! ¡No aguanto esa religión que nos hace depender del Papa de Roma! ¡Ahora es mi nieta la que se opone a mis deseos, a toda razón y a toda lógica! ¡Una niña recién salida del cascarón…! ¡Se hará arriana quiera o no quiera!

»Los ojos de Leovigildo examinaron detenidamente a su esposa. El rostro de ella estaba deformado por el enfado, sus mejillas enrojecidas habían perdido los afeites con los que habitualmente se acicalaba. La piel se mostraba acartonada y falta de vida, velada por un tinte amarillento. El pelo se le había soltado del habitualmente, pulcro tocado. Los ojos, llenos de ira, adoptaban una expresión poco agradable a la vista. De pronto, Leovigildo recordó como por ensalmo el hermoso rostro de la que había sido su primera esposa: sus ojos grandes, de mirar dulce, siempre doloridos, su boca perfecta, su cabello claro como una nube de oro, su cuerpo de diosa. La expresión del rey se volvió extraña y anhelante. La había maltratado y no era ajeno a su fallecimiento; pero, en la muerte de ella, estaba su propio castigo. Leovigildo la había despreciado y creía que no le importaba; sin embargo, ella, la reina olvidada, era la única mujer que había logrado tocar su corazón, endurecido como el yunque de un herrero. Ella no le había amado. A pesar del paso del tiempo, había guardado una fidelidad absoluta al rebelde del norte y, a menudo, cuando estaba junto a ella, cuando él abusaba de ella, cuando la trataba como a un perro, veía los restos de aquel amor que había llenado toda la vida de la sin nombre, un amor que le daba fortaleza para resistir. Además, su primera esposa le había dejado un hijo, Hermenegildo, con su increíble parecido al hombre del norte, un hijo que él, Leovigildo, el gran rey de los godos, no podía afirmar que fuese suyo. Leovigildo no podía soportar la mirada del que todos nombraban como su hijo, una mirada que era tan clara como la de su primera esposa y tan llena de dignidad como la del jefe cántabro.

»Goswintha siguió despotricando contra su nieta, la princesa franca; él ya no escuchaba sus gritos aunque simulaba atender. Al parecer, la princesa no se doblegaba a los requerimientos de su abuela. Pensó que Ingunda estaba hecha de la misma pasta que su primera esposa, ambas descendían de los francos, ambas eran católicas y, entre ellas, había un cierto parecido físico. La primera vez que vio a la que iba a ser su nuera, Leovigildo se estremeció; le pareció tener delante de sí a la innombrada, a la mujer que había traído del norte. Más tarde, se había dado cuenta de que aquello no era así; quizá los remordimientos y la añoranza por su primera esposa habían hecho que se traicionase a sí mismo.

»El enfado de Goswintha crecía y le pareció más y más desaforado. ¿Qué importancia tenían aquellas cuestiones religiosas? El mundo evolucionaba y él, Leovigildo, iba a crear una religión que fuese una síntesis de las anteriores, que aunase a católicos y arrianos: un compendio perfecto y ecléctico.

»Con buenas palabras, consiguió calmar a Goswintha, sin enfrentarse a ella, y es que él, Leovigildo, temía a su esposa. Había alcanzado el trono gracias a ella y no podía oponerse a la reina, a esa furia desmelenada que tenía enfrente.

»A mi padre, quizá, le hubiera gustado que la vida hubiese discurrido por otros derroteros, que su primera esposa le hubiese amado; que él se hubiese dado cuenta, desde el principio de su matrimonio, de que él la amaba también; pero sólo ahora, cuando ya era tarde, había descubierto que no podía olvidarla.

»Mi padre, el rey Leovigildo, quizás habría deseado que el poder hubiese llegado más fácilmente a sus manos; pero no fue así. Cada día de su vida había sido una lucha continua por el poder; un poder al que amaba con pasión lasciva. El hijo de un noble de segunda fila, procedente de las filas ostrogodas, un advenedizo para los visigodos auténticos, había llegado a ser un rey temido y odiado gracias a su matrimonio con mi madre; pero, sobre todo, gracias al favor de la reina Goswintha. Si el poder le hubiese llegado de una manera más fácil, quizás él no hubiera tenido que eliminarla, a ella, a su primera esposa.»

Recaredo se detuvo, dirigió la mirada hacia Baddo con ojos llenos de agua y ella lo miró a su vez. Lo que contaba con aparente naturalidad era espantoso: el asesinato de su madre, a quien adoraba, por parte de su padre, Leovigildo, el hombre a quien él había admirado y temido. El alma de Recaredo sangraba de dolor, cuando prosiguió diciendo:

«Fue así, años más tarde lo supe. Mi padre había matado a mi madre para hacerse con el poder, para complacer a aquel engendro de maldad que era su esposa Goswintha. Yo conocí esto muchos años más tarde. Desde entonces me alejé de él; pero demasiado tarde. Hermenegildo ha muerto y yo me siento culpable.

»Para mi padre, al igual que para Goswintha, el poder sería, siempre, lo primero. En eso, eran almas gemelas y por eso se entendían. A Goswintha, la hija de un mediocre
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de Córduba que había conseguido hacer una buena boda con un noble de rancio abolengo, Atanagildo, el poder y el afán de mando se le habían subido a la cabeza. Nadie, en los últimos años, se le había opuesto y ella se sentía un ser superior al resto. Por eso no podía tolerar que aquella mocosa de trece años se le enfrentase. En cuanto a mi padre, su ambición no tenía límites y su única meta en la vida era la de ser un rey que cambiase el mundo, que generase una dinastía capaz de perpetuarse durante siglos. Los godos habían recorrido Europa y habían acabado siendo los señores de las tierras más occidentales del continente. El sol del reino godo brillaba ahora en todo su esplendor, sobre las tierras de la antigua Hispania romana, y había sido él, Leovigildo, de una oscura familia de la nobleza, quien estaba consiguiendo hacerse con la hegemonía del mundo occidental, gracias a oscuras alianzas. Mi padre, en aquella época, intentaba convencer a su esposa de sus propósitos. Sin embargo, ella era la única en el reino que se le resistía.

»—Para mantenerme en el trono necesito a los romanos. La nobleza goda me odia y conspira contra mí. Sólo puedo confiar en los hispanorromanos. Señora, os suplico que dejéis las desavenencias con la princesa Ingunda. Las pendencias y trifulcas que ocurren entre las dos están trascendiendo fuera de la corte. Todo eso menoscaba la autoridad real. Los romanos deben pensar que no sólo toleramos su religión sino que somos afines a ella. Vos no podéis dejaros llevar por vuestros sentimientos.

»—¡No puedo verla! ¡No puedo aguantar la cara de esa mosquita muerta!

»—Creo que ayer la arrojasteis a un estanque… Eso no es propio de vuestra dignidad. ¡Tiene que acabar!

»—¡La mataría…!

»—¡No digáis cosas necias…!

»—Pues hablad vos con ellos, con Ingunda y con Hermenegildo. Él la apoya.

»Harto de recriminaciones, Leovigildo dio una palmada. Aparecieron dos siervos.

»—Llamad a la princesa Ingunda a mi presencia. Convocad al príncipe Hermenegildo.

«Goswintha pareció conforme. La mirada de Leovigildo seguía perdida. Su esposo no era dado a sentimentalismos, era un hombre duro y rígido que pocas veces se reconcentraba en sí mismo. Goswintha se dio cuenta de que algo raro sucedía.

»—¿Qué os ocurre…?

»—Nada —contestó secamente él.

»A Goswintha le disgustó aquella respuesta. Ambos permanecieron callados. Él se volvió hacia el mapa, mirándolo con detenimiento. Ella se replegó hacia la ventana, desde allí se divisaba el Tagus serpenteando alrededor de la ciudad, bajo la muralla.

«Llamaron a la puerta. Escucharon los pasos jóvenes y fuertes de Hermenegildo, que entró en la estancia. Un lapso de tiempo más tarde, apareció Ingunda; en su rostro había aún rastros del llanto reciente.

»De nuevo, Leovigildo se detuvo en el rostro de la joven. Era diferente al de su primera esposa, pero algo en él se la hacía recordar. La echaba de menos, ¿cómo era posible que recordase, con dolor, a aquella a quien, sin ningún remordimiento, había acosado tanto?

«Después, su mirada se posó en Hermenegildo. Había estado cabalgando, quizá, con aquellos hombres afines a él que había traído del norte. Su rostro estaba acalorado por la galopada, el cabello se disponía, desordenadamente, alrededor de aquella cara, de rasgos rectos, sin apenas barba, en la que los ojos se abrían mirando directamente a su padre, dejando ver su color azul, tan intenso, con las pestañas espesas y las cejas negras, densas, casi juntas. Un rostro, cincelado al modo de un antiguo caudillo del norte, al que Leovigildo había ejecutado. Además en aquellos ojos de mirada clara, al rey le pareció ver la luz que brillaba en los de su primera esposa, a la que él había asesinado. ¡Cómo odiaba a su hijo! Pero a la vez, era él quien debía contribuir a sus planes de construir una nueva dinastía gloriosa.

»Los jóvenes príncipes doblaron la rodilla ante el rey, después se alzaron.

»—Habéis sido convocados por mí y por mi amada esposa, la reina Goswintha.

«Hermenegildo dobló la cabeza ante la reina; Ingunda se mantuvo serena aunque llorosa.

»—Se te ha otorgado el don del matrimonio con una princesa de alta alcurnia… Tu esposa es una niña que debe ser instruida en la religión de esta corte. Eres el culpable de que tu esposa permanezca en una doctrina afín al Papa de Roma. ¡Educarás a tu esposa en el respeto a sus mayores!

«Hermenegildo intentó hablar, pero el rey no le dejó:

»—Es vergonzoso que una niña se oponga a los deseos de la muy noble reina Goswintha. Como bien sabes, mi objetivo es conseguir la unión religiosa entre los hispanos. Las desavenencias entre la princesa Ingunda y la reina han transcendido y dificultan la política de unión que he propuesto para el reino. Por tanto, he decidido que ambos os vayáis de la corte de Toledo.

»—¿Adónde me destináis?

»—Necesito alguien en el frente bizantino…

«Hermenegildo bajó la cabeza y se alegró; fueran cuales fuesen los planes de su padre, su más íntimo deseo era combatir. No le agradaba la vida entre pliegos y legajos antiguos.

»—Te nombraré duque de la Bética. Partirás para Hispalis, con tu esposa, cuanto antes.

«Hermenegildo levantó la cabeza y su rostro se iluminó; por primera vez, su padre le concedía un encargo de peso que le situaba entre los principales del reino. Goswintha frunció el ceño, enfurecida. No entendía a su esposo; no solamente no castigaba a la rebelde, sino que la alejaba de la corte para que ella, la reina, no pudiese controlarla. A ella y a su joven esposo, aquel guerrero de hermosa presencia, el hijo de la anterior esposa de Leovigildo, le entregaba una de las regiones más cultas, más antiguas del reino. Sin embargo, la designación del príncipe como duque de la Bética suponía que su nieta estuviese más cerca del poder; por ello, calmó su enfado y sonrió a los príncipes mientras ordenaba con su hermosa voz:

»—Es mi deseo que la princesa Ingunda se eduque en la fe arriana, que es la fe de los godos. Es responsabilidad tuya esa educación y ese cambio.

«Hermenegildo observó a Ingunda, quien ahora bajaba la cabeza con las mejillas suavemente enrojecidas. No habían hablado demasiado aquellos últimos tiempos; él, entretenido en mil tareas en la corte, en sus estudios de leyes, en sus entrenamientos con los jóvenes de las escuelas palatinas. Desde aquella primera noche, no había vuelto a hablar con la niña con quien le habían casado. Quizá se hallaba un poco asustado de tener una esposa y procuraba mantenerse lejos de ella, por eso solía llegar al tálamo cuando ya estaba dormida. Entonces la contemplaba cómo quien mira a un objeto precioso, que no se debe tocar porque se podría llegar a romper. Había escuchado rumores de las peleas por materia religiosa entre la nieta y la abuela; pero a él no le importaba que su esposa fuese católica. Se sentía más afín a las ideas de su madre, a su concepto religioso de la vida que a la fría religión arriana. Una religión a la que se había sometido por deber porque él, Hermenegildo, se sabía godo; un godo de estirpe real, que debía obedecer las tradiciones y servir, fielmente, a su padre y señor.

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