Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (39 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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En estos dos últimos puntos, sin embargo, el caso de Asturias fue excepcional porque lo habitual en España, igual que en otras latitudes, fue un considerable incremento en la afiliación e influencia de los sindicatos, cuyo papel, como sabemos, había sido hasta 1914 muy discreto. El sindicalismo logró una difusión extraordinaria llegando hasta zonas donde había estado ausente. La difusión se hizo mediante nueva implantación en algunos casos pero también a través de la incorporación de sociedades obreras independientes o republicanas, sobre todo hasta 1921. No fueron sólo los sindicatos quienes crecieron. También lo hicieron de manera meteórica las asociaciones patronales: un testigo, el notario cordobés Díaz del Moral, constató que la fiebre asociativa era «tan intensa como la que empujó a los proletarios a sus centros». Conscientes de la peligrosidad de la situación, algunos patronos alimentaron la esperanza de que un cierto corporativismo defendiera mejor sus intereses que el régimen liberal parlamentario. Esta difusión del asociacionismo de todo tipo fue acompañada de una agitación social muy considerable y de la aparición de una violencia que se había hecho menos frecuente en España desde el comienzo de la segunda década del siglo y que no revistió ya la forma de motín sino de atentado. Conviene recordar, en efecto, que los años de terrorismo en España presenciaron también en Alemania un elevadísimo número de crímenes políticos (376 en 1921, cifra superior en un tercio a los atentados producidos en Barcelona en el mismo año). Existe, además, un paralelismo entre el caso español y el de otras latitudes respecto de la cronología del conflicto social pues éste fue especialmente grave en 1919, fecha en que se perdieron, según la estadística oficial, más de cuatro millones de jornadas de trabajo como consecuencia de las huelgas, duplicándose así las cifras del año anterior. En 1920 y 1921 las cifras fueron, respectivamente, de más de siete y casi tres millones de jornadas, prosiguiendo el descenso en años sucesivos. Lo realmente más nuevo y original del movimiento sindical español de la época residió en la constitución definitiva de un importante sindicalismo de significación anarquista que, aunque hubiera tenido un origen anterior, alcanzó ahora la plenitud de su desarrollo adquiriendo una manifiesta superioridad respecto del resto del movimiento obrero. Fue él quien protagonizó fundamentalmente la protesta y quien convirtió a Barcelona en eje de la preocupación de todos los gobiernos constitucionales de la época desde 1918.

En este sentido, hay que otorgar una importancia decisiva al Congreso de Sans, celebrado por la CNT en el verano de 1918, y al que puede atribuirse con plena justicia el carácter de re-fundacional de este sindicato. En él estuvieron representados unos 74.000 afiliados, de los que 55.000 eran catalanes; de esta cifra un porcentaje muy importante les correspondía a los obreros textiles. El rasgo decisivo de este congreso fue la supuesta consolidación de una cierta tendencia propiamente sindicalista dentro de la CNT. Ésta había nacido con un propósito claramente imitativo de la CGT francesa y, como tal, pretendía que el sindicalismo era la única fórmula mediante la cual se podría llegar en el futuro a un proceso revolucionario pero éste se remitió progresivamente a fechas remotas hasta quedarse reducido a una prioridad en la pura gestión de los intereses de los trabajadores. Esta posición contrastaba con la de los anarquistas, que veían en el sindicalismo un mero instrumento que carecía de sentido si no se dedicaba total y exclusivamente al propósito revolucionario. En el Congreso de Sans representaron estas dos posturas, por un lado, Ángel Pestaña y Salvador Seguí y, por otro, Federico Urales. Curiosamente, el más revolucionario era, por tanto, un intelectual y los reformistas los obreros. Fue la postura estrictamente sindicalista la que, por el momento, pareció triunfar, como se demuestra por las principales cuestiones debatidas, así como por el tratamiento que se les dio. Hubo, en primer lugar, cuestiones organizativas. Se propuso, y aceptó, la sustitución de los antiguos sindicatos de oficio por otros de industria que agrupaban de forma más coherente y amplia al conjunto de los afiliados y así permitían una labor de presión mucho más efectiva sobre los patronos que estaban organizándose al mismo tiempo, como luego comprobaremos. La verdad es, sin embargo, que los sindicatos de industria, que merecieron la oposición de algunos puristas del anarquismo, como Urales, sólo se fueron poniendo en marcha muy lentamente, aunque se trataba de una fórmula sindical muy típica del sindicalismo revolucionario. En segundo lugar, el congreso se decantó a favor de la «acción directa», fórmula que según su patrocinador, Ángel Pestaña, no consistía en el empleo de la violencia sino en que las relaciones entre patronos y obreros se llevarían a cabo «sin intermediarios». Esta afirmación debe ponerse en contacto con el tercer aspecto importante de este congreso, el repudio de la acción política. «Los políticos profesionales», decía la resolución congresual, «no pueden representar nunca a las organizaciones obreras y éstas han de procurar no domiciliarse nunca en ningún centro político».

Como se puede apreciar, el conjunto de los acuerdos daba lugar a una obvia ambigüedad, la misma que existía entre una no muy expresa declaración de revolucionarismo, puesto que el comunismo libertario se declaraba un ideal a largo plazo, y, al mismo tiempo, un repudio de fórmulas puramente reformistas, como las consistentes en la promoción del mutualismo. Además, el Congreso de Sans significó un evidente progreso organizativo con el establecimiento de una cuota de afiliación y la conversión de Solidaridad Obrera en órgano de expresión de la CNT y, sobre todo, la aparición de una nueva dirección del sindicalismo de esta significación. Ángel Pestaña, procedente de las filas anarquistas pero ya interesado sobre todo en el sindicalismo, se convirtió en el director de la citada publicación, mientras que Salvador Seguí era nombrado secretario general de la CNT. En Seguí la anarquía se reducía a un vigoroso ideal lejano, mientras que el sindicato constituía la mejor garantía para poder organizar el futuro tras la revolución, la política se presentaba crecientemente como una posibilidad deseable, aunque fuera concebida tan sólo como un medio de educación de las masas.

El Congreso de Sans parecía, pues, haber orientado a la CNT hacia una fórmula que bien hubiera podido concluir en el sindicalismo puro. Así sucedió en la CGT francesa o en la CGL italiana, en donde el sindicalismo revolucionario sustituyó al anarquismo y al final acabó perdiendo aquel adjetivo en la práctica. En España, en cambio, no fue así porque el anarquismo tenía y mantuvo una fuerza superior que hizo que el sindicalismo no sólo no perdiera su componente revolucionario sino que, además, fuera verdadero anarcosindicalismo. Por tanto, la adhesión al sindicato, al menos de una parte considerable de sus dirigentes, se llevó a cabo tan sólo a la vista de sus posibilidades revolucionarias y, en cambio, fue muy tardía y siempre minoritaria la tesis de que el sindicalismo era una solución valiosa por sí misma o al margen de cualquier propósito ulterior. Como veremos, en tales concepciones jugó un papel decisivo el papel de la represión y, en general, la peculiaridad de la agitación social de la primera posguerra mundial, principalmente en Cataluña, pero por el momento es necesario señalar el papel que en la nueva configuración de la CNT, ahora aprobada, tuvo el anarquismo. Éste había sido contrario en principio a los sindicatos, pero en el invierno de 1918 se reunió en una conferencia anarquista con una representación de la CNT y el resultado fue la aceptación de esta vía de acción, lo que proporcionó al anarquismo una influencia social muy considerable. A fin de cuentas, hasta entonces éste no tenía otro apoyo que el de unos modestos grupúsculos «de afinidad». La CNT, que en 1915 contaba con tan sólo unos 15.000 afiliados, pasó a tener en los últimos meses de 1919 nada menos que unos 700.000, con una neta supremacía de los catalanes.

El incremento de la afiliación de la CNT se produjo en un contexto de agitación social creciente, de la que fueron protagonistas esenciales Barcelona y Andalucía. En Barcelona el auge de la CNT tuvo lugar como consecuencia de uno de los conflictos cruciales en la historia del movimiento obrero español: la huelga de La Canadiense entre febrero y marzo de 1919. Se trataba de una empresa eléctrica de la que dependía en gran parte el abastecimiento de energía para la industria barcelonesa. El conflicto se inició por el deseo de disminuir los salarios pero lo que en él estuvo verdaderamente en juego fue el reconocimiento del papel de los sindicatos y su forma de actuación. La huelga duró 44 días frente a los tan sólo 3 de los sucesos de agosto de 1917 y supuso la paralización del 70 por 100 de la industria local. Al final, a mediados del mes de marzo, los sindicatos consiguieron una victoria pacífica y prácticamente total en sus reivindicaciones. Sin embargo, el procedimiento por el que Seguí consiguió la vuelta al trabajo de las masas obreras, un mitin multitudinario en el que presentó como alternativa el acuerdo o el asalto a Montjuich, anunciaba ya las dificultades para el triunfo de una estrategia permanentemente reformista y posibilista. Tan sólo una semana después de suspenderse la huelga se reanudó al no haber sido liberados todos los detenidos como consecuencia de los sucesos anteriores. Esta segunda huelga, con el paso del tiempo, sería considerada por uno de los dirigentes cenetistas (Buenacasa) como «el mayor error táctico que pudo cometerse y cuyas consecuencias fueron desastrosas». Fue, en efecto, la primera demostración de la derivación maximalista que al final acababan teniendo las reivindicaciones de la CNT y preludió tanto la reacción patronal como la utilización por parte de los anarquistas de la violencia. Mientras esto sucedía en Cataluña, la agitación prendió también en Andalucía, en donde los años 1918-1920 se conocieron como «el trienio bolchevique». Esta denominación no debe entenderse como una identificación con los principios que guiaron la Revolución rusa; simplemente, se trató del estallido de unas reivindicaciones que hicieron pensar a los propietarios en la inminencia de una conmoción del orden social tan grave como en el otro extremo de Europa, toda vez que sus protagonistas fueron también anarquistas. Hasta entonces es muy probable que el protagonismo en las reivindicaciones sociales andaluzas estuviera radicado en el medio urbano. Ahora, en cambio, como en otras ocasiones sucedió y seguiría ocurriendo, se produjo una rebelión campesina a la que se ha dado tradicionalmente un carácter milenarista y primitivo. Tal juicio nace del testimonio, importante aunque quizá algo simplificador y sesgado, del notario Díaz del Moral, principal historiador de estas «agitaciones», como él las llama, sin que existan estudios locales en cuantía suficiente como para poder apreciar lo acertado de sus puntos de vista. Parece, sin embargo, que la organización del campesinado se hizo en zonas de raigambre ácrata como Jerez y Córdoba consiguiendo una importante vertebración de los sindicatos que, además, dio la sensación de poder convertirse en estable. De 1914 a 1918 el número de afiliados pasó de 2.500 a 25.000, principalmente en Andalucía. Nunca había existido ninguna organización sindical semejante en el campo español.

Pero la descripción de las reivindicaciones y del género de lucha emprendida se debe poner en relación con el milenarismo ambiental. No fueron tan sólo las noticias de la Revolución rusa las que conmovieron a esos campesinos, sino también sus propias condiciones de trabajo, pero aquel suceso, en el otro extremo de Europa, les hizo pensar en la inminencia de su redención: un propagandista del anarquismo se sintió obligado a modificar su nombre de Cordón a Cordoneff. Cuando los dueños de la tierra, asustados ante unos campesinos que pedían tierra y no pan, se mostraban dispuestos a cederles unas fanegas, la respuesta de los campesinos consistía en ofrecer azadas para que los dueños labraran. La revolución parecía, por tanto, inmediata y parecía casi innecesario prepararla. Durante algunos meses el triunfo de los huelguistas fue repetido y normalmente total: incluso las criadas y las nodrizas se solidarizaban con ellos. Luego comenzaron a producirse huelgas por motivos poco justificados o, incluso, sin motivo aparente, a espera del inmediato advenimiento de una milagrosa revolución. La consecuencia inevitable fue que unos sindicatos que se habían nutrido durante meses con muchos afiliados, se desvanecieron con la misma rapidez con que habían nacido. En las ciudades —en Sevilla, por ejemplo— sucedió algo parecido a lo que se narrará más adelante para el caso de Barcelona, es decir, que una minoría, en este caso un «comité rojo», se apoderó del sindicato y lo llevó al suicidio. El congreso celebrado por la CNT en diciembre de 1919 en el teatro de la Comedia madrileño fue un testimonio de la creciente radicalización del movimiento sindicalista y, al mismo tiempo, una prueba de que el sindicalismo revolucionario, que parecía haberse convertido en una senda definitiva el año anterior, quedaba ahora transmutado en puro anarcosindicalismo. Como en otras ocasiones, las decisiones congresuales fueron tomadas en un ambiente de enfebrecido entusiasmo descrito por uno de los dirigentes de la CNT, Adolfo Bueso: «Primero se discutía un proyecto hasta el agotamiento, sin ton ni son, diciéndose las mayores enormidades en la más perfecta ingenuidad», luego se nombraba una comisión formada por militantes conocidos que redactaba una ponencia, la cual acababa siendo aprobada prácticamente por unanimidad. Con estos procedimientos nada puede extrañar que las dos decisiones fundamentales del congreso se caracterizaran por la falta de información y por un entusiasmo ante la inminencia revolucionaria que luego se demostró carente de fundamento. Sobre la eventualidad de una unión con la UGT los sectores más moderados, como el asturiano Quintanilla, querían remitir al congreso de unificación las condiciones para llevarla a cabo, mientras que Pestaña ponía como única condición el carácter apolítico de los sindicatos, pero la decisión final fue rechazar cualquier tipo de unión que no estuviera basada en la pura y simple absorción. Por otro lado, la CNT se adhirió a la Revolución rusa y a la Internacional Comunista. En realidad, como acabaría por demostrarse, en la CNT podía haber muchos pro bolcheviques temporales, pero el número de bolcheviques propiamente dichos fue mucho menor y así quedaría comprobado con el paso del tiempo.

Todos estos antecedentes contribuyen a explicar la degeneración de la lucha sindical en puro y simple terrorismo en la Barcelona de la primera posguerra mundial. Hubo, además, otros factores, generales o locales, que acentuaron la derivación hacia él. En primer lugar, todos los testimonios de los ministros de la Gobernación o los gobernadores civiles de Barcelona insisten en la extraordinaria debilidad e ineficacia del Estado de la Restauración, incapaz de enfrentarse con los problemas de orden público. En 1921 un diario barcelonés se hizo eco de una estadística aterradora: en los dos años anteriores se habían producido unos doscientos atentados, pero sólo ocho personas fueron condenadas por estos delitos, y de éstas sólo una lo fue a muerte (y resultó indultada). Era patente la inexistencia de una policía capaz de enfrentarse con el desorden público, ante todo por simple carencia de efectivos. Aunque el número de guardias civiles se incrementó de forma apreciable (de 21.000 a 25.000 en los años de la posguerra) quienes debían mantener el orden en las ciudades eran los guardias de seguridad pero éstos eran tan sólo unos 4.000 en un país de 20 millones de habitantes. En todo Madrid no pasaban de 1.500, la mitad de los cuales daba guardia a las embajadas, y en Barcelona había un millar, pero ciudades tan conflictivas como Sevilla, Valencia o Bilbao apenas tenían algo más de un centenar. La policía era, además, defectuosa en su profesionalidad y proclive a la corrupción cuando no a la utilización de procedimientos semejantes a los del terrorismo. En el ambiente de la guerra mundial florecieron bandas, como las de Bravo Portillo y el llamado «barón de Koening», que alguna vez actuaron en beneficio de los alemanes y que también pudieron ser financiadas por un sector de la patronal. Su papel fue probablemente menos importante que el que se les ha solido atribuir: apenas causaron media docena de muertos y se disolvieron pronto. Pero su principal apoyo, el gobierno militar, testimonia que éste, cuando su actuación se hizo imprescindible (y eso sucedió de forma frecuente e inevitable, dada la ineficacia policial) no tuvo reparos en utilizar cualquier método. Uno de los altos mandos barceloneses, Milans del Bosch, llegó a escribir que «sabido es que los policías eficaces no se reclutan entre los santos». Por otro lado, Barcelona y buena parte de España tenía una larga tradición de violencia en sus conflictos sociales, que los sindicatos de significación anarquista tendían a justificar como «actos de desesperación». Esa condescendencia inicial acabó por convertirse en un fardo pesadísimo para los sindicatos, sobre todo por no haberse librado de él en los primeros momentos.

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