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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (9 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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Lurek, sin elegir sus palabras, simplemente le preguntó cómo se había enterado.

—Cuando Rosalía se acuesta con un hombre —le explicó Eloísa— queda ruborizada durante días. Es notable. Parece que la piel se le alegrara. Y… ¿vos supiste de que tuviera algún hombre? Me lo hubiese contado de inmediato.

Lurek salió de la cama, dispuesto a vestirse y encerrarse en algún sitio donde nadie pudiera encontrarlo.

—¿A dónde vas? —le preguntó Eloísa.

—No puedo pedir nuevamente tu perdón —dijo Lurek.

—No me lo pidas —dijo Eloísa. Y lo llamó a la cama con un gesto de la mano.

Lurek fue.

V

En el último mes del siglo un contratiempo amargó la descollante carrera profesional de Lurek y una decisión sentimental cambió su vida.

Un nuevo tipo de caries apareció: de desarrollo inmediato y efecto fulminante. Se producía en los dientes contiguos a los tratados con el medicamento
Lurek
.

El diente de al lado del curado, si había estado sano, desarrollaba abruptamente una caries fatal y no había más remedio que arrancar la pieza. Los dolores de las caries nuevas eran insoportables y los pacientes acudían al dentista corriendo y entre gritos. Entre los odontólogos circulaba un chiste: canonizar a Lurek como patrono del gremio. Nunca antes habían acudido los pacientes con mayor premura, sin aguantar siquiera minutos.

Nadie en el mundo científico achacaba a Lurek la menor responsabilidad en este traspié. Su descubrimiento era incuestionable y había abierto a la ciencia una puerta de las más pesadas. Simplemente había ocurrido, como tantas otras veces, que el mal recrudeció para traspasar las frágiles barreras que le oponían los hombres. Los virus se fortalecían, las enfermedades jugaban una carrera de obstáculos contra la humanidad. Del mismo modo que los atletas superaban sus marcas con cada nueva generación en cada nuevo siglo, también las penurias del cuerpo humano contaban con sus agentes en estado de perpetuo mejoramiento.

Como fuese, el descubrimiento de Lurek se había opacado. No había cometido el menor error, sólo había actuado la naturaleza, la evolución; pero la venta del medicamento cayó bruscamente, también su aparición en los medios gráficos científicos. Ya había una revista de actualidad que, en su repaso del siglo, mencionaba el descubrimiento de Lurek como: «a principios de 1999,
se creía
haber encontrado la cura indolora de las caries».

«¿Por qué “caries” era una palabra con un permanente plural?», pensó de pronto, sorprendido por el asalto de aquella estrafalaria duda. ¿Por qué nada es singular en la vida, por qué todo es un plural permanente?

Se había casado con Rosalía y juntos habían huido a Italia. Eloísa había intentado suicidarse.

Lurek no lograba recordar, años después, si había huido con Rosalía en el preciso momento en que apareció la primera y terrible contraindicación a su medicamento. El romance con Rosalía resultó un fusilazo, fulgurante y definitivo; mientras que las noticias acerca de las nuevas caries habían comenzado por llegar en dispersas y acotadas dosis: primero un caso aquí, otro allá…; hasta cobrar suficiente cuerpo como para convertirse en una impugnación objetiva.

Todo había transcurrido, podía asegurar Lurek, en la primera quincena de diciembre de 1999. Y para la segunda, su mundo y el mundo en general se habían estabilizado.

Había quienes se arriesgaban a utilizar su medicamento y quienes lo denunciaban por televisión. En algunos casos funcionaba sin contratiempos y en otros aparecían esas caries malignas. Una familia llevó a un
talk-show
a un chico que decía haber perdido toda su dentadura por culpa del remedio
Lurek
.

El dinero no alcanzó como había imaginado. Pero tampoco le faltó. Debieron abandonar Italia, e instalarse en el país.

Lurek, por supuesto, no hizo el menor esfuerzo por conservar la Residencia Lurek-Spinozz: como todos sus bienes inmuebles, se los concedió sin más a Eloísa.

Eloísa, sin embargo, vendió todo y repartió el dinero entre ambos, incluyendo el devenido por la venta de la Residencia.

No sólo sobrevivió a su intento suicida —se había cortado las venas—, sino que recuperó su salubre languidez, su calma y su impar belleza. Decidió no volver a casarse y elegir a sus hombres con ojo cínico.

Lurek continuó acostándose con mujeres que no eran su esposa, sin culpa; ocultándolo eficazmente.

Cierta tarde de verano, en Buenos Aires, tuvo fugazmente a Eloísa en su nueva casa de mujer sola. El encuentro fue gozoso pero no se repitió.

Rosalía jamás lo supo.

Tres historias frente al mar de la muerte

Hace una media hora que busco a mi esposa y mi hijo.

Durante mi infancia, me perdí más de una vez en la playa; en cierta ocasión, debieron buscarme con un helicóptero policial. Había atravesado Mar del Plata de punta a punta por la orilla del mar, y no tenía la menor idea de dónde estaba. Para mí, todas las playas eran iguales: buscaba a mis padres allí donde hubiese carpas y gente. Finalmente me divisó de casualidad uno de los huéspedes del hotel donde nos alojábamos. El hombre, un fotógrafo, dio aviso por teléfono a mi familia, que aguardaba desesperada en el hotel, y se dispuso a llevarme.

En el camino de regreso (¡había que ver los kilómetros que hice a pie!), un jeep y un Citroën chocaron estrepitosamente a un paso de nuestro vehículo. Los autos quedaron en mal estado, y de cada puerta bajó un conductor tambaleante. Se los notaba sentidos por el choque, incluso heridos. Pero en lugar de abrazarse y festejar juntos el haber salido vivos de aquella tragedia, estaban prontos a tomarse a golpes por la ofensa que cada uno le había infligido al otro al chocarse mutuamente. Según el fotógrafo, el conductor del jeep estaba totalmente borracho. El del Citroën lo instó a que regresara a su jeep y acabasen la fiesta en paz. Pero el borracho insistía con los insultos. El del Citroën, finalmente, le aplicó una fuerte trompada en el rostro y otra más en la coyuntura del brazo. Por el hombro del borracho, vi aparecer lo que siempre recordé como un hueso. El fotógrafo me hizo el grandísimo favor de esquivar la ya quieta colisión y concluir mi demorado regreso a casa.

Es la primera vez que me pierdo siendo adulto. Para ponerlo más dramático: que pierdo a mi familia. Los dejé en una sombrilla, a unos quince pasos del mar, y me fui al baño del hotel. Tardé media hora en ir y volver, y desde entonces los estoy buscando. Sé que la playa nada puede tener que ver con su ausencia: mi hijo es demasiado pequeño para bañarse y mi esposa no se baña sin él ni con él. Martín, mi hijo, no ha cumplido aún ocho meses, y sus gateos no lo alejan más de dos o tres pasos; de modo que tampoco puede haberse perdido. Los he buscado primero al azar, guiándome únicamente por mi intuición: cuánto caminé desde donde los dejé hasta el hotel. Pero descubro que —como en mi niñez— no tengo la menor capacidad de calcular distancias. No me canso y no distingo.

Ya no soy un niño: sé que una playa no es lo mismo que otra; pero no he preguntado el nombre de aquella en la estábamos bajo nuestra sombrilla mi esposa, mi hijo y yo. Recurro entonces a las señales mnemotécnicas geográficas: carteles, monumentos, personas llamativas que marcaban el sitio donde estábamos.

Recuerdo, por ejemplo, el reloj electrónico que estoy viendo ahora en diagonal, en el último piso de un gigantesco edificio que se alza al otro lado de la avenida. Recuerdo dos pirámides de cemento inclinadas, punta contra punta, que oficiaban de entrada a la playa.

Pues bien, según mis cálculos, entre estas dos escolleras debería estar mi familia: pero todas las cosas están, menos ellos.

Me recuerda una historia que me contó en Buenos Aires el mozo de un bar. En diciembre de 1955, el propietario de una casa en Mar del Plata fue a buscar los implementos para el mate mientras su familia lo aguardaba en la playa. Tardó quince minutos; cuando regresó, su familia no estaba: una ola gigantesca había arrasado la costa, desde Punta Mogotes hasta la playa la Perla. Lo curioso, me dijo el mozo, es que cuando el hombre regresó, el mar estaba ya calmo, y la playa, aunque húmeda, no muy distinta de lo habitual. Todo estaba medianamente en orden, pero faltaba su familia, a la que se había tragado el mar. En quince minutos, silenciosamente, había perdido para siempre a su familia. La ola es verídica, la confirmé con los diarios de la época. Y fuera o no cierta la historia puntual que me narraba el mozo, no cabe duda de que un suceso semejante debe haberse repetido en más de una playa aquel día.

Ahora mi familia faltaba de la playa de la que yo me había ausentado por treinta minutos.

El mar, la playa, el sol impiadoso del mediodía siempre me han resultado siniestros. Como todos, estoy obligado a divertirme aquí; pero un temor constante me acompaña. Ahora mismo, aunque no hay en estas playas tiburones y ya sé que puedo descartar cualquier peligro, siento las vibraciones de la inquietud. Miro el mar como si fuera responsable.

Me informo de un dato más contra mis peores sospechas: cuando sucede una tragedia en la playa, a poco se entera todo Mar del Plata. En un raro gesto de humanidad, la gente no continúa comiendo sándwiches con arena como si nada hubiese ocurrido. Las caras cambian y en cada carpa se comenta el accidente como si fuera propio, en voz baja y con pena.

Yo miro a uno y otro lado y no descubro gesto alguno de contrición: dos niños juegan con una pelota inflable, una mujer que alguna vez fue blanca sigue carbonizándose al sol, dos gordos con cadenas de oro juegan al póker tomando coca y fernet, una madre de familia le aplica crema en la cara a su hijo mostrándome sus nalgas de jovencita. Entonces, se me acerca una señora chorreando, acaba de salir del mar como una sirena gorda.

—¿Usted es el señor Javier? —me pregunta.

Palidezco. ¿Qué ocurrió? Asiento sin hablar.

—Su esposa me dijo que hacía frío y se fueron con el nene al hotel. Pensó que se lo cruzaban en el camino. Me dijo que le diga que no se asuste, que están en el hotel.

La miro como preguntándole por qué no me lo dijo antes. Por qué no me vio antes.

Pero antes de que descubra el sentido de mi mirada, ya me he aliviado. Estoy suspirando. Una vez más, estoy del buen lado de la línea que separa a los desgraciados de las personas normales. Puedo compadecerme de los demás. Con el alivio, el sentido de mi mirada cambia: la señora que chorrea, y que ha permanecido a mi lado, ya no me parece una sirena gorda sino suculenta. Una cruza de sirena y delfín hembra. Dos gigantescos senos se juntan en el escote de su malla negra y cuando gira hacia el mar, a mirar a uno de sus hijos que la llama para mostrarle una pirueta, descubro un par de nalgas que, aunque no por su firmeza, me cautivan en su amplitud. Ahora busco con la mirada un posible marido.

—Qué peligro el mar, eh —digo.

—Dígamelo a mí, no le saco el ojo de encima al nene.

—¿Se baña solo o con su marido? —le pregunto.

—Mi marido está en Buenos Aires —me responde sin entonación.

Intercambiamos algunas palabras más, que no incluyen a nuestras familias, y salgo corriendo a buscar un teléfono público. Tengo una erección ardiente. Le avisaré a mi mujer que me quedo un rato más en la playa y regresaré en busca de la sirena. No puedo esperar a tenerla mientras su hijo juega en la pieza de al lado. Creo que ya la tengo, sólo me resta encontrar un lugar. Le ruego a Dios que la mujer esté parando en una casa, alquilada o propia, y no en un hotel. Sí, le ruego a Dios por cosas como ésta. Qué hermoso será meterla, enjuagarme rápido en el mar y regresar con mi familia. Hablo con mi mujer, me pide perdón, me dice que estuvo a punto de regresar a la playa pero que se quedó porque le pareció mejor no desencontrarnos nuevamente. Le digo que me voy a quedar una horita más en la playa y que luego me iré a comer al puerto. Me dice que el nene está durmiendo y que no me preocupe, que me tome el tiempo que quiera. Le digo que la amo, nuevamente me inunda la felicidad de saber que están a salvo. Regreso a por mi bella ballena. Ahora es ella la que falta. No está en el agua, ni en la arena. La busco por entre las carpas. Mi erección, que se había reanimado al colgar el tubo, comienza a ceder.

—¿Dónde te has metido, ballena del amor? —canturreo—. Acá viene tu cazador, a clavarte el arpón.

Pero no la encuentro. La gigantesca y siempre imprevista ola del destino me la ha arrebatado. A dos o tres playas, veo una escollera llena de pescadores. Siempre me solazo mirándolos. Para olvidar esta reciente pérdida, camino hacia ellos.

En la playa número dos, diviso a Karina Balkovsky. Es la hermana menor de un amigo de la infancia de mi hermano mayor. La vi durante toda mi infancia, sin decirle jamás una palabra: ambos concurríamos al club Hebreo Argentino, vivíamos en el mismo barrio judío y creo que alguna vez fuimos al mismo colegio estatal. Pero lo último que supe de ella, por mi madre y por verla, es que sufría alternativamente de anorexia y bulimia. Debajo de la ventana de mi departamento, que bordea el barrio del Once, podía verla pasar, flaca raquítica o gorda desbordante. Era un verdadero drama. Una mujer hermosa atacada por dos enfermedades simétricas que le enloquecían las glándulas. Jamás me acerqué a hablarle ni puse mayor interés en enterarme de su desgracia. Temo a la gente que es exuberante en su dolor. No me gusta exponer mis propias heridas. No pocas veces mi cuerpo se ha rebelado contra mí, produciendo incluso aberraciones, pero me ha permitido el estúpido consuelo de que nadie se entere.

Pero esta Karina Balkovsky ha regresado del infierno. Casi pegada a la orilla, expone un cuerpo magistral. Dos muslos dorados y un par de pechos que lo dicen todo. Aunque boca arriba, y en una silla con loneta, puede adivinarse un culo gigantesco en correspondencia con esos muslos y esas caderas de última adolescencia. Ni anorexia ni bulimia: el terremoto que la arrasó en los últimos años se ha congelado por fin en una isla paradisíaca. Quizá fueron simplemente los dolores de parto para dar a luz a este cuerpo, una criatura hecha para el sexo salvaje. Tiene los ojos cerrados, y la cara, morena, le brilla. Dios proteja a las hebreas morenas. Quiero tener una que haya danzado alegre junto al becerro de oro, y se haya entregado por todos sus agujeros en esos instantes de desenfreno previos a que llegara Moisés con las tablas de la Ley; quiero ser uno de esos pecadores entre el desierto y el Mar Rojo. La despierto llamándola por su nombre. Abre los ojos.

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