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Authors: Marcelo Birmajer

Tags: #Cuentos

Historias de hombres casados (13 page)

BOOK: Historias de hombres casados
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—¿Sí? —dijo Ribalta.

—¿Por dónde agarramos?

—Por donde sea más rápido.

El taxista arrancó. La luz ya descubría las cosas, pero aún era tenue. Ribalta quería estar en su casa antes de que el día fuera claro. En ese momento temió la luz como un vampiro.

Nuevamente, el taxista lo miraba.

—Discúlpeme —dijo el taxista—. ¿Usted estudió en el Normal 25?

Ribalta intentó memorizar qué número tenía su escuela, pero sólo la recordaba por el nombre.

—El secundario lo hice en el nacional Camargo —dijo.

—¿Usted es Ribalta?

Y como si no hubiera pensado en él un instante atrás, Ribalta gritó:

—¡Stefanelli!

—¡Ribalta, viejo nomás! —gritó Stefanelli frenando violentamente. De no haber estado la calle vacía, pensó Ribalta, seguramente un camión los habría arrollado, y él habría muerto después de engañar a su esposa. Era una muerte menos patética que la de aparecer junto al cadáver de la amante.

Antes de que Stefanelli comenzara a hablar desaforadamente, Ribalta descubrió que la nariz de su recuerdo era más grande porque entonces la cara de Stefanelli era más chica. Pero no había dudas de que Stefanelli era un verdadero Cyrano, en su recuerdo y en el presente.

Stefanelli se entregó de lleno a la costumbre de los taxistas que Ribalta más odiaba: girar el rostro hacia el pasajero mientras manejan.

«Finalmente», se dijo Ribalta, «moriré en un accidente automovilístico».

La cerrada discreción que Stefanelli había ofrecido desde que los recogiera en el albergue transitorio, se había tornado ahora un dique roto, una catarata de palabras dichas a los gritos.

—¿Te acordás de Tomasini? ¿Te acordás de Nisiforo? ¿Te acordás de Mizrahi? ¡Qué barra, eh! ¿Te acordás de la vez que se afanaron la bandera y pusieron un repasador en el mástil?

Terminó la andanada con una tempestuosa carcajada y, para alarma de Ribalta, soltando el volante.

Ribalta recuperó un recuerdo de entre tantos nombres, y lo comentó:

—Me acuerdo que Felleti, un tipo muy tonto, le pegaba a Mizrahi porque era judío. ¿Te acordás?

El rostro de Stefanelli transmitió la seriedad con que recibía el comentario. Se hizo un silencio y luego dijo:

—No me acordaba. Pero tendríamos que haber ayudado a Mizrahi.

—Es cierto —asintió Ribalta—. Lo pensé más de una vez.

—Los judíos son nuestros hermanos mayores —cerró Stefanelli.

Ribalta no contestó, pero se interrogó desconcertado: «¿Hermanos mayores de quién? Mi hermano menor es ateo, en todo caso ex cristiano. Y hermano mayor no tengo. ¿Stefanelli será un cristiano practicante? ¿O hablará con el mismo ímpetu de cualquier cosa?».

Bajó la ventanilla, el aire era hermoso.

—Y con las mujeres… —reinició la conversación Stefanelli—. Veo que seguís teniendo éxito.

—Más del que quisiera —se jactó humildemente Ribalta.

—¿Cómo es eso? —inquirió sonriente Stefanelli.

—Esta chica… La pasé bien. Pero no sé. Quizá no debería —dijo Ribalta, absurdamente cohibido.

—Mientras la quieras bien, y pienses en formalizar, todo se puede arreglar.

—Ni la quiero bien ni pienso en formalizar —dijo Ribalta asombrado.

—¿Es una mujer de la calle?

—¡No! —gritó Ribalta—. Nunca. Nunca toqué a una puta.

Ribalta recordó que Stefanelli había debutado con la misma mujer que otra quincena de chicos del curso, y tuvo algún remordimiento por haber expresado tan abiertamente su castidad respecto de las rameras.

—¿Y entonces? ¿Qué te impide pensar en ella como una buena futura esposa?

—Que ya tengo una buena presente esposa.

El rostro de Stefanelli mutó. Fue como si repentinamente una roca adquiriera la capacidad de cambiar su forma: primero soltó todo tipo de gestos, y luego se contracturó en una mueca dolida. Por un segundo, Ribalta creyó que le había desaparecido la nariz.

—¿Estás casado? —preguntó Stefanelli con un tono de voz absurdo, ceremonial.

—Sí —dijo Ribalta, tratando de regresar a la normalidad con un tono despreocupado.

Stefanelli frenó de golpe.

—Bájate —le dijo.

—¿Qué? —preguntó Ribalta.

—Soy Testigo de Jehová, no puedo llevarte.

—Son las cinco de la mañana, Stefanelli —dijo Ribalta ofendido—. Déjate de joder.

Stefanelli, sin decir una palabra, reemprendió la marcha. Ribalta estaba molesto porque ese imbécil, ese pobre infeliz que había terminado en un taxi, había intentado retarlo. «Está resentido con la vida, y se la agarra con el primer compañero de la secundaria que encuentra.»

El taxi estaba entrando en la avenida Cabildo. Llevaban unos cuantos minutos de completo silencio.

—Vos te acordabas con humor de cuando robaron la bandera y la cambiaron por un trapo —dijo, infantil, Ribalta—. ¿Eso te parece bien?

—Una bandera es un trapo —dijo convencido Stefanelli—. Una mujer, no. Tenés que hablar con los Hermanos Mayores.

—¿Los judíos? —preguntó Ribalta.

—No, los Hermanos Mayores son los más sabios de entre los Testigos. Los más ancianos.

Quedaron nuevamente en silencio.

—Engañar a tu mujer es comenzar la destrucción del planeta —recriminó Stefanelli—. Es arrojar tu alma a los infiernos.

Ribalta descubrió la súbita reaparición de la inmensa nariz de Stefanelli.

El coche se había pasado dos cuadras de donde tenían que doblar.

—Miller era la de atrás —dijo Ribalta. Stefanelli no contestó.

—¿Te imaginás qué sería del mundo si todos saliéramos con las mujeres de todos?

Ribalta dedicó un segundo a la imagen. No pudo sacar ninguna conclusión.

—No habría orden. No habría convivencia. No habría familia.

—Eugenia no es la mujer de nadie —dijo Ribalta.

—No todavía —aceptó Stefanelli—. Pero el día de mañana, la persona que se case con ella encontrará tu semen en su interior.

Por muy absurda que le resultara la frase, en su silencio Ribalta no pudo dejar de pensar que en ningún caso su semen había quedado en el interior de esa mujer.

—Pero si no tenés límites a este respecto, no tenés creencias —recomenzó Stefanelli—. ¿Cómo te explicás el mundo?

—No me lo explico —respondió mecánicamente Ribalta. Y agregó:

—Stefanelli, creo que ya nos pasamos como diez cuadras. Doblá acá y lleváme para casa.

Stefanelli seguía conduciendo en silencio.

—Stefanelli…

Ribalta se vio obligado a asumir que Stefanelli lo estaba llevando a cualquier lado.

—Tenés que hablar con los Hermanos Superiores.

—¿No eran mayores? —preguntó Ribalta. Salieron de Cabildo.

—Stefanelli, pará acá —dijo imperativo Ribalta.

«Es un asesino serial», pensó Ribalta, mientras Stefanelli continuaba conduciendo impávido. «Como la novela esa, de los taxistas que se revientan contra postes.» Era la nariz de la muerte.

Debían estar viajando a una velocidad superior a los cien kilómetros por hora. Ribalta no supo qué calles habían tomado, pero de pronto se encontró en la Costanera Sur. El sol rebotaba contra el río marrón, la amplia avenida estaba vacía, y unos enormes pájaros indeterminados planeaban alrededor de montañas de basura.

«La vida es horrible», pensó Ribalta. Pero no se sentía arrepentido ni culpable. No hubiera elegido otra forma de vida. Un semáforo en rojo, el primero de aquel largo trayecto, los detuvo. Ribalta levantó el seguro de su puerta, la abrió y salió corriendo. Stefanelli tardó un segundo en reaccionar, se bajó del auto y lo persiguió.

Corrían pegados a la baranda de la Costanera, los zapatos resonaban en el día vacío.

Ribalta, pese a la excitación, sentía profundamente el cansancio. Recordaba la película
Maratón de la muerte
. Stefanelli se le estaba acercando.

En esa situación, persiguiéndolo, Stefanelli le parecía un monstruo. Y estaba convencido de que si lo alcanzaba le ocurriría lo peor que podía ocurrirle en la vida. Pensó que debería haber tratado mejor a Eugenia. Todas las criaturas humanas merecían buen trato. Luego le faltó el aire y ya no pudo pensar en nada.

—¡Pará! —le gritó Stefanelli—. Sólo quiero hablar.

Ribalta se detuvo, porque ese diálogo concertado le resultaba menos temible que la posibilidad de seguir corriendo y que lo alcanzaran.

—Tenés que hablar con los Hermanos Superiores —dijo Stefanelli—. Es lo único que te pido. No podés vivir así.

—Bueno, dame un poco de tiempo —dijo Ribalta.

—Acá no más —dijo Stefanelli—. En el stand de Líneas Aéreas Paraguayas del Aeroparque, trabaja el hijo de uno de los Hermanos. Se llama Hugo. Podés venir a hablarle cuando quieras.

—Voy a venir —dijo Ribalta.

Se callaron, enfrentados como en un duelo. El taxi de Stefanelli estaba detenido en el medio de las sendas peatonales.

—No te puedo llevar en mi taxi —dijo Stefanelli.

—Comprendo —dijo Ribalta.

Stefanelli caminó apesadumbrado hacia su auto. Ribalta esperó quieto a que lo pusiera en marcha.

Stefanelli siguió en la dirección en la que venían; Ribalta aguardó aún unos minutos a que se alejara lo suficiente y luego comenzó a correr en la dirección contraria.

Al terminar la fiesta

«Todos están mejor», pensó Ariel. Era una fiesta de las que le gustaban. Buena comida, libre acceso a la buena comida, bebida fría, concurrencia indeterminada, bellas mujeres solas, libertad de movimiento: no precisaba insertarse en ningún grupo, ninguna necesidad de hacer el payaso o animar la fiesta.

Ariel, aunque tímido y moderado, sentía en las fiestas opacas la necesidad de levantar el ánimo de los concurrentes. No por afán de figuración sino, realmente muy por el contrario, por una excesiva cortesía hacia los anfitriones. Sin que pudiera manejarlo conscientemente, en el alma de Ariel se instalaba la necesidad de evitarles un desengaño a los dueños de casa. O, dentro del mismo sentimiento, la imposibilidad de contemplar pasivamente el fracaso de la fiesta. De modo que Ariel inventaba temas de conversación, comentaba libros o improvisaba chistes. Tenía una habilidad innata para hacer creer a los participantes de la fiesta que estaban protagonizando una charla mientras él desarrollaba su monólogo. En la despedida, su alma embriagada en el afán de agradar padecía una resaca: había hablado de más, era un ególatra y había arruinado lo poco de fiesta que se hubiese podido salvar. Sólo se calmaba cuando su esposa lo convencía de que había estado agradable y saludablemente divertido.

En la presente fiesta, Ariel disfrutaba de su anonimato, y también, aunque suene mal, de la ausencia de su esposa. Natalia se había quedado en casa estudiando.

Ariel paladeaba su soledad en las fiestas recordando otras épocas, cuando la soledad podía ser un martirio.

Mirar a las mujeres sin recato, comer desprolijamente sin que su mujer se avergonzara, no buscar más que su propia comodidad. Era un inofensivo descanso en el fluir constante, y en su caso feliz, del matrimonio.

Maite, una conocida de cabello castaño y destacable cuerpo, entre la charla suelta y la ingestión de canapés rozó varias veces a Ariel con sus pechos. Ariel supo que, en otras circunstancias, sería la clásica escena que concluía en su cama de soltero. ¿De cuántas fiestas se había retirado con una presa, como un pescador que arroja el mediomundo a un mar misterioso? ¿De cuántas otras había salido malamente borracho, solo y sin ánimos suficientes siquiera para dormir? Maite alternaba entre apoyarle la cabeza y los pechos en la parte descubierta de su brazo (tenía las mangas de la camisa arremangadas), cuando la vio. Patricia. Acompañada de un hombre. Un hombre medianamente gordo y formalmente vestido; con una calva, formal también, en la parte posterior de la cabeza.

Patricia, Pato por entonces, ahora sonreía y estaba radiante. Tan lejos de aquella chica mortificada y silenciosa que siete años atrás le había dicho a Ariel, sentada en su cama: «Puse mucho en esta relación… Me voy a matar».

Ariel, hacía siete, casi ocho años, se había separado de su primera mujer, Emilia. Una relación que comenzó en la adolescencia y tuvo el mal tino de persistir. O bien se habían demorado en separarse, o bien se habían apurado en casarse, pero un día descubrieron que no se soportaban. Emilia le pidió a Ariel que se fuera de casa por un tiempo. Ariel le pidió el divorcio a los seis meses.

Ariel era un casado prematuro y se transformó rápidamente en un divorciado neonato.

En ese momento de hecatombe, en ese interregno entre ser un hombre separado y ser nuevamente soltero, como a quien le cuesta despertarse, sus amigos le presentaron a Pato.

Ariel supo desde la primera cita que ella era depresiva. Pero le pesaba estar solo y no tenía necesidad de prometerle nada. Pato aceptó de inmediato la primera invitación a su casa.

Pasaron unas semanas comportándose como novios; y aunque Ariel no le encontraba mayores atractivos, más pereza aún le daba separarse. Lo cansaba la sola idea de decirle que no quería verla más en su rostro de náufraga que ha hallado un tronco. Así quería estar Ariel: como un tronco. Ya tenía bastante de separaciones por un buen tiempo.

Pero Pato comenzó a insertar «charlas sobre la pareja». Lo invitaba a viajes de fin de semana, se quedaba a dormir todas las noches en su recientemente adquirida casa de soltero. Comenzó a dar a entender que estaba esperando ser invitada a vivir allí. Pato vivía con sus padres, con los cuales tenía la peor de las relaciones, y nunca había logrado irse a vivir sola.

Una noche —Ariel siempre se culpó de que hubiese sido una noche («de día, todo hubiese sido más fácil», repetía por aquel entonces)—, se vio obligado a decirle que no buscaba nada serio con ella. Y, sin saber que lo diría, le aclaró que tampoco deseaba continuar la relación.

Pato lo miró incrédula. Porque no se lo esperaba, porque estaba en cualquiera de sus sueños. O porque jamás hubiese imaginado, aun con lo poco que lo había conocido en esas escasas semanas, que él se animaría a decirlo.

Ariel recogió la mirada de Pato y descubrió que quizás había estado un poco brusco. Recomenzó las frases, pero con el mismo sentido. Era una despedida, quería terminar.

Pato se le arrojó encima, llorando y besándolo a un tiempo. Lo tocó desvergonzadamente y soltó dentro de ella una amante descontrolada. Ariel se sintió francamente violentado. No creía ni una caricia de aquella repentina ninfómana; y aun cuando su arrebato hubiese sido auténtico, no la deseaba.

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