Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (20 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Así se explica por las circunstancias en las que se llevó a cabo la discusión en las Cortes. Maura había hecho todo lo posible por evitar el triunfo de Solidaridad Catalana y en las Cortes empezó por afirmar que no servía más que para «la negación»: él no podía admitir el reconocimiento de cualquier tipo de personalidad regional que supusiera «hacer jirones la Patria». Sin embargo, el hecho de que, en la práctica, pese a la existencia de un republicanismo catalanista, fuera Cambó quien ejerciera el liderazgo parlamentario de Solidaridad, facilitó un acercamiento. Los puntos de partida respectivos de Maura y Cambó eran incluso diametralmente opuestos, ya que mientras Maura quería dar nuevo aliento a la España oficial, Cambó deseaba encontrar un camino para la Cataluña real que él representaba, una vez dotada de unas instituciones peculiares. Pero, con el paso del tiempo, Maura llegó a decir que «vosotros pugnáis contra las mismas cosas que yo quiero extirpar, y, aunque no lo queráis, habéis venido a este Parlamento para ser colaboradores míos». Con el nacionalismo vasco le sucedió algo parecido: fue Maura quien nombró un alcalde de Real Orden de esta filiación. Pasadas sus reticencias iniciales actuó, en la discusión de la Ley de Administración local, con una manifiesta voluntad de transacción y no tuvo inconveniente en aceptar enmiendas que de hecho favorecían una germinal autonomía catalana (las mancomunidades de diputaciones). Pero esto mismo tuvo como consecuencia que tanto republicanos catalanes como liberales arreciaran en su oposición, que no carecía de fundamento, en el sentido de que, por ejemplo, la representación corporativa necesariamente había de favorecer a los sectores conservadores. Finalmente, se aceptó que sólo existiera representación corporativa allí donde hubiera asociacionismo real. Atraídos los catalanistas por la actitud de Maura, Solidaridad Catalana acabó desgarrándose interiormente mientras que el proyecto de Administración local se eternizaba en las Cortes, donde dio lugar a 5.500 discursos y 2.800 enmiendas. Incluso si el proyecto hubiera sido aprobado definitivamente el resultado hubiera sido mucho más modesto que el esperado por Maura. La reforma de la Administración local sólo podía provocar la independización del electorado allí donde se dieran las condiciones previas necesarias, como en Cataluña. En el resto de la Península, con excepción de algunos núcleos urbanos, no era posible esperar de la nueva legislación unos efectos milagrosos. Con todo, a pesar de que nunca llegara a aprobarse la ley, la verdad es que Maura, a la altura del verano de 1909, podía considerarse satisfecho con el resultado de su gestión en el poder. Había sido acusado en dos ocasiones de corrupción administrativa: por un miembro de su propio partido, Sánchez de Toca, en relación con el abastecimiento de agua a Madrid, y por el republicano Sol y Ortega, respecto de la concesión de un contrato para la construcción de la escuadra, pero también había quedado patente su inocencia. La mayor parte de la prensa estaba contra él, y, entre los liberales, Moret había mostrado su voluntad de llegar a un acercamiento con los republicanos en contra del predominio de la supuesta reacción. Sin embargo, lo cierto es que en esa fecha nada parecía poner en peligro a los conservadores, que podían esperar mantenerse en el poder por un periodo semejante al de Sagasta en 1885.

La Semana Trágica y la caída de Maura

T
odo cambió sustancialmente como consecuencia de los sucesos de Barcelona, que estaban destinados a influir de forma decisiva en la política española. La situación en la capital catalana era habitualmente explosiva por el entrecruzamiento del problema social, la protesta nacionalista, el republicanismo modernizador —pero demagógico— de Lerroux, y la propaganda anarquista; hasta tal punto la situación era ésa que Ángel Ossorio y Gallardo, gobernador civil de la provincia, llegó a escribir que «en Barcelona la revolución no necesita ser preparada, lo está siempre; asoma a la calle todos los días; si no hay ambiente para su desarrollo, retrocede; si hay ambiente, cuaja». Esto último, como es lógico, se solía ver favorecido por las actuaciones erróneas o ineficaces del poder político, tal como sucedió en 1909-Se debe tener en cuenta, no obstante, que la parquedad de medios policiales era tal que el Gobierno, consciente de que los fondos de que disponía el gobernador tenían como origen las cantidades abonadas por las prostitutas en los sanatorios públicos para su higiene, aceptó la existencia de una policía privada, pagada por la Diputación y el Ayuntamiento. Un incidente con los indígenas en los aledaños de Melilla tuvo como consecuencia la necesidad de solicitar refuerzos a la Península, y el ministro de la Guerra recurrió a una brigada en que figuraban reservistas catalanes de edad, trabajadores con familias que dependían de ellos. La guerra de Marruecos había sido y sería en el futuro muy impopular entre las clases humildes, por lo que un periodista liberal había advertido a Maura que actuar allí era sinónimo de sufrir las consecuencias de la revolución. Ahora la protesta se generalizó ante una decisión cuya coherencia nadie entendió y todas las fuerzas políticas catalanas solicitaron del Gobierno que renunciara a sus medidas. El embarque de las tropas dio lugar a escenas penosas, que desembocaron en una verdadera rabia anticlerical cuando señoras de la buena sociedad ofrecieron escapularios y medallas a los soldados en el momento de ascender a los buques, de los que era propietario un conocido personaje del mundo católico. La indignación estaba tan generalizada que de manera inmediata se concretó en un movimiento acaudillado por un comité de huelga del que formaron parte los grupos políticos de izquierda; sin embargo, la protesta, en realidad, más que verdaderamente organizada, fue el producto espontáneo de las circunstancias. El 26 de julio se llegó a la huelga general, que en un principio fue pacífica y unánime. Pero en este momento la actuación de las autoridades empeoró la situación. El gobernador civil, Ossorio y Gallardo, era una personalidad moderada que probablemente había contribuido a que evolucionara la actitud de Maura respecto de Solidaridad Catalana. Consideraba que el catalanismo no podía ser suprimido y que el intento de hacerlo no tendría otro resultado que empeorar la situación. Así se explica que, aunque Maura promoviera medidas de inequívoco nacionalismo español, al mismo tiempo Prat de la Riba fuera condecorado. Ossorio era también persona muy celosa de su autoridad frente a la militar y a De la Cierva: consideraba que no podía tener «jurisdicción de pordiosero» y a menudo despachaba directamente con el propio Maura. Cuando arreció el conflicto quiso evitar la entrega del poder a las autoridades militares y acabó dimitiendo cuando no lo consiguió. Por su parte, De la Cierva mintió conscientemente al describir lo sucedido como si se tratara del resultado de un movimiento nacionalista y los militares actuaron de forma expeditiva pero, con frecuencia, errada. Tanto la ausencia de poder civil como la mala interpretación desde Madrid tuvieron pésimos efectos: la misma carencia de dirección precisa hizo que la protesta «se corriera como una traca y estallara como una bomba». Pronto surgieron violentos incidentes cuando los huelguistas empezaron a atacar a los tranvías que seguían funcionando. De ahí se pasó a una oleada de ataques e incendios de los edificios religiosos. Aunque en ellos tomaron parte los jóvenes dirigentes del republicanismo radical, no cabe atribuirles la exclusiva sino que, probablemente, hubo mucho de espontáneo en tal género de atentados, que no constituían un delito de rebelión militar y se veían facilitados por el hecho de que los edificios religiosos y docentes carecían de protección. Mientras tanto, de forma rapidísima, los sectores de clase media pasaron de la aceptación de la protesta al terror. Los participantes en los sucesos, por su parte, demostraron con su actuación que lo que protagonizaban no era esa revolución denunciada por el Gobierno, ni siquiera un movimiento con un objetivo preciso: un testigo presencial escribió que la sedición «no había tenido unidad de pensamiento, ni homogeneidad de acción, ni caudillo que la personificara, ni tribuno que la enardeciera, ni grito que la concretase». No sólo no hubo un programa de acción ni unos propósitos precisos, sino tampoco panfletos o proclamas que definieran lo que pretendían quienes dominaban las calles.

En estas condiciones no resulta extraño que el movimiento no fuera dominado por la fuerza sino que, simplemente, colapsara por sí mismo. Las clases conservadoras se sintieron aterrorizadas: 63 edificios habían sido incendiados y había muerto un centenar de personas. Sólo los más inteligentes o los más sensibles, como el poeta Joan Maragall, fueron capaces de darse cuenta de que esa «ciudad quemada» que ahora era Barcelona encerraba profundas enseñanzas que no podían ser olvidadas: «Bendita seas, tempestad pasada —escribió—, porque haces levantar los ojos a la luz nueva». De todos modos, la peligrosidad de la sedición, a partir de las premisas expuestas, fue mucho menor de lo que las cifras de muertos y de daños pueden hacer pensar. La represión tuvo, sin embargo, una dureza ciega y brutal, como había sido antes cruel la destrucción de vidas y edificios. Más de un millar de personas fueron arrestadas y 17 condenadas a muerte, tras ser sometidas a los tribunales militares. Al final fueron cinco los ejecutados, normalmente protagonistas anecdóticos de los acontecimientos (por ejemplo, un guardia que se había pasado a los revoltosos o un paisano que había bailado con los restos momificados de una monja). La figura más conocida fue Francisco Ferrer Guardia, cuya muerte levantó oleadas de indignación en los medios de la izquierda liberal europea. La sentencia fue emitida por el conjunto de su vida, en la que se consideraba que había utilizado la educación como «un antifaz» para proseguir sus funestos designios. Los propagandistas del anarquismo convirtieron lo sucedido en una muestra de que en España había resucitado la Inquisición y de que los medios clericales se habían vengado, en la persona de Ferrer, de la competencia que les hacía con su dedicación a la enseñanza. Uno de ellos, Tárrida del Mármol, llegó a escribir un libro sobre «los inquisidores españoles» y en Londres fueron fundados un «club anti-inquisitorial español» y un comité «de atrocidades españolas». La verdad es que Ferrer era un personaje mediocre, fanático y bastante simple, cuyas escuelas, bajo la pretensión de cientifismo, practicaban una enseñanza teñida de fuerte anticlericalismo. En la pared de su calabozo escribió estos versos simplones: «Mi ideal es la enseñanza, pero racional y científica cual de la Escuela Moderna que humaniza y dignifica». Todo hace pensar que Ferrer estaba relacionado con medios anarquistas que no tenían inconveniente en practicar el atentado personal. Resulta, por ejemplo, muy probable que él hubiera inspirado la acción de Mateo Morral, como consecuencia de lo cual estuvo un año en la cárcel, aunque nada pudo probársele. Además, así como algunos de los dirigentes radicales se habían comportado en los días de la Semana Trágica con una infrecuente discreción, Ferrer se exhibió en exceso y parece haber querido desempeñar una dirección que ni era posible en un movimiento de esas características ni hubiera sido aceptada fácilmente. La investigación histórica parece demostrar, en todo caso, que nada justificaba su condena en juicio sumarísimo. Inmediatamente después de lo sucedido, la reacción de las clases conservadoras, atizada por la sorpresa, fue mezquina y carente de toda ponderación. Nadie pidió el indulto de Ferrer cuando Maura mismo había estado a favor de concedérselo a un periodista (Nakens) que había actuado de forma semejante. Maragall pensaba que concluir lo acaecido con fusilamientos era una barbaridad y quiso escribir un artículo titulado «La Ciudad del Perdón», pero sus propios correligionarios catalanistas se lo impidieron.

Quienes en esta ocasión se comportaron de una forma más gratuitamente brutal, como para compensar deficiencias previas, fueron quienes estaban en el poder. Los errores del Gobierno a la hora de enfrentarse con los acontecimientos fueron graves, pues no sólo hizo mal recurriendo a los reservistas, sino que había dejado a Barcelona con una guarnición insuficiente y muy escasa de moral. Maura mismo, ausente de Madrid, no estaba preocupado por Barcelona, y apenas por Marruecos, donde había recomendado evitar los conflictos armados con los indígenas. Luego, tan sorprendido como tantos otros, pasó a pensar en las «ejemplaridades necesarias» e incluso juzgó responsable a Pablo Iglesias. De la Cierva y las autoridades militares no pusieron en duda dónde estaban las responsabilidades. Con la ejecución de Ferrer, llevada a cabo en contra de la opinión de algunos de los dirigentes conservadores, como Dato y Sánchez Guerra, no sólo se cometió un error jurídico sino también político. Responsable principal de lo sucedido fue Juan de la Cierva, quien incluso llegó a clausurar el Centro Excursionista de Cataluña y «mandó a paseo» a Cambó cuando éste le pidió que hiciera compatibles «la prudencia y energía». Ferrer, ejecutado, se había convertido en un sabio, mártir de las fuerzas de la reacción. De nada sirvió que, como señaló Ossorio, «había para reírse» de que ése fuera el juicio más allá de nuestras fronteras.

El error político no residió sólo en el modo y el contenido de la represión sino en que lo sucedido deterioró gravemente el propio sistema político de la Restauración. En un principio, Moret, al frente del partido liberal, no mostró una discrepancia fundamental respecto de Maura, pero la represión gubernamental le llevó a solicitar la inmediata dimisión del Gobierno. El tono de los debates en las Cortes se fue haciendo progresivamente violento y contribuyó a encenderlo la propia intemperancia de De la Cierva, que acusó a los liberales de haber mantenido una política de orden público amparadora de atentados, llegando a relacionarlos con el intento de asesinar al Rey. Moret afirmó que la mayoría conservadora había sido modélica, pero ahora debía tener la iniciativa de prescindir de Maura y de su ministro de la Gobernación. Maura respondió atribuyendo a los liberales el haberse aliado con «la cloaca revolucionaria».

Cuando se producía una discrepancia tan grave entre los dos partidos de turno en un sistema como el de la Restauración resultaba imprescindible la intervención moderadora del Monarca. En un primer momento el Rey no tomó la iniciativa de poner reparos a la actuación de Maura, pero pronto apreció la magnitud del enfrentamiento cuando descubrió que había ex ministros militares, pertenecientes al partido liberal, que decían de sí mismos tener de monárquicos «el canto de un duro». Finalmente, Alfonso XIII acabó por aceptar una dimisión de Maura que éste había llegado a presentar sólo con la esperanza de que no se le aceptara. Luego la explicó diciendo que el político conservador no podía pretender prevalecer «contra media España y más de media Europa». A Cambó, según narra éste en sus memorias, le contó que había sido Maura el que le había abandonado: la interpretación no deja de tener fundamento, aunque sólo en el seno de un sistema político como el de la Restauración. En él lo lógico hubiera sido o bien apaciguar este tipo de enfrentamiento o bien aceptar un relevo en la dirección del partido conservador, aunque fuera tan sólo temporal. Pero la dimisión de Maura fue dolida e indignada, llegando a afirmar que «se le había roto el muelle real». Fue éste el primero y quizá el más importante de los agravios que, en forma sucesiva, fueron deteriorando la imagen del Monarca en el mundo político. La crisis de 1909 reviste, por tanto, la suficiente trascendencia como para que merezca la pena un examen detenido, entre otros motivos porque revela la verdadera naturaleza del poder político durante la Restauración y la ruptura en estos momentos del llamado «pacto de El Pardo». Desde el punto de vista de las reglas de lo que hoy entendemos por un sistema liberal-democrático, sin duda Maura no tenía por qué haber dimitido, pues tenía una sólida mayoría en las Cortes. Sin embargo, en un sistema de liberalismo oligárquico como el de la Restauración española la última instancia de la acción política no residía en las Cortes, que se formaban siempre a la imagen y semejanza del presidente del Gobierno en el poder, sino en el Rey. Dentro de las reglas no escritas (e incluso del tenor literal del texto constitucional) el Monarca tenía la posibilidad y aun la obligación de prescindir de Maura. Una crisis de gobierno no sólo se producía por división del partido que estaba en el poder sino también por tener pésimas relaciones con la oposición o, simplemente, por «perturbaciones políticas graves». Puede argüirse que Maura tenía tras de sí a un movimiento de opinión, pero también es cierto que exactamente lo mismo le sucedía a Moret. Lo propio del sistema político de entonces era, sin embargo, que para evitar que el pueblo español se decantara hacia posturas extremistas había que evitar los grandes conflictos entre las diferentes opciones políticas. El jefe del conservadurismo había ganado las elecciones utilizando exclusivamente el mismo género de medios que todos y cada uno de sus predecesores y no podía pretender en este instante cambiar las reglas de acceso al poder para mantenerse en él, como si ahora el sistema español fuera fielmente liberal y no ficticio.

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