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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (45 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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»—Agradezco a mi padre y soberano el don concedido. Mi esposa y yo iremos adonde indiquéis. Me ocuparé personalmente de la educación de mi esposa, que todavía es una niña que no ha conocido mundo.

»La princesa Ingunda cambió su rostro, en el que aparecían los signos del enfado al escuchar que la llamaban niña y, más aún, al oír que sería educada en la fe arriana. Después Leovigildo continuó:

»—La campaña contra los suevos y los francos ha finalizado. Gracias a tu hermano Recaredo, el reino suevo nos rinde pleitesía. Quiero que tú, mi hijo, uno de mis capitanes más dotados, continúes la expansión del reino godo. Iniciarás la ofensiva contra los bizantinos. Los orientales ocupan las costas frente a la Tingitana; Malacca, Cartago Nova y otras muchas ciudades son suyas. Debemos expulsarlos del territorio ibérico. Tú, hijo mío, eres un jefe respetado, deseo que me representes en el sur. Los hispanorromanos de la Bética están más cerca de los orientales que de nosotros, lo que hace que sea posible su traición. Debes ganarte a los próceres, senadores y nobles de la ciudad de Hispalis. Una princesa franca de origen católico también será de su agrado, pero quiero que os mantengáis dentro de la ortodoxia arriana. ¿Me puedes entender?

»—Sí, padre.

»—Confío en ti. Deberás actuar en mi nombre, como duque de la Bética, mis órdenes te irán llegando. No desobedecerás a nada de lo que se te indique.

»Leovigildo bajó la cabeza, extendió una mano que los príncipes besaron, después les indicó la salida, ellos doblaron la rodilla, con una reverencia ante el rey, y abandonaron la estancia. La pesada puerta de madera, claveteada en hierro, se cerró tras de ellos aislándoles de los reyes. Dentro continuó oyéndose, de modo alejado, la voz fuerte de Goswintha. Caminaron por un largo corredor de piedra, iluminado débilmente por hachones de cera. De cuando en cuando se cruzaban con piquetes de la Guardia Real, que les saludaban con una inclinación de cabeza. Llegaron al lugar que había sido su cámara nupcial, la cámara nupcial de un matrimonio aún no consumado. Cerraron la puerta tras de sí. En cuanto estuvieron a solas. Ingunda se dirigió a su esposo, entrecortadamente:

»—No soy una niña. Sé bien lo que quiero. He sabido que mi padre, Sigeberto, ha sido asesinado el día en que iba a ser coronado rey de Neustria. Mi madre, Brunequilda, lucha ahora por mantenerse en el trono y necesita a los godos de su lado. He sido conducida a ti por la política franca. Yo no te he escogido como esposo, te ruego que me dejes practicar la fe que me consuela, me anima y me permite vivir.

«Hermenegildo miró el rostro desafiante de la niña mujer que tenía ante sí. Sus rasgos rectos y definidos que le recordaban un tanto a su propia madre.

»—Mi madre fue una princesa, desconocida para vosotros, de origen franco. Ella también creía en la fe que tú practicas. Me educó en esa misma fe…

»Ella se sorprendió ante aquella respuesta.

»—Entonces… No me obligarás… —se extrañó ella.

»—No. Haz lo que quieras, pero hazlo discretamente, sin llamar la atención. Debo obedecer a mi padre, no puedo enfrentarme a él. Mi padre es un gran rey a quien yo admiro y venero, pero yo no quiero inmiscuirme en esos temas de fe. Hubo un tiempo en el que yo creía en la fe de mi madre.

»—¿En qué crees ahora…?

»—En nada… —suspiró él—, en lo que mi padre crea. ¿Qué más da una doctrina que otra? ¿Qué importancia tienen esas disquisiciones teológicas que ocupan la mente de todo el mundo?

»Ingunda dudó en la respuesta. Después, como titubeando, le contestó suavemente con una voz temblorosa.

»—Yo no sé nada de teologías… pero me eduqué en la corte de mi bisabuela Clotilde; ella convirtió el reino franco al catolicismo, a través de mi bisabuelo Clodoveo. Dicen que es santa. No puedo traicionar lo que me enseñaron de pequeña. Tampoco puedo darte razones de lo que creo. Lo creo porque sí. Déjame seguir a mi Dios a mi manera. Sé que Jesús es Dios. Lo sé porque me lo enseñaron así, vosotros creéis otra cosa. Jesús es Dios, un Dios cercano, que me consuela cuando me siento sola.

»De nuevo, Hermenegildo se conmovió ante aquella niña que tenía delante de sí, tímida, y a la par, fuerte y obstinada. No entendió o no quiso entender las razones que ella le ofrecía, pero la tranquilizó poniéndose de su lado.

»—Seremos amigos —dijo él—, yo te protegeré, como lo hice con mi madre. Muchas veces le oculté a mi padre lo que ella hacía…

»Ingunda le miró interrogante.

»—En Emérita Augusta curaba a los pobres y se ocupaba de la gente del pueblo. Se relacionaba con el obispo católico, Mássona, un gran hombre, al que yo también estimo. Muchas veces la acompañé y muchas otras oculté sus pasos. Te querré y guardaré tus pasos como guardé los de mi madre.

»—Yo también te querré —dijo ella ingenuamente— porque eres bueno, un hombre bueno.

«Entonces, alzándose de puntillas, depositó un beso sobre la cara de él, en la que asomaba una barba joven.»

Hispalis

«La ciudad que nunca ha cerrado los ojos, alumbrada por la luz del mediodía, se desplegó a su vista: una ciudad ruidosa, radiante, llena de luz y sedienta de placer. Hispalis, nacida íbera, mestiza de fenicios y griegos, desposada por Roma, asolada por los vándalos, restaurada por los godos, alhajada por los bizantinos… En los tiempos de mi padre, Leovigildo, había sido forjada de nuevo, esta vez, visigoda.

»La comitiva, procedente de Toledo, cruzó el puente romano. El río, el Betis de los tartessos, leguas de agua dulce, atraviesa la urbe dividiéndose en afluentes, siempre acariciando la ciudad. Por él navegaban barcos de distinto calado y origen: suevos, bizantinos, francos. La ciudad se abre a la vega feraz del Betis, nunca encerrada en sí misma.

»Allí, Ingunda despertó a un mundo nuevo, resplandeciente, lejos de las brumas de las Galias y de las resecas tierras mesetarias. A la princesa le parecía que siempre había vivido en las tierras hispanas: su acento se había acoplado al de su nuevo país, había crecido en aquellos meses, sus formas eran ya las de una bella joven. Desde su carruaje observó detenidamente lo que ocurría a su alrededor: unos niños se perseguían en un juego infantil, más allá varias mujeres obesas con un cántaro a la cintura charlaban a gritos. Tras una esquina unas niñas bailaban con brazos desnudos y morenos. Se escuchaban voces y cánticos, a lo lejos sonaban las campanas. Hacía calor, un calor húmedo que subía desde el río, un calor al que no estaba acostumbrada.

»Al lado del carruaje cabalgaba su esposo, su cabello oscuro escapaba del casco plateado, sus ojos claros la observaban divertidos al ver su alegría infantil. Alguna vez, Hermenegildo giraba la cabeza y bromeaba señalando el campo o las personas. Aquellas semanas él había sido más un padre o, quizás, un hermano que un marido para ella. La había confortado de la melancolía por haber dejado atrás las tierras francas, había escuchado sus quejas y peticiones. La había consolado de la ira de Goswintha.

»Él se retrasó y ella lo siguió con la mirada, diciéndole adiós con su pequeña mano. Los días del viaje habían sido un descubrimiento mutuo, él aprendió que ella no era tan niña. Ingunda perdió el recelo hacia el príncipe godo que le había atemorizado los primeros días, al notar la consideración con la que él la trataba.

»Al final de la comitiva, en unos carromatos, viajaban los amanuenses. Hermenegildo había solicitado a su padre que Laercio le acompañase a Hispalis. Necesitaba un hombre, conocedor de las letras y de toda confianza, para lidiar con los próceres hispanos de la ciudad, que siempre retorcerían la ley en su contra.

»Hispalis había sido conquistada por Leovigildo, pocos años antes, del dominio imperial. Durante la época bizantina, la ciudad se había orientalizado, llenándose de iglesias, torres y campanas; se había fortificado mediante gruesas murallas. Su aspecto había cambiado, pero también su forma de ver la vida. Los nobles de la ciudad, senadores y patricios de origen romano, se habían sentido más cercanos a los imperiales, católicos como ellos, que a aquel pueblo de bárbaros herejes, que éramos nosotros, los godos. Con los bizantinos habían llegado ideas nuevas procedentes de Oriente y textos antiguos que había revitalizado su cultura.

»Por todas las esquinas, a todos los rincones, se había difundido la noticia de que un hijo del rey godo gobernaría la ciudad. Las gentes se aglomeraban por las calles; desde las ventanas, algunas mujeres tiraban flores ante el carruaje y, ellos, los jóvenes duques de la Bética, escuchaban el clamor de la multitud.

»Hispalis vibraba al paso de los príncipes, quienes contemplaron una ciudad rica por el comercio de aceite, leguminosas y salazones; una ciudad llena de orfebres que trabajaban las joyas con una delicadeza infinita; una ciudad, en fin, abierta al río, donde su puerto la ponía en contacto con el resto del orbe. Quizás había perdido el esplendor del Bajo Imperio; muchas casas se veían derruidas pero, frente a ellas, se alzaban otras en las que podía apreciarse la riqueza de sus dueños. En las bóvedas de las iglesias, en los capiteles de las columnas, en las jambas de las puertas, se apreciaba la influencia del imperio greco-oriental, lejano apenas unas leguas, en la provincia bizantina de Spaniae.

»Más adelante, en la plaza de los antiguos foros, les esperaba el gobernador. Un hombre barbado con rizados cabellos castaños que sobresalían del casco; una cicatriz le cruzaba la mejilla izquierda; un hombre que, cuando no sonreía, aparentaba un aspecto siniestro pero, cuando lo hacía, mostraba su fuerte dentadura blanca y los ojos chispeantes de color claro. Hermenegildo lo conocía, pues había luchado junto a él en la campaña del norte, colaborando en el asalto a Ongar. Los romanos le llamaban Gundemaro. Gundemaro era de sangre puramente germánica, de una antigua familia que poseía siervos, sayones y bucelarios; uno de los hombres de confianza de Leovigildo.

»Como símbolo de sumisión, Gundemaro les entregó las llaves de la ciudad. Desde las escaleras que accedían al palacio, Hermenegildo, en buen latín clásico, saludó al pueblo predominantemente romano que abarrotaba la plaza:

»—¡Hispalenses! Yo, Hermenegildo, hijo del muy noble rey Leovigildo, he llegado a esta ciudad y a las tierras de la Bética. Me comprometo a gobernarla con equidad y justicia. Os pido lealtad a mi padre frente a los invasores imperiales. Los godos hemos sido designados por Dios para gobernar las tierras hispánicas, somos los auténticos sucesores del Imperio romano, al que pertenecisteis. Los bizantinos han aprovechado la debilidad del reino para invadirnos.

«Gundemaro, bajo las barbas, sonrió ante aquellas palabras, que le sonaron ingenuas. Se alzó un murmullo entre las gentes sencillas. Un hombre de entre la multitud gritó de modo espontáneo en un bajo latín, modulado por el suave acento del sur:

»—Líbranos de los recaudadores, que nos extorsionan a impuestos. Sálvanos de los nobles, que nos despojan de lo nuestro, nos roban y abusan de nuestras mujeres. Haz justicia, pues sólo hay jueces corruptos.

»—Eso… Eso… —gritaron—. Tenemos hambre… «Hermenegildo exploró con la mirada, muy lentamente, a los que alzaban sus manos y se dirigían a él con expectación y esperanza.

»—¡Se hará justicia! —dijo Hermenegildo—. Presentad vuestra causa ante el tribunal y se os escuchará.

»No le creyeron. Sin embargo, apreciaron su buena voluntad. Se escuchó, de nuevo, otro grito; provenía de un hombre con hábito de monje.

»—Permítenos vivir en la fe de nuestros padres.

»Ante aquella súplica, la princesa Ingunda, desde lo alto de su caballo, giró la cabeza hacia quien así hablaba y sonrió levemente. La atención de los hispalenses se volvió hacia ella, sabían que, como ellos, era católica. Hispalis amaba la belleza desde su nacimiento en los tiempos de los tartessos y sabía apreciar una cara bonita.

»—¡Viva la princesa franca! ¡Los ojos más bellos a orillas del Betis! ¡Guapa…!

«Hermenegildo rio abiertamente. Entre los príncipes godos, jóvenes, llenos de vida, y aquel pueblo espontáneo y adulador, se produjo una corriente de simpatía mutua. Los aclamaron. Al llegar al alcázar real desmontaron de los caballos, y desde lo alto de las escaleras volvieron a saludar al pueblo.

«Dentro del palacio, Ingunda se retiró a los aposentos reales, fatigada del viaje; mientras, Hermenegildo se dirigió a la sala de recepción, una estancia de piedra amplia y oscura, con hachones y unas estrechas ventanas, profundas y alargadas, que permitían la ventilación. Se sentó en un pequeño trono de madera labrada, ligeramente elevado con respecto al resto de la sala. Mientras tanto, Gundemaro le iba presentando a los prohombres de la urbe. Apenas había godos entre ellos. La ciudad era romana; en ella habían nacido emperadores y filósofos; de quienes procedían los hombres que dominaban la ciudad. En Mérida, el lugar de su niñez y primera juventud, también había coincidido con hombres de procedencia romana, su hermano de armas Claudio y sus amigos de la infancia, Antonio y Faustino; todos de noble cuna senatorial. Sin embargo, Hermenegildo nunca había vivido en una provincia netamente romana, como era la Bética. Los godos habíamos penetrado en Hispania como federados del imperio, y nunca había existido una confrontación entre nosotros y los hispanos. Pero ahora, los que en un principio habíamos sido nada más que los pacificadores de suevos, vándalos y alanos, nos habíamos hecho con el poder, legislando y rigiendo a los hispanos, habíamos apartado a la nobleza romana del control efectivo de su propio país. En la Bética se había producido un ambiente general de rechazo hacia los dominadores godos; por ello, Hermenegildo advirtió, de modo mucho más intenso que en Emérita Augusta, la frialdad con la que era recibido por los próceres hispalenses.

»—Cayo Emiliano —le presentó Gundemaro.

»Ante el joven duque se cuadró un hombre de unos cincuenta años, con cara astuta y servil, picada por las viruelas, afeitado al gusto de los romanos y con una calvicie prominente. Vestía una túnica blanca con un manto fino, de color melaza, abrochado en una fíbula redondeada. El hombre realizó una profunda reverencia ante el príncipe y habló:

»—Nos sentimos muy honrados por la presencia del hijo del rey godo en estas tierras…

»—Yo también estaré a gusto entre vosotros si me brindáis vuestra confianza y apoyo.

»—La tendréis, mi señor, la tendréis. Necesitaréis buenos consejeros… —dijo obsequiosamente.

»—¿Conocéis a alguno que pueda serlo?

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