Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República] (38 page)

BOOK: Historia de España en el Siglo XX [I-Del 98 a la proclamación de la República]
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Por importante que fuera la presencia del catalanismo en el poder, las circunstancias hicieron que el protagonismo esencial en el gabinete lo tuviera La Cierva y, además, de manera creciente. El hecho de que en una ocasión como esta fuera un civil, con ínfulas autoritarias, quien ocupara el poder testimonia el declive de los generales de la Restauración, que ya habían dejado de ser el procedimiento para controlar a un Ejército levantisco. Pero la presencia de La Cierva en el Ministerio de la Guerra no resolvió el problema de las Juntas sino que lo agravó sin que, por otra parte, encontraran solución los males de la institución militar. Las Juntas, al transmitir a La Cierva un poder político que ellas no sabían administrar, contribuyeron a aumentar el caos político español atribuyendo al hombre público murciano un peso que no tenía y una función decisiva en el panorama nacional. Autoritario y sedicente defensor de una política de orden, La Cierva venía a representar, en realidad, la subversión misma de los principios parlamentarios y constitucionales; el «ciervismo, »una edición en rústica del «maurismo» (en palabras de Ortega), estuvo perennemente presente en la política española auspiciando posiciones autoritarias que se decían apoyadas en los elementos militares. La Cierva, que empezó su gestión adulando a las Juntas, a las que calificó de «voz potente y providencial», supo maniobrar con habilidad ante ellas, marginando a Márquez y acusando a las Juntas de suboficiales de revolucionarias, pero no se dio cuenta de que éste era sólo un procedimiento para aplazar y no evitar en última instancia el intervencionismo de los militares. Por otro lado, su reforma militar no sólo no reformó nada sino que reafirmó los males del Ejército. Lejos de producir una disminución de las plantillas de la oficialidad, las reformas las aumentaban, mientras que las medallas y recompensas obtenidas en el campo de batalla tendrían una pura consideración honorífica y los ascensos se producirían por antigüedad, excepto en los casos de capitán y coronel, grados que serían concedidos por una Junta clasificadora formada por cinco tenientes generales. La Cierva quiso conseguir que sus reformas fueran impuestas por decreto, lo que constituye uno de los factores explicativos de la crisis del gobierno.

Éste, en efecto, demostró una completa ausencia de dirección. Según recuerda Romanones en sus memorias fue un «engendro caótico», sin un programa común o aun con programas divergentes. Frente a un García Prieto cada vez más desdibujado la figura dominante resultaba La Cierva, hasta el punto de que un coplero de la época describió muy bien la situación con estos versos: «Ni Prieto es presidente/ni tal rango conserva/García es simplemente/García, el asistente/del general La Cierva». Las elecciones convocadas por el gobierno y organizadas por una persona independiente, el vizconde de Matamala, fueron calificadas como «renovadoras» pero, en realidad, lo resultaron mucho menos de lo que esta palabra podía hacer pensar porque, como en ocasiones anteriores, figuras del gobierno utilizaron su puesto para obtener actas. Además, los resultados no resolvieron nada, como desde un principio parecía previsible, porque el panorama parlamentario no fue otro que el de producir una enorme fragmentación de la vida política. Ante las elecciones, la Lliga catalana había defendido lo que Cambó denominó como la campaña de la «Espanya gran». Antes de que los comicios se realizaran el partido catalanista afirmó que «si los ciudadanos no supieran o no quisieran darse una representación parlamentaria, una sensación de impotencia y desesperanza invadiría los espíritus». Así sucedió y ello, sin duda, contribuyó a la crisis gubernamental. Ésta tuvo lugar como consecuencia de la actitud crecientemente autoritaria de La Cierva quien, aparte de sus exigencias sobre la reforma del Ejército, quiso militarizar al personal de Correos cuando éste pretendió actuar de una manera semejante a como lo habían hecho las Juntas.

La crisis del gobierno García Prieto, en marzo de 1918, fue aún más grave que la anterior porque durante ella dio la sensación de que nadie estaba dispuesto a hacerse con el poder y que quien lo estaba no tenía apoyo suficiente. Finalmente, ante la amenaza de abdicación real y gracias a los buenos oficios de Romanones, se consiguió la creación de un Gobierno Nacional en el que se reunieron las figuras más importantes de la política española de la época, desde Maura a Dato, pasando por Cambó y Alba (que eran las dos figuras más nuevas y destacadas), Romanones y García Prieto. El gobierno fue recibido con entusiasme recogido por todos los cronistas de la época porque satisfacía el habitual mesianismo de los españoles. De él participaron incluso algunos de sus miembros como un Maura, «eufórico» según Cambó, porque ahora se le reivindicaba como primer político español después de haber sido supuestamente «preteride» en 1909. Sin embargo, la realidad es que la obra del gobierno fue reducida y que quienes lo componían acabaron profundamente decepcionados de su pertenencia al mismo.

Durante los nueve meses que duró el Gobierno Nacional consiguió sortear los últimos peligros que rondaban a la neutralidad española, pero el programa llevado a la práctica fue muy limitado. Una de las principales preocupaciones del gabinete fue lograr los recursos económicos para financiar las reformas militares, pero éstas eran inapropiadas, como sabemos, y ni siquiera fueron discutidas por temor a despertar las iras del Ejército: el propio ministro de la Guerra, Marina, dimitió el día que se aprobaron. Testimonio de hasta qué punto eran una solución insuficiente es el hecho de que ni siquiera se hacía mención en ellas de Marruecos, un problema fundamental y que en el futuro todavía habría de serlo más. Otras medidas aprobadas por el gobierno fueron positivas pero muy limitadas: la nueva Ley de Funcionarios facilitó la profesionalización de la administración y el reglamento de la Cámara, acortó los debates, introduciendo el procedimiento de la «guillotina», y creando las Comisiones Legislativas. De todos modos éstas figuraron entre las medidas más positivas tomadas por los políticos de la Restauración en la recta final de su existencia.

Aunque hubo hasta el final en el gabinete ministros que, como Cambó, mantuvieron el entusiasmo, a medida que el tiempo pasaba cada vez se hacía más patente la presión sobre cada uno de ellos del grupo político que presidían para que abandonara el poder porque, de estar en él, se iban a derivar muchos más inconvenientes que beneficios. Sánchez Guerra, el segundo del partido conservador, comentó cuando su jefe, Dato, le informó que «estaba en Estado» que «no le extrañaba después de lo que le han hecho», aludiendo a su supuesta preterición. El mismo Maura llegó a afirmar que el gobierno no era otra cosa que una «monserga».

En definitiva, la crisis del Gobierno Nacional se produjo como consecuencia de la actitud de Santiago Alba, una de las personalidades más brillantes de sus componentes. De cara a la opinión pública Alba se mostró quejoso por la no aprobación de la Ley sobre Enseñanza primaria pero, en realidad, existía un pugilato inevitable entre sus propuestas y las de Cambó, ministro de Fomento. De nuevo el político liberal, capaz de proponer una política modernizadora, aparecía, sin embargo, como un factor de desagregación en la vida política. Al dimitir, Alba, que provocó en su contra una reacción airada incluso en el Rey, intentó, como Moret años antes, un acercamiento del grupo político que lideraba, la Izquierda Liberal, al republicanismo. La verdad es que este intento no fraguó a no ser que se entienda por tal la fórmula, en realidad bastante edulcorada, de la Concentración Liberal.

La crisis gubernamental producida como consecuencia del colapso del Gobierno Nacional mostró ahora la del propio sistema en cuanto que de nuevo hubo que recurrir a una fórmula de manifiesta interinidad que, además, como estaba destinado a suceder una y otra vez, resultó inmediatamente dominada por las circunstancias adversas con las que se encontró. Como en tantas ocasiones fue de nuevo García Prieto el encargado de ocupar el poder. Su programa pretendía ser una renovación del liberalismo español, incluyendo la concesión de la autonomía universitaria y la abolición de la Ley de Jurisdicciones pero, en realidad, sus propósitos eran tan sólo de pura supervivencia. En cualquier caso, se enfrentó casi inmediatamente con la agravación del problema catalanista, siendo incapaz de resolverlo. El ambiente de la primera posguerra mundial, con el reconocimiento de los derechos de autodeterminación de las nacionalidades, y la sensación de fracaso de los programas regeneradores en la campaña electoral de 1918 y del Gobierno Nacional explican la creciente intensidad de la protesta catalanista. En noviembre de 1918 la Lliga inició su campaña en pro de la «autonomía integral» redactando unas bases autonómicas que fueron entregadas al presidente del Gobierno. Los catalanistas sintieron ahora que a sus dificultades habituales (Cambó había dicho que «llegaban a las inteligencias, pero los corazones mantenían las mismas prevenciones») se unían las derivadas de la inanidad gubernamental y de su propia desunión respecto de las reivindicaciones planteadas desde allí.

El destinado a sustituir a García Prieto fue Romanones, el político liberal mejor dispuesto a satisfacer las peticiones del catalanismo quien, además, tenía a su favor haber sido el más caracterizado defensor de los aliados durante la Primera Guerra Mundial en el momento en que ésta ya había concluido. La formación de su gobierno resultó, sin embargo, muy complicada. Tras sucesivos intentos Romanones hubo de conformarse con tener tan sólo el apoyo de su grupo (unos cuarenta diputados), por lo que era previsible que su gobierno durara poco. Sin embargo, «anunciar la propia debilidad era la mejor fórmula para no ser atacado» (Pabón). El gabinete Romanones duró más de lo previsto (desde diciembre de 1918 hasta abril de 1919) y constituyó no un gobierno de gestión más, como los que había presidido García Prieto, sino de «excelente gestión», demostrando que quien lo presidía superaba con creces esa imagen de personaje astuto y provinciano con la que se le solía identificar.

Como resultaba previsible, la cuestión catalana constituyó el eje fundamental de la vida del gobierno Romanones. Cuando, a fines de diciembre de 1918, se planteó aquélla en las Cortes Cambó encontró un ambiente poco propicio. Entre los liberales, Alcalá Zamora, representante entonces del centralismo, acusó a Cambó de pretender ser a la vez Bismarck en España y Bolívar en Cataluña, es decir, de perseguir propósitos tan antitéticos como eran la hegemonía en España y la independencia de Cataluña. Más doloroso debió resultar para el dirigente catalanista el hecho de que Maura, que en otro tiempo pudo parecer el político español mejor dispuesto para entender las reivindicaciones catalanas, se lanzara ahora a un discurso sentimental sobre la «nunca suficientemente bendita unidad de España» que impedía cualquier tipo de acuerdo y que no hizo sino introducir un elemento perturbador en la ya apasionada discusión. Cambó, que resumió su propia postura en una frase destinada a multiplicar todavía más la irritación de los centralistas («¿Monarquía? ¿República? ¡Cataluña!»). Encontró, sin embargo, una actitud más receptiva por parte de Romanones, el cual aparece descrito en las memorias del político catalanista como «un patriota y un estadista» que actuaba siempre con «toda lealtad». A partir de este momento el problema catalán siguió dos rumbos paralelos. El gobierno Romanones formó una comisión con representantes de los diversos partidos, aunque muy pronto faltó la colaboración imprescindible de una buena parte de la izquierda y también de un sector de la derecha. Como resultado, la comisión presentó a las Cortes un proyecto de ley que trataba a un tiempo de la autonomía municipal y la catalana. Por su parte, los catalanistas redactaron un Estatuto de autonomía bastante amplio y pretendieron que se aprobara, amenazando con iniciar un movimiento de protesta y desobediencia civil. Cambó afirmó que Cataluña no elegía a sus enemigos sino que ellos mismos se autodefinían como tales: para él el problema era no de descentralización sino de autodeterminación y, por tanto, un proyecto autonómico sólo podía ser aceptado como «un pago a cuenta». En sus memorias el político catalanista describe la difícil situación en que se encontró, necesitado de la colaboración con unos aliados de izquierda que contrastaban con sus convicciones evolutivas. Aún dubitativo acerca de la conveniencia de su propia política en esta ocasión, afirma que aunque «la música era revolucionaria… la letra, si bien se mira, era conservadora». Es muy probable que su verdadero deseo hubiera sido llegar a un acuerdo con la comisión parlamentaria para introducir en su proyecto parte de las exigencias del Estatuto catalanista.

Sin embargo, en este momento, cuando el problema catalán había llegado al máximo de la tensión y no se percibía una fácil solución para él, surgió otro que lo hizo desaparecer del primer plano de la política nacional. La protesta social en Barcelona trasladó el centro de gravedad de las preocupaciones de los catalanistas. Un dirigente sindical pudo decir que a éstos «si les parece que sus intereses de clase corren peligro (en Barcelona), se dirigen a Madrid para ofrecer sus oficios a la Monarquía centralista». Tan duro juicio encuentra, sin embargo, una parcial confirmación en las propias memorias de Cambó para quien si «las autoridades representaban un poder y un Estado hostil, al menos transitoriamente a nuestras aspiraciones», «los anarquistas ya no eran contrarios a la libertad sino a la vida misma de nuestra tierra como colectividad organizada; a Cataluña se le presentaba un pleito que no era de libertad, era de vida». La aparición de la agitación barcelonesa resultó tan grave para Romanones como para Cambó. El primero había conseguido sortear el problema catalán, pero no pudo con el social y acabó dimitiendo cuando las autoridades militares barcelonesas se enfrentaron con las civiles. En cuanto a Cambó y a la Lliga su posibilismo se enfrentó a derrotas sucesivas que parecían privarlo de sentido. El catalanismo había logrado la hegemonía electoral en su región, pero parecía incapaz de ver traducidas en la realidad sus pretensiones. Por eso no es de extrañar que en los años veinte surgieran iniciativas más radicales en su seno.

El clímax social de la posguerra: El anarquismo en Barcelona y Andalucía

C
omo en toda Europa, los años de la primera posguerra mundial fueron también en España de grave crisis social. En otros países fue motivada por la descomposición o, al menos, la grave crisis del Estado tras la guerra mundial, así como por el ejemplo de la Revolución rusa. En España un factor decisivo estuvo constituido por la necesidad de re-adaptación del aparato productivo a las condiciones de la posguerra. Hay que recordar que las ventajas existentes en los años anteriores se desvanecieron ahora, con las graves consecuencias imaginables. En Málaga, por ejemplo, iniciadora de la revolución industrial española, se reabrieron los altos hornos pero en 1918 debieron cerrarse, ya definitivamente. En la Asturias minera los trabajadores habían conseguido multiplicar por tres sus salarios en el periodo 1913-1920. La crisis de la posguerra mantuvo la producción de hulla pero disminuyó su valor a la mitad mientras que las importaciones, menos onerosas, crecían hasta duplicarse. El número de los mineros pasó de 39.000 a tan sólo 29.000 y la afiliación se redujo a una cuarta parte de la anterior. Los sindicatos, que hasta entonces habían llevado a cabo una estrategia ofensiva, pasaron ahora a la defensiva, admitiendo recortes de salarios y aumentos de jornada.

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