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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

Hijos de un rey godo (46 page)

BOOK: Hijos de un rey godo
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»—Yo mismo podría brindarme a ello.

»—Vuestra ayuda será bien acogida, Cayo Emiliano. Pronto convocaré a los principales de la ciudad, entre los que espero contar con vos.

»Cayo Emiliano aceptó honrado la propuesta. De sus ojos se escapó un brillo de astucia y codicia.

«Después de haber saludado a todos los nobles de origen romano, sólo quedaba en la sala un hombre, con dos bucles en la parte anterior de su cabellera, luenga barba, cubierto por una larga túnica de lana fina a rayas y tocado por un pequeño bonete.

«Hermenegildo adivinó, por aquellas trazas, que era un judío. Gundemaro, al verlo, torció ligeramente el ceño.

»—Éste es el viejo Solomon ben Yerak, un hombre dotado en el arte de la curación, un potentado, el hombre del que depende toda Hispalis… —en voz más baja, que no pudo escuchar el judío, continuó—… un usurero y un nigromante.

»El judío, que solamente había escuchado la primera parte de la presentación, sonrió diciendo:

»—Yo administro mis bienes con cordura. Soy el único que mantiene liquidez, mientras los demás la pierden…

«Hermenegildo lo examinó atentamente, su espalda encogida, los ojos aceitunados, marcados por las estrías, que señalaban un hombre que se había desgastado con el trabajo y había logrado su fortuna con esfuerzo. Algo en él le resultaba cercano y amable.

»—Amigo, seáis bienvenido al palacio de los duques de la Bética. Me alegro de conocer a un buen sanador. Ese arte no me es ajeno, mi madre lo dominaba y me instruyó en algunos de sus secretos. Me gustaría que, algún día, pudiésemos hablar de vuestras habilidades.

»El judío se sorprendió de ser tratado por un godo, y de tan alta alcurnia, como un igual; de que alguien así quisiera compartir experiencias con él; pensó que se burlaba, pero Hermenegildo hablaba de corazón. Mi hermano siempre había amado la antigua ciencia de Hipócrates y Esculapio. Aún recuerdo cómo, en Mérida, acompañaba a mi madre al gran hospital de beneficencia, que había fundado el obispo Mássona. El arte de la sanación era algo que le atraía, desde la infancia, y su petición no era una simple deferencia hacia el judío. Gundemaro se escandalizó ante aquella propuesta del joven hijo del rey godo.

»—Mi señor, poco sé de este arte —dijo el judío—, pero lo poco que sé, lo compartiré con vos.

»Se inclinó profundamente ante el príncipe, quien sonrió levemente, y una complicidad, por la ciencia que ambos veneraban, se estableció entre ellos. Cuando Solomon hubo salido, Gundemaro, con voz fría, reconvino a Hermenegildo, advirtiéndole que no era oportuno que el hijo del rey de los godos se relacionase con gente como la judía. Tanto la Iglesia católica como la arriana recomendaban una distancia con este tipo de gente, ningún noble tenía trato con ellos. Hermenegildo no le contestó, recordando, una vez más, a su madre, a quien no le había importado tratar con gente notable o humilde, con sabios o con ignorantes.

»La reunión con los romanos había terminado. Gundemaro, entonces, introdujo a los jefes godos, militares de rango intermedio, vestidos con corazas, capas y, algunos de ellos, con casco. Los nobles godos solamente hablaban de un tema: los bizantinos habían reconquistado Sidonia, una plaza fuerte en la frontera que, pocos años antes, había sido tomada por Leovigildo.

»—¡Hay que atacar de nuevo! —propuso el capitán de la plaza—. Reconquistarla y derruir las murallas.

»—Los imperiales no tienen fuerzas suficientes para luchar en campo abierto y se refugian en el interior de las ciudades al amparo de sus murallas, que son muy fuertes. Cartago Nova ha elevado sus muros varios palmos desde que nuestro señor, el rey Leovigildo, comenzó a atacar de nuevo las provincias bizantinas.

«Hermenegildo, desde su asiento un poco más elevado que el resto, los escuchaba:

»—¿Si no tienen fuerzas como para luchar a campo abierto cómo es posible que no consigamos derrotarles y, además, que vayan ganando terreno?

«Entonces, en voz baja, ronca y grave, otro de los capitanes godos le contestó:

»—Mi señor duque Hermenegildo, les apoyan los hispanorromanos, que hacen de su ayuda a los bizantinos una cuestión de fe. Esos mismos que habéis recibido hoy, los que os han rendido pleitesía zalameramente, son los que discuten el gobierno godo. Nos consideran unos herejes arríanos. Los bizantinos son, como ellos, católicos, y obedecen al emperador y al Papa de Roma. Ellos siguen sintiéndose parte del antiguo Imperio romano, los orgullosos descendientes de Teodosio, de Trajano, de Adriano y de Marco Aurelio.

«Gundemaro terció con tono conciliador:

»—Hay otros pueblos germanos que han cambiado su religión hacia la católica. Clodoveo lo hizo y, ahora, sus descendientes controlan las Galias, indiscutidos por los galorromanos. Nosotros continuamos siendo arríanos, una religión nacional y cerrada en sí misma.

«Las palabras de Gundemaro fueron recibidas con frialdad. Un murmullo de desacuerdo brotó entre los godos y se concretó en las palabras bruscas de uno de ellos:

»—¡Nosotros nunca seremos católicos! La doctrina cristiana correcta es la que se nos predicó… No obedeceremos al Papa de Roma que, en definitiva, está sometido a los bizantinos. No hay unidad posible con los católicos.

«Hermenegildo se sorprendió al escuchar aquella voz tan visceral y enconada; una voz, habitualmente pacífica, pero que vibraba ahora con una gran carga de pasión. Era la de su amigo y compañero de armas, Wallamir.

«Hermenegildo se dirigió a él, con tono suave pero lleno de fuerza.

»—Quizá te equivocas, Wallamir. Mi señor y padre, el rey Leovigildo, está buscando una solución intermedia entre la fe católica y la arriana. Él considera que nuestro deber, como rectores de los destinos de Hispania, es el de unificar el reino. Una sola ley, una sola religión, un solo pueblo; en eso yo estoy enteramente de acuerdo con mi padre.

»Las últimas palabras las dijo en voz más baja, como para sí mismo, pero Wallamir, su propio amigo, lleno de furor godo, habló en tono alto, enfadado, ante lo que consideraba una debilidad de la familia de Leovigildo, con unas palabras que Hermenegildo había escuchado ya en labios de los católicos.

»—A mí no me gustan las medias tintas, en cuestiones de fe, de raza y de honor no hay una postura intermedia…

»Hermenegildo lo miró con cierta tristeza; en aquel punto, nunca se habían entendido. Desde los años en que compartían juegos en Mérida, Wallamir siempre había sido godo; por apego a mí y a Hermenegildo, se había alejado de Segga y de los que proponían un partido godo acérrimo; pero él seguía siendo un godo nacionalista. En su espíritu había un orgullo de casta que le llevaba a despreciar a los romanos. Orgullo que sólo cedía, quizás, ante Claudio por la amistad que les unía, pero que no le permitía llegar a componendas políticas con los que consideraba inferiores. Aquel orgullo se debía, tal vez, a que su estirpe no era de prosapia, sino de una baja nobleza. Para él, ser godo significaba estar en un nivel social por encima de los ricos senadores romanos.

«Hermenegildo se dirigió a los nobles godos exponiendo las ideas que había desarrollado con los jurisconsultos y los notarios de Laercio; unas ideas que eran semejantes a las que nuestro propio padre pretendía imponer.

»—Señores, debemos negociar y hablar con los hispanos. Si pretendemos ganar esta guerra, si pretendemos devolver a los bizantinos al mar del que proceden, si pretendemos dominar el occidente de Europa, la única manera es negociar con los hispanos. Obligarles a que no acudan en ayuda de los imperiales porque se sientan honrados de ser hispanos, como lo somos nosotros: una sola población hispana, no godos y romanos; sino hispanos, hombres que habitan en este antiguo país y lo aman. Si a los imperiales les falta el abastecimiento de comida, tendrán que rendirse, pero si los abastecimientos se los proporcionan los ricos terratenientes romanos y los judíos, nunca se rendirán. Hay que impedir la colaboración con los bizantinos; para ello habrá que negociar con los hispanos y los judíos.

»De nuevo, se escuchó un murmullo de desacuerdo. Muchos godos de antigua raigambre, entre ellos amigos tan cercanos como Wallamir, no querían negociar con quienes consideraban inferiores; querían únicamente aplastarlos con el peso de las armas. La discusión continuó unas horas, en las que hicieron un alto para comer, para proseguir, después, sopesando la necesidad de bloquear por mar a la armada bizantina. Las naves orientales asaltaban, con frecuencia, a las godas y, sobre todo, impedían el comercio con el norte de África, con la antigua provincia Tingitana. Salían de Malacca y de Cartago Nova e impedían el tráfico por el antiguo mar de todas las gentes, el Mediterráneo.»

El duque de la Bética

«Después del oficio arriano, como una de sus muchas obligaciones, mi hermano Hermenegildo dedicaba las primeras horas del día a atender las necesidades de sus súbditos y a despachar negocios públicos. Solían pedir audiencia los menesterosos, pero también hombres sedientos de mercedes, que buscaban la ayuda o el favor del príncipe. Muchas veces Gundemaro y los nobles de su séquito en Hispalis se asombraron de la cordura y discreción de su juicio. Era un hombre que sabía penetrar en el interior de las personas, reconociendo las intenciones íntimas en las mentes de los que se dirigían hacia él. Esa misma cualidad la habían poseído su padre, Aster, y su abuelo, Nícer.

»Una de aquellas mañanas, un hombre de avanzada edad consiguió acercarse hasta donde el joven duque godo administraba justicia; le pidió que se castigase el daño que le había sido infligido por un noble. El poderoso había prendido fuego a unas vides secas; era un día de mucho calor, se levantó el aire y las ascuas, arrastradas por el viento, incendiaron la casa del anciano, quien al intentar controlar el fuego se quemó las manos y la cara. El vecino poderoso era un godo y el anciano, un romano. Como sabrás, la ley no protege al romano sino al godo. Los tribunales romanos —generalmente presididos por el obispo católico de la ciudad— estaban constituidos para asuntos entre romanos; los tribunales godos juzgaban los pleitos de los godos. Cuando había un problema de competencias entre godos y romanos, lo dirimían los tribunales godos. Así, los romanos solían hallarse en franca desventaja legal. Hermenegildo se compadeció del anciano, pero no quería saltarse la ley, ni desacreditar a los tribunales.

»En la sala de Audiencias se agolpaban orgullosos nobles godos y algún hispanorromano. Me puedo imaginar a Hermenegildo observándoles a todos, uno por uno, con sus ojos claros, perspicaces e inteligentes. Aquélla era una añagaza para desacreditarlo, para que tomase un claro partido. Si fallaba a favor del godo, perdería la escasa confianza que había conseguido con su discurso inicial ante el pueblo de Hispalis. Si fallaba en contra, perdería el prestigio y la autoridad ante los godos, al haber desacatado una de sus leyes. Entonces, tras examinar al noble godo de arriba abajo, comenzó a preguntarle:

»—¿Vos sois noble godo?

»—Lo soy…

»—¿Combatisteis en la campaña contra los cántabros?

»—No, no lo hice.

»—¿Combatisteis, entonces, en la campaña contra los francos, cuando asediaron durante meses la ciudad de Cesaraugusta y nos salvaron las reliquias del santo mártir Vicente?

»—Tampoco lo hice. Ocurrió mucho tiempo atrás.

»—¿Combatisteis con mi padre en Sidonia echando a los bizantinos de nuestras tierras de la Bética?

»El godo tragó saliva. Aquella guerra era muy cercana. Por ley los nobles godos debían acudir a apoyar a su rey. En un hilo de voz, el godo dijo:

»—No…

»—¿Sabéis que nuestras leyes penan al noble que no acude a la llamada de su rey?

»—Estaba muy ocupado… Mi esposa había dado a luz…

»—Entonces, debisteis haber pagado el tributo.

»El hombre bajó la cabeza. Todo su orgullo había desaparecido.

Hermenegildo llamó al escribano de la corte encargado de registrar los tributos y preguntó si aquel godo había pagado lo que debía. Ante la negativa, el joven duque dictaminó:

»—Los godos tenemos preeminencia en este reino y la conservaremos, si cumplimos nuestras obligaciones. Los godos somos el ejército de este país, esta tarea nos fue encomendada por el antiguo Imperio romano. Hemos luchado siempre valientemente y el pueblo hispano nos debe respeto y sometimiento. Ese sometimiento se constata en nuestras leyes. Vos no habéis cumplido vuestras obligaciones. No podéis pensar que conservaréis vuestros privilegios. Pagaréis el tributo y esa cantidad le será dada a este anciano al que habéis perjudicado.

»Se hizo el silencio en la sala. La cantidad que debía pagar el noble godo era superior a la que hubiera debido pagar en indemnización por una casa quemada. El anciano levantó las manos, heridas y tumefactas, y, también, miró al príncipe con un rostro desfigurado por el dolor que le causaban, pero en sus ojos brilló el agradecimiento. Hermenegildo fingió no verlo, pero susurró algo, en voz baja, a uno de los soldados que hacían guardia junto a él.

»El noble godo y el anciano romano se retiraron; el primero, rígido y lleno de cólera; el otro, con su espalda inclinada haciendo reverencias al joven duque de la Bética.

«Continuaron los pleitos y los asuntos de estado. Ante Hermenegildo se presentaron dos hombres vestidos con ropas que indicaban su pertenencia al estamento clerical. El primero llevaba una larga barba y su aspecto era el de un clérigo arriano. El otro era un monje, cuya capucha le cubría la cara. Un lacayo los anunció, primero señaló al clérigo arriano y gritó en voz alta:

»—Ermanrico, obispo de la Iglesia arriana de Itálica.

«Después, el encapuchado dio un paso al frente descubriéndose la cara; inmediatamente fue reconocido por Hermenegildo, mientras se escuchaban las palabras en voz muy alta del heraldo: »—Leandro, obispo de la Iglesia católica de Hispalis. »El hijo del rey godo se levantó inmediatamente y se acercó a Leandro tomándole por los hombros. El arriano les observó, sorprendido de que el duque conociese a su rival.

»—Viejo amigo, me habían dicho que estabas en Servitano, en un convento…

»—Y era así; pero desde hace algunos meses; he sido elegido obispo de la ciudad… Y no me han dejado retirarme mucho tiempo…

»—¿ Cómo está… ? —Hermenegildo se detuvo; de pronto se dio cuenta de que todos los asistentes a la sesión estaban pendientes de sus palabras.

»—¿Mi familia…? —Leandro entendió a quién se refería, pero prefirió desviar la contestación—. Bien, están todos bien.

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