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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (24 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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—No me tiraste nada, mentiroso —me dijo.

—Te juro que sí —le dije.

—No importa —dijo ella.

Fue un verdadero misterio. El papelito no apareció.

Decía: «1755», que era el año en que un terremoto feroz había asolado y marcado para siempre la ciudad de Lisboa. «Lisboa» es un derivado árabe y romano de Ulissipo, que fue el nombre con que los fenicios llamaron a la ciudad. Yo sospechaba que la llamaron así en referencia a Ulises: o bien para homenajearlo, o bien porque la ciudad había tenido alguna importancia en su largo peregrinar. Pero era una pura sospecha. En el papelito que desapareció, yo le había escrito a Mariana, solamente, con certeza, 1755.

Descubrí, como quien se golpea la cabeza, que había estado casi un minuto pensando. Había hablado conmigo mismo de otra persona que no era Julián. Esta nueva situación fue tan sorpresiva que no hice a tiempo de detenerla. Mariana. En una clase de cajón y colchoneta la vi saltar con un bombachón negro y rozar levemente el cajón; temí que se lastimara. Mariana. En el viaje de egresados, sentados a dos asientos de distancia, ella caminó por el pasillo del ómnibus hasta mí: me preguntó si quería jugo, le agradecí, bebí un sorbo, ella me observó con un gesto de picardía, un mohín, como si hubiera algo erótico en estar bebiendo a su lado. La vi irse, vi sus piernas, se sentaba junto a Recalde.

Atravesé la noche en un sueño blanco y ni bien desperté —Delia aún dormía— llamé a Recalde.

Me atendió el contestador automático.

Saludé y dejé grabado mi apellido.

Pasé el resto del día en el local. Reparé yo mismo dos televisores y dejé otros tres a los técnicos. Un muchacho de menos de veinte años me trajo un equipo de música antiquísimo, sin compact disc. Vestía a lo moderno, con el pelo rapado a la izquierda y largo a la derecha.

—¿Qué querés hacer con esto? —le pregunté.

—Arreglarlo —me dijo.

—¿Arreglarlo? —pregunté extrañado—. No tiene compactera… y no sé cómo puede llegar a sonar.

—En casa tengo un montón de discos y casetes de mis viejos —me dijo.

—Te conviene comprarte un equipo nuevo —le dije.

—Prefiero arreglar éste.

—Los clientes mandan —dije mirando el equipo.

Cuando el pibe dejó el local, descubrí que el equipo tenía un casete puesto.

Recalde me contestó el llamado esa misma noche.

—Qué suerte que me llamaste, che.

Yo lo había llamado movido por el impacto del recuerdo de Mariana. Ahora ya no sabía de qué hablarle. Lo había llamado como se utiliza a un médium para tantear el pasado.

—Yo también me quedé con ganas de hablar —siguió.

—Qué bueno —dije.

Yo había llamado primero, algo tenía que decir.

—¿Qué te parece mañana a la tarde en la misma confitería? —propuse.

Arreglamos un horario y dijo:

—Hecho.

Cuando colgué, Delia me sonrió y me preguntó si quería un té.

Le dije que sí, entusiasmado y agradecido.

Una hora más tarde, mientras miraba la tele, me trajo un vaso de agua hervida. Busqué en sus manos el saquito de té, y no lo vi. Se fue a su habitación.

Me levanté y busqué un saquito de té en el armario de la cocina.

En la confitería, Recalde estaba aun más joven. Igual de locuaz, pero gesticulaba con nueva gracia. Sus movimientos eran frescos y alegres.

Arriesgué para mis adentros que su rejuvenecimiento se debía a la ausencia de Silvia.

—¿Y tu esposa, che? —pregunté sin querer, sorprendiéndome de mi capciosidad.

—En casa —dijo sin más.

Se palpó los bolsillos.

—Che, no tengo guita. ¿Pagás vos y me acompañás al cajero?

—Puedo pagar y punto —le dije—. Son dos cafés.

—Ah, pero yo la quiero seguir. ¿Vamos a comer pizza, no?

Pagué y lo acompañé al cajero sintiéndome un imbécil. ¿Para qué lo había llamado? ¿Por qué lo molestaba? El era una persona a la que no se le había muerto un hijo…, ¿qué tenía que hacer a su lado? Pertenecíamos a dos especies distintas. No podía nacer una amistad. Pero decidí que mi castigo por esta absurda intentona sería sufrir el encuentro hasta el final, asfixiarme con la pizza, cuyo solo pensamiento me descomponía, y pensar que el estar frente a un hombre normal aceleraba el proceso del germen de mi monstruosidad.

Me hizo entrar con él al cajero, y mientras sus dedos marcaban la cifra clave de acceso (que aun sin verla claramente, sólo por el movimiento de los dedos, me resultó vagamente familiar), me dijo:

—Se me ocurrió una idea bomba, che. ¿Sabés que tengo un country? Quiero decir, una casa en un country. Pensé en reunir a todos los muchachos. Toda la gente de la promoción de quinto año. Recibirlos con mi esposa en la casa del country… que venga cada uno con su familia, qué te parece.

—Bárbaro —dije, y pensé: «Yo puedo llevar a mi esposa, que es una plasta, y a mi hijo…».

Y un golpe en el estómago me obligó a salir de la cabina.

—¿Qué te pasó? —salió detrás de mí Recalde—. ¿Qué te pasó?

—No sé —le dije—. Perdonáme. Una puntada. Creo que soy medio claustrofóbico.

—Pará que agarro la guita.

El gesto me conmovió. Había salido tras de mí sin esperar a recoger el dinero que ya estaba por comenzar a sacar la máquina.

—Che —le dije sincerándome—. ¿Lo de la pizza lo dejamos para otro día?

—Por supuesto —me dijo—. Pero dejáme que te lleve a tu casa.

Subimos a su auto. En el camino me habló de la fiesta en el country. Sería un asado de antología, un hito en la historia de la carne a la parrilla.

—Te espero, entonces. Este domingo.

—¿Este domingo? —dije sorprendido. Yo sabía desde el principio que no iría, pero la autoconfianza de Recalde me sublevó.

—¿Cómo vas a hacer para juntar a todos?

—Eeeh, papá sabe —me dijo—. Tengo contactos.

Sacó una tarjeta de su bolsillo trasero.

—Acá tenés —me dijo.

Era el teléfono y la dirección de su casa en el country, y el mapa para llegar.

—Ruta dos derecho —me dijo—. Con ese mapa no te podés perder. Vénganse el domingo lo más temprano que puedan.

Delia estaba dormida, boca abajo, sobre el sillón. La alcé en mis brazos y la llevé a su dormitorio. Cuando la estaba dejando sobre la cama, se le abrieron los ojos con violencia, como si alguien estuviera agrandándoselos; y me pareció que tenía las pupilas secas.

Pero no despertó.

Me dejé caer en el colchón de mi pieza y pasé la noche con los ojos abiertos, y despierto.

—Ismael —me dijo Juan, el más nuevo de los técnicos, mostrándome un casete—. Estaba en la casetera del equipo viejo. No lo sabía. Probándolo, se me rompió la cinta.

—Qué macana —dije—. No te preocupés. No es culpa tuya. Dejámelo.

Tomé el casete y corrí hacia afuera cada uno de los extremos de su cinta rota.

—¿Y el equipo? —le pregunté.

—Va a funcionar —dijo confiado Juan.

Pasé la tarde intentando arreglar con cinta scotch el casete y pensando en que no concurriría a la fiesta en el country. Había guardado la tarjeta de Recalde en uno de los compartimentos de la billetera.

Pasé el casete varias veces, pero no llegaba a oírse nada inteligible. La cinta estaba muy arrugada, había que plancharla. Pensé en llevarla a casa, ya era tarde. Pero después decidí que mejor llevaba la plancha al local al día siguiente, así tenía con qué entretenerme.

En el camino, recordé lo vacío que estaba el armario de la cocina, por no hablar de la heladera. Paré en un supermercado 24 horas. Compré una buena cantidad de alimentos. Al sacar la tarjeta de crédito, se me cayó la tarjeta del country de Recalde. Me pareció un peligro. Otro día podía sacar la tarjeta del country de Recalde y que se me cayera la de crédito. De modo que la dejé tirada.

Cuando salía, cargado, del supermercado, la cajera me dijo:

—Ey, señor, se le cayó esta tarjeta.

—No importa —dije—. Tírela.

Delia no estaba en casa.

No tuve que buscar mucho porque estaban todas las puertas abiertas, la del baño, la de la cocina, la de su pieza, la del balcón.

Salí al balcón. Las dos chinelas de Delia estaban junto a la reja.

Primero me acuclillé junto a las chinelas. Después, me senté. Tomé una. Pensé en la tarjeta de crédito. ¿Era tecnología o era frivolidad?

Sentía el alambre del enrejado contra una parte especialmente sensible de mi cabeza.

—¿Qué estoy esperando? —me pregunté.

Me puse de pie y miré más allá de las rejas. Nada.

Sonó el portero eléctrico.

—Ya está —dije en voz alta.

Atendí.

Era Delia. Su voz me asustó tanto que solté el tubo del portero eléctrico.

El tubo golpeó contra la pared, y apreté con insistencia el botón de abrir.

Entró con su propia llave.

—Fui a cortarme el pelo —me dijo.

«Los muertos regresan con el pelo bien cortado», pensé. En realidad le quedaba muy bien.

El jueves arreglé una videocasetera que pasaba las películas más lentamente que lo que debiera. Y la cinta del otro casete, por más que la planché, seguía emitiendo sonidos molestos e incomprensibles. Juan me dijo que el equipo ya estaba OK. Esperaba poder componer el casete antes de que el chico viniera a buscarlo.

Esa noche, Delia agregó, a su nuevo corte de pelo, una pasada de maquillaje en su cara.

Me despertaron dos golpes en la puerta de mi habitación.

«Es Julián», pensé, «lo dejan salir de noche».

Delia entró en la habitación, no me preguntó si me había despertado, y pasó la noche conmigo.

La mañana y la tarde del viernes fueron insoportables. El ingreso de Delia en mi habitación desbordó todas las contenciones. Sufrí durante el día y tuve que pedirles a los muchachos que se hicieran cargo de todo, porque era incapaz de mover un tornillo. La cara y la risa de Julián.

«¿Y hay en el mundo suficientes mujeres para que todos podamos casarnos?», me había preguntado. Le gustaban los palmitos y los mejillones. Siempre que volvía de la colonia de vacaciones, lo esperábamos con una ensaladera de palmitos con salsa golf. Nada me gustó tanto en la vida como a él esos palmitos, excepto el hecho de verlo comiéndolos. Le gustaba mucho más el fútbol de lo que sabía jugarlo, y, por poder arreglar televisores, siempre me consideró un mago insuperable.

Desde las siete de la tarde hasta las diez de la noche del viernes, lo pasé bebiendo ginebra en un bar. Llegué a casa borracho, Delia dormía.

Vomité, y dormí también yo.

Esa noche fue la más extraña de todas las que he contado. Vomitar me libró de la borrachera. Lo extraño fue la intensidad con que soñé a Mariana Develop.

Curiosamente, ahora que Delia había pasado la noche conmigo, mi deseo se duplicaba. Dicen los rabinos que es fácil evitar un pecado antes de cometerlo; lo difícil es no repetirlo. A Eva y Adán les hubiera resultado más fácil sustraerse a la tentación de la manzana que a nosotros, que ya conocemos su sabor. Y el reencuentro con Delia, lejos de apaciguar mi deseo, lo renovó. Soñé con Mariana de ese modo en que, al despertar, la desazón nos dura buena parte de la mañana.

El sábado a la noche lo llamé a Recalde, le dije que había perdido la tarjeta con el mapa y le pedí instrucciones.

Le dije a Delia que me habían invitado a un asado, y, como siempre, agregué que deseaba que me acompañara. No me defraudó: dijo que no.

En el viaje, en el colectivo 52 (desde entonces no manejo) me asaltó un pensamiento extravagante: «Si Mariana viene al asado, tal vez me salve».

No cabía duda de que yo estaba viajando hacia el country de Recalde con la sola esperanza de ver a Mariana.

Fueron dos horas largas hasta llegar a la localidad de Cardales. Y otros quince minutos a pie, hasta la casa de Recalde, por el interior del country, un desierto verde y ascéptico.

Cuando llegué, cerca de las doce del mediodía, sólo la mucama estaba en la casa.

—Los señores están jugando al tenis —me dijo—. Si quiere puede tirarse a la pileta —y señaló un rectángulo de agua transparente, agradablemente verdosa. Pero yo no tenía malla ni intenciones de mojarme.

—¿Quiere un vermut? —me preguntó.

—No estaría mal —acepté.

«¿Jugando al tenis?», pensé, sentado en una reposera sobre el pasto, frente a la pileta, mientras la mucama partía hacia la heladera en busca de mi bebida, «el tenis se juega como mucho de a cuatro; ¿tan poca gente vino, o no vino nadie? O tal vez vinieron ocho y todos saben jugar al tenis; o la mayoría sabe jugar y el resto mira. ¿Por qué no estoy pensando en Julián? Porque esta salida me distrae. ¿Llegué muy tarde?».

Vi llegar a Silvia.

La puerta de entrada quedaba a unos cincuenta metros de donde yo estaba sentado y la vi tocar el timbre, aunque ella no me vio a mí. Me levanté para saludarla. Vestía un equipo jogging de plástico plateado.

—Hola, Silvia —saludé, pero ya estaba entrando y no me oyó.

Tuve que allegarme hasta la puerta y buscarla en el interior de la casa. Era un palacio. Un hall majestuoso de cerámica oscuramente rojiza, una chimenea antigua y muebles imponentes. Parecía la casa de uno de esos magnates petroleros de las series norteamericanas.

Silvia le estaba pidiendo a la mucama que le prestara el decorador de tortas. Me agradó el modo humilde de dirigirse a su propia doméstica y esperé a que terminara de hablar para saludarla.

—Hola, Silvia —dije.

Giró con el pomo decorador de tortas en la mano y me miró extrañada.

—Hola —dijo algo cortada.

—Le estoy llevando el vermut —dijo la mucama.

—¿Se acuerda de mí? —le dije ya con miedo a tutearla.

—¿Amigo de José Luis? —dijo ella.

—Claro —dije al fin aliviado—. Nos conocimos en la confitería, al lado del cajero automático… ¿te acordás?

—Puede ser —dijo ella—. Puede ser…

Se retiró con el pomo, pensativa.

Yo regresé a mi reposera con las cortesías cumplidas; la mucama me aguardaba con el vaso de vermut helado en la mano.

«¿Cómo regresaría Julián?» Yo había leído
Cementerio de animales
mucho antes de que me ocurriera a mí. Pero no dejaba de pensar en un mundo real en el que los muertos resucitaran. Según la tradición judía, los justos muertos se levantarán de un torbellino de tierra, con un alma aun más pura y un cuerpo preparado para soportar la inmortalidad. ¿Cómo sería ese otro mundo? ¿Existiría el amor tal cual hoy lo conocemos? ¿La reproducción, la cena alrededor de la mesa? ¿Podría Julián en ese mundo darme un beso antes de salir para la escuela?

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