Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (35 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Tras las reiteradas negativas de Maura a volver al poder turnándose con los liberales, en octubre de 1913 lo hicieron los conservadores, presididos ahora por Eduardo Dato. No cabe la menor duda de que éste hizo poco por sustituir al antiguo jefe del partido conservador y de que Maura había perdido el apoyo de la mayoría de su partido. Frente a la tesis del antiguo jefe conservador que, después de tres años de silencio, pidió el reconocimiento de la bondad de su política en el periodo 1907-1909 y juzgó como «palatinos», o poco menos que traidores, a quienes estuvieran dispuestos a la convivencia con los liberales, la mayor parte de los dirigentes del partido conservador pensó que Maura actuaba como «el perro del hortelano», sin permitir que gobernaran los demás pero sin gobernar tampoco él mismo, y que podía llegar a poner en peligro el propio sistema monárquico constitucional. Eduardo Dato, procedente del regeneracionismo de Silvela e introductor de algunas de las primeras disposiciones relativas a la reforma social en España, había estado a punto de ser candidato a la dirección del partido conservador cuando desapareció de su jefatura el citado personaje. Durante el periodo 1907-1909 había permanecido en la segunda fila de su partido, probablemente descontento con la gestión de Maura y Cierva, e incluso parece haber pensado en una retirada de la vida pública. Sólo la manifiesta voluntad de Maura de marginarse de la dirección de su partido y su aparente aceptación de que Dato lo sustituyera explican que éste acabara haciéndolo. «Todo es discreto en el Sr. Dato» —escribió Azorín—; «simplicidad y discreción, he ahí las dos características de un espíritu sutil, aristocrático». Carlos Seco ha señalado hasta qué punto resulta para él válida la caracterización que Azaña hizo de lo que es un moderado: «La moderación, la cordura, la prudencia de que yo hablo, estrictamente razonables, se fundan en el conocimiento de la realidad, es decir, en la exactitud». Dato siempre fue acusado por los «mauristas» de gris y oportunista, pero este juicio es sesgado y no hace justicia al personaje. La moderación le hacía no adoptar las posturas en apariencia heroicas, pero muy poco constructivas, de un Maura y su realismo le hacía ser escéptico respecto de las posibilidades inmediatas de regeneración. Claro está que a menudo su actitud de resistencia al cambio hacía que algunos periodistas —Plá— describieran el ambiente que rodeaba a su política de «pastosidad fofa». Pero era más propiamente conservador que algunos de los jóvenes «mauristas», en el sentido de que a menudo utilizó la dilación como un arma política contra el cambio y no se enfrentó directamente con éste. Al mismo tiempo, tenía otro rasgo característico del conservador: la ductilidad en el trato y ante las circunstancias. Ante María Cristina, la madre de Alfonso XIII, el marqués de Pidal describió a los dirigentes conservadores de una manera que resulta muy expresiva del talante de Dato: «Si el diablo hubiera aparecido en una reunión, Silvela se hubiera ido atemorizado, yo mismo hubiera luchado a bofetadas y Dato se hubiera fumado un pitillo con él». El principal dirigente del partido liberal que tenía enfrente Dato era el conde de Romanones. Descendiente de una familia de estirpe liberal, su abuelo había hecho fortuna en la emigración y su padre había enlazado por matrimonio con la aristocracia. Romanones aparece descrito por Azorín en su Parlamentarismo español como el profesional de la política, dueño y señor de una clientela, que en las Cortes era capaz de recordar los nombres de todos y cada uno de los pedigüeños que a él se dirigían y era capaz de hacerles, a todos ellos, una promesa o, por lo menos, dirigirles una sonrisa. Esta caracterización del dirigente liberal como el político hábil, poco respetuoso con la ideología, naturalmente listo y preocupado sobre todo por engañar al adversario, tiene fundamento y ha quedado consagrada por historiadores y testigos relevantes del tiempo en que vivió. Él mismo, buen conocedor de la política profesional, no tuvo reparo en escribir que «el diputado no nace, se hace», en el sentido de que debía repartir favores y hacer amigos. Comparándole con el resto de los dirigentes liberales de la Restauración, el juicio de Pabón establece la magnitud de la distancia personal entre él y sus antecesores: «Junto a la sabía, fácil y aplomada madurez de Sagasta, él era un principiante asustadizo; su oratoria distaba de la de Moret aproximadamente lo que su figura de la arrogancia corporal de D. Segismundo; hubiera sido un mediano pasante del bufete de Montero Ríos y, junto a Canalejas, como estadista y gobernante, no era nada». Ortega, al describirle como esencialmente miope, en el sentido más etimológico del término, incidía en el mismo juicio: tenía una visión ratonil de la política porque para él no era otra cosa que la práctica de una especie de astucia lugareña al objeto de mantenerse en el poder. También escribió Ortega, al reseñar sus memorias, que «el conde no se esconde»; en el fondo era un tanto ingenuo y simplón al presentar el instinto de poder como algo semejante al apetito sexual o al revelar, con el paso del tiempo, muchas de sus artimañas para mantenerse en el poder. Pero Romanones fue también mucho más que esta imagen estereotipada de sí mismo que ha permanecido hasta la actualidad. Dato a veces toleró junto a él a lo peor del conservadurismo, pero Romanones a menudo fue no sólo realista y hábil sino también capaz de guiarse por los mejores principios del liberalismo. Mucho más culto de lo que parecía, fue autor de una obra extensa y de interés, acertó en el alineamiento en la guerra mundial, supo atraer a los intelectuales hacia el campo monárquico, mantuvo la serenidad cuando se produjeron graves conflictos sociales o militares y quiso dar una solución viable a las pretensiones autonomistas de los catalanes. A su lado García Prieto, heredero del cacicato gallego de Montero Ríos, fue una figura bienintencionada y opaca que, si presidió a menudo gobiernos liberales de concentración, fue por su propia inanidad o por el convencimiento de todos de que no pondría en peligro los intereses de nadie. Ninguno de estos tres personajes, miembros de la tercera generación de la Restauración, parece haber estado en condiciones de impulsar la transformación del sistema político español desde el liberalismo a la democracia. La primera etapa de la guerra mundial transcurrió durante el gobierno de Eduardo Dato, que duró hasta diciembre de 1915. Dato consiguió reunir tras de sí a la mayor parte de los conservadores con un gobierno cuyo programa fue relativamente modesto, a pesar de contener la creación del Ministerio de Trabajo, pero que, además, una vez iniciada la guerra, se fijó como objetivo decisivo el mantenimiento de la neutralidad española. Con tal propósito el nuevo dirigente conservador procuró eludir el Parlamento. En consecuencia, las Cortes solo estuvieron abiertas siete de los veinticinco meses que duró este primer gobierno Dato. Esta actitud le fue reprochada por los «mauristas», que surgieron como fuerza política nada más formado el gabinete. Maura había prometido mantener una actitud de apoyo al gobierno, pero su alejamiento de la arena pública duró muy poco. Empujado por algunos de sus seguidores, como Ossorío y Goicochea, el «maurismo» pretendió lanzarse a una campaña de agitación que conectaba con la extrema derecha católica y no parecía tener reparo en atacar al gobierno. De todas formas, buena parte de la veintena de diputados que consiguió reunir tras de sí Maura obtuvieron su puesto sin lucha electoral efectiva y, por tanto, con la probable anuencia del gobierno. El «maurismo» adoptó en su propaganda de estos tiempos una actitud germanófila, como para conectar con la actitud más característica de la extrema derecha, e incluso mostró una cierta inclinación al expansionismo en Marruecos. Pero, desde un principio y ante todo, el «maurismo» fue contradictorio en sus propósitos. Así se demostró en la actitud ante la guerra mundial y ante el liberalismo oligárquico. Ossorio fue germanófobo y el propio Maura, indiferente a los intentos de movilización política de sus seguidores, no dio la sensación de aceptar una ruptura decidida con el sistema político vigente ni con sus métodos habituales. En Madrid los «mauristas» consiguieron un apoyo efectivo entre las masas de derechas, pero la mayor parte de los parlamentarios «mauristas» recurrían a la hora de ser elegidos a los mismos procedimientos caciquiles del resto, a pesar de los discursos regeneracionistas de su dirigente. Este era el político español más respetado pero los «mauristas» acostumbraron a provocar la oposición de la mayoría de los partidos políticos, monárquicos o no. En realidad, el «maurismo» no representó un cambio cualitativo verdaderamente importante en el seno del conservadurismo tradicional, pero, además, hubo otro aspecto de la gestión de Dato que demostró que, en la práctica, podía ser más eficazmente renovador que su antecesor en la jefatura del partido. En diciembre, mediante un decreto con el que se eludía la discusión en las Cortes, se produjo la aprobación de las mancomunidades provinciales. Ese deseo de evitar la reunión de las Cortes, aduciendo que la cuestión ya había sido suficientemente debatida, resulta muy característico del deseo de evitar conflictos de Dato, sobre todo en tiempo de guerra. Como ya sabemos, las mancomunidades desempeñaron un papel político importante consiguiendo, al menos, satisfacer las más apremiantes demandas del catalanismo que, además, tuvo de esta manera la oportunidad de realizar en la práctica sus deseos de construir su regionalismo desde el ejercicio del poder. Sin embargo, la mancomunidad catalana fue juzgada por el catalanismo como una solución sólo parcialmente satisfactoria y, de cualquier modo, agotó su eficacia en un plazo corto de tiempo. Precisamente la guerra mundial trajo como consecuencia que las reivindicaciones catalanistas aumentaran, concretándose en la solicitud de un puerto franco para Barcelona, que Dato nunca estuvo dispuesto a conceder porque hubiera despertado grandes protestas en otras regiones (Castilla, por ejemplo). Como ya sabemos, la guerra mundial había producido una profunda conmoción en la economía española y Dato había respondido a la situación mediante la aprobación de una Ley de Subsistencias destinada al mantenimiento de los precios a través de rebajas en los aranceles, la prohibición de la exportación y el bloqueo de las subidas por disposición gubernativa.

Los resultados de normas como éstas debían ser inevitablemente escasos, pero lo que más irritó a la oposición, catalanista o no, fue que el presidente del Gobierno eludiera la convocatoria del Parlamento para así evitarse quebraderos de cabeza. Aparte de los liberales, Dato, aun teniendo un apoyo abrumador entre los conservadores, no lo tenía completo: sus intentos de atraerse al «maurismo» fracasaron y lo propio le sucedió con La Cierva. Este representaba, al decir de Ortega, una especie de versión en rústica del «maurismo». La Cierva, que se indignaba ante las afirmaciones de Dato en el sentido de que Pablo Iglesias fuera «honrado», veía en el entonces jefe del partido una actitud demasiado «blanda y contemporizadora» con la izquierda. Como solía suceder en la época de Alfonso XIII, la crisis gubernamental se produjo por la concordancia de todas las oposiciones que demandaban un programa legislativo de medidas económicas.

Romanones sucedió entonces a Dato, como si el sistema de turno mantuviera su completa vigencia. Así fue en cierto sentido porque, en realidad, la forma de llevar a cabo las elecciones en nada difería de la de tiempos pasados y, por ello, las celebradas en abril de 1916 proporcionaron la consabida mayoría al gobierno. Sin embargo, en otros aspectos la situación había cambiado considerablemente. Ahora, divididos los partidos en clientelas muy fragmentadas, resultaba cada vez más difícil la composición de las mayorías gubernamentales y de los propios gabinetes. «¡Ay! —escribió luego en sus »Memorias" Romanones— si no existieran hijos, cuñados, yernos, cuántos disgustos se ahorrarían los jefes de gobierno«. En pura teoría, sin embargo, había quedado reconstruida la unidad del partido liberal, »cosa no difícil, según el Presidente, pues la amistad con García Prieto, que ocupó la Presidencia del Senado, permanecía«. Por otro lado, Romanones, muy consciente de las realidades del sistema de la Restauración, pactó los resultados electorales con Dato, lo que hizo innecesario »apretar los tornillos" durante el periodo electoral.

Como en tantas ocasiones durante el reinado de Alfonso XIII fueron cuestiones imprevistas las que jugaron un papel decisivo durante este periodo de turno liberal. Ante el Parlamento y la opinión liberal muy pronto destacó uno de los jefes de fila liberales, Santiago Alba, cuyas iniciativas habrían de jugar un papel decisivo en la historia del liberalismo hasta la época de la proclamación de la República. Al igual que la mayoría de los políticos de la época había tenido un pasado vinculado al regeneracionismo finisecular, pero en su caso era especialmente relevante, pues había desempeñado un papel de primera importancia en el movimiento de las Cámaras de Comercio. Frente al exceso de habilidad de Romanones y la inanidad de García Prieto, Alba, por su talento, su preparación y su programa, que incluía un acercamiento a la izquierda extra-dinástica, parecía destinado a ser el heredero de Canalejas. Sin embargo, ahora como luego, la opinión pública le reputó un maquiavelismo que probablemente no era real sino que a menudo nació de su indecisión. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que, como todos los políticos del momento, también Alba tenía un cacicato ante el que responder y con el que matizar su programa. El de Alba tenía una apoyatura regional castellana (y, más concretamente, vallisoletana y zamorana). Es muy posible que este hecho contribuya a explicar, al menos en parte, el contenido de las reformas económicas que propuso como gestor del Ministerio de Hacienda, ayudado por su subsecretario Chapaprieta, un futuro presidente del Consejo que en sus Memorias reconoce en estos momentos haber realizado «el mayor esfuerzo de mi vida». A este programa se le ha atribuido una importancia excepcional, hasta el punto de considerarlo algo así como el tercero de carácter regeneracionista desde comienzos de siglo, comparándolo con los de Maura y Canalejas. Alba, nacido en 1872, había sido uno de los animadores de Unión Nacional. Dueño de El Norte de Castilla, había ingresado en el sector «villaverdista» del partido conservador pero, en 1906, tras la retirada de aquél, pasó al liberal. En 1912 había llegado ya a ministro. Sin duda fue junto a Cambó, también miembro de la cuarta generación del régimen de la Restauración, uno de los políticos que hubiera podido contribuir a que hiciera la transición hacia la democracia si las circunstancias hubieran sido distintas.

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