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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (26 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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Cuando desperté, estaba encendida la luz eléctrica en el cuarto. Por la temperatura, bastante más baja que cuando me había acostado, supuse que sería de noche. Al girar mi cara hacia la derecha, vi un par de pantorrillas. Colgaban hacia el piso desde la cama de arriba, pertenecían a alguien que estaba sentado en el colchón de la cama de arriba. Sin pensarlo, agarré una. La dueña gritó asustada. La dueña de la pantorrilla y de la casa. Era Mariana. Bajó de un salto y quedó de pie junto a mí, que estaba acostado.

—¿Te despertaste? —dijo.

—¿Me desperté? —pregunté refregándome los ojos.

Mariana llevaba en una mano un diario, la otra la tenía cerrada.

—Sos el único despierto de la casa —me dijo—. Ingrid, Alicia, Susana y Osvaldo están durmiendo en sus piezas. Manuel y José Luis están en el sauna de la sede techada.

—¿Qué hora es?

—Las doce de la noche —me dijo sin mirar su reloj.

—¿Y vos que hacés acá? —pregunté sin ningún respeto.

Entonces Mariana abrió la mano y vi en su palma un pequeño pedazo de papel, viejo y hecho un bollo.

Miré su mano, miré el papel, miré su cara.

Cuando bajé la vista sobre ese papel, que me resultaba más que familiar, ominosamente familiar, ella dijo:

—Tomálo.

Tomé el bollito de papel.

—Abrílo —me ordenó.

Lo desplegué.

El papel tenía escrito, en mi vieja tinta azul: «1755».

No le pregunté «qué es esto», ni «de dónde salió». Resistí, en silencio, un golpe de melancolía, que soplaba también la vela del barco de mi hijo, trayéndolo por el río de la muerte, junto con las cosas que, por el dolor que nos provoca su pérdida, a veces nos preguntamos si no hubiese sido mejor no haber tenido nunca.

—Así que lo encontraste —dije por fin, recuperado—. ¿Cuándo lo encontraste?

—Nunca lo perdí —me dijo. Y en su voz intuí, por primera vez, una dosis de cinismo.

—El día de la evaluación lo habías perdido —dije.

—En esa evaluación me fue bien. Anoté la fecha del terremoto de Portugal: 1755.

—La supiste sin necesidad de mi machete —dije. E inmediatamente apareció en mi memoria, como un extra que atraviesa raudamente una escena principal, un recuerdo reciente: Recalde marcando la clave numérica de su cajero automático: 1755.

—Lo supe por tu machete —dijo Mariana—. Nunca perdí el machete. Lo recibí, lo usé y lo escondí.

—¿Pero cómo? —pregunté realmente asombrado—. Me dijiste que no lo habías encontrado…

—Te acordás de todo… —dijo.

—Me estoy acordando ahora —mentí.

—Yo me acuerdo —dijo señalando con la vista el papel—. Te mentí entonces. Te mentí —siguió— porque no quería deberte un favor tan grande. Tenía miedo de que me lo quisieras cobrar.

—¿Qué? —pregunté con horror—. Yo no soy así…

—Ya sé —dijo ella—. Ya sé. Yo era así. Me gustabas, y no quería deberte nada. Además, me gustaba el misterio.

—La verdad… —dije con una pena mucho más honda de la que podía expresar—, la verdad es que lo escondiste bien. Creí que el papelito nunca te había llegado.

La miré y supe que esa mueca de cinismo, el tono casi ebrio de sus palabras, cierta malignidad, no eran nuevas.

—¿Dónde estuviste todo este tiempo? —me preguntó.

—No sé a qué te referís —contesté.

—Este último año y medio… dónde estuviste.

La pregunta fue tan directa que respondí sin pensar:

—Hace dos años y un mes murió mi hijo. Mariana se llevó una mano a la boca:

—¿Tuviste un hijo? —preguntó.

—Tengo un hijo muerto —dije.

Mariana me tomó la mano. Se la retiré y me dejé caer sobre la cama.

Un rato después, habló nuevamente:

—Me extrañó que estuvieras sorprendido.

«¿Dónde estuvo éste que se sorprende de mi boda con José Luis?», me pregunté. Se te veía en la cara. Estabas terriblemente sorprendido.

—¿Dónde estuve? Estuve en una confitería con Recalde y su esposa, Silvia, que vive acá en frente. ¿Qué es todo esto? ¿Cómo puede ser que se hayan casado hace más de dos semanas? ¿Y esta pieza, de qué chico es?

—Nos casamos hace un año. José Luis tiene dos hijos de su primer matrimonio.

—¿Es bígamo? —dije, por ponerle alguna palabra a mi desconcierto.

—No —dijo Mariana—. Tiene dos vidas pero no es bígamo.

Entonces supe que me lo iba a contar. Uno puede gozar del privilegio de confiar en la realidad hasta que se le muere un hijo.

Cuando el curso de las cosas es tan dramáticamente modificado, no nos queda más remedio que creer que el mundo es distinto de como siempre lo hemos percibido: pedimos una solución mágica porque mágica es la tragedia que nos ha acaecido.

Y Mariana no me defraudó:

—El cajero —dijo—. Le podés pedir al cajero automático que cambie tu vida. Cuando te pregunta «¿Desea realizar otra transacción?», tenés que apretar la tecla: «sí». José Luis y yo siempre nos quisimos. Desde el secundario. Por entonces, ya ves… (señaló con la vista el papelito) yo no hacía las cosas con claridad. Incluso después del secundario, bien entrada en la juventud, seguía escondiendo las cosas sin saber bien por qué. José Luis se casó por segunda vez cuando aún no había cumplido los cuarenta, y un año después de que se casó nos encontramos. El último año del secundario, y un año más, tuvimos un pequeño romance. Nunca quise que supiera que estaba dispuesta a quedarme con él. Y sabes cómo es él. No está dispuesto a buscar. Si yo no quería, no tenía problemas en irse. Eso me gustaba. Y de hecho se fue. Tuvo su matrimonio, sus hijos, su divorcio y su nuevo casamiento. Entonces, en una fiesta a la que me invitaron en este mismo country, nos encontramos. El estaba casado con Silvia, y yo venía de separarme de una lamentablemente larga convivencia. Nos contamos nuestras vidas. Habló poco de su primer matrimonio y me contó cómo había conocido a Silvia acá mismo, en el country, porque ella vivía en la casa de enfrente. José Luis había comprado su casa en el country luego del divorcio, con vistas a descansar y a recibir a sus hijos.

«Silvia, su vecina también divorciada, se llevaba muy bien con los chicos. Me contó cómo Silvia había representado la calma y la compañía, era claro que no el amor. De esa charla, ambos salimos sabiendo dónde trabajaba cada uno. No hicimos ningún esfuerzo por no encontrarnos. Tampoco por detenernos. ‘Cómo me gustaría’, me dijo José Luis en el final de un encuentro, ‘no haberme vuelto a casar’. Le pedí al cajero que realizara la transacción.

»José Luis nunca se casó con Silvia. Luego de un breve noviazgo, y de incluso decirse que se casarían y juntarían las dos casas, él rompió para casarse conmigo.

—¿Cómo se pide? —la interrumpí.

—Simplemente, cuando me preguntó si deseaba realizar otra transacción, apreté

y le ordené mentalmente que lo hiciera.

Esa noche, extrañamente, dormí. Fue en el viaje de regreso cuando pude pensar. Viajé en el asiento de atrás del auto de la Gerbaudo, pegado contra los muslos desnudos de Ingrid. Pese a que Ingrid friccionaba contra mí las dulces extensiones amarillas que brotaban de los bordes de su pantalón corto de tenis, yo pensaba en mis próximos pasos. Sin duda, el cajero contemplaba todo. Si Julián regresaba, sería en el contexto de que el accidente nunca había ocurrido; y Delia jamás sabría que alguna vez, en un pliegue de una vida, su hijo había muerto. Todo continuaría con la naturalidad de cuando la vida era natural: cuando Julián vivía. Tal vez incluso yo olvidaría.

Me dejaron en la puerta de casa e Ingrid superó todos los límites al despedirse besándome en la comisura del labio.

Por supuesto, no subí. Caminé directo hacia el cajero. Inserté mi tarjeta. Marqué mi clave. Me preguntó qué deseaba. Apreté la opción de retirar dinero. Pero me rechazó. Mi saldo era cero. Entonces, sí, me preguntó si deseaba realizar otra transacción. Dudé unos segundos y salí del cajero. Al día siguiente descubrí que me había olvidado la tarjeta en el cajero y no volví a buscarla.

El martes, Juan, con la sonrisa de un general que hubiese descubierto el plan perfecto para rescatar a los rehenes en manos del enemigo, mostrándome el casete me dijo:

—Funciona.

Impaciente, lo coloqué en el equipo que también habíamos arreglado (y por el cual el joven dueño no había vuelto a preguntar) y apreté
play
. No era un casete de música. Parecía un mensaje enviado desde el exterior por algún miembro de la familia. Esas cartas en casete que envían los parientes cuando ya hace un tiempo que están viviendo afuera.

Empezaba diciendo: «Me pareció mejor el casete que la carta. Cuando uno lee una carta, piensa en la voz de quien la escribe. Es increíble, por muy lejos que estemos, mi voz, grabada aquí, llega hasta ustedes como si estuviéramos al lado. El chiflete de la ventana de la cocina, del que les hablé en la carta anterior, sigue sin arreglo. En verano no molesta. Y en invierno, en realidad, basta con no pasar cerca…».

Después de este párrafo, la rotura de la cinta había hecho estragos. La cinta scotch permitía que el casette siguiera girando, y luego la voz se escuchaba más aguda, como si hablara un niño:

«El clima aquí es hermoso. Y hasta en el desierto da gusto pasear.

«¿Siguen ustedes saliendo a pasear los domingos? Por favor contéstenme que sí, así puedo recordar cosas que siguen haciendo. Un beso grande».

Rebobiné y apreté nuevamente
play
. Curiosamente, el simple hecho de querer devolverle al cliente su equipo arreglado, se transformó en una esperanza. Yo tenía la esperanza de que el muchacho viniera a retirar su equipo.

MARCELO BIRMAJER; Nació en Buenos Aires en 1966. Ha publicado, entre otros títulos, las novelas
Un crimen secundario
(1992),
El alma al diablo
(1994) y
Tres mosqueteros
(2001), los relatos
Fábulas salvajes
(1996),
Ser humano y otras desgracias
(1997),
Historias de hombres casados
(Alfaguara, 1999),
Nuevas historias de hombres casados
(Alfaguara, 2001) y
Últimas historias de hombres casados
(2004) y la crónica
El Once. Un recorrido personal
(Aguilar, 2006). Es coautor del guión de la película
El abrazo partido
, ganadora del Oso de Plata en Berlín 2004 y nominada al Oscar por la Academia Argentina de Cine. Ha escrito en las revistas
Fierro
,
La Nación
,
Viva
y
Página/30
; en los diarios
Clarín
,
La Nación
y
Página/12
; en los españoles
ABC
,
El País
y
El Mundo
y en el chileno
El Mercurio
. Traducido a varios idiomas, fue honrado con el premio Konex 2004 como uno de los cinco mejores escritores de la década 1994-2004 en el rubro Literatura Juvenil. En 2004,
The New York Times
lo definió como uno de los más importantes escritores argentinos de su generación.

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