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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (11 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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Necesito interrumpir mi retorno al pasado para narrar el medio a través del cual se había salvado Ezequiel Mizovich. Hay una relación entre su adolescencia y su actual y exitoso presente, y no encuentro otro modo de contarla más que utilizando fragmentariamente el recurso cinematográfico del
flash-back
: volveremos al presente durante unos párrafos y luego nuevamente al pasado. Finalmente me lo agradecerán.

Mizovich, me contó Broder en aquel
fast-food
, había sido contratado por una célebre cadena inglesa de televisión, para conducir un programa de viajes.

Ezequiel Mizovich viajaría por el mundo —África, Asia, Oceanía— y, con su inveterada simpatía y su perfecto inglés, transmitiría por cable las costumbres de los adolescentes de los sitios y culturas más remotas. No sé si el programa se llama Jóvenes del Mundo o Jóvenes de Ninguna Parte; todavía está en el aire.

Mizovich había comenzado su discreta carrera periodística como un prolijo investigador del fenómeno ovni. Se destacaba de entre sus pares porque no estaba loco y tomaba los datos inexistentes con moderación.

Desde muy jovencito, Mizovich sabía que ninguna evidencia ovni tenía el menor contacto con la realidad, pero que al mismo tiempo tampoco existía ninguna evidencia física de que los ovnis
no existían
.

Es un divertido problema lógico: las evidencias físicas sirven para demostrar que algo existe, pero no hay modo lógico de demostrar que algo «no existe».

Un científico puede no hallar modo de demostrarnos que los animales piensan, pero nadie puede asegurarnos que «no piensan».

La falta de evidencia no certifica la falta de existencia. Porque la falta de existencia no es certificable.

Mal que mal, las religiones monoteístas están basadas en este principio. Y si uno quisiera ser teóricamente temerario podría encontrar cierto paralelo entre el judaísmo laico de los padres de Mizovich y la ufología laica de su hijo. En el laicismo judío había una posibilidad contradictoria de ser metafísicamente judío sin creer en Dios (un sinsentido lógico que los judíos occidentales habíamos logrado preservar), manteniendo la profundidad de la identidad sin la incómoda obligación de los rituales. Del mismo modo el hijo de los Mizovich podía gozar de los lectores psicóticos de la ovnilogía sin convertirse él mismo en un creyente. Podía ser invitado a charlas precisamente por mantener una posición equidistante y racional entre la existencia y la inexistencia de los ovnis. En la revista que había fundado —de sorprendente longevidad— coexistían los escépticos furibundos y los creyentes fundamentalistas.

La vocación de Mizovich ya despuntaba en la época en que conocí su cuarto en la casa del country de sus padres.

Las paredes de su pieza estaban empapeladas con pósters y recortes de revistas atinentes al Universo: dibujos de Marte, de Venus, de Júpiter; fotos de alunizajes, astronautas y cohetes. Como dije, en la pantalla de lo que por entonces era una novedosa computadora, brillaba una vía láctea. Y al pasar una flecha por cada uno de los puntos, aparecía una leyenda explicatoria: la antigüedad de una estrella, la ubicación de un planeta o un meteorito que mataría una vaca al caer.

No le presté mayor atención porque estaba sumergido en aquella revista porno que, al igual que la computadora y el programa de la vía láctea, sus padres habían traído de Estados Unidos. En la revista, desfilaban todo tipo de acoplamientos: una fila intercalada de hombres y mujeres, mujeres con animales y mujeres con mujeres. Recuerdo que en la anteúltima página un hombre de piel negra presionaba contra una mesa a un escuálido muchacho blanco, y cerré la revista con espanto.

La dejé bajo la cama y traté de interesarme en la computadora. Pero en ese instante ingresó el padre de Ezequiel, el señor Arnoldo. Ezequiel lo miró asustado.

Yo ya tenía edad para tratar de igual a igual al señor Arnoldo, estaba allí de casualidad y posiblemente no volviera a verlo en mi vida; sin embargo me alegró mucho haber ocultado la revista antes de que entrara en la pieza de su hijo. Por muy adulto que uno sea, siempre preserva un espacio de vergüenza para sentirse medianamente incómodo al ser sorprendido hojeando una revista pornográfica.

Arnoldo no me miró a mí, miró a su hijo, e hizo el gesto que da título a esta historia. Nodeó la cabeza.

En castellano no existe el verbo «nod», que en inglés se conjuga para indicar que alguien saluda o reprueba con un movimiento de cabeza. Ocurre a menudo que sólo una expresión en inglés puede denotar con precisión el acto de un hombre de habla hispana o sólo una expresión en español define el gesto de un anglosajón; de modo que me permití ese feo neologismo como título, pues no encontraba el término apropiado en castellano. El señor Arnoldo agitó lentamente su cabeza hacia un lado y hacia otro, en un claro ademán reprobatorio, pleno de consternación y suavemente iracundo. Su hijo, que debía estar estudiando física, se hallaba rodeado de gandules, ocupándose de la estupidez que lo había atacado como una enfermedad mental: la vida en otros planetas.

Recuerdo con precisión la desolación y el desprecio del señor Arnoldo hacia su hijo, en ese instante. Fue tan gráfico que mi amigo y yo nos ruborizamos por estar allí presentes. (Gracias a Dios no me había encontrado con la revista en la mano.)

Ezequiel Mizovich, el hijo de Arnoldo y Berta Mizovich, estaba arrojando su vida por una ventana intergaláctica, arruinando su propio futuro y el de su descendencia, traicionando al iluminismo, al racionalismo y al utilitarismo, convirtiéndose al credo de los curanderos y los astrólogos.

No faltaba verdad en esta acusación: bastaba un vistazo a la pieza de Ezequiel (que parecía un Planetario a pila), para sospechar que la habitaba un tonto, un infante tardío, un bueno para nada. No era una pieza en la cual una chica sentiría la suficiente intimidad y esencia de madurez como para tumbarse en una de las dos camas, ni el tipo de cuarto del que se desprende un porvenir venturoso. Era la habitación de un niño para rato, de los coleccionistas eternos, de los fracasos asegurados.

Sin embargo, diez o doce años después, sin renegar de uno solo de los pósters de su pieza, y aparentemente gracias a ellos, Ezequiel Mizovich se había salvado.

Conduciría un programa de televisión perteneciente a una cadena de Inglaterra, ganaría un sueldo sorprendente y sería conocido por más de la mitad del planeta. ¿Qué pensarían ahora sus padres? ¿Continuaría nodeando la cabeza el señor Arnoldo o ya se habría postrado a los pies de su hijo para pedirle disculpas por su anterior incomprensión?

Los medios de comunicación tienen un efecto inesperado en los padres: basta que su hijo aparezca en uno de ellos para que sientan que su vida está justificada.

Pero la televisión, como mucho, puede mostrarnos el presente o el pasado, nunca el futuro real. Y en aquel cuarto del country, todo lo que veía el señor Arnoldo Mizovich era que su hijo Ezequiel no estudiaba, que se llevaba materia tras materia, que ni siquiera se interesaba por los rudimentos del negocio familiar, la ropa de alpaca.

La vida social del adolescente Mizovich era igualmente penosa: sus pocos amigos eran bizarros; y mientras que las chicas del country gustaban de pasear por dentro del predio en los autos de los padres de sus simpatías, Ezequiel no sentía el menor interés en aprender a manejar (como no fuera una nave espacial).

La primera novia conocida de Ezequiel, a sus diecisiete años —tuvo el tino de no presentarla a sus padres—, fue una señora de treinta y dos años (ahora sería una de mis coetáneas, pero por entonces, cuando me enteré, la consideré una pieza de museo) con un hijo. La había conocido en uno de los antros de ovnilogía, donde se reunían fracasados de todas las disciplinas como ballenas que van a morir a la orilla.

Pero bien, señor Mizovich, señora Mizovich, contra toda fúnebre predicción, vuestro hijo Ezequiel había triunfado en la vida. Había triunfado más que yo, que fui un adolescente moderado y medianamente prometedor; y más que el colega Broder, aquí presente, de cuya adolescencia ignoro hasta si existió.

En su primera etapa, Ezequiel había llegado a hacerse conocido en el ambiente extraterrestre (es decir, entre los cercanos y estudiosos del fenómeno), había fundado una revista que podía considerarse un éxito dentro de su rubro y a menudo, cuando algún tema afín surgía, lo consultaban en radios o programas de televisión. A los veintiséis años, me contaba ahora Broder, de un modo que me resultaba inexplicable, había alcanzado el éxito: conduciría un programa de viajes de una señal televisiva inglesa. Chapó.

—Siempre se dedicó a los ovnis —le dije a Broder—. ¿Cómo consiguió esto?

Broder se frotó los dedos uno con otro, como si de ese modo pudiera limpiarse el aderezo. Tenía el bigote sucio.

—Fue a cubrir un congreso de periodistas de ovnilogía en Inglaterra.

—¿Y? —lo insté a seguir.

—Y, una vez que estás ahí —continuó Broder—, conseguís. Hoy hacen la fiesta.

—¿Qué fiesta? —pregunté.

—¿No te llegó la invitación al diario?

—Hace un mes que no paso por ningún diario.

Para un colaborador es habitual recibir todo tipo de correspondencia: las empresas archivan los nombres de quienes firman las notas y luego les envían sus productos o invitaciones. (Cierta vez me invitaron, supongo que por error, a la presentación de una nueva crema íntima femenina. Cuando llegué, no me dejaron pasar.)

—Tomá —me dijo Broder sacando un cartón satinado del maletín donde parecía guardar su casa (los colaboradores llevamos de todo en nuestros también patéticos maletines).

Por la presente, me invitaban a la fiesta de lanzamiento en Argentina del programa de origen inglés Jóvenes del Mundo o Jóvenes de Ninguna parte, no recuerdo. A las 21 horas en el Palacio de los Encuentros.

Posiblemente hubiera salmón ahumado, y descontaba el alcohol.

—No sé si voy a poder ir —dije guardando la entrada en mi propio maletín—. Pero termináme de explicar cómo consiguió este trabajo.

—Le pagaron el pasaje —dijo Broder como si eso lo explicara todo.

—¿Pero cómo es? —dije—. ¿Vas a Inglaterra, a un congreso de ovnis, y conseguís un trabajo en la cadena de televisión más importante?

—¿Y por qué no? —dijo Broder—. Si encontrás el contacto adecuado. A los ingleses no les desagradan los tercermundistas, los consideran románticos. Además, no es el presentador de la BCC; será corresponsal de un programa. Para nosotros el sueldo es fenomenal, pero para los ingleses es barato.

No sé de qué más hablamos, pero yo ya había terminado mi pizza y a Broder le quedaba todavía medio sándwich.

—¿Vos vas a ir? —le pregunté.

—Sí —respondió—. Tengo que ver a Rimot, y él va seguro. Me tiene que dar laburo.

Rimot era el inaccesible nuevo jefe de un suplemento de espectáculos, y era propio de un colaborador alegrarse por poder coincidir en un evento con una persona a la que es molesto llamar repetidas veces por teléfono.

Lo saludé con un apretón de mano y subí al colectivo que me llevaba a la revista de El amor en el siglo XX.

Medité acerca de si concurrir o no a la fiesta. Me daba tirria ver la cara triunfante de Mizovich; pero el salmón, el alcohol y la posibilidad siempre bienvenida de descansar por una noche de la rutina familiar me tentaban. En la última fiesta me había ido muy bien.

Se había presentado una revista (ahora corrían serios rumores de cierre) de reportajes, que alternaba entrevistas sofisticadas con mujeres desnudas, en un coqueto y oscuro bar de la parte más baja de Buenos Aires. Tomé un par de whiskys y me paré detrás de una colega, Adriana Vassani.

Para mi gran alegría, Adriana me abanicó con sus nalgas durante un largo rato, sin dirigirme la palabra y bebiendo; pero moviéndose de un modo en que no parecía del todo ajena a lo que ocurría entre nuestros cuerpos. Luego, no más borracho de lo que correspondía, me dirigí a mi hogar en taxi y cumplí, a placer y con renovada eficacia, mis deberes maritales.

Por extraño que suene, me resultaría ingrato acostarme con Adriana (no me molestaba, en cambio, aquel mudo y ascéptico intercambio). Es una chismosa cuya firma no he visto nunca por ningún lado, pero aparece en cuanto cóctel se organiza. Llama a todos por su nombre de pila y todos la llaman Adriana a ella, pero no sé de nadie que se diga su amigo. Aunque tiene una voz hombruna y se mueve con cierta brusquedad, no creo que sea lesbiana; de lo contrario, aquella noche, me hubiera golpeado. Un colega me contó que le hacía la prensa a un político y que era una consumidora nata de drogas acelerantes. Eso era todo lo que sabía de ella, y que había sido generosa conmigo. Aquel roce me parecía una correcta metáfora amorosa de la colaboración: ni adentro ni afuera. Era una colaboración sexual. Un roce que provoca satisfacción al menos a una de las partes; y a la otra, puede que le provoque satisfacción o que ni siquiera se entere.

En la redacción, mi hermosa y circunstancial jefa me dijo que no le quedaban ejemplares para darme.

«Fijáte si encontrás uno en administración», agregó.

Quería hablarle de muchas cosas; pero en mi boca sólo se acumulaba el olor a cebolla, y temía abrirla.

Me alejé unos pasos, como si fuera hacia la administración, y como quien deja caer un pañuelo, dije:

—¿De qué va a tratar el próximo número?

Intenté que mi mendicante pregunta sonara a simple curiosidad.

—Ya está cerrado —respondió sin artilugios—. Cualquier cosa te llamo.

Marché a la administración. La siguiente semana no me llamó y luego la revista cerró. Me pagaron la nota, pero no supe más de la jefa de redacción.

Llegué a casa y me lavé los dientes. Pero no alcanza con eso para retirarse del olor a cebolla.

«Tengo que emborracharme», me dije. No sé qué les ocurrirá a los demás colaboradores al respecto, pero yo no me drogo ni trasnocho. Cada tanto, simplemente, como una consecuencia lógica de mi oficio de colaborador, siento la necesidad de emborracharme. Decidí concurrir a la fiesta.

Comí con mi mujer y dormí a mi hijo. Mi mujer prendió la tele y apareció una película que me hizo dudar; pero me dije que era bueno para el matrimonio que cada uno de nosotros saliera de vez en cuando solo.

Tampoco esta vez la fiesta me defraudó. Mozos endomingados repartían canapés de caviar, centolla y palmito. Faltaba el salmón ahumado, pero no el whisky escocés. Comer y beber whisky no son actividades compatibles, de modo que elegí primero el whisky para abrir el apetito. Aquél era un antro reducido, pero la semioscuridad y la caótica iluminación lo llenaban de sitios ocultos. No estaba lo más granado del jet-set cultural porteño, pero aquí y allá circulaban fulgurantes estrellas de las radios, los diarios y la televisión. ¿Con quién hablar? No era una pregunta que me preocupara después del tercer whisky.

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