Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (18 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Hay que tener en cuenta que la Monarquía estaba constantemente en peligro en las grandes ciudades españolas en las que, además, la penetración del partido socialista fue tardía y, desde luego, posterior a la Primera Guerra Mundial. En Málaga, por ejemplo, la unidad entre los republicanos fue conseguida bastante antes de que se alcanzara en la organización nacional. Representante característico del republicanismo local fue Gómez Chaix, catedrático e hijo del alcalde en tiempos de la República. Los republicanos contaron con prensa de difusión considerable (El Popular) y crearon centros en cada barrio, propiciando de esta manera el germen de una política de masas. Tenían, además, el apoyo de los centros obreros y llevaron a cabo una importante labor reformista en las instituciones municipales. Entre 1909 y 1913 controlaron el ayuntamiento de la capital andaluza, donde realizaron una importante tarea que, sin embargo, se vio arruinada a partir de esta fecha cuando se desunieron y, además, el propio Gómez Chaix entró en las combinaciones electorales propiciadas desde el Ministerio de la Gobernación. En Castellón, Huesca, Sevilla y muchos otros núcleos urbanos más sería posible encontrar casos semejantes. Quizá la fórmula más característica del republicanismo en el cambio de siglo no corresponda, sin embargo, a estos casos. Lo más típico fue una actitud exaltada protagonizada por líderes, relacionados con el mundo de las letras o del periodismo pero siempre populares, sedicentemente revolucionaria, con un contenido que tendía mucho más al anticlericalismo que a propiciar una revolución social, y, al mismo tiempo, dotado de una indudable capacidad de atracción sobre la clase obrera. La descripción irónica que de este republicanismo hicieron hombres de la generación del 98 que lo conocían bien, como Azorín, en «Pecuchet demagogo» o Baroja, en «Aurora roja», no debe hacer olvidar que su popularidad fue muy grande y que llegó a conseguir un importante apoyo entre sectores dispares y valiosos. Desde el punto de vista histórico cabe decir que tuvo el indudable mérito de convertir en sujeto político a la plebe urbana de, al menos, dos grandes capitales españolas, Barcelona y Valencia.

El prototipo de este género de republicanismo nos lo ofrece la persona de Alejandro Lerroux, que fue durante años un elemento imprescindible en la política barcelonesa. Su biografía justifica lo que él mismo decía de ella, al declararse «enamorado de mi Historia». Procedente de una familia de clase media baja (su padre era un veterinario militar que se auto-calificaba de más liberal que Riego), su formación fue escasa: Baroja no se equivocó al decir, años después, que no había leído nada serio. Sólo tuvo el título de bachiller con cuarenta años y cuando, en 1922, ya convertido en todo un personaje de la política nacional, se graduó en Derecho casi con sesenta años, lo hizo examinándose de una vez de todas las asignaturas, cosa que no aumentó el prestigio de la Universidad en que se presentó, la de La Laguna, dominada por sus seguidores. Pronto, después de una juventud accidentada, se convirtió en una figura de importancia en el periodismo de izquierdas de la capital de España, en el que los límites entre republicanos y anarquistas eran borrosos. Su fama de revolucionario en estos años del cambio de siglo no era ficticia: había tenido que exiliarse ya en 1895 y permaneció nueve meses en la cárcel entre 1898 y 1899-Por esta época había coleccionado una treintena de procesos que le hubieran supuesto, de haber cumplido las penas a las que fue condenado, unos cien años de reclusión. Además, en 1900 representó a las sociedades obreras barcelonesas en un congreso anarquista celebrado en Madrid, lo que se justificaba porque había sido un encendido defensor de los supuestos terroristas encerrados en el castillo de Montjuich.

Elegido en Barcelona por vez primera el año 1901, de la mano del federal Pi i Margall (lo que no puede menos de constituir una paradoja dada su evolución posterior), de ninguna manera puede admitirse la simplificadora interpretación de acuerdo con la cual habría sido enviado por los gobiernos liberales madrileños para boicotear al naciente catalanismo. En la carrera administrativa de Lerroux abundaron las irregularidades y está probada la financiación gubernamental desde estos momentos iniciales —cobraba al menos 1.000 pesetas semestrales—, pero todo ello de ningún modo quiere decir que su implantación en Barcelona fuera artificial. Más bien cabe señalar que se daban en Cataluña (en especial, en Barcelona) las circunstancias óptimas para que triunfara un líder de las características de Lerroux. Anticlericalismo, españolismo y reivindicación social eran los motores políticos de unas masas populares a las que activó el recién llegado.

Es muy fácil ironizar acerca de las declaraciones de Lerroux, en especial retrospectivamente. Se decía defensor de la revolución pero ésta era siempre vaga en sus contenidos, violenta en su expresión verbal y producto más de arranques sentimentales y personales que de cualquier teoría. Su populismo se basaba en afirmaciones como la de que «hay hombres que trabajan y no comen y hombres que comen y no trabajan». No se asustaba periódicamente de afirmar que «la propiedad es un robo», pero sólo hacía este tipo de afirmaciones después de haber presenciado un desahucio. Era tan prototípicamente anticlerical que había perdido la fe siendo monaguillo: en materia como ésta su lenguaje adquiría una especialísima violencia, que le llevaba a decir que «donde otros tienen colgada una pila de agua bendita yo tengo colgado un fusil » o a sugerir que había que levantar el velo de las novicias para elevarlas a la categoría de madres. La otra cara de la moneda es que Lerroux se encontró un republicanismo barcelonés dividido en capillas, no organizado como partido, ni responsable ante el elector, y supo dotarlo de organización eficiente, método, orgullo propio y propósitos de victoria. Su versión populista y juvenil del republicanismo jacobino fue indudablemente moderna pero nunca se libró de una propensión a actuar a través de golpes de fuerza o incidentes violentos y siempre resultó profundamente ambigua respecto de la democracia.

En Barcelona, Lerroux no se enfeudó con ninguno de los sectores del republicanismo sino que se situó por encima de sus disputas. Esencialmente proclive al activismo, orador espectacular y colorista, demostraba su voluntad de conquistar el electorado por el procedimiento de exhibir con frecuencia la más desatada violencia verbal. Su partido no fue exclusivamente de la clase trabajadora, pero se implantó sólidamente en ella: un tercio de las sociedades que se agruparon en el sindicato Solidaridad Obrera eran de su partido, que sólo en 1908 se denominó radical. No tenía inconveniente en afirmar que para algunos republicanos era anarquista, mientras que éstos le seguían reputando republicano. Desde un principio proporcionó servicios jurídicos y económicos a la población obrera y consiguió inaugurar la primera Casa del Pueblo, bastante antes de que los socialistas lo hicieran en Madrid. A partir de 1904, cuando controló el ayuntamiento barcelonés, logró subvenciones para las escuelas auspiciadas por su partido y este peculiar sistema escolar educó al 7 por 100 de la población barcelonesa. Nunca dejó de apoyarse en las masas: en su mejor momento el partido llegó a tener 9.000 afiliados y a sus reuniones, entre fiesta y mitin, que solían concluir en incidentes de orden público, asistían a veces sesenta o setenta mil personas. «El lerrouxismo» rentabilizó un anticlericalismo típico de la plebe urbana de la época, pero no lo controló: aunque los radicales no provocaron la Semana Trágica —ésta fue, más bien, una explosión residual y accidental— los jóvenes dirigentes del radicalismo participaron en ella quedando inscrita en un lugar preeminente dentro de la mitología del partido. No puede extrañar que así fuera si tenemos en cuenta que el fundador había colaborado en atentados anarquistas y, desde final de siglo, había puesto sus esperanzas en un golpe de Estado violento para derribar la Monarquía. Originariamente, el anti-catalanismo no formaba parte del ideario del partido radical de Lerroux. Incluso fueron catalanes sus dirigentes de barrio, pero el repudio por parte del electorado obrero a la burguesía que militaba en la Lliga era real y no artificioso; además, los republicanos anti-solidarios eran los pertenecientes a la burguesía más instalada. Sólo con el paso del tiempo «el lerrouxismo» se hizo demagógicamente españolista. Tampoco puede considerarse como un partido exclusivamente basado en el deseo de lucro de quienes en él mandaban aunque sus dirigentes eran políticos profesionales de extracción humilde que hicieron de su dedicación a la vida pública todo un oficio o profesión, con los graves inconvenientes que eso implicaba. Los concejales de la Lliga no tenían esos problemas, pero tampoco esa procedencia popular.

Un posible error de concepto acerca de Lerroux consistiría en poner en relación este personaje revolucionario con el muy moderado de tiempos de la II República. La verdad es que cuando debió de exiliarse, después de la Semana Trágica, emprendió negocios en Argentina, que nada más regresar a Barcelona completó con otros. Era ya uno de los escasos españoles que disponía de automóvil. Paralela a esta evolución personal, en un hombre que dijo de sí mismo que «no se tenía por un san Francisco de Asís», fue la que en él se produjo desde un punto de vista ideológico. Lejos ya de su revolucionarismo inicial, en 1910-1914 pretendió aparecer como un moderado político de centro-izquierda asimilable a lo que suponía, por ejemplo, Lloyd George en Gran Bretaña; eso le proporcionó el apoyo temporal de conocidos intelectuales, como Batoja y Ortega. Al mismo tiempo su influencia en Barcelona decaía, al menos en términos relativos. Desde 1911 no fue ya el radicalismo la opción más votada en la capital catalana. Aquí, a diferencia de Madrid, siempre mantuvo un cierto talante de izquierda que hacía, por ejemplo, que los abogados que defendían a los dirigentes sindicales de la CNT acostumbraran a ser miembros del partido radical.

El republicanismo de izquierdas, vinculado a la persona de Vicente Blasco Ibáñez en Valencia, tiene muchos puntos de contacto con «el lerrouxismo» barcelonés. Hubiera sido lógico, incluso, tratar de él como un precedente pues fue anterior (y también mantuvo una hegemonía más duradera) pero la mayor importancia de la capital catalana obligaba a abordar «el lerrouxismo» en primer lugar. Como éste, tenía también «el blasquismo» un órgano de prensa muy popular y una relación estrecha con las sociedades obreras, que luego se independizaron, pero con las que coincidía en un reformismo social que no tenía otras posibilidades políticas. Así se demuestra con los resultados electorales: en 1907 el PSOE obtuvo en Valencia 183 votos y «el blasquismo» más de 10.000. Otros rasgos confirman la semejanza entre Blasco y Lerroux: en ambos es perceptible, bajo la defensa de la democracia, propensiones autoritarias y una cultura literaria y política no demasiado alejada del folletín romántico, del que la obra literaria del primero se puede considerar continuación. Como el partido radical, también «el blasquismo» constituyó un movimiento modernizador actuando mediante asociaciones estables, los casinos. El auge político del «blasquismo» se produjo entre 1899 y 1911, es decir, un periodo relativamente semejante a aquel de predominio «lerrouxista» en Barcelona, pero en 1915, y hasta 1923, volvió a recuperar el control de la ciudad.

Sin embargo, hay también diferencias entre estos dos movimientos republicanos. «El blasquismo» lograba su principal apoyo en los medios semirrurales del entorno valenciano (Sueca, Alcira…) pero llegó a tener un apoyo importante en la burguesía de la capital. Sus enemigos no fueron regionalistas, sino los católicos y los seguidores del también republicano Soriano, cuyas diferencias con Blasco no eran más que puramente personalistas. Aunque «el blasquismo» coincide en muchos puntos con «el lerrouxismo» es posible que fuera más exclusivamente anticlerical que él: ésa fue la razón de la primera presencia en la vida pública de quien le dio nombre, cuyos seguidores a menudo creaban impuestos sobre el toque de campanas o subvencionaban el carnaval, considerado como vitando por los clericales. «El blasquismo», en fin, favorecido por el éxito literario de quien le daba nombre, se convirtió en una especie de patriotismo local, lo que puede haber ayudado a su perduración.

A comienzos de la segunda década del siglo, el apogeo de la cuestión clerical y las tensiones en torno a la actuación de Maura provocaron un nuevo auge del republicanismo, aunque de nuevo habría de resultar efímero, beneficiando sobre todo a otro grupo político, en este caso los socialistas. De la iniciativa del grupo parlamentario republicano surgió la conjunción republicano-socialista que consiguió la elección de Iglesias por Madrid en 1910, pero que no sólo mantuvo al margen a los radicales, sino que tampoco llegó a elaborar un programa común en materias como la cuestión social o la regional. De hecho, la conjunción llevó una vida lánguida hasta que, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, se disolvió en la práctica. En gran parte se debió a la aparición de otro grupo político de características muy diferentes «al lerrouxismo» o «al blasquismo» y que tuvo tras de sí a los sectores profesionales e intelectuales más valiosos del republicanismo español. En realidad siempre había existido una tendencia reformista y puramente demócrata, rodeada de respetabilidad social e intelectual, en el seno de este movimiento, identificada con Salmerón hasta el momento de su muerte. La gestación remota de un nuevo partido debe remontarse hasta 1909, con ocasión de la protesta por la actuación de Maura en la Semana Trágica. Un sector del republicanismo, al que pronto se calificó de «gubernamental», pareció estar dispuesto a colaborar con Moret y su acercamiento al sistema de la Restauración todavía se acentuó con ocasión de la conflictividad social de comienzos de la segunda década del siglo. Cuando, a la muerte de Canalejas, Cossío, Cajal y Azcárate, tres grandes intelectuales, a los que genéricamente cabe reputar republicanos, visitaron al Rey, el tercero declaró que «han desaparecido los obstáculos tradicionales». Eso parecía abrir el paso a una renovación del turno en un momento en que éste se encontraba, como veremos, en situación crítica. Azcárate fue luego, junto con Melquíades Álvarez, el principal inspirador del nuevo grupo que pasó a denominarse reformista. Este partido reanudaba la tradición del posibilismo «castelarino»: Álvarez declaró no tener nada en contra de una Monarquía capaz de comportarse como lo hacían las de Bélgica, Italia o Gran Bretaña, e incluso añadió que en España los monarcas a veces resultaban más progresistas que el pueblo. Azcárate, de mayor consistencia intelectual, representó el ala izquierda del partido, que nunca perdió la condición republicana y que exigió, por ejemplo, el inmediato abandono de Marruecos, punto en que Álvarez estaba dispuesto a aceptar los compromisos exteriores de la Monarquía española. El partido reformista despertó un gran interés en los medios intelectuales: desde Ortega a Azaña, pasando por Pérez de Ayala, los hombres de la generación intelectual de 1914 se sintieron vinculados con esta empresa, la primera de carácter político en la que colaboraron con decisión. No puede extrañar que lo hicieran puesto que el programa de los reformistas era muy semejante al del liberalismo radical inglés o incluso al socialismo fabiano: soberanía del poder civil, secularización del Estado (matrimonio civil, supresión del presupuesto de clero y separación de la Iglesia y el Estado) y reforma social (nacionalización de minas y ferrocarriles y medidas de apoyo al sindicalismo). Frente a la improvisación habitual en los medios republicanos, entre los que pululaban los periodistas entusiastas pero incapaces de redactar un programa político, el reformismo suponía una importante ruptura, cuya apariencia era positiva. Sin embargo, la primera consecuencia de la aparición del reformismo no fue potenciar las posibilidades republicanas sino arruinar la conjunción republicano-socialista. La campaña electoral de 1914 tuvo lugar en medio de un enfrentamiento entre los dos sectores en el seno de izquierda. Los reformistas quedaron, en realidad, muy por debajo de sus expectativas de llegar a ser un elemento de primera importancia en el seno de la política española: tan sólo consiguieron once diputados y dos senadores. En los comicios siguientes (1916) sólo fueron elegidos catorce reformistas. En su conjunto los republicanos habían disminuido, incluso si se sumaban los dos grupos.

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