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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (22 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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—¿Y para qué vas a verlos? —preguntó ingenuamente Patricia.

—Todavía no pude despegarme del todo de la institución médica —dijo Diego—. Pero la voy a ir dejando de a poco.

—Pero si todos nos volcáramos a la homeopatía —intercedí—, fatalmente terminaría convirtiéndose también en una institución. Con sus autoridades y su código de conducta.

—¡Nunca! —exclamó Diego militante—. La homeopatía está basada en un concepto democrático: vos compartís el saber de la cura. El paciente es también médico.

—Me hace acordar a Paulo Freire —dijo Patricia—. El educador es también el educando. Aprende del educando. Nunca pude comprender ese concepto. Si yo enseño matemáticas a un sexto grado, los chicos no saben una palabra del tema hasta fin de año. Realmente, lo máximo que llegué a aprender de mis alumnos es a esquivar las tizas.

Inés no hablaba. Parecía sumida en el recuerdo de su pecado. ¿O quizás en su interior se refocilaba una y otra vez en la cama de Tefes, con su hijo dormido en el living? ¿O planeaba nuevas aventuras, en las que mi protagonismo no era imposible?

—Uno aprende mucho de su alumno —dijo Diego—. Mucho más que él de vos.

—Pero si vos aprendés mucho más de tu alumno que él de vos —dije—, entonces él es el maestro, y vos, el alumno.

—Posiblemente —aceptó, un poco confundido, Diego.

—Y si él es el maestro y vos el alumno, continúa existiendo una relación vertical.

Diego Larraqui permaneció unos segundos confundido.

—Pero la institución… —comenzó a decir. Se interrumpió y recapituló—: Mirá el caso de Nahuel…

—No —habló por primera vez con decisión en la noche Inés.

—¿No qué, mi amor? —preguntó Diego.

—No involucres a Nahuel en tus teorías. No lo pongas de ejemplo.

—¿Dónde está? —pregunté.

—Durmiendo —me dijo Inés.

—¿Puedo verlo?

—En su pieza —aceptó Diego.

Entré sigilosamente en la pieza de Nahuel. A la veintena de dinosaurios crucificados con chinches en la pared más larga, se había sumado la foto de la última película de marcianos. Dormía con la luz encendida. Del techo colgaba el muñeco de otro marciano, de la misma película, con un arma colgada del hombro. Sobre la cabecera de la cama, la foto enmarcada de Nahuel bebé y su abuelo, el padre de Inés, a quien yo no había llegado a conocer. La respiración del niño era más que regular. Si el sueño fuera un estanque, podía decirse que Nahuel estaba hundido, con una piedra a los pies, en lo más profundo. Sospeché que el calmante narrado por Tefes, en su casa, no había sido el primero ni el último. Y con una concepción mágica infantil, supuse que si Inés había narcotizado al chico para acostarse con Tefes; el verlo así dormido me acercaba un tranco más a ser el próximo agraciado.

—Diego es un imbécil —me dijo Patricia—. E Inés no abrió la boca en toda la noche.

No contesté. Quería meterme en la cama y dormirme pensando en Inés.

—Lo que abrió es el escote —dijo Patricia—. Parecía una puta. ¿No se estarán volviendo locos?

—Siempre fueron los más normales —dije—. Es el más rápido camino hacia la locura.

Patricia rió y se me ofreció. Apagué la luz y pensé en Inés; luego dormí.

A la madrugada, me despertó Patricia. Inmediatamente pensé en Nahuel: en la tranquilidad con que dormía y en lo ligero que es el sueño de los adultos. Nunca volvemos a dormir así: nos cuesta conciliar el sueño y lo perdemos con facilidad. Sin embargo, recordé, Nahuel dormía bajo el efecto de un narcótico.

—Che… —me dijo Patricia—. ¿No te habrá querido levantar, Inés?

—Cuando nos conocimos —respondí, porque ya estaba preparado—, todas ustedes eran chicas excitantes; vos sos la única que lo sigue siendo. Pero si no ocurrió nada entonces, ¿por qué ocurriría ahora, cuando deberían comenzar a gustarme las chicas en lugar de las señoras?

—Cuando conocimos a Inés, estaba embarazada —dijo Patricia—. Y te puedo hacer una estadística de que el primer año posterior al parto debe ser el de menor índice de infidelidad entre las mujeres.

—Bueno, me quedaban cuatro años para encontrarme con una Inés joven y despampanante. Te puedo jurar que no me la encontré.

—¿Cuántos años pensás que tiene Inés?

—Sé que tiene cuarenta.

—No importa —siguió Patricia—. Cuando estas señoras se vuelven putas, son más peligrosas que las quinceañeras.

—Pensé que era tu amiga —le dije.

—Ya no lo sé —siguió Patricia—. Me molestó mucho lo de hoy.

Cerré los ojos e insulté a Inés. ¿Qué necesidad tenía de vestirse así? Insulté también a Diego: ¿por qué se lo permitió?

La cena había sido el miércoles, y el domingo me llamó Tefes. Quería ir a jugar al paddle de a dos, un sinsentido al que nos habíamos acostumbrado. Le dije que sí.

En el vestuario regresó al tema.

—Fue todo muy normal —me dijo.

—No le supiste sacar el jugo —dije groseramente.

—Qué sé yo. Tampoco es nada del otro mundo.

—No la viste el miércoles —dije—. Era algo de otro mundo.

Tefes no era un hombre apasionado. Quizá por eso había conseguido primero a Inés. La pasión nos entorpece y dificulta la concreción de nuestros anhelos.

—¿Qué me recomendarías para conseguirla? —le pregunté sin vergüenza.

—Esperar —dijo Tefes—. No mover un músculo. Es el tipo de mujer a la que le gusta caer sola.

Y agregó después de un silencio:

—¿Seguís molesto conmigo?

—¿Por qué? —pregunté.

—Porque dejé que lo dopara a Nahuel.

—No. Debo haber estado celoso, nada más.

—Es que… Cuando le dio la pastilla… Ella es la madre. Si yo le decía que no, no tenía por qué hacerme caso. Además, lo hace en su casa también.

—¿Cómo sabés?

—Me lo dijo. De nada hubiera servido que se lo impidiera esa vez.

—Terminemos con esto —dije.

—Busquemos otra —sugirió Tefes.

—Yo todavía no la conseguí —recordé.

—Igual podemos buscar otra —insistió Tefes.

Dos semanas más tarde, los Larraqui cenaron en casa. A Diego le había salido un viaje a la India: un intercambio cultural auspiciado por el sindicato de los docentes, del que era funcionario. Venía a contarnos y a despedirse.

La despedida de Diego era una bienvenida para mí. Inés no lo acompañaba. El felpudo en la puerta de su casa. Yo me limpiaría la suela de los zapatos en el umbral de su departamento.

En esta cena, Inés mantuvo las formas. Las de su cuerpo y las de la decencia. La mesa donde yo estaba sentado daba a nuestro balcón, y tras el vidrio de la ventana cerrada podía ver reflejada la nuca de Nahuel contra la noche.

¿Sabía Nahuel que su madre engañaba a su padre? ¿Le ocasionaría yo un daño irreparable si me convertía en el amante que pasaba por la cama de su madre? ¿Me convertiría en uno de los monstruos que poblarían sus pesadillas, sus sueños profundos de calmantes químicos para adultos? Como fuese, yo ya no podía evitar acostarme con Inés. Su cuerpo se me había tatuado en el corazón con la fuerza de un juramento. La veía y bullía. Nahuel se levantó de la silla y corrió por el pasillo. Aproveché que nadie me estaba hablando y lo seguí. Se había metido en nuestra pieza matrimonial. Cuando entré, presencié un espectáculo extraño. Nahuel estaba de pie, con los ojos cerrados, y movía la cabeza con desesperación. Además de los ojos, apretaba fuerte los labios, que casi desaparecían en su mueca. Los puños también revelaban tensión. Y la cabeza giraba a un lado y al otro, como si una idea terrible se agitara en su interior y no encontrara por dónde salir: los ojos estaban cerrados; la boca, clausurada y los puños, apretados. Me acerqué con cuidado y le detuve la cabeza con ambas manos. Abrió los ojos.

—Nahuel —le dije en un susurro—, ¿qué pasa? Me miró unos instantes en silencio, como un bebé.

—¿Qué pasa, hijo? —Yo no tengo hijos—. ¿Por qué te movés así?

—La gente está viva —me dijo Nahuel.

—¿Qué?

—En esta casa, la gente está viva.

—Sí —le respondí—. Estamos vivos. Vos estás vivo, yo estoy vivo. Claro que estamos vivos.

—No me gusta —dijo Nahuel.

—A ver, contáme.

—No me gusta la gente viva.

—¿Estás jugando? —le pregunté.

Nahuel sacó su cabeza de entre mis manos y regresó a la mesa. No quería que le siguiera preguntado.

La cena concluyó y Nahuel se comportó como un caballero.

Por supuesto, no le di a Patricia un solo detalle de la descompostura de Nahuel. Estaba convencido de que narrar el bizarro episodio podía, de algún modo lateral e inexplicable, anunciar mis intenciones, cada vez más cercanas a los actos, para con Inés. Ni con Inés ni con Diego estaba dispuesto a compartir aquellos dislates de su hijo. Cualquier movimiento desacertado podía alejarme de Inés; y una circunstancia tan favorable a mis deseos, el viaje de Diego, podía no volver a repetirse.

De modo que protegí mi incidente con Nahuel en un monólogo interior que arrojó como conclusión la idea de que los calmantes lo estaban volviendo loco. Quién sabía cuántas veces la madre lo había hecho dormir con píldoras pesadas, y qué efectos tenían éstas en el cerebro del niño. A medida que avanzaba en mis deducciones, más y más me alejaba del cariño por Nahuel. Ahora que finalmente había decidido acostarme con su madre a contrapelo de toda consecuencia, la culpa por Nahuel mutaba a un placer escandaloso y perverso. Me arrojaría sobre Inés ante los ojos cerrados de su hijo. Practicaría sobre ella piruetas inconfesables mientras su hijo dormía en la habitación de al lado y el marido conversaba en la India con los gurúes de la homeopatía.

Después de una semana buscando subterfugios para encontrarme con Inés —y dos semanas antes de que regresara Diego—, me llamó. Su propuesta fue curiosa y atrevida.

El miércoles por la noche, cuando la esposa de Tefes la convocó, junto a Patricia, para una cena de mujeres solas en un shopping, Inés fingió gripe y que esperaba un llamado de Diego. Me llamó y me preguntó si quería pasar por su casa para aconsejarla acerca de no sé qué enfoque epistemológico de la enseñanza de la geografía. Contesté que sí de inmediato. Llamé a Tefes y le pedí que se fuera de su casa y dejara una nota diciendo que estaba jugando al paddle conmigo. Hice lo propio, recogí mi raqueta, mi ropa de paddle y tomé un taxi. En el viaje, di un orden de prioridades a cada una de las necesidades que me provocaba Inés.

Me atendió vestida como cuando habíamos ido a cenar a su casa. Nahuel apareció en el living y me saludó. Inés se apartó de mí con un respingo.

—Hoy dormís en la cama de mamá —le dijo.

Nahuel sonrió.

La miré sin comprender. Me las arreglé para que Nahuel se quedara solo en su pieza, e Inés me explicó:

—Prefiero que duerma en mi cama. Los cuerpos dejan olor en el colchón. Si nos acostamos en la cama de Nahuel, Diego no lo va a notar.

Yo no había dicho una palabra, no había intentado un movimiento. Inés estaba anunciando y ejecutando, segura de mis deseos y decidida en los suyos.

—Habrá que dormirlo —me dijo.

—Esperemos a que se duerma.

—Es que no se duerme más —respondió Inés con incipiente fastidio ante mi reparo—. Y vos tenés que irte temprano.

—No importa —insistí.

—¿Querés irte ahora? —me preguntó.

Dudé unos segundos. La besé.

—Espera que lo duermo —me dijo.

No pude contradecirla. Como a Tefes, su embrujo me complicaba en lo que ella quisiera. Aceptaría que durmiera a su hijo con una pastilla sedante para adultos. Yo también sería un cretino.

Entró en el baño, salió y entró en la pieza de Nahuel. La seguí.

—Inés… —le dije.

Giró hacia mí.

—Traéme un vaso de agua —me pidió.

Fui al baño y regresé con un vaso de agua.

Después de todo, sólo sería una vez más. ¿Acaso si le impedía doparlo hoy evitaría que lo siguiera haciendo en el futuro? Definitivamente no. No lo dopa para acostarse conmigo, me dije, lo dopa siempre.

Le entregué el vaso de agua y salí de la pieza. Nahuel me miró con un gesto en el que se mezclaban el susto y la desconfianza.

Aguardé unos minutos en el living, tomé un portarretratos con una foto de Diego, parado en la nieve, alzando unos esquíes con cara de imbécil.

«¿Por qué te hiciste amigo mío?», le pregunté nuevamente. «¿Por qué te casaste con Inés?» «¿Por qué permitís que le hagamos esto a tu hijo?» En un momento sentí que le estaba hablando a Dios. A menudo los creyentes creen que Dios nos castiga por nuestros pecados, yo estoy convencido de que su castigo es permitirnos cometerlos.

Inés salió de la pieza de Nahuel sin el pantalón. Con Nahuel en brazos. Lo dejó sobre la cama de la pieza matrimonial y cerró la puerta.

Por encima de la bombacha, le asomaban los mejores pelos del pubis. Esa era la palabra. Ahí estaba todo. Uno descubría por qué había entregado su alma y aceptaba estar en lo correcto. Todos los lazos morales entre los hombres se llamaban a silencio: eso era definitivamente malo y dulce.

Me arrojé sobre ella y caímos en el sofá.

—En el sofá, no —dijo.

Se levantó y me dio la espalda. Sus nalgas eran un monstruo marino, secuestraban la mirada humana y sumergían al hombre en un agua respirable y viciada.

Nuevamente caí sobre ella, la puse boca abajo contra la alfombra, le bajé la bombacha y forcejeé. Me dijo que no. Insistí sin escucharla. Repitió el no. Me guié con la otra mano. Entonces, se zafó hábilmente de mi abrazo, quedó acostada de frente a mí, y con un envión que no sé cómo consiguió me dio un golpe fortísimo con el puño derecho en el ojo. Sentí el impacto, y tardé unos instantes en descubrir que había sido golpeado.

Ella estaba parada a mi lado, mientras yo me palpaba el ojo izquierdo.

—Vamos a la cama de Nahuel —me dijo.

La seguí, todavía frotándome el ojo.

Se acostó boca arriba en la cama, y me invitó a subirme a ella. Mi cara quedaba frente al rostro del padre de Inés, que, pálido y con un gesto congelado, sostenía a Nahuel en brazos.

Inés se rió antes de comenzar.

—Qué piña te pegué —dijo mirándome el ojo.

No respondí. En cambio dije:

—¿Voy a hacerte el amor mirando a tu padre a la cara?

—No tengo ningún límite —dijo Inés, cayendo por primera vez en un lugar común—. Y no vas a hacerme el amor. Empezá.

Y empecé.

—No tengo ningún límite —repitió Inés.

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