Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (12 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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En marzo de 1901 subió al poder el partido liberal. El comienzo del reinado de Alfonso XIII se produjo, por tanto, en un periodo de gobierno de este partido, como si a él debiera corresponderle enfrentarse con las situaciones más difíciles (en etapas anteriores, había abierto la Regencia y pilotado el país durante el desastre colonial). Sagasta, que presidió este gabinete, tenía muy poco de político regeneracionista, siendo, por el contrario, el paradigma de la política profesional, heredera de la revolución de 1868 pero caracterizada, además, por un cierto escepticismo ideológico y por el prosaísmo en la política práctica. Su habilidad y paciencia habían conseguido mantener unido a un partido liberal que no en vano se había denominado fusionista, debido al hecho de ser, en realidad, una colección de clientelas unidas por intereses no ideológicos. Frente a la cultura y la capacidad intelectual de Silvela, sus armas eran la habilidad maniobrera y la simpatía; él, a diferencia del líder conservador, no sólo no escribió libros sino que no los leía. De todas maneras, este turno liberal, iniciado con el siglo, introdujo un cierto cambio en la vida del partido: no sólo por la aparición de nuevos dirigentes, como Romanones, o, en especial, Canalejas quien, como escribió el primero, significaba «vino nuevo en odres viejos», sino también por la incorporación de un programa anticlerical que estaba destinado a ser, como veremos, una clave importante en la política española durante década y media. Para Sagasta la introducción de esta cuestión resultó más que nada engorrosa; afirmó que había sido en mala hora planteada. Romanones, en Instrucción Pública, hubo de enfrentarse con el nuncio respecto de las órdenes religiosas y su eventual asentamiento en España. Cuando, en abril de 1902, se llegó a un modus vivendi que implicaba el mantenimiento de la situación precedente, no obligándose a las órdenes más que a inscribirse en un registro especial, Canalejas, decepcionado por lo que creía un exceso de complacencia, acabó dimitiendo. En diciembre de 1902, Silvela volvió al poder con un Gobierno en que las colaboraciones obtenidas eran menos amplias que en el anterior pero resultaban más homogéneas. Ya no hubo ni la voluntad ni la posibilidad de integrar otras fuerzas al margen del propio partido conservador, aunque sí el de un grupo procedente del partido liberal, en otro tiempo acaudillado por Germán Gamazo y que por representar los intereses de la agricultura castellana había ido evolucionando desde el proteccionismo al conservadurismo. Ahora lo dirigía Maura, antiguo ministro de Ultramar con Sagasta y, como tal, promotor de una legislación autonomista para Cuba; con el paso del tiempo, había de convertirse en su principal dirigente y aun en el político más relevante del reinado de Alfonso XIII. También quedaron prácticamente reabsorbidas las disidencias precedentes. Sin embargo, en el mismo momento de llegar al poder, ya tenía Silvela ganas de abandonarlo. Sus capacidades intelectuales se unían a una tendencia al desánimo, producto de un carácter ciclotímico. En su diario había augurado que «el enorme sacrificio de gusto, fortuna, tranquilidad y salud (de su permanencia en el gobierno) será completamente estéril y me juro a mí mismo aprovechar la primera ocasión que me ofrezca una crisis para retirarme de la política». Pero tuvo, además, claro está, dificultades objetivas. El Monarca, como hemos visto, se atribuía a sí mismo una función regeneracionista y en estos primeros años de su reinado fue proclive a intervenciones excesivas, a las que podía tener derecho de acuerdo con la Constitución, pero que provocaban una inestabilidad innecesaria. Pero, sobre todo, sus dificultades se incrementaron con la división de los conservadores. En marzo de 1903 dimitió Fernández Villaverde y la ejecutoria de Maura como ministro de la Gobernación fue juzgada como inaceptable por diversos sectores que lo acusaban de no haber facilitado la victoria del encasillado monárquico. Lo cierto es que los procedimientos electorales empleados fueron escasamente distintos de los de periodos anteriores: si se produjo una victoria republicana en las ciudades más importantes la razón estriba en la unidad del republicanismo. La dimisión de Maura fue seguida, al poco tiempo, por la de Silvela, tras una crisis que fue calificada de «oriental» por la presunta intervención en ella del joven Monarca desde el Palacio de Oriente. Sin embargo, el carácter depresivo de Silvela jugó también un papel en lo sucedido. El dirigente conservador dimitió de la presidencia de su partido con unas palabras que expresaban su hipocondría: «Tenéis ante vosotros un hombre que ha perdido la fe, que ha perdido la esperanza». Como en el caso de Costa, también en el de Silvela los dicterios indignados contra el sistema se trocaron en amargura cuando no pudo sustituirlo. Quedaba, de esta manera, planteado un problema de jefatura en el partido conservador que se debatiría durante los dos años siguientes sin concluir de modo claro. Quien fue llamado a gobernar, en primer lugar, fue Fernández Villaverde, que logró la colaboración de algunos regeneracionistas situados al margen del turno, como eran Gasset y Alba. Era Raimundo Fernández Villaverde un experto hacendista al que, según Romanones, «muy pocos le superaron en esta materia», aunque es más dudosa su capacidad en otros aspectos de su gestión política. Su triunfo personal significaba la victoria del conservadurismo más dócil a los círculos palatinos y aristocráticos. El mismo tenía, por matrimonio, el título de marqués de Casa Rubio y era hijo político de un personaje importante de la aristocracia de la Restauración, el marqués de Molíns. El prestigio de Villaverde derivaba, en realidad, de que en la etapa de Silvela había sido el único ministro capaz de llevar a la práctica una parte de su programa, aunque bien es verdad que a costa del de los demás, con la posible excepción de Dato. La reforma de Villaverde se llevó a cabo en los años 1899-1900 y era consecuencia directa de la deuda contraída en la guerra colonial.

Dada su trascendencia conviene tratar de forma global la reforma de Fernández Villaverde. Al comienzo de su gestión la situación de la Hacienda Pública podía ser calificada de catastrófica: de un presupuesto de 750 millones, unos 400 eran empleados en el pago de la Deuda Pública y a ellos había que añadir, en adelante, la deuda generada por la derrota, que supondría unos 300 millones anuales más. La situación era, pues, de bancarrota y el peso que la deuda tenía en el presupuesto hizo que la labor de Villaverde se centrara en ella. Aunque era un hacendista clásico la necesidad le obligó a recurrir a procedimientos poco ortodoxos. La deuda exterior quedó reducida en un 50 por 100 y se declaró la suspensión o supresión temporal de las amortizaciones de la interior, sobre la que además se estableció un impuesto de un 20 por 100. Esta operación equivalía a un repudio encubierto pero permitió la reducción del peso de la deuda en el presupuesto, que en 1907 era del 38,7 por 100; esa misma cifra demuestra hasta qué punto era inerme el Estado de la Restauración. Además, la reforma fiscal paralela fue, en realidad, muy modesta. En lugar de aumentar la imposición real, que permaneció en los mismos términos que medio siglo antes, introdujo nuevos gravámenes sobre el producto, relativos al trabajo personal y a las rentas del capital, impuesto de utilidades e incrementos en los de timbre y sucesiones. Se explica la reacción positiva de la aristocracia al no modificarse los impuestos sobre la riqueza inmobiliaria. Lo más progresivo de sus propuestas se refería a la modificación del impuesto de sucesiones, pero encontró dificultades en las Cortes en donde incluso miembros del partido liberal le acusaron de ser nada menos que un «socialista furibundo».

El Gobierno de Villaverde no duró más que hasta diciembre de 1903, lo que prueba que no tenía el apoyo total de su partido y, sobre todo, que no bastaba una complacencia, más o menos supuesta, de los medios palatinos para mantenerse en el poder. Ascendió entonces a la dirección del partido conservador y a la presidencia del Consejo de Ministros Antonio Maura, que contó con la práctica unanimidad del partido. No cabe la menor duda de que tenía una amplitud de horizontes muy superior a la de Villaverde y que, además, estaba notoriamente por encima en capacidad oratoria, fundamental para la política del tiempo. Un juicio acerca de Maura obligaría a tener en cuenta aspectos que serán tratados más adelante, pero ya desde este momento es preciso señalar que a Maura le caracterizó un talante distinto al de Silvela. Frente a la propensión al desánimo de éste, Maura tenía arrestos para intentar por todos los medios que se cumpliera la solución que consideraba óptima. De ahí que no pocos políticos del sistema, como, por ejemplo, Romanones, dijeran de él que fue «jactancioso sin poderlo remediar», sobre todo en esta su primera etapa de gobierno.

Este juicio partía de la tendencia habitual en la Restauración a la componenda, pero no era del todo falso. Aparte de su superioridad sobre la media de la clase política, en repetidas ocasiones Maura no dudó en enfrentarse con la parte de la opinión pública que no compartía sus criterios. Quiso, por ejemplo, que se concedieran los suplicatorios contra diputados de la izquierda acusados de incumplimiento de la ley, fundamentalmente por delitos de prensa. Sin embargo, el principal motivo de sus choques con la oposición se produjo en relación con el problema clerical, que así muestra de nuevo su crucial importancia para la política española. Cuando Nozaleda, nombrado arzobispo de Valencia, se mostró dispuesto a tomar posesión de su puesto pese a la oposición de la izquierda local, que le acusaba de ser partícipe en la actuación de las órdenes religiosas en Filipinas, lo apoyó, y, frente a las protestas de la prensa liberal, arguyo que sólo eran «el sonajero del cacicato de la publicidad». La tensión llegó a ser grave porque Valencia era el feudo por excelencia del republicanismo anticlerical. Nozaleda no llegó a tomar posesión de su diócesis, pero quizá más por prudencia eclesiástica que por la del presidente del Consejo. Todo ello le dio a Maura fama de clerical y autoritario que perduraría con el transcurso del tiempo. En junio de 1904 el Gobierno conservador entabló negociaciones con Roma para tratar del statu quo de las órdenes religiosas, en el sentido de asegurarlo frente a posibles modificaciones nacidas de la iniciativa de los liberales. Sin embargo, en esta cuestión los propósitos de Maura no se vieron cumplidos porque, aunque logró la aprobación de su gestión en el Senado, no obtuvo el mismo resultado en el Congreso. También en esto hubo de enfrentarse con la prensa de izquierdas, uno de cuyos órganos llegó a proclamar que «el fraile es amo y Maura su profeta». Tampoco logró ver aprobada en las Cortes una reforma de la Administración local, en parte por carencia de tiempo y en parte, también, porque su contenido dividió al partido. Sus relaciones con el joven Monarca fueron tensas pero mejoraron después de un viaje a Barcelona que constituyó un indudable éxito para los dos, aunque el presidente fue objeto de un atentado. Una discrepancia con el Rey respecto del nombramiento de un alto cargo militar y, más aún, la propia división del conservadurismo, provocaron la caída de Maura. Si esta primera etapa de gobierno constituye un antecedente obligado del periodo 1907-1909, también su reacción en este momento, áspera respecto a Alfonso XIII, presagió la de 1913. Ahora, dijo, había creído tener «continentes de confianza regia» y sólo tenía, en realidad, «un tiesto». Él añadió no era un presidente dimitido sino «relevado». En diciembre de 1904, tan sólo durante cuarenta días, le sucedió Azcárraga, «un teniente general de salón y de apacible carácter», uno de esos inocuos políticos-puente para resolver periodos de transición de los que hubo otros ejemplos en la época. A principios de año volvió al poder Fernández Villaverde, que sólo lo pudo conservar unos meses. No tenía más que el apoyo de una treintena de diputados y Maura prefirió derribarlo, aun consciente de que eso significaba la entrega del poder a los liberales.

Una vez más, fue la división del partido en el poder la causa de su relevo; en tan sólo dos años había habido cuatro presidentes, cinco crisis totales y 66 ministros. El regeneracionismo conservador había demostrado, en su primera singladura, sus contradicciones, pero también había engendrado un liderazgo de quien, aunque en 1905 no era más que presidente primerizo, se convertiría luego en el primer político del reinado de Alfonso XIII. Dentro de sus evidentes límites, un sistema como la Restauración había conseguido, con dificultades sin cuento y a expensas de no modificar el sistema fiscal, superar la práctica bancarrota provocada por la derrota colonial. Aunque con una fuerte protesta interior por los incrementos en la imposición, al menos no había tenido lugar un deterioro irreversible de la imagen internacional de España como consecuencia de esas negativas a hacerse cargo de la deuda, tan habituales en el XIX. El intervencionismo del Monarca en los nombramientos militares y la cuestión clerical, aparte de la división de los conservadores, contribuyeron de forma poderosa a la inestabilidad gubernamental.

Los liberales, el clericalismo y el pretorianismo

S
i los conservadores habían mostrado su desunión hasta 1905, no mucho mejor era en esta fecha la situación de los liberales. Muerto Sagasta en 1903, pareció en peligro la unidad, siempre precaria, de un partido que era la acumulación de una serie de clientelas, algunas de las cuales no se situaban a la izquierda del partido conservador. Estaban, en primer lugar, las viejas glorias del partido que habían tenido sus primeras actuaciones políticas durante la revolución de 1868, como Montero Ríos y López Domínguez, que ejercían su jefatura entre los senadores, o como Moret y Vega de Armijo, que la tenían entre los diputados. Sin embargo, las estrellas más prometedoras en el firmamento liberal eran ya el conde de Romanones, organizador de los comités madrileños del partido, y Canalejas, que hizo una propaganda popular que, para la época, podía considerarse como radical. Junto con los problemas de dirección había, además, otros más importantes todavía, el de la necesidad de renovar el programa de un partido que, a partir de 1885, había conseguido transformar de una forma sustancial el contenido de la Restauración. A diferencia de lo que hizo el liberalismo británico, el español, con la excepción de Canalejas, no se caracterizó principalmente por la voluntad de dar un contenido social a sus programas. La cuestión clerical centró su preocupación con el inconveniente, no de que se tratara de algo artificial, sino de que agotó al partido en estériles disputas internas sin llegar a unos propósitos claros y unitarios. Hemos visto aparecer episódicamente la cuestión clerical desde los comienzos de siglo pero bueno será que ahora aludamos de manera más detenida a ella. El problema fundamental nacía de la presencia y la actuación de las órdenes religiosas, pues a diferencia del clero secular, que iba descendiendo en número de miembros, las órdenes, de las que el Concordato de 1851 sólo amparaba la existencia de tres, habían ido creciendo de forma muy significativa a lo largo de la Restauración: a través de 300 Reales Órdenes todos los gobiernos —liberales y conservadores— habían ido permitiendo el establecimiento de nuevas órdenes religiosas no sujetas a ninguna disposición legal, pues no se les aplicaba la ley de asociaciones de 1887. Las órdenes contribuyeron a la vertebración de la Iglesia española y le proporcionaron capacidad de renovación y formación, pero inmediatamente despertaron la oposición de una parte considerable de la sociedad. Esta actitud se convirtió en especialmente visible en el final de siglo por razones políticas concretas, al margen de las ya mencionadas al tratar de la guerra colonial. El matrimonio de la princesa de Asturias o la formación de un gobierno de catolicismo militante, como fue el de Silvela y Polavieja, contribuyeron a ello. Pero, como es lógico, también hubo otras de raíz religiosa que, en definitiva, deriva de la propia contextura del clericalismo. Quienes fueron denominados como «neocatólicos» parecían, a ojos de los anticlericales, buscar privilegios y dominio e instrumentalizar el Estado en su favor con un decidido afán de conquista. Éste no había sido tan obvio antes pero en este momento, en que el número de religiosos se multiplicó por tres entre 1888 y 1904 y en que aparecían devociones como el Corazón de Jesús, que daban la sensación de intentar la reconquista de la sociedad para el catolicismo, se planteó como una amenaza real. Esta actitud se insertó sobre una Iglesia abrumadoramente antiliberal y carente por completo de la idea de que del pluralismo podía derivar una situación positiva para el conjunto de la sociedad. Hay que tener en cuenta que la orden religiosa más prestigiosa y nutrida, los jesuitas —unos 2.000 a comienzos de siglo— se había alineado, en las disputas internas del catolicismo español, en contra de las fórmulas más moderadas —la Unión Católica— y a favor de las más radicales, como el integrismo. A los jesuitas se les atribuyó capacidad conspirativa, tortuosidad y secreto, creando de ellos una imagen que fue exactamente igual a la que los medios clericales dieron de la masonería. Esta, en realidad, no creó el anticlericalismo: estaba demasiado dividida como para intentarlo y su postura en los primeros años del reinado de Alfonso XIII fue muy respetuosa para el orden social y político hasta el punto de que se solidarizaron con el monarca cuando fue objeto de un atentado en 1906. Otra cosa es que masones muy conocidos fueran al mismo tiempo republicanos y, como tales, hicieran una propaganda anticlerical a menudo incendiaria. A las órdenes se les atribuyó por parte de los sectores anticlericales una codicia que les había hecho dueñas de un poder económico enorme. Fue patente la conexión entre algunas de ellas y los medios de la alta burguesía enriquecida en el último tercio de siglo. Resultan, por ejemplo, conocidas las conexiones de los jesuitas con el marqués de Comillas (lugar donde se fundó una universidad de decisiva influencia en la intelectualidad católica) y una Ibarra fundó una orden religiosa importante. Sin duda es una exageración pensar que controlaran un tercio de la riqueza española, pero puede ser un indicio de la realidad de su poder económico la constatación de que Madrid creció hacia el norte en terrenos que eran propiedad de los jesuitas. Otra cuestión, más decisiva aún, fue la de la enseñanza. A comienzos de siglo había 50.000 religiosos de los que 40.000 eran monjas; un tercio de estas últimas y la mitad de los primeros se dedicaban a la enseñanza, de la que podían controlar hasta un 80 por 100 en el nivel secundario, según afirmó el conde de Romanones en las Cortes, mientras que sólo estaba en sus manos una sexta parte de la educación primaria. Podía, así, existir la sensación de que las órdenes querían controlar el tramo más sensible de la educación española mientras que el Estado, cuyo presupuesto educativo era, en términos proporcionales, la décima parte del norteamericano, se negaba a asumir su responsabilidad en esta materia. El contenido de las doctrinas enseñadas en los centros de educación de carácter eclesiástico resultaba casi siempre contrario al liberalismo. El último congreso católico del XIX lo había calificado de «nefando» y, en general, en ese tipo de reuniones los obispos resultaban moderados ante un auditorio en que predominaban las posiciones ultramontanas. En materia educativa el mundo católico mostró una hipersensibilidad y deseo de monopolio que llevó, por ejemplo, a pedir algo tan contradictorio como «libertad de enseñanza para la Iglesia», a repudiar la función docente del Estado o a afirmar que saber leer y escribir podía ser contraproducente. La escuela neutra era «del diablo» y la autotitulada «moderna», de anarquistas como Ferrer, «del suicidio». Claro está que los colegios de las órdenes religiosas vivían en un clima de miedo y de militancia que era poco propicio a entender las razones de sus contradictores: el colegio de jesuitas que educó a la clase alta barcelonesa estuvo cerrado desde 1767 a 1816 y luego otras tres veces más a lo largo del XIX (1820, 1868 y 1873), siguiendo las alternativas de la política eclesiástica de los gobiernos y a menudo con el acompañamiento de incidentes del orden público.

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