Read Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] Online
Authors: Javier Tusell
Tags: #Historia, Política
Hubo otro terreno donde también la intervención del Monarca en la vida política fue persistente y considerada como algo habitual y necesario: el de las relaciones internacionales, materia en que también la Constitución le dio amplios poderes. Alfonso XIII era pariente de la mayor parte de los monarcas europeos, pero, además, juzgaba que a él le correspondía la defensa de los altos intereses nacionales, de acuerdo con la propia Constitución. Además, la inestabilidad gubernamental provocaba que él mismo mantuviera una relación más constante con los embajadores extranjeros en España y con los representantes de nuestro país en el exterior que los ministros de Estado. Los embajadores en París (Quiñones de León y, antes, León y Castillo) o en Londres (Merry del Val) fueron siempre personajes con especiales vínculos con el Monarca. Sin embargo, no puede decirse que tuviera una política exterior propia. Contradictorio y a menudo superficial, el hecho de que se le hayan atribuido políticas totalmente distintas parece confirmar que, en realidad, no hizo otra cosa que seguir, con sus obvias limitaciones, lo que consideraba como intereses colectivos.
En suma, a partir de todo lo expuesto, bien se puede concluir que Alfonso XIII no lo hizo tan mal si juzgamos comparativamente el destino de la Monarquía española en el contexto de la Europa de su tiempo. De las monarquías de la Europa del sur, la portuguesa cayó en 1910 y, a partir de 1922, con el ascenso del fascismo, se puede considerar que la italiana se vio reducida a un papel marginal, lo que no le ocurrió de ninguna manera a Alfonso XIII durante el régimen de Primo de Rivera. Seis monarquías tradicionales europeas cayeron en la primera mitad del siglo XX, señal evidente de que la institución estaba en peligro. En la misma Gran Bretaña, aunque nunca lo estuvo, Eduardo Vil vio, de hecho, muy restringidos los poderes que había ejercido su madre, la Reina Victoria, y pasó por una grave crisis cuando tuvo lugar el enfrentamiento de la Cámara de los Lores con la de los Comunes. La Monarquía española, en un país sometido a un proceso de modernización, duró bastante y fue la única no derribada por la violencia o como consecuencia de una derrota militar, lo que puede interpretarse como un síntoma de capacidad evolutiva y de que el sistema que la sustituyó se caracterizó por una plenitud lograda durante ella. En realidad la intervención, presunta o real, del Monarca en la vida política no fue otra cosa que un aspecto parcial del conjunto de problemas que trajo un proceso de modernización política, con todas sus tensiones y contradicciones. Presentar el reinado de Alfonso XIII como una contienda entre el Monarca y los españoles supone, pues, un tipo de simplificación y personificación sencillamente inadmisible.
E
n el momento en que tuvo lugar el advenimiento al trono de Alfonso XIII España había concluido ya una primera experiencia política regeneracionista, que tuvo como protagonistas a la Unión Nacional y al partido conservador. De ellas hay que tratar no sólo por constituir el obvio antecedente de cuanto vino después sino porque ambas cubrieron los últimos años de la Regencia, a partir del momento de la pérdida de las colonias. El regeneracionismo conservador fue precedido por una iniciativa política nacida en las fronteras del sistema político de la Restauración y casi al margen del mismo, aunque finalmente fuera absorbida por él. En noviembre de 1898 Joaquín Costa pidió un «partido regenerador», un partido nacional capaz de resolver los problemas españoles después del Desastre del 98: lo hacía partiendo de una base ínfima para conseguir este propósito pues sólo contaba, tras de sí, con la Cámara Agrícola del Alto Aragón, aunque se dirigiera a todas las de su género y al conjunto de fuerzas productivas organizadas en España. El programa con el que pretendía agrupar a esos sectores sociales parecía muy radical pero en realidad contenía medidas contradictorias y arbitristas. España era presentada como «uno de los más ruines e incómodos arrabales del planeta», pero, al mismo tiempo, los medios para resolver sus males parecían sencillos: incluían, por un lado, una amplia descentralización y, por otro, una activa política económica de la Administración en el sentido, por ejemplo, de facilitar las comunicaciones y promover los regadíos. El ideario de Costa (sus contradicciones y su liberalismo de fondo, aunque propendiera a las tajantes declaraciones de antiparlamentarismo) ya ha sido mencionado con anterioridad. Lo que interesa es que la iniciativa de Costa coincidió con la puesta en marcha de un movimiento semejante por parte de Basilio Paraíso, organizador de un movimiento de las Cámaras de Comercio. Nació, como en el otro caso, de la angustia de las clases medias campesinas de provincia ante un Estado ineficaz, obligado al ajuste presupuestario después de la derrota exterior. La protesta tuvo como vehículo inicial una «Liga de productores» que durante el verano de 1899 propuso, sin que la medida llegara realmente a llevarse a cabo, un «cierre de cajas», es decir, una protesta colectiva a través de la negativa al pago de los impuestos, pero, aunque esta medida preocupara al Gobierno, no llegó a tener verdadera virtualidad, en especial cuando éste amenazó con el estado de guerra. A comienzos de 1900 los protestatarios se agruparon en un partido, la «Unión Nacional», que, pretendiendo declararse ajeno a cualquier tipo de cuestión relativa a la forma de gobierno o a la polémica respecto de centralismo y regionalismo, parecía querer sumar adeptos entre todo género de descontentos. Pronto, sin embargo, se mostró la inanidad del programa y lo contradictorio de los objetivos: el partido no duró más que unos meses, apenas logró seis parlamentarios y la mayor parte de sus dirigentes acabaron integrándose en el sistema político de la Restauración. Así lo hicieron Basilio Paraíso y Santiago Alba, su secretario general, al que le esperaba un futuro prometedor en el seno del partido liberal. Al margen, aislado y arisco, quedó Joaquín Costa, cuya evolución última le condujo hacia el republicanismo expresado en unos términos que, como era habitual en él, se caracterizaron por el radicalismo. Mientras decía sentir una «compasión infinita» por el pueblo español, los políticos profesionales debían ser tratados como «enemigos públicos»; sólo con el triunfo de la República sería posible una verdadera regeneración de España. Pero también había llegado a la conclusión de su impotencia para movilizar a los españoles: «La escopeta es una caña y el dueño del vozarrón un enano de la venta». Enfermo y solitario, Costa acabó también por decepcionarse del republicanismo en 1906 y limitó en los últimos años de su vida sus intervenciones a declaraciones que, como era habitual en él, fueron altisonantes y duras. No fue ésta la única ocasión en que un programa regenerador chocó con la realidad en el momento de intentar llevarse a la práctica, aunque ésta puede conceptuarse como la más significativa muestra del regeneracionismo surgida con autonomía y al margen de los partidos clásicos. En adelante, las fórmulas regeneracionistas encontraron su instrumentación en los partidos de turno y principalísimamente en el conservador.
La victoria del regeneracionismo en dicho partido se concretó en el ascenso de Silvela a su dirección, quien ya en el pasado había sido una especie de perpetuo disidente en función, precisamente, de su voluntad reformista y de la condición ética de su dedicación a la política, lo que chocaba con el realismo de Cánovas del Castillo, más dispuesto a aceptar en su entorno a personajes como Romero Robledo, que pueden considerarse como ejemplo caracterizado de la política caciquil. Batallador, aficionado a las piruetas ideológicas, oportunista e intuitivo, Romero Robledo no tenía el menor inconveniente en figurar como representante de una derecha tan sólo conservadora de intereses materiales: a él se le atribuye la frase de que en España, en realidad, los latifundios eran infundios. Francisco Silvela constituía una antítesis que resultó antagónica; culto, elitista, dotado de indudable talento y de una cultura brillante, era una persona despectiva y solitaria cuyo éxito en el seno del partido conservador (y aun de cualquier otro) se entiende principalmente por las circunstancias propicias al regeneracionismo que a España le tocó vivir. Hombre de ideas y principios morales, juzgaba que la austeridad y los programas de fuerte contenido teórico, más que las habilidades, debían constituir la razón de ser en política. En un principio su posición, distante desde hacía tiempo de la de Cánovas, había logrado tan sólo el apoyo de un sector aristocrático, pero luego, el 98, que Silvela había previsto, lo convirtió también en el representante, en el seno de su partido, de los sectores que propiciaban un acercamiento a las masas católicas y a quienes, hasta el momento, no habían intervenido en política. Su conocido artículo «Sin pulso» contiene frases como las siguientes: «Si pronto no cambia radicalmente el rumbo… el riesgo es el total quebranto de los vínculos nacionales y la condenación, por nosotros mismos, de nuestro destino como pueblo europeo». Como puede apreciarse, el tono del pronunciamiento resulta parecido al de un Costa.
Tan dramática apelación al intervencionismo en la vida pública tenía la contrapartida de un programa: la reforma del partido y la proyección del mismo hacia el futuro, integrando en su seno los intereses mercantiles, regionalistas y regeneracionistas mediante una política que se decía anticaciquil, reformadora de la Administración y movilizadora de la opinión pública. Con este programa, Silvela consiguió la jefatura del partido conservador, aunque permanecieron como disidentes algunos sectores que siguieron las inspiraciones de Romero Robledo o que reivindicaban para sí la herencia de Cánovas. En marzo de 1899 Silvela llegó al poder con este programa regeneracionista que concretó en fórmulas políticas precisas. Lo hizo, por ejemplo, proponiendo, en lo político, combatir el caciquismo mediante la descentralización política y la reforma de la Administración local; en lo económico, a través, a la vez, de la nivelación presupuestaria y el fomento de los intereses de los sectores productivos; en lo social, mediante la puesta en práctica de las primeras disposiciones de reforma social, nacidas de la doctrina social católica, y en lo que respecta a la cuestión religiosa, mediante el mantenimiento de unas relaciones estrechas y cordiales con el Vaticano. Lo verdaderamente significativo de su gabinete es que lograra el apoyo de sectores que pueden considerarse como relativamente inéditos en el seno de la política conservadora hasta entonces, o de personas que acudían con un muy concreto programa a realizar. Eso tenía el inconveniente de convertir al gobierno, como el propio Silvela admitió con mordacidad, en «una exposición de productos del país», tan variados como incompatibles.
Entre los ministros, Pidal, antiguo dirigente de la Unión Católica, representaba la política de inequívoca vinculación con el Vaticano con el propósito de incrementar la enseñanza religiosa en el Bachillerato. Villaverde acudió al Gobierno con un programa hacendístico de nivelación presupuestaria, y Eduardo Dato tenía como propósito la introducción de la legislación protectora del obrero. Además, contó Silvela con dos figuras que completaban la panorámica de sus propósitos. Aunque no propiamente catalanista, Duran i Bas estaba en contacto con los círculos de esta significación, principalmente en materias jurídicas, que pusieron temporalmente su confianza en el programa de Silvela. Eso se debió al hecho de que también estuviera en el gobierno una persona como el general Polavieja. De origen humilde, este militar, vencedor en la guerra contra la sublevación filipina, había visto aumentar su prestigio y desde antes de la pérdida de Cuba se había venido preparando para convertirse en alternativa política. En torno a su figura y a un programa hecho público a fines de 1898 se hizo patente una confluencia de intereses muy expresiva de lo que era el primer regeneracionismo conservador. Polavieja tenía un primordial interés en la reforma militar pero, además, era denominado «el general cristiano» y había hecho declaraciones que parecían mostrar interés por las cuestiones económicas y por la descentralización administrativa. Partidario de la existencia de diputaciones regionales y del reparto de impuestos a través de cupos pareció lograr un considerable apoyo en Cataluña.
Lo sucedido con la experiencia gubernamental de Silvela demuestra la debilidad esencial del regeneracionismo cuando pasaba de planteamientos genéricos o de imprecaciones contra la situación. Se debe tener en cuenta, además, que el telón de fondo sobre el que se desarrollaba la acción política era de una virulenta agitación social, aunque poco duradera, en protesta por la presión fiscal, la conciencia de derrota y las quintas. Un periódico local llegó a hablar del «temperamento de motín que domina a los españoles por largas enseñanzas y repetidos desengaños y que se manifiesta cualquier día con cualquier pretexto». Todos los ministros en su parcela concreta pretendieron ser reformadores del Estado de la Restauración, pero, en la práctica, sus propuestas resultaron mutuamente excluyentes. Así, Polavieja se encontró con que su regeneracionismo militar se enfrentaba con el deseo de Fernández Villaverde de llegar a una nivelación presupuestaria. Cuando Silvela quiso dar entrada en el Gobierno a uno de los colaboradores del general, Gasset, identificado con el regeneracionismo agrícola y propietario del prestigioso diario El Imparcial, se encontró con que el apoyo periodístico no le llegaba más que a medias. Duran i Bas también acabó dimitiendo porque los propósitos descentralizadores no llegaron a concretarse en nada y el programa hacendístico de Fernández Villaverde chocó con la burguesía catalana a la que representaba. En Barcelona hubo una negativa generalizada a pagar los nuevos impuestos y, cuando el alcalde se identificó con la protesta, acabó destituido. Por su parte Dato se dedicó a promover la reforma social en tres vertientes: la promoción de una ley de accidentes de trabajo, la regulación del trabajo de mujeres y niños y el descanso dominical, que tan sólo quedaría aprobado en 1904. Estas normas encontraron, sin embargo, una fuerte resistencia en un sector social que teóricamente debiera haber figurado entre los que apoyaban al Gobierno: una parte de la burguesía catalana juzgó que con estas medidas se llegaba incluso a poner en peligro la supervivencia de la industria nacional y abucheó al ministro con ocasión de su visita a Barcelona. Dato hubo de recurrir al decreto para que la disposición llegara a ser aprobada. En realidad, lo previsto en ella, que había sido consultado a alguno de los sindicatos más importantes, tan sólo prescribía que en caso de accidente el patrono pagaría la mitad del salario hasta la recuperación del accidentado o una indemnización de dos años en caso de incapacidad total. Fue éste el aspecto más positivo, junto con el programa hacendístico de Fernández Villaverde, de esta primera experiencia del regeneracionismo conservador. Silvela debió considerarla como liquidada en octubre de 1900 cuando presentó su primera dimisión. En el paréntesis que se produjo a continuación, Villaverde consiguió completar buena parte de su programa hacendístico aunque, por otro lado, fracasara en su propósito de llegar a un gobierno aceptable para los dos partidos del sistema.